Sin freno de mano – Capítulo 1
Sólo le hizo falta un día para llegar a una contundente realización: Detestaba aquel lugar.
Su reloj de pulsera marcaba las diez de la noche cuando se lo abrochaba, después de sacarlo de una bolsa en la que había guardado la ropa de trabajo. Nada le había gustado más que poder dejar atrás el aire viciado del almacén. Olía a cerrado, a pesar de que los portones estaban abiertos prácticamente las 24 horas del día. El problema tenía su origen en las miles de cajas que se apilaban en los palés plastificados y que impedían que corriera la brisa, la cual se hubiera encargado de renovar el ambiente y aligerarlo.
Había entrado a trabajar a las seis de la mañana, puntual como un clavo. Se había cambiado de ropa, abandonando las prendas de calidad por un mono de trabajo azul, que se había ensuciado en menos de media hora, y una camiseta blanca de manga corta bajo éste. Enojado con el calor que le provocaba, pronto había recogido su media melena rubia en una meticulosa coleta que no permitía que ninguna fina hebra se escapara del agarre de la goma negra.
Cuando era casi la hora de salir, su encargado, un hombre flaco como un mondadientes, alto, con la cara llena de pecas y el cabello corto y pardo, se había aproximado a él y le había dicho que le necesitaban para continuar con las tareas. El hombre que le relevaba había sufrido un contratiempo y no acudiría.
Consciente de que negarse quedaría feo, Francis Bonnefoy, de 29 años de edad, había sonreído apurado y le había dicho que no había problema. Sin embargo, dieciséis horas después, se arrepentía por completo. Le dolían los músculos y, al día siguiente, debía entrar a trabajar a las diez.
Una simple jornada fue más que suficiente para hastiarle. Había estudiado arquitectura durante los que luego podría clasificar como los años más duros de su vida y terminar en un almacén descargando cajas amenazaba con minar su voluntad y ánimo en un visto y no visto.
No obstante, antes de dormir había respirado hondo y había recordado las palabras de su sabia madre: Si se rendía a la primera, no era más que un cobarde. Ésa no era una cualidad suya, precisamente. No presumía cuando admitía que era el más valiente de su unidad familiar. Algo tan simple le arrancó por la mañana de debajo de las sábanas, le empujó a ponerse una camisa y un tejano de su vestuario informal y a tomar la bolsa con el mono de trabajo dentro.
Ignorando los calambres en sus extremidades y abdominales, Francis descargó los camiones que le encargaban con brío, dispuesto a no perder un preciado segundo. Pensaba ganar cada céntimo de su jornal. Dentro de una rutina opresiva que le llevaba al borde de la extenuación, se esforzaba día tras día en sus tareas sin que éstas le aportaran nada.
Y ese martes trece, mientras atribuía los pequeños infortunios que había sufrido al día en el que vivía, su superior le avisó de la necesidad de un perfil como el suyo en una de las plataformas. Al parecer un camión había aparcado hacía cosa de dos horas y la persona que debía encargarse estaba ocupada con un imprevisto que no podía abandonar. Asintió con la cabeza y tomó la carpeta pequeña en la que estaba la información sobre el cargamento, papeleo que tendría que cumplimentar después de descargar el camión.
De camino a la plataforma diez, Francis se permitió a sí mismo que su rostro demostrara lo mucho que aquella tarea, la cual no se encontraba planificada, le disgustaba. Aquello desmontaba sus tiempos y le obligaba a trabajar a mayor velocidad. Fue echando un vistazo a los papeles, leyendo el contenido del camión. Por suerte no se trataba de nada demasiado pesado.
El remolque contenía partes que utilizaban en la empresa para construir otros productos incluso más elaborados. Cuando llegó, buscó por los alrededores al conductor del vehículo. Ladeó el rostro, con una ceja arqueada, y al final suspiró. ¿A dónde habría ido? Si él no le abría el remolque, no podría descargarlo. Rodeó el vehículo y su sorpresa fue ver que la parte de atrás estaba abierta.
Allí, echado de lado sobre el suelo del remolque, había un hombre. En un principio se asustó porque parecía que le había sucedido algo y pensó en llamar a una ambulancia, pero entonces vio que respiraba y la tensión en sus hombros se difuminó. Se fijó, justo en ese momento, en que el varón tenía el torso moreno al descubierto, dejando en exposición unos músculos trabajados en los que, seguramente, se podría rayar queso. Sus facciones, aunque masculinas, reflejaban un aire juvenil que acentuaba su inocente expresión dormida. La cabellera, de color chocolate, se componía de diversos mechones cortos que tomaban voluntad propia y se dirigían hacia direcciones distintas. Sus pestañas, largas y negras, acariciaban sus mejillas, en las que había algunas pecas. Entre los labios carnosos, rojizos y húmedos, salía lentamente el aire que expulsaba.
Llevaba un pantalón pirata de color caqui que le cubría las piernas hasta la altura de medio gemelo, pero aún así se le hacía fácil ver que incluso éstos estaban trabajados. En sus pies, desnudos, se marcaban los tendones. Los zapatos, deportivos, estaban a un lado. Durante eternos segundos, Francis observó hipnotizado el cuerpo de ese hombre, como si emitiese un canto de sirena que no podía escuchar pero que su cerebro percibía. Carraspeó buscando serenarse y, además, despertar al camionero, pero en realidad su voz se había asemejado más a un murmullo y como era de esperar no tuvo éxito en la tarea de despertarle.
Miró a otro lado, buscando a alguien a quien poder cargar ese muerto, porque nada odiaba más en este mundo que despertar a alguien que dormía, pero no había nadie. Suspiró atormentado y dejó la carpeta sobre el suelo del remolque. Estiró una mano, pero se detuvo de inmediato. No sería educado tocar a un desconocido.
— "¿Por qué me pasan estas cosas? Ningún compañero me ha contado nunca que le haya pasado algo así. Pero nada, tenía que llegar el tío más gafe del planeta para arreglarlo."
Su táctica se resumió en carraspear de nuevo para despertarle sin hacer contacto físico real contra la piel caramelo. No obstante, ese hombre se reveló como un hueso duro de roer y, aunque casi llegó a toser a voz de grito, lo máximo que consiguió fue que se diera la vuelta. Un tic sacudió la ceja derecha rubia y, al final, se resignó a tocar el cuerpo que su instinto le pedía que no tocara. Bonnefoy confiaba en su instinto y pocas veces éste le había fallado.
Estiró la mano, indeciso, y las yemas de sus fríos dedos blanquecinos tocaron una piel suave y candente. Aunque una descarga le recorrió, Francis fue incapaz de apartar la mano, que ahora se hallaba totalmente apoyada sobre su musculoso hombro, como si ésta se hubiera quedado pegada. Consciente, tras cosa de diez segundos, de que aquello era raro, Francis regresó a la realidad y zarandeo al hombre para que reaccionara. Ya que no lograba arrancarle de los brazos de Morfeo, el cual estaba fascinado con aquel bello mortal, Francis empezó a gritar algo tan sencillo como "despierta".
— Cinco minutos más... —murmuró su voz adormilada.
La expresión facial del trabajador del almacén se vio cómica. Aún no podía dar crédito a lo que acababa de pasar. Molesto por su propia incapacidad de despertarle, Francis retomó la tarea hasta que, en un momento dado, el hombre cometió la más grande de las desfachateces. Algo incluso peor que yacer ligero de ropa en el remolque de un camión, levantar los párpados y mostrarle los ojos más verdes que jamás había visto. Tal panorámica hizo enmudecer a Bonnefoy, que se había visto engullido a nivel espiritual por ese vorágine oliva.
Durante largos segundos, ambos se observaron. El hombre del camión parecía confundido, o quizás sólo sorprendido. Su corazón se aceleró, buscando una excusa que sonara creíble, pero su mente se negó a proporcionarle dicha información. De repente, tras segundos eternos, los labios del desconocido se curvaron en una sonrisa misteriosa, casi coqueta, que no ayudó a sosegar a lo que fuese que estuviera naciendo en su interior.
— Hola —le dijo, con un tono de voz claramente marcado por un acento que le sonaba. Sonaba aterciopelada, algo ronca y muy sensual. Jamás había escuchado una voz tan atractiva.
—Ah, hola —respondió Francis, haciendo gala de unas dosis elevadas de torpeza.
Su comportamiento azorado le ganó una nueva sonrisa que volvió a sacudirle por dentro. Empezaba a preguntarse qué tipo de magia obraba este hombre en su cuerpo. En ese instante descubrió que su mano estaba aún sobre el hombro. La apartó igual que si le hubiera achicharrado de sopetón y la bajó hasta estar al lado de su propio cuerpo, con los dedos apretados contra la palma.
— Lo siento, es que no conseguía... No conseguía despertarte.
Esperó ser juzgado pero dicha evaluación nunca tuvo lugar. El rubio se atrevió a centrar su mirada en él, de nuevo, y le vio observándole como si fuese fascinante. Boqueó, sin saber por dónde sería prudente reconducir la conversación.
— Eres nuevo, ¿verdad? No me suena tu cara. Juraría que no te he visto antes. ¿Cómo te llamas? —preguntó el conductor. Al ver la confusión en Francis, rio—. Me gusta saber el nombre de la gente con la que trabajo. ¿Es eso tan raro? Me llamo Antonio.
Observó la mano del varón, ajada por el trabajo, por el continuo roce de la dermis contra el volante del camión. Pasó así cosa de veinte segundos. Para ese momento, Antonio apartó la mano, se la frotó contra el pantalón y se la miró.
— No está sucia, ¿verdad?
Con una sensación de ser miserable por hacerle creer a ese pobre hombre que tenía las manos manchadas, negó rápidamente con la cabeza. El verdor de sus orbes le envolvió, al mismo tiempo que le transmitían un mensaje confundido ante lo que sucedía.
— Lo siento. Tu mano está limpia, perdóname. A ratos me quedo sumido en mis propios pensamientos y la gente piensa que ha hecho algo mal, pero en realidad es mi culpa. Soy Francis Bonnefoy —rectificó de forma atropellada el rubio, el cual por fin había extendido su mano para estrechar la del camionero.
Durante un eterno segundo, Francis temió haber echado a perder una relación laboral por la borda. Tenía esa manía de abstraerse y en ocasiones le había supuesto más de un problema. Sólo esperaba que el tal Antonio no le pillara la suficiente manía como para ir a su responsable a quejarse. Sin embargo, para su sorpresa, los labios del hombre se curvaron en una sonrisa cálida y sin más estrechó de manera firme la mano que le había ofrecido.
— Encantado de conocerte, Francis. Siento que me hayas encontrado durmiendo, pero he hecho la mitad del camino de una sentada y mi cuerpo ya se estaba resintiendo. Quince horas sin parar ni dormir hacen mella.
El rubio fue a abrir la boca, pero se detuvo a tiempo. No le parecía apropiado sermonear a alguien a quien, en el fondo, no conocía. Como toda respuesta sonrió y se encogió de hombros. Antonio rebuscó entre las cajas hasta que, por fin, dio con unas zapatillas algo viejas y sucias que contenían unos calcetines negros con una franja blanca. Se arrimó al borde del remolque y se los fue poniendo en los pies tras sacudirlos con la palma de la mano.
— ¿Cuánto tiempo hace que trabajas aquí, Francis? No debe de ser mucho, ¿verdad?
— Pues ha hecho un mes esta semana —comentó, al mismo tiempo que se adentraba para ver la carga y, por fin, la empezaba a bajar al muelle. ¿Por qué le contestaba a ese hombre? Ni idea, pero parecía mucho más sencillo que intentar ignorarle.
— Ya decía yo. La última vez que vine a descargar el camión fue hace dos meses o así y por aquel entonces tú no trabajabas para la compañía. Felicidades por el mes, entonces. Ojalá te traten bien. Hay algunos trabajadores de oficina que son agradables.
Bonnefoy descargó el camión mientras, de fondo, Antonio iba charlando acerca de temas triviales de la empresa. Ni siquiera necesitaba que le respondiera, él solo hacía bromas, se reía de ellas e incluso se ponía a darle consejos. Si la situación fuera diferente, posiblemente hubiera plantado una sonrisa cortés en los labios y hubiera asentido a todo lo que dijera ese hombrecillo curioso, pero ahora tenía trabajo entre manos y debía finalizarlo a tiempo.
Listo para pasear, Antonio se plantó de un salto sobre el suelo y se atusó la ropa. Había tomado una camiseta de tirantes negra y había tapado aquel pecaminoso torso. Los ojos verdes se pasearon siguiendo a Francis en su ir y venir. Salió de su trance en el mismo instante en el que el estómago empezó a rugir.
— Nos vemos luego, Francis. Gracias por tu trabajo y esfuerzo.
— De nada. Hasta luego, Antonio.
Mientras caminaba hacia el supermercado más cercano, el cual había visto cuando dirigía el camión hacia el almacén, atusó su cabello con la mano derecha. Francis, por su parte, terminaba de descargar el camión del peculiar individuo al que, como a otros tantos, seguro que no volvería a ver. Ya tenía una anécdota que explicar a sus amigos.
Dos meses pasaron y el invierno cayó con fuerza en la zona. Lo malo de trabajar prácticamente a cielo descubierto era que sus extremidades se le helaban a causa de las bajas temperaturas. Se había comprado unos guantes de pobre, sin los dedos, para poder cargar las cajas sin peligro de que éstas se le cayeran y se había ganado una reprimenda de su jefe por saltarse las normas de seguridad.
El horror se adueñaba de Bonnefoy cada vez que miraba sus manos, que antaño habían sido perfectas, llena de arañazos, rojas por el frío e, incluso, con alguna ampolla. El trabajo físico no entraba dentro de sus preferidos, al menos no dentro de un almacén. En una cama la cosa sería muy diferente.
Su jefe le había asignado un camión que venía desde Holanda después de una ruta larga que incluso a él mismo le sorprendió. El cargamento tendría que haber llegado a las diez de la mañana y a las once aún no había ni rastro del mismo. Contenía alrededor de ciento cincuenta cajas cargadas con algodones, nylon y otras telas que después se convertirían en piezas de los productos que vendían. Tan pesada debía de ser la faena que no le habían asignado ninguna más por lo que restaba de día.
Encogido, con sus propios brazos rodeando su cuerpo en un patético intento de devolverle a éste el calor que el cruel frío del invierno le estaba arrebatando, Francis maldijo por enésima vez. Morir congelado no parecía el destino ideal. Justo cuando se dio la vuelta para entrar en la caseta y guarecerse, escuchó el rugir del motor de gran cilindrada y vio pasar parte del remolque hacia el muelle de carga número 4.
Suspiró, resignado, y echó un nuevo vistazo a la carpeta. Tenía ganas de empezar únicamente para poder entrar en calor. Pero, para su sorpresa, alguien corría hacia él. Al alzar la mirada, se topó de frente con unos ojos esmeralda, brillosos por el aire ambiental, y una sonrisa cargada de jovialidad. Francis alzó sus hombros, tenso, y retrocedió unos centímetros para poder establecer una distancia de seguridad entre ellos. ¿En serio? ¿Otra vez ese hombre?
— ¡Hola, Francis! Cuánto tiempo, ¿verdad? Me han tenido por Holanda, bien lejos. Me tocaba ir a un sitio, esperar a que descargaran, esperar a que cargaran, ir a otro sitio, otra vez esperar... Un poco coñazo, sinceramente.
— Vaya, así que el camión del muelle cuatro es el tuyo —murmuró entre dientes, examinando de nuevo la hoja que tenía en su carpeta.
— ¡No me digas...! ¿Te encargas tú de descargarlo? —le preguntó, con una ilusión que descolocó por completo al rubio—. Vaya, qué bien. Sólo confío en tu trabajo. La última vez fuiste impecable. ¿Fue paranoia mía o limpiaste el suelo del remolque?
— Lo hice. No me gusta dejarlo sucio. Teniendo en cuenta que duermes encima de él, tampoco me parecía que estuviera de más.
Antonio echó a andar detrás de Francis con una sonrisa entretenida. Para alguien que no le conocía en absoluto, se había esforzado en hacer algo por él. Se sentó en el borde del muelle de carga, sin preocuparse por si éste se encontraba sucio, a un lado para no estorbar. Los orbes oliva se movían al compás de Bonnefoy, que cargaba cajas y las trasladaba hasta el interior del almacén. Cuando iba a elevar otra, la voz del camionero le distrajo.
— ¿Cuántos años tienes? —le preguntó. Francis arqueó una ceja y entornó el rostro para enfocar al peculiar hombre, el cual sonrió y, en vista del silencio, volvió a hablar—. ¿Cuántos años tienes?
— ¿Para qué quieres saberlo?
— Para saber si puedo robarte la juventud y así vivir durante más tiempo. ¿Para qué va a ser? Pues para satisfacer mi curiosidad. Estoy charlando contigo, intentando conocerte. ¿Por qué ese comportamiento tan frío y distante?
— No te conozco de nada, no entiendo por qué me sigues como si fueras una mascota que acaba de ver a su dueño e intentas entablar una conversación con alguien a quien, en realidad, no conoces.
Durante un momento, el varón se quedó con el ceño arrugado, pensando en aquella puñalada verbal que acababa de recibir. Un suspiro resignado escapó de entre los labios rojizos y carnosos de Antonio, el cual alzó la mirada hacia el cielo azul despejado. Con la esperanza de haber logrado terminar por fin con la farsa, Francis cargó de nuevo la caja. De camino a la otra pila, vio que el transportista balanceaba sus piernas sobre el vacío, igual que un niño pequeño.
— Si eres tan frío, no vas a hacer amigos allá por donde vayas, ¿sabes? Ni siquiera has pensado en que después de tantos meses solo en la carretera, conduciendo por las rutas día y noche, quizás hablo contigo, aunque no te conozca y me trates como si fuese un perro sucio en el arcén de una nacional, porque eres el primer humano al que veo en días y me apetece un poco de interacción social.
Se estiró, como un gato, alzando los brazos hacia el cielo y después de escuchar su espalda crujir se dejó caer hacia atrás hasta estar apoyado contra el muelle de carga. De esta manera podía observar el cielo, pero éste le recordó a los ojos de ese mozo de almacén, así que los cerró. La mayor parte del tiempo Antonio era un hombre calmado pero no quitaba que le doliera en el orgullo algunos comentarios. Francis dejó lentamente la caja sobre el resto y se quedó contrariado. Ahora que lo pensaba de esa manera, se sentía fatal por su comportamiento distante. Odiaba tanto su trabajo que se había convertido en una persona arisca con sus compañeros.
Anduvo los pocos metros que le separaban del cuerpo tendido en el suelo y se inclinó lo suficiente para entrar en su campo de visión. Los ojos verdes de Antonio, los cuales se veían más verdes que nunca a causa de la luz del Sol, que entraba en su pupila y la hacía brillar llena de vida, se posaron en él. En ellos se leía la prudencia, la cual mantenía a raya a la curiosidad.
— Tienes razón. Lo siento, he sido un maleducado contigo de manera injustificada.
En la mirada del joven de cabellos cortos la vencedora fue la curiosidad y, sirviéndose de sus manos, se impulsó hasta estar sentado. Aún parecía incapaz de volver a convertirse en el parlanchín que antaño había sido.
— Me llamo Francis Bonnefoy y tengo 29 años. ¿Tú cuántos tienes? No te lo pregunto por nada especial, intento conocerte.
El rubio, ahora sonriendo afable, tendió su mano hacia Antonio. Durante unos segundos que se le hicieron eternos, no supo a qué atenerse. Tendría bien merecido que ahora le diera un trato frío. Pero, para su sorpresa, no le guardaba rencor y le devolvió la sonrisa que él le ofrecía. Estrechó la mano, apretándola con algo de fuerza pero no la suficiente como para hacerle daño. Le sorprendió notar que la tenía más caliente que la propia por algún motivo.
— Encantado, Francis Bonnefoy. Soy Antonio Fernández y también tengo 29 años. Lamento haberte impuesto mi verborrea y mis ganas de hablar con alguien, pero me pareces un hombre interesante. ¡A los demás los tengo muy vistos!
La risa de Antonio tenía algo especial. Se trataba de una de esas carcajadas que sonaban perfectas y que se contagiaban a cualquiera que estuviera cerca. Además no le pasó desapercibido que, al reír, se le marcaba un hoyuelo que tenía en la mejilla derecha. Mientras que el camionero volvía a echarse sobre el suelo, con las manos tras su nuca, Francis retomó la tarea de descargar el camión.
— Déjame adivinar: has estudiado algo importante, que te ha costado mucho esfuerzo y dedicación y por la crisis te encuentras sin trabajo en tu campo. Eso te tiene frustrado y hasta hace unos minutos pagabas tu frustración con los demás, en especial con un pobre camionero de apariencia joven y alma de viejo.
— ¿Apariencia joven y alma de viejo? —preguntó Francis, arqueando una ceja.
— La exageración es uno de mis recursos preferidos, te acostumbrarás a ello con el tiempo. ¿He acertado?
— De principio a fin.
— Y que nunca me toque la lotería... Tienes que tomártelo con calma, Francis. La situación en el país atraviesa un bache, la culpa no recae sobre tus hombros.
Por no perder la costumbre, el gesto confundido del rubio hizo acto de presencia. Por si la situación no contenía las dosis esperadas de surrealismo, Antonio se encargaba de añadir el toque faltante.
— Jamás hubiera pensado que mi día contaría con un camionero de mi edad intentando animarme. Ya puedo decir que he vivido de todo.
— ¡Eh, no seas ofensivo! Parece que es obligatorio que los camioneros cuenten con un grado de incultura elevado. Pues para tu información, señor carrera importante, yo también finalicé mis estudios universitarios y he acabado en un trabajo que no es de lo mío. El mundo no se acaba, te hablaba desde la experiencia para que te sintieras mejor. Qué desagradecido.
Con otra caja entre los brazos, el rubio se paseó entre el remolque y el almacén con aire pensativo. Sabía que si le seguía el rollo iba a trabajar a un ritmo más lento. ¿Pero qué otra cosa podía hacer? ¿Quedarse con la intriga? No, porque tendría la magnitud de un desastre natural. Entre sus grandes defectos, Francis contaba con un trastorno obsesivo-compulsivo que le impulsaba al orden y que le exigía en todo momento tener el control de toda la información disponible a su alcance. Con unas directrices tan vagas como las actuales, podía pasar toda la noche elucubrando la respuesta y, aún así, no dar con ella.
— ¿Qué estudiaste? —preguntó entre dientes, enfadado consigo mismo por no poder resistir la tentación.
— Física, con matrícula de honor en mecánica cuántica y óptica de Fourier. En algún lugar de esa universidad hay un cuadro con una fotografía mía. Creo que mi profesor derramó una lágrima de la emoción, aunque no se compararía con lo que llegaría a llorar si viera dónde he terminado.
Para su sorpresa, Antonio rio despreocupado. No obstante, Francis aún tenía un gesto desencajado. Le tomó un par de segundos recomponerse y el detonante de dicha reacción fue el dolor punzante que sus músculos sufrieron a causa de cargar tanto rato la misma caja. Ese despreocupado hombre no alcanzaba a conocer la magnitud de lo que había hecho. Había destapado una caja similar a la de Pandora, con la diferencia de que ésta no envejecía a cualquier despistado que inhalara su humo mágico, sino que dotaba al rubio de un ansia voraz por conocer los detalles de cualquier historia que le estuvieran contando.
— ¿Cómo puedes reírte? Eres físico y has acabado conduciendo un camión por Eurasia. ¡Creo que me daría algo si fuese tú! ¿Qué desgracias deben suceder para que alguien de brillante carrera termine al volante?
— ¿Y por qué tiene que ser una serie de desgracias? —preguntó Antonio inocentemente—. El campo de la investigación, que es el que me gustaba, está muy atrasado en España. Cada vez se invierte menos en I+D, por lo que hay pocos empleos y están muy solicitados. La presión me disgustaba y me decepcionó ver que tener enchufe era fundamental para poder acceder. Por eso mismo, decidí darme un año sabático mínimo para pensar qué quería hacer. Me saqué el carnet de conducir camiones, en un arranque que no puedo explicar, y encontré este puesto.
— ¿Y cuánto tiempo llevas aquí trabajando?
— Un año y medio. Lo sé, mi tiempo límite ya ha pasado, pero aún no tengo claro qué quiero hacer. Lo que seguro que sé es que la carretera me relaja. Sí que a ratos me siento solo, pero he descubierto rincones del mundo que jamás hubiera soñado ver. Conocer culturas y a gente nueva me ha enriquecido.
— Si lo pones de esa manera me da envidia y todo. Siempre me ha gustado viajar, pero no tengo el dinero suficiente para ello —murmuró el rubio, que había retomado su tarea.
— ¿Cuáles son tus aficiones? —preguntó Antonio, después de un silencio que había durado exactamente veinte segundos.
Le sorprendía la urgencia que parecía sacudir el cuerpo del camionero, el cual no podía pasar más de un minuto en silencio cuando le tenía cerca. Se sosegó a sí mismo antes de abrir la boca recordando que el pobre había pasado esos dos meses en la carretera, sin más compañía que él mismo.
— Me gusta leer, limpiar y ordenar mi piso, salir a comprar ropa y la música. También soy un aficionado a la cocina y al vino. ¿Y a ti? ¿Qué le gusta al joven con alma de viejo?
La risa de Antonio fue como música para sus oídos. Le pilló por sorpresa realmente que le produjera un cosquilleo cálido en el estómago el saber que había sido su comentario el que le había hecho emitir ese gorjeo.
It's been eighty years…
¡Hola! :)
Cuánto tiempo~ Lo sé, lo siento. Dije que volvería antes y de hecho mi intención era publicar en cuanto volviera de mi viaje pero… Bueno, cuando escribo mis fanfics a veces se me ocurren títulos muy al principio o durante el proceso, así que cuando voy a publicarlos los subo tal cual o los adapto. Otras veces tengo claro dónde poner el foco y aunque me cuesta, acabo encontrando el título pero este fic… Ay, este fic me ha costado demasiado nombrarlo y aún así el título me hace dudar.
Pensé en poner algo relacionado con los camiones, pero no quería ni que fuera muy específico (porque el camión es el medio por el que se han conocido pero el fic se centra en la relación), ni nada demasiado cómico (porque al final aunque tiene tintes de "humor", no es el género principal). Así que le he puesto este título porque tiene relación con el camión y porque, de alguna manera, vais a ver que su relación, por mucho que las cosas se resistan, se puede definir así. ¡Ya veis a Antonio! ¡Es un tifón imparable de curiosidad! xD
Este fanfic comparado con los anteriores va a ser cortito. Espero que os guste. Si dejáis review me haréis feliz uvu
Muchas gracias a todas las personas que me leen.
Saludos
Miruru.
