Prologo

A Blazing Soul

"¿Por qué elegiste ese nombre clave?" es una de las preguntas clásicas en este oficio. La preguntamos y nos la preguntan. Las primeras veces que me preguntaron eso decía que era el nombre que me gustaba. Pero todos sabemos que, quizás no siempre, pero estos nombres pueden querer decir más que una palabra.

1995: un año del cual cada quién tiene una historia distinta que contar. Algunas más trágicas que otras. Todas tienen algo en común: guerra. Los padres se van, los hermanos mueren, y a una familia le van quitando las capas como si se tratase de una cebolla, hasta que no queda nada. La vida de una persona puede quedar comprometida para siempre con los dolorosos recuerdos de la guerra.

Yo tenía ocho años en ese entonces. Hay personas que dicen no recordar muy bien esas edades, si no es sólo como un torbellino de aspiraciones y jovialidad. Yo de lo que no logré acordarme en mucho tiempo es de cómo eran esos sueños inquebrantables y esa juventud que aunque efímera, parece eterna. La verdad es que se borraron en la repentina madurez que tuve que asumir. Hay escenas, sin embargo, que recuerdo bien; hay escenas que tienen un impacto más fuerte y que perduran toda la vida.

Cuando leí la carta que mi padre me había escrito antes de suicidarse me enteré de que se lamentaba de muchas cosas… y me pedía disculpas por todas ellas, incluyendo que haya tenido que verlo tumbado en el suelo con su silla de ruedas tirada a un lado y su cabeza atravesada por una bala. Yo tenía quince años, y nos había sustentado desde los diez. Por eso se quitó la vida, porque no podía hacer nada para ayudarme y, estando prácticamente paralizado, la única salida que encontró fue esa.

Para mí, sobra decirlo, fue un golpe devastador. Después de aquello me sentí como un barco sin dirección en el más grande de los océanos. Ese periodo de mi vida se ve distante e incluso borroso ahora, pero en realidad es algo que tiendo a recordar constantemente, puesto que esas experiencias son las que ayudan más a la formación final de uno como persona. Así pues, pasé aquel par de años embotado por una vida la cual había tomado una dirección inesperada, y solía divagar en los momentos mas turbios del pasado y en mi mala suerte, así como en el futuro sin futuro que me aguardaba delante. Finalmente, tras una retahíla de experiencias, realicé que estaba cometiendo la más grande estupidez que podía hacer: echar a perder lo que mi padre me había dejado a costa de su vida. Me había otorgado la libertad; me había entregado la posibilidad de llevar una vida plena. Por supuesto que ésta tenía un precio que debía pagar con esfuerzo y dedicación. Y así decidí hacerlo, y jamás me he arrepentido. Al contrario, es la mejor decisión que he tomado en mi vida.

Me decidí a formar parte de la Fuerza Aérea: ¿por qué? La verdad es que hay muchas razones. Lo primero que me hizo estar firme en mi decisión de ser piloto fue mi pasión por los aviones. Soñaba con volar por sobre todo y sentir la libertad de hacerlo a una velocidad inimaginable. Era casi una necesidad que por años se nubló ante las demás necesidades -obviamente primordiales- que me absorbieron durante tanto tiempo; pero redescubrí infaliblemente esa necesidad, porque no había nada que al cabo pudiera esconderla. Es sencillamente algo que tengo que hacer. Sin embargo, la militar, en este caso, la Fuerza Aérea, inevitablemente hace pensar en guerra; algo a lo que sin duda no soy adepto, y que en realidad fue el comienzo de la más aciaga etapa de mi vida. ¿Sinceramente? Creía que no habría ninguna guerra. Era una posibilidad de uno a cien. Tan así era que nuestro país, tras la guerra del '95, estaba escaso de armas e incluso de gente que estuviera enlistada, y así se quedó durante muchos años. Recuerdo que se alentaba a los jóvenes a unirse al ejército y "servir a su país", pero tras una guerra tan cruda como la que había ocurrido muchos preferían hacer caso omiso a la publicidad que difundía el gobierno. Éste tenía prisa por conseguir gente y armas ya que ningún gobierno se quiere quedar sin ejército para atacar y defenderse, o armas para amenazar. No contaban con que además nuestro Presidente haría el trabajo más difícil ya que, pese a las constantes quejas por parte de la mayoría de aquellos políticos, él recortaba los presupuestos para armas y hacía con estos cosas que nada tenían que ver con guerra, enfocándose más en las propuestas pacifistas que surgieron desde el '96. Cómo sea, un país siempre va a querer armas y un ejército fuerte, y esa no era ni mucho menos una señal de que algo fuera a suceder. Jamás se pensó que en tan poco pudiéramos estar envueltos en otra guerra, y menos con un país que había conservado gran parte de su fuerza militar y que solía ser nuestro aliado. Yo tenía la esperanza de hacer lo que me gustaba, que era volar, y nada más. Enseñar a otros pilotos cuando fuera apto para ello; especializarme en un avión y saber todo de él; aprender mecánica…

Cuando tomé mi irrevocable decisión, no tenía idea de en lo que me metía. Iba con mis ideas, visualizando un futuro que, según mi lógica, se iba a presentar como me imaginaba. Curse lo que me faltaba en la escuela, y pocos años después me encontraba esperando los resultados del examen que hacen a cualquiera para calificarlo como un buen oficial y un buen partido para piloto. Aquel examen trataba temas como razonamiento aritmético, matemáticas o ciencia general, hasta hacer un inventario que describiera a uno como persona. Aunque yo me encontré muy seguro de mí mismo a la hora de hacer el examen, los días de espera tras entregarlo me fueron interminables ya que mi vida estaba, de cierta forma, supeditada a ese examen. Al final no lo pasé, y lo más que hice fue estrujar el papel del resultado y pensar que definitivamente la suerte era algo ajeno a mí. El oficial que me lo entregó me informó, o más bien me recordó, que hay una segunda oportunidad para los aspirantes a pilotos, y que si quería podía intentarlo dentro de ciento ochenta largos días. Después me dijo que la primera vez él también había fallado aquel examen, y que yo debía aprovechar esos seis meses para repasarlo todo e intentarlo de nuevo con la viva convicción de lograrlo, porque otra oportunidad no se me volvería a dar. Él fue la persona más gentil que me había topado en mucho tiempo. Era un hombre de unos sesenta años, retirado ya de la adrenalina de volar por los cielos, pero que aun dedicaba su esfuerzo a la Fuerza Aérea. Cuando volví a los seis meses no lo vi. Pregunté por él, aunque no supe hacerlo por nombre porque el torbellino en el que me encontraba cuando lo conocí me hizo olvidar la básica cortesía de preguntárselo. Por fin lograron descifrar a quién me refería y me dijeron que había muerto hacía seis meses de una embolia. El día que hablamos debió ser uno de los últimos para él. No pude evitar pensar que no podía estrechar un lazo con alguien, porque siempre acababa, de una u otra forma, mal. Indagué en ese pensamiento e inconscientemente tomé una postura que resulta en realidad imposible: no tomar afecto por nadie. Era un sentimiento tendencioso, porque por este mundo no se puede pasar así; y pese a que también sostenía una desconfianza general hacia cualquiera, sencillamente nadie puede pasar así por el mundo, y lo descubrí tiempo después.

Teniendo esos pensamientos rondándome en aquellos momentos, el tiempo de espera para los resultados del examen se me pasó como una ráfaga, y afortunadamente esta vez lo había pasado, porque lo hice con toda la viva convicción de lograrlo.

La primera persona que me preguntó el por qué de mi nombre clave fue el Capitán Bartlett. En ese entonces el pasaba su tiempo ayudando a entrenar a los cadetes que llegaban del Cuerpo de Entrenamiento de Oficiales de la Fuerza Aérea. Lo que el Capitán hacía consistía principalmente en traspasar todo su conocimiento de aviación a sus nuevos aprendices, ladrándoles con ímpetu que si querían prevalecer en Sand Island debían hacer más que gustar de volar como pajaritos. Y lo que el hacía era algo muy valioso, porque aunque estos cadetes ya habían sido entrenados en lo básico del pilotaje, el Capitán los hacía unos expertos. Al haberlo vivido puedo asegurar que cualquiera que tuviera de maestro al Capitán Bartlett no podía ser un mal piloto. Como decía, el fue el primero que me preguntó por mi nombre clave.

-Uhm… Me gusta, es todo –le respondí.

-Sí, suena muy bonito, muchacho. Pero creo que tendré que arreglar algo ahí.

-¿Eh? ¿No puedo tener ese nombre clave? –me alarmé.

-¡Relájate! Claro que puedes quedártelo, Lockridge. Pero tengo la mala costumbre de no acordarme de los nombres de mis nuggets, así que les pongo apodos. Eres bastante joven, ¿verdad? ¿Qué edad tienes? –me preguntó.

-Veintitrés, señor.

-La misma edad tenía yo –murmuró.

Y fue ahí que se le ocurrió el apodo para mí.