Con Nombre de Guerra
1.- Cumbres de Placer
Rodó rápida y suavemente por su mejilla. Con un esfuerzo grave trató de controlar la humedad que escocía sus ojos, pero sus intentos fueron en vano, pues una lágrima más descendió desde su ojo izquierdo, siguió su camino sobre el pómulo sonrojado para terminar en el borde de su boca abierta, que jadeaba. Dolía.
El pecho le temblaba, contrayéndose y expandiéndose en movimientos rápidos y pequeños, arrítmicos e interrumpidos; como los de un animal desangrándose.
Contrajo el rostro, en una expresión de placer incontrolado que lo obligó a cerrar los ojos, engrosando las húmedas líneas sobre sus mejillas. Se sintió derrotado, e incluso el gemido que había logrado contener salió de su garganta. Llenando el lugar de eco ronco.
Su espalda se curvó sobre la superficie dura del escritorio, haciendo balance con sus piernas en el cuerpo que se posesionaba de él. Quiso gemir de nuevo, pero una mano gruesa y arrugada sobre su boca le impidió cualquier ruido. Tuvo que tragarse toda la excitación que luchaba por expresarse en su garganta. Sintió que algo dentro de él pugnaba por salir, pero no supo que era.
Jamás lo había hecho de esa manera. El dolor se arrobó en su cuerpo, acompañado del placer y la frustración que le provocaban no ser él quien controlase la situación. Se tensó al límite, contrayendo todos los músculos, tomara un rictus dolido y placentero. Con la nuca sobre la madera, sus piernas aprisionando la cadera que empujaba contra él y sus dedos -ya blancos asidos- al marco del escritorio, mientras aún sentía el aliento pesado del amante sobre su cuello.
Todo le resultó dual y confuso. Sentía ansiosas caricias sobre sus piernas; besos sobre su cuello casi tiernos, y los embistes contra su cuerpo, demasiado rápidos.
Las emociones se acumularon en todo su cuerpo. Sin desearlo, por puro instinto, trató de huir moviendo su cuerpo hacia la cabecera del escritorio pero las fuertes manos lo sujetaron y arrastrarlo de nuevo sobre la madera lacada para seguir en el ritual de posesión. Jadeó otra vez y de nuevo la mano se puso sobre su boca, para que nadie los escuchara. Hubiera querido poder detener todo. Pero no se detuvo.
Una calidez fabulosa se expandió por todo su cuerpo; como si se evaporara con el aire, le llegó con el poco aliento que lograba aspirar y con cada latido el corazón lo expulsaba a todo su sistema; cada una de sus células parecía destilar esa calidez que tomó por forma, el miembro en sus entrañas. Toda la sensación se desbordó en él, calándole lo más profundo de la mente, rompiendo todo lo que había creído que sabía: le abrió las puertas de un mundo que no había visto o imaginado, todo lleno de confusión, de esperanzas y de mentiras; todas venidas de ningún lado pero bien representadas porque en ese momento todo lo que existió para él fue ese hombre que besaba su cuello mientras lo conducía a las cimas más imposibles del placer, a lo mejor que había experimentado en su vida.
Giró el rostro en un gesto compungido, aún con la mano sobre su boca cortándole el aliento, el largo cabello formó una onda con el movimiento y terminó cubriéndole el rostro. Necesitaba un poco de intimidad, porque las lágrimas de dolor y placer no dejaban de salir y se sentía inseguro e inválido.
Estar con un hombre le resultó tremendamente distinto a estar con una mujer. La entrega la había sentido antes, pero siempre eran sus compañeras las que le daban ese obsequio a él. Era la primera vez que experimentaba ser él la parte entregada, la vez primera que perdía la cabeza, que compartía su cuerpo de esa otra forma.
Estaba completamente enervado, como si ya no fuera el mismo y ahora sólo fuera una extensión del otro. Tuvo el deseo salvaje de enterrarle los dedos en la espalda y quedarse prendado de su columna para siempre. Hasta que su vida terminara. Y sintió como si en verdad su vida tocara su fin cuando el alcanzó el punto máximo de su propia excitación y culminó en una calidez cada vez más hirviente inundando sus entrañas y extendiéndose en todo su cuerpo; para luego compensarse desbordando su propia esencia sobre su abdomen.
Se curvó en un nuevo espasmo mientras sentía los dedos de su amante enterrándose en su mejilla y sus frentes tocarse por lo curvados que estaban sobre sí mismos.
Después de momentos que le parecieron una eternidad se dejó caer de golpe sobre el escritorio, el impacto acolchado por su propio uniforme y su camisa. Su respiración estaba tan agitada que creyó ahogarse, pero por suerte su boca fue liberada; la dejó abierta, jalando y soltando aire rápidamente, respirar le dolía al respirar. Estaba confundido, nervioso, lleno de un desasosiego proveniente del más intenso placer que hubiera azotado su cuerpo. Ni siquiera sabía que algo así pudiera existir.
Sus largos y delgados dedos acariciaron suavemente la tela de camisa, que obediente se movió de acuerdo a su tacto, según sus deseos, deslizándose entre los blancos dedos brindándole algo a qué aferrarse.
Continuará.
