Hay nubes grises que cogen su color al estar cerca de la luna. Hay nubes sin sombra. Hay nubes densas, blancas y brillantes cuyos bordes se tocan. Hay velos blanquecinos formados por cristales de hielo. Nubes como rebaños. Hay nubes negras como montañas oscuras, que en unos instantes cubren el cielo y anegan la tierra de lluvia.
[...] Hay nubes como velo de cristal. Y nubes pesadas como castillos. Nubes que nos recuerdan la cara del ser que amamos. Y nubes con rostros que no queremos recordar. Siempre viví mirando al cielo y nunca encontré dos nubes idénticas.
"A los que aman"
Prólogo.
Mi primer sexo fue salvaje, frenético, ardiente. Lejos de la utopía de las baladas románticas, los pétalos de rosas mezclados con los cuerpos, y las figuras fundiéndose entre las sábanas; mi primer sexo fue alocado y animal. Algunos pensarán que es una edad poco idónea para dicho estilo de relaciones íntimas, no obstante mi mente rozaba edades superiores. Tenía diecisiete años, y fue la mejor experiencia de mi vida.
Tanto, que todavía la recuerdo con los matices y detalles que la caracterizaron.
Era una noche de verano, bastante calurosa, con los termómetros alcanzando los treinta y cuatro grados, y me resultaba imposible conciliar el sueño. Cuando decidía dormir en casas ajenas después de una noche de fiesta, siempre solía despertarme varias veces. La mayoría lograba darme una vuelta y regresar al mundo utópico. Pero aquella noche aterrizó en mí la excepción a la regla.
Me levanté de la cama contigua a la de Susan, mi amiga, y a duras penas fui sorteando la enorme masa de peluches que vivían en el suelo de su habitación. Al incorporarme del todo, entreví una tempestad oscura en el cielo, dominada por las estrellas. Abrí la ventana de la habitación, un poco más de lo que ya estaba, intentando que alguna brisa se colara y me adormeciera de nuevo. En California resulta una tarea compleja la lucha contra el calor.
Así que decidí pasear por la casa, hasta que encontrase algo que me produjera cansancio. Se me pasaron varias ideas por la cabeza, incluso el hacer algo de deporte en el balcón de casa; sin embargo, la rechacé al instante. No quería sudar y no ser capaz de darme una ducha bajo el riesgo de despertar a media casa y ponerlos en la misma situación. Sería un acto egoísta, pero eficaz. La mejor solución era colocarse bajo un grifo de agua fría y dejar que la alcachofa realizara el papel más eficiente de toda su vida.
Me dirigí a la cocina. Otra alternativa era beber algo. Quizás agua helada. Cualquier cosa serviría para paliar el estado invernadero de mi cuerpo. Al llegar, encendí la luz, y por primera vez me di cuenta de que había dormido lo bastante como para que me molestase hasta la saciedad aquella luz fluorescente que no paraba de dañarme la visión. A los pocos minutos de adentrarme en la cocina, fui capaz de poseer una visión totalitaria de las cosas. Abrí la nevera y saqué una Coca-Cola. Del congelador tomé varios hielos para enfriar más aún la bebida gaseosa. Me apoyé de frente a la encimera, contemplando los azulejos que confundían a mi subconsciente, debido a la influencia de la luz cegadora.
Elegí el pequeño balcón que disponía la cocina como zona de recreo nocturno, acomodándome en una silla de mimbre y admirando la belleza de las estrellas en verano. No preví la visita inesperada de los mosquitos veraniegos, sedientos de sangre caliente.
Me puse a tararear una canción que sondeó mi mente en aquel instante. Like a prayer, de Madonna. No era precisamente mi éxito favorito pero fue la primera que recordé. Eran las tres de la madrugada, según el reloj de la cocina en cuánto llegué, y no esperaba esa visita.
Si la hubiera previsto, habría escogido un camisón semitransparente y, quizá, unas zapatillas algo más arregladas.
Y no iría descalza, bajo riesgo de cortarme con cualquier cosa o coger decenas de hongos, disimulando mi edad con una camiseta de tirantas de Bob Esponja y unos pantalones muy cortos negros. El cabello, por supuesto, recogido en una coleta, con diversos mechones sorteando mi rostro, bronceado debido a las intensas jornadas de playa.
En cuestión de segundos iba a gozar de mi primera vez y ni siquiera estaba preparada físicamente hablando. Ni la ropa era la adecuada, ni mi estado de salud era el conveniente. ¿Los médicos aconsejan tener sexo cuando es verano y los sistemas hormonales experimentan un aumento del 100%? ¿Cuándo la temperatura corporal asciende hasta casi igualar a la del medio?
Alguien llegó a la casa. Instintivamente, corrí hacia el interruptor de la cocina más próximo y apagué la luz. No quería que me hicieran interrogantes incómodos en una casa ajena. Tampoco molestarles con mi desvelo habitual. Lo único que quería era un poco de confort personal, mientras la música de Madonna continuaba en mi cabeza.
Una y otra vez. Como una gran verdad futura.
Intenté esconderme cuando alguien le dio al interruptor para que la luz nos cegase, de nuevo, el ambiente. No quería que nadie me viera.
El extraño decidió realizar una ruta antes por la casa y, más tarde, apareció en la cocina. Vi su sombra deslizarse por la pared de la terraza. Crucé los dedos para que no fuera el padre de Susan y tuviese que avergonzarme de mi atrevimiento de deambular por la casa.
El inquilino debió acercarse mucho hacia el balcón, ya que no tardé ni dos minutos en tropezarme con mi nombre.
- ¿Abby? –susurró, con la voz cálida y sensual, confusa y decidida.
"Life is a mistery. Everyone must stand alone. I heard you call my name, and I felt like home."
Se trataba de Hayden, el hermano de mi amiga Susan. Me giré despacio para asentir y darle una respuesta coherente, razonable, lógica.
A la mierda la cordura. Perdí toda la que contenía mi cerebro en ese instante. La visita que había hecho a la otra zona de la casa sirvió para que mis hormonas se descontrolaran. La función era específica y clara. Típica. Normal. Sin embargo yo no estaba habituada. Hayden había ido a su dormitorio a ponerse el pijama de verano.
Y la cuestión sería debatir si aquello era un pijama apropiado para ser visionado múltiples veces o sin embargo era digno de una parada cardiaca.
El "pijama" de verano de Hayden constaba sólo de una prenda conocida entre los miembros del sexo masculino, algo que taponaba la visión de su zona más varonil y sexual. Un simple y ardiente bóxer. También iba descalzo, aunque no me pareció muy importante.
- ¿Qué haces aquí? –se interesó, enarcando una ceja.
Intenté mantener la compostura pero mi Coca-Cola fue mi punto débil. Cayó al suelo, derramándose y rompiéndose en centenas de trocitos de lo que antes fue un vaso de cristal. Mierda. Por suerte, Hayden había cerrado la puerta que daba al balcón y nadie nos habría oído. Era un punto a mi favor.
- ¡Joder! –mascullé cuando sentí algo punzante clavarse en el puente del pie derecho.
Hayden tomó rápidamente unas zapatillas desgastadas que había sobre una mesa y se las colocó, para lograr acercarse hasta donde yo estaba y averiguar la causa de mi malhumor. Tomó mi pie entre sus manos y avistó algo que hizo que arrugase el rostro. En la noche, sus verdosos ojos brillaban más que nunca y su cabello azabache, despeinado y corto, le aportaba una sublime belleza. Admiré sus pectorales y comprendí por qué las chicas de nuestro curso estaban locas por él, por un tío que nos adelantaba cinco años y ya se había marchado del instituto. Sin embargo continuaba recogiendo a su hermana en moto, por lo que los chismes sobre lo macizo que estaba proseguían siendo salteados entre las bocas adolescentes.
- ¿Qué pasa? ¿A qué viene esa cara? Los pies no me huelen.
"Los pies no me huelen." Era la frase más estúpida que se me podría haber ocurrido. Cuando son soltadas esa clase de "perlas", el interlocutor tiende a interesarse si antes no lo había hecho. E, igualmente, te sumerges en una caída libre de la que no hay retorno. Tenía que haber tal cantidad de sangre que ni se molestó en corroborarlo.
-Un momento. Voy a por algo del botiquín, ¿Vale?
Asentí. La noche estaba dando un giro de ciento ochenta grados. Y yo era la más interesada en que ese cambio se produjese.
A los pocos minutos vino Hayden, cerrando la puerta a su paso, y barrió los trozos de cristales para hacerlos a un lado. Más tarde se posicionó en la silla contigua, examinándome el pie con cautela.
-Esto va a dolerte un poquito. Tienes el cristal incrustado aún.
-Haz lo que sea…, pero rápido. –le siseé, aferrándome a los brazos de la silla.
Aquel acto le produjo curiosidad a Hayden y no me extrañó. Seguro que mis mejillas estaban rojizas de la vergüenza. Se me rompía un vaso, vertía media Coca-Cola y me clavaba un cristal. Todo eso sumado a mi frase estrella: "Los pies no me huelen" y a que el intruso resultó tratarse del macizo del instituto, el hermano de mi amiga.
Diablos. Era para extrañarse.
-Tranquila, no creo que esto sea para tanto.
Me quitó un enorme trozo de cristal en cuestión de segundos, posteriormente vi un torrente de sangre sobresaliendo del filo de mi talón. Los ojos me brillaban, estaba asustada. Y había dolido. Él, en seguida, taponó y limpió la herida con un algodón empapado en agua oxigenada; posteriormente colocó una tirita en el lugar de los hechos, tras verter un líquido berenjena sobre éste.
Hice una mueca, al verle colocarme alrededor de la tirita una venda. ¿Qué diablos le pasaba? No era para tanto.
-Oye…, en serio…, que no ha sido nada.
-El cristal estaba muy profundo.
-Ah, pero… ¿tú no vas para economista?
Alcé una ceja. No me sonaba que un chico que entendiese de bolsa tuviera opción de acceder a los entresijos de la anatomía humana. Esbozó una sonrisa. Fue mortal.
-Conozco demasiado bien la anatomía femenina.
Mencionó aquella arma de destrucción masiva a la par que sus ojos divagaban desde mi pie hasta mis labios, recorriendo sutilmente mi figura esbelta y juvenil.
Me incorporé de un soplido, sorprendiéndole, y nada más dar los primeros pasos hasta la baranda del balcón, resbalé con un poco de Coca-Cola. Me estampé contra la baranda, pero afortunadamente no pasó nada. Sólo las risas estridentes del macizo.
-Eres un auténtico torbellino andante, ¿eh? –bromeó, quedándose en la silla.
Decidí contemplar la belleza californiana durante unos instantes. Susan vivía en un apartamento en San Diego, de ésos que permiten la visualización completa de la ciudad a tus pies. Veía la monotonía de las luces de los grandes edificios, la majestuosidad de la luna mezclándose con las estrellas y, probablemente, reflejándose en el océano.
Hayden comenzó a danzar hasta donde yo me encontraba, lo vi demasiado tarde. Enroscó su brazo alrededor de mi hombro, posicionándose a mi lado, dejando que el peso de su cabeza recayera sobre su mano, alargada en la baranda.
Suspiré. Comenzaba a hacer muchísimo calor.
-Tengo un hermano de tu edad, quizá le conozcas. Se llama Kyle.
Hayden se quedó varios segundos pensando, aunque más tarde negó.
-Ni idea.
-Susan y tú os lleváis muy bien, por lo que veo.
Él asintió, apartando el contacto de su brazo en mi hombro y sustituyéndolo por una posición más fresca y dinámica. Se apoyó contra la pared lateral, una referencia desde la cual era posible observarme sin miramientos.
Aquello hizo que me pusiera arrebatadoramente nerviosa.
- ¿Qué tal con tu hermano? –interrogó, curioso.
-Nos llevamos fatal. Aún está en la etapa donde cree que soy una niña pequeña, algo psicológicamente normal, pero fatídicamente insoportable. A la larga se hace cansino.
Una idea cruzó mi mente. Él estaba allí, conmigo. Los dos, solos. La luna y las estrellas iban a ser los insólitos espectadores de una conversación nocturna. ¿Por qué no comenzar a ser atrevida y abandonar a la mojigata que nunca ha besado a nadie? Era la hora de la dominación femenina. El tiempo exacto para controlar mis sentidos y dejar que los impulsos me guiasen. ¿Por qué no? Y si la respuesta era contraria a mi intención, me la soplaba. Quería intentarlo.
Con pasos gráciles, lentos y meditados, fui acortando la distancia entre Hayden y yo.
- ¿Sabes? A veces creo que es gilipollas. ¿No se da cuenta de que una niña no es capaz de hacer esto?
Y rompí completamente la distancia que nos separaba, acercando mis labios a los suyos pero sin intención de besarlos. Mordí su labio inferior.
- ¿Una niña puede morder?
Y sorteé mis labios en busca de un punto débil, hasta que lo hallé. El lóbulo de su oreja sirvió como objetivo a mis mordiscos. Le di uno suave y la idea de proseguir aquello me heló el cuerpo, desde las sienes hasta mis zonas más femeninas.
- ¿Una niña puede…acariciar?
Y dejé que las palmas de mis manos navegasen por su pectoral, desde la cinturilla de su bóxer hasta su clavícula, molestándome en no dejar ningún recoveco libre de caricias. Vi cómo sus ojos verdes adquirían otra tonalidad. Y la precisión no estaba en una variación de la gama de colores, sino en el matiz emocional. Evocaban lujuria.
- ¿Una niña puede…insinuar?
Y adherí mi cuerpo al suyo en su totalidad. Noté un músculo suyo inferior presionar sobre mi ombligo, pero no decidí subirme el ego. No era momento de deleite, sino de impulsos. Me obligué a canalizar sus emociones a través de sus ojos. Él en ningún instante quiso detenerme, o separarnos. Ni articuló palabra. Creo que le resultaba imposible. Mantenía los labios entreabiertos, deseando más que nunca un contacto que yo anhelaba. No obstante, había querido dejarlo para el final.
- ¿Una niña puede…fundir sus labios, su lengua, su esencia, con otro?
Y entonces, ninguno de los dos pudo contenerse.
Él fue quién rompió totalmente la distancia entre nuestros labios, besándome con violencia, mostrándose impaciente. Llevé las manos a su trasero a la vez que él acariciaba mi espalda con parsimonia; entregado, curioso de saborearla. Nuestros labios se dispersaron para concentrarse en otras zonas de nuestra figura. Yo decidí hundir mis besos en su cuello, mientras él quiso memorizar las curvas de mi trasero con las manos.
Los suspiros jadeantes se unieron a las altas temperaturas que nos rodeaban y, cuando creí que era el momento de avanzar, él me detuvo.
- ¿Estás segura? –me preguntó.
¿Acaso mi aspecto no le daba motivos? ¿Acaso no resultaba convincente? Mi cola estaba deshecha, los pelos sondeaban mi cuello hasta deslizarse por la espalda, y mis ojos mostraban fervientes el deseo que mi interior aspiraba a materializar. Le obligué a mirarme a los ojos, posando las manos a sendos lados de su cara, y acerqué los labios a los suyos, permitiendo una nimia distancia entre éstos.
- ¿Tu cama es grande? –le ronroneé, paseando los labios por su clavícula tras formularle la pregunta.
Aquello le hizo reír, y mi cuerpo vibró bajo su abrazo.
-Y qué importa eso. No creo que durmamos. –siseó contra mi oreja, en un instante en que le cedí espacio para contestar.
Me aupó hasta que mis piernas enroscaron su cintura y nuestros labios quedaron adheridos. Sus ojos regalaban mi deseo, mis ojos reflejaban su lujuria. El roce entre los cuerpos fue alistándose para el experimento que iban a vivir. Mis manos subrayaron sus pectorales, los labios se deleitaron con el espacio entre su ombligo y su pelvis, y nuestras miradas se enfrentaron durante los orgasmos. Las manos de Hayden sobre mis caderas, o deleitándose en mi espalda, o despojándome de la camiseta, sirvieron para acogerme en su cuerpo.
Y la lujuria se convirtió en nuestro pecado común.
