Disclaimer: Todo lo que reconozcais no es mío... es de Stephenie Meyer. Sólo la historia es mía.

Capítulo Betado por Verito Pereyra, Betas FFAD

Aviso a navegantes: esta historia es M. Si alguien no se siente cómodo/a con este tipo de historia, que no siga leyendo.

Explicación: La hora dorada es como se conoce en fotografía a un momento del día (antes de hacerse de noche) en el que todo se envuelve en un resplandor dorado, también se utiliza en medicina de urgencias: le llaman así al período de tiempo en el que un herido tiene más posibilidades de sobrevivir si se le atiende convenientemente.

Gracias Verito por betar esto. ¡Me has sido de mucha ayuda nena!


PRÓLOGO

Mi madre no había sido capaz de hacer que la relación con mi padre funcionase, y habían acabado separándose y usándome como arma arrojadiza cuando yo tenía trece años. De repente vi como mi perfecto mundo infantil se había roto y desperté al mundo real. Un mundo real en el que me vi apartada de mi padre, viviendo a más de 2000 km. de distancia del hombre que me había hecho creer que era su pequeña princesa, pero que al primer problema dejaba que me llevasen lejos.

Me alejé de ellos, prácticamente no hablaba con mi padre y mi madre era sólo esa mujer que me daba alojamiento. Un año después de separarse de mi padre, ella se había casado con otro hombre, Phil. Era un hombre agradable, bastante más joven que mi madre -apenas había cumplido los treinta-, pero se le veía bastante incómodo con mi presencia. Una adolescente de catorce años no es lo que un hombre de su edad espera obtener de su mujer.

A los quince años creía que lo sabía todo. Que nada en este mundo podría sorprenderme, que mi madre no tenía ni idea de lo que era la vida y que no había nada que ella pudiese enseñarme, más bien al revés.

Entonces le conocí, a James. A sus veintitrés años era toda una belleza. Alto, fuerte, con los ojos color azul cielo y el cabello del color del trigo, perfecto. Y ese perfecto dios, se había fijado en mí. Lo conocí en un club al que había escapado con unas amigas y al que habíamos conseguido entrar con unos carnets falsos.

Me miró mientras bailaba bajo los focos, girando como loca, saltando, liberando toda la frustración que sentía en mi interior. La decepción de saber que no era importante para mis propios padres, que siempre anteponían sus sentimientos a los míos. Sí, era una época en la que pensaba que mis sentimientos eran los únicos que importaban y que mi familia debería hacer lo que fuese necesario para que YO, fuese feliz.

Primera lección de la vida: nadie puede hacer feliz a otra persona, si primero no es ella misma feliz. Puedes dar felicidad cuando tú la tienes, pero si lo que hay en tu vida es pena, dolor y sufrimiento jamás podrás hacer feliz a nadie.

Me miró, y yo sentí como sus ojos recorrían mi pálida piel. Me miró y yo sentí que el mundo se detenía porque un hombre -no un crío como los chicos del instituto, un hombre-, se fijaba en MÍ.

Se acercó y, mientras una suave música comenzaba a sonar, me tomó por la cintura, acercándome a su cuerpo. Notaba su firme pecho bajo las yemas de mis dedos, sus músculos que deseaba recorrer en un arrebato de audacia, pero aún era demasiado inocente para hacerlo.

Él me sonreía, mostrándome sus perfectos dientes, sus ojos brillando bajo los focos de la pista. Me hizo girar entre sus brazos, sosteniéndome firme por la cintura, dejando que una de sus manos se aventurase un poco más abajo para acabar situada sobre mi nalga. Y lo sentí. Sentí el calor estallar en mi interior, sentí una llama que ardía en mi vientre, por primera vez sentí deseo. Sus caderas se acercaron aún más a las mías y noté el bulto que ocultaban sus pantalones.

Con sus dedos índice y pulgar levantó mi barbilla, fijando sus ojos en los míos.

—Me llamo James —susurró y no sé cómo lo oí, a pesar del ruido del local.

—Yo soy Isabella... Bella —murmuré de vuelta sin saber siquiera de dónde había sacado el valor para hablar.

Esas dos simples frases, tan normales, tan aparentemente banales fueron el final de mi inocencia, el principio de mi madurez.

Me hacía sentir como una mujer, no como esa niña que mi madre se empeñaba en que siguiese siendo, criticando mi ropa, mi pelo, o la forma en la que me maquillaba cuando salía.

Con sus besos, con sus cumplidos, con sus "te amo", consiguió que me sintiese amada, querida, deseada, algo que hacía mucho tiempo no sentía. No desde que mi familia se había roto, no desde que había dejado atrás mi vida en un pequeño pueblecito de Washington, no desde que mi madre se había casado de nuevo.

James me llevaba al instituto, veía a las chicas suspirar cuando muy caballerosamente bajaba de su descapotable y me abría la puerta, ayudándome a salir. Podía ver el color verde de envidia en sus caras cuando se agachaba y me besaba, dulce, la comisura de mi boca, podía sentir sus miradas de admiración hacia mí, una simple chica, que había conseguido que el mismísimo Apolo, se rindiese a sus pies. Los chicos tampoco eran indiferentes. Se preguntaban qué podía darle yo, una simple morena de ojos marrones, a semejante hombre. Él, que lo tenía todo, ¿qué obtenía de mí? Me hizo ser muy popular en la escuela. Todos los chicos querían acercarse, pero ninguno se atrevía si James estaba cerca. Una sola mirada y huían despavoridos.

Así fue durante seis meses. Durante seis hermosos meses me sentí una diosa a su lado, me trataba como a una princesa, era dulce y delicado, también sexy y ardiente. Y yo creí que lo amaba, creí que él me amaba a mí. De forma paulatina, sus exigencias sexuales se fueron haciendo cada vez mayores y si alguna vez decía que no, me decía que él era un hombre, no un niñato de instituto y que tenía necesidades... necesidades que tenía que cubrir, conmigo o con otras. Que me amaba, que no deseaba hacerlo, pero que lo necesitaba.

Muchas veces consiguió que hiciese lo que él quería, muchas. Tocarle, besarle, sacarnos las ropas, masturbarle... pero había algo que me decía que no debía llegar hasta el final con él, una pequeña vocecita interior que me decía que algo no iba bien, que las cosas no eran como debían de ser. Esa estúpida vocecilla me atormentaba por las noches, cuando, a solas en mi cama, me permitía el lujo de pensar en lo que estaba pasando, en las mentiras que contaba para poder verlo, en cómo me sentía cada vez que me exigía algo. Pero cuando estaba con él, esa vocecilla se desvanecía.

Una tarde de Agosto me recogió en su coche. Me había prometido que me llevaría a un lugar muy especial para él. Me subí al coche feliz, al pensar que compartiría conmigo algo importante en su vida. Condujo durante casi veinte minutos por carreteras secundarias hasta que llegamos a un descampado, un descampado en medio de ninguna parte. Ni siquiera era un lugar hermoso. Era un páramo seco, sin árboles, todo de color marrón, ni una sola planta. Un lugar caluroso, bajo el sol, sin casas ni ningún otro tipo de edificio a la vista.

Miré alrededor sin entender, en mi inocencia, qué tenía de especial aquel lugar para él. No parecía haber nada allí que llamase la atención de nadie para que aquel lugar fuese digno de enseñar. Puede que fuese algo que había pasado allí más que la belleza del paisaje en sí.

— ¿Qué tiene este sitio de especial? —le pregunté curiosa.

—Tú. Eso es lo que tiene este sitio de especial —me miraba con una sonrisa torcida, una sonrisa que no le llegaba a los ojos y que parecía falsa.

—Nunca he estado aquí —contesté insegura.

—Lo sé, pero te prometo que jamás podrás olvidar este lugar, Bella —rápidamente sujetó mi cuello y estampó sus labios en los míos acallando un grito.

Forcejeé. Traté de apartarlo de mí, de verdad que lo intenté, pero su mano se había enredado en mi coleta y tiraba de mi pelo, inmovilizándome. Su otra mano descendió por mi cuello, hacia mis pechos que apretó, salvaje. Su boca se deslizó a mi cuello, mi hombro, y me mordió allí. Grité. Grité mucho. Pero no había nadie, nadie que pudiese ayudarme. Solos él y yo, en medio de ninguna parte.

Soltó un momento mi pelo para quitarme mi camiseta. Traté de huir, pero volvió a atraparme y me golpeó en las costillas.

—No te resistas, Bella. Sé que también lo deseas.

Tiró por mis piernas, obligándome a recostarme sobre el asiento del conductor. La palanca del freno de mano se clavaba en mi espalda.

Levantó mi falda y arrancó mis bragas de un sólo tirón.

—No, por favor —supliqué en un susurro.

—Lo pasarás bien, Bella, sólo déjate hacer.

Tuve miedo. Tuve mucho miedo, por mi mente pasaron todas esas noticias de chicas que aparecían muertas en descampados. ¿Era eso lo que iba a pasarme a mí? ¿Iba a violarme y matarme? Un escalofrío recorrió mi cuerpo. ¿Qué podía hacer? Podía tratar de resistirme, pero ¿qué podía hacer yo contra un hombre como James? No podría escapar de él, jamás. Él era más fuerte que yo, mucho más fuerte. Le dejé hacer, y fue la peor decisión de mi vida, porque si al menos me hubiese pegado para conseguir esto, me sentiría mejor conmigo misma. Sentiría que había luchado por lo que yo quería, pero tenía demasiado miedo.

Lo sentí dentro de mí, sentí como el dolor me partía en dos cuando invadió mi cuerpo, con cada empujón suyo dentro de mí, me lanzaba contra la puerta del coche, golpeándome en la cabeza. Con cada movimiento suyo, la palanca de freno se enterraba más y más en mi espalda.

Cuando me quise dar cuenta estaba llorando, recostada sobre el asiento del conductor, mis lágrimas deslizándose desde la comisura de mis ojos hacia mis sienes, pero era un llanto silencioso, sin ruidos. Quise huir de mi cuerpo, escapar de la sensación de estar siendo utilizada, no quería sentir como su piel tocaba la mía, como su sudor caía encima de mi cuerpo. Noté que sus movimientos se aceleraban, se hacían más duros. Y mientras se corría, me mordió un pecho, dejándome la marca de sus dientes.

—Vístete —dijo mientras se separaba de mí y me lanzaba mi camiseta. —Te llevaré a tu casa.

Traté de vestirme lo más rápido posible. No quería estar más tiempo allí con él. No quería. Acarició mi rostro con ternura. ¿Cómo podía ser tierno después de lo que me había hecho?

—Nunca nadie te separará de mí, Bella. Ahora eres mía, sólo mía. ¿Lo entiendes?

Sorbí los mocos que amenazaban con salir de mi nariz y asentí, asustada.

—No me tengas miedo. Ahora somos uno, sólo tú y yo.

Asentí de nuevo, incapaz de decir nada. Sonrió y sus dedos se deslizaron desde mi mejilla a mi boca, se acercó y me dio un pequeño beso en la comisura de mis labios. —Vamos, te llevaré a casa.

El camino de vuelta fue silencioso. De vez en cuando, él me miraba y sonreía. Trataba de sonreír de vuelta, no quería que se enfadase, no quería que me hiciese daño, pero mi sonrisa era sólo una caricatura de lo que habían sido mis auténticas sonrisas, la notaba espachurrada sobre mi cara. Sólo quería llegar a casa y huir. Dejar todo atrás, dejar Phoenix, a mi madre, a su marido, al maldito instituto, a James, a mí misma, o a la que había sido hasta ese momento atrás.

Me dejó en la puerta de mi casa. Como siempre, se bajó del coche y abrió la puerta para ayudarme a salir. Cuando tocó mi mano, sentí nauseas. Tuve que tragarme mi propio vómito de vuelta a mi estómago.

—Te recogeré mañana, Bella. A las cinco. No te retrases.

Me las arreglé para sonreírle, aún no sé cómo y me metí en casa. Agradecí que Phil estuviese en el porche, ya que eso significaba que no trataría de besarme. Levanté una mano e hice un gesto de despedida. Se subió de nuevo al coche y arrancó. Desesperada me metí en casa y me lancé directa al baño. Abrí el grifo de la ducha y me metí dentro, con ropa y todo. No sé cuánto tiempo llevaba bajo el agua, sentada en la ducha, vestida, cuando oí los golpes en la puerta. Era Phil.

—Bella... ¿estás bien? Me estás preocupando —busqué fuerzas una vez más en mi interior y le contesté.

—Estoy bien, Phil... no te preocupes, es sólo que hace demasiado calor.

— ¿Necesitas algo? —preguntó.

—No, no, gracias... salgo en unos minutos.

Me desnudé, tiré mi ropa en una esquina prometiéndome a mi misma que jamás volvería a usar una falda. Lavé mi cuerpo insistiendo en las zonas que él había tocado, podía sentir su inmundicia en mi piel, podía sentir su sudor, aún debajo del agua, podía sentir su olor aunque me había embadurnado con un gel que olía a vainilla. Salí de la ducha cuando ya comenzaba a pensar que me arrancaría la piel de tanto restregármela.

Me miré al espejo, y odié lo que vi.

Vi una niña estúpida, una niña que creyó que la podrían amar.

Vi un alma destrozada, sin esperanzas.

Vi un cuerpo maltratado.

Vi la marca de sus dientes rodeando mi pezón.

Me giré y vi el moratón que había comenzado a formarse en mi espalda, tan parecido al que tenía en mis costillas, me dolían, al igual que la cabeza. Me envolví en mi albornoz, asegurándome de que no se veía nada y bajé a la cocina para tomarme un par de analgésicos.

—Bella ¿estás bien? —me preguntó mi madre. Le contesté con un simple asentimiento. — ¿Quién te trajo a casa?

¿Qué podía decirle? ¿Que era mi novio? ¿El mismo hombre con el que acababa de tener sexo y que me había hecho sentir sucia, repugnante? Me sacudí mentalmente. No. No podía decirle eso, tenía que salir de aquí.

—Es el hermano de Phoebe. Me acercó porque le quedaba de camino... —contesté antes de tragarme un par de analgésicos con un sorbo de agua.

Mi madre no conocía a mis amigas, así que jamás descubriría mi mentira.

—Mamá... —comencé, —creo que quiero ir a vivir con papá un tiempo —mi madre se quedó helada. —Lo necesito... quiero empezar el nuevo curso en Forks, terminar allí el instituto y estar con papá un tiempo antes de entrar en la universidad.

—Bella... sé que la separación, mi nuevo matrimonio, la mudanza... todo ha sido difícil para ti pero cielo... ¿Irte? ¿Cuándo?

—Ya... quiero irme mañana mismo. Buscaré un vuelo y llamaré a papá... —me giré y me dirigí a mi habitación. Busqué un pantalón de deportes ancho y largo en el armario y una camiseta de manga corta y cuello bastante alto. Recogí mi pelo en una coleta y terminé de quitarme el maquillaje. Nunca volvería a maquillarme, nunca volvería a vestir como lo había hecho hasta ahora.

Llamé a Charlie, y parecía genuinamente feliz por la idea de tenerme en casa hasta que fuese a la universidad. Me dijo que prepararía mi antigua habitación y que me mandaría un correo con los billetes de avión.

Media hora más tarde, tenía todos los datos en mi correo. Sólo tenía que ir al aeropuerto y recoger mi billete en el mostrador de la aerolínea. El vuelo salía a las doce de la mañana. Cuando James llegase a buscarme, no me encontraría.