Era una tarde más en el Louvre. Los pasillos llenos, los parisinos y los turistas contemplando las obras, apenas deteniéndose a contemplar cada una.

En medio del bullicio que había siempre se encontraba un joven artista, con un carboncillo y un papel entre las manos, sentado en un banco y practicando cada obra que tenía delante. Pero en una ocasión en la que apartó la mirada del dibujo se encontró con algo que llamó su atención por encima de todas las obras de arte, de todas las personas entre la multitud.

Había un joven ahí detenido, de cabellos dorados como el sol de Apolo. Inmóvil ante una pintura, como si fuera parte de ella. Frente a él estaba la mítica Libertad de Delacroix, guiando al pueblo.

Como si el lugar y el tiempo se detuvieran; para el estudiante de arte dejó de haber cualquier cosa que no fuera ese joven, embelesado por su figura. Mientras el otro no podía contemplar más que la obra, con una lágrima cayendo por su rostro.