El Potterverso pertenece a J. K. Rowling.
Este fic participa en el reto Solsticio de invierno del foro La Noble y Ancestral Casa de los Black.
La utilidad de un jersey
o-o-o
I
25 de diciembre de 1998
Hace tiempo quedó claro que la Madriguera se queda pequeña para la cantidad de gente que transita por ella, y en la comida de Navidad se demuestra este hecho una vez más. Arthur ha tenido que expandir el comedor mediante magia, porque de otra manera no habría manera de que cupieran él, Molly, Bill, Fleur, Charlie, Percy, Audrey, George, Ron, Hermione, Ginny, Harry, Andrómeda y Teddy. Y aun así andan justos de espacio.
George se las ve y se las desea para escaquearse de poner la mesa, y acaba sentado en el sofá, jugando con Teddy, que pese a que aún es muy pequeño para comprender por qué es un día especial, suelta una risita y aplaude torpemente cada vez que clava los ojos en el árbol de Navidad.
No están siendo precisamente las Pascuas más felices del pelirrojo. Se las ha ingeniado para que su familia deje de preocuparse en exceso por él, y de momento ha logrado reducir un poco las miradas de tristeza y lástima. Fingir que todo está bien es una habilidad que ha ido desarrollando en los últimos meses, pero que aún debe perfeccionar.
Y es que la ausencia de Fred duele ahora más que nunca. Mire donde mire sólo recuerda a dos niños correteando para hacer alguna trastada o molestar a sus hermanos, caminando sigilosamente en mitad de la noche para ser los primeros en abrir los regalos y, de paso, descubrir cómo llegan hasta el árbol de Navidad. Y saber que el crío que tropezó con la pata del sofá, despertando a sus padres y haciendo que los mandaran a los dos de nuevo a dormir, ya no está, quema.
Sentado en su regazo, Teddy agita las piernas para que lo deje en el suelo. Cuando George lo complace, da un par de pasos inseguros aferrado a la tela del sofá, pero no tarda en dejarse caer para gatear hasta el pino decorado, intentando alcanzar los adornos de colores brillantes.
—¿Sabes que tienes mucha cara?
George se gira dando un respingo y descubre a Percy mirándolo desde la puerta con los brazos cruzados y una expresión severa inusualmente parecida a la de su madre.
—Sois muchos, no creo que necesitéis más gente ahí para poner la mesa. Estaría estorbando.
Su hermano bufa y se acerca al sofá, dejándose caer junto a él.
—No me refiero a eso. Mamá está llorando.
—Razón de más para quedarme aquí—replica George, intentando quitar todo rastro de emoción de su voz. No lo consigue—. Sabes que llorará más como me vea.
Percy suspira.
—No puedes largarte cada vez que creas que molestas.
George baja la vista. Supone que Percy tiene algo de razón, pero… no es tan fácil. Porque su hermano no las tiene todas consigo. Bien es cierto que no debería buscar una excusa para escapar cada vez que la conversación –con sus padres, con sus hermanos o con quien sea– se acerca al punto que tanto le duele, pero él también ve cómo su padre aparta la vista cuando lo mira antes de reponerse y observarlo a él, cómo los ojos de su madre se humedecen cuando intenta sonreír.
Un sonido ahogado atrae la atención de los dos pelirrojos. Ambos miran a Teddy, que ha alcanzado una bola del árbol y se la ha metido en la boca. Alarmado, George se acerca al bebé y le quita el adorno. Teddy alarga los brazos hacia la bola y balbucea algo incomprensible.
—No, que te ahogas y nos la cargamos—le replica George. El pelo habitualmente azul de Teddy torna a un tono rojizo parecido al suyo cuando el hace un puchero, enfurruñado—. Uf—comenta George, aliviado. Sabe que si a Teddy le pasa algo Andrómeda tardará bien poco en tomar represalias contra los culpables.
Unos pasos lo alertan de que alguien más se acerca al salón, y Charlie aparece en escena.
—Cuando queráis, la mesa ya está puesta—George echa a andar tras Percy, mientras el mayor de los tres coge a Teddy y le hace carantoñas para que el bebé vuelva a sonreír.
La comida es sencilla, como todo en la Madriguera. Sin más ornamentos de los necesarios, sin más pomposidad que la de Percy, sin candelabros en las paredes ni lujosas arañas colgando del techo. Pero no por ello peor.
Lo único de lo que George tiene queja es la ausencia de Fred. Sus ojos se dirigen una y otra vez a la silla vacía que hay a su lado, que sin que lo hayan dicho pertenece a él y por tanto nadie más debe sentarse ahí. Es como un imán al que no puede resistirse. Como si mirarlo fuese a conseguir que Fred volviera.
George pierde el apetito cuando va por el segundo plato y se recuesta en la silla, resignando a observar el lugar donde, según todas las leyes de la lógica, Fred tendría que estar.
La voz de su madre logra sacarlo de su ensimismamiento. Aparta la vista de la silla de su hermano y la descubre con un montón de regalos envueltos en la mano. Algo dentro de él se rompe cuando comprende que son los tradicionales jerséis, y debe de notarse en su rostro, porque nota las miradas de todos sus hermanos posadas en él. Hace un esfuerzo por disimularlo para no aguarle las fiestas a nadie. Le cuesta. Lleva haciéndolo todo el día y empieza a cansarse.
—Para Ron, éste es de Percy…—va diciendo su madre mientras les pasa los regalos—. Y… toma, Teddy.
El bebé coge su propio regalo, envuelto en un paquete diminuto, y Andrómeda sonríe y rasga el envoltorio para ponerle el jersey a su nieto. George mira la mesa como si no existiera nada más interesante en diez Universos a la redonda.
—George, el tuyo.
El joven hace un esfuerzo descomunal por alzar la vista. Cuando sus ojos se encuentran con los de su madre, vuelve a notar esa horrorosa sensación de vacío al fijarse en cómo lagrimean un poco. Coge su regalo y lo mira para no hacer sufrir a Molly más de lo necesario.
—¿No vas a abrirlo?—inquiere Ginny, sentada entre Ron y Harry.
Si por él fuera, lo echaría al fuego. No quiere destapar más recuerdos y desde luego esa estampa que debería ser feliz lo está consiguiendo. Sin embargo, George se obliga una vez más a disimular y rompe el papel de regalo para encontrarse con su tradicional jersey de lana.
Pero George descubre que ese jersey no es suyo. Es rojo oscuro y calentito, pero la letra que tiene bordada es una efe enorme.
Y es entonces cuando George deja de esforzarse por fingir que no pasa nada. Se pone en pie bruscamente y le enseña el jersey a su madre.
—¿Y esto?—inquiere, temblando de rabia. ¿Acaso se está riendo de él?
Los ojos de Molly se abren de par en par.
—Oh, George, lo siento…—se muerde el labio y se pone en pie también, titubeante—. Me puse a hacer los jerséis como todos los años… y cuando me di cuenta ya había terminado el de Fred—explica con la voz temblorosa—. Creo que me equivoqué y envolví ése en lugar del tuyo.
Un silencio tan denso como la miel –y mucho menos dulce– se adueña de la cocina de la Madriguera. Incluso Teddy observa al hombre que se ha puesto en pie con la boca abierta.
—¿Y no podrías haberte dado cuenta antes?—exclama, alzando la voz sin darse cuenta—. ¡No son letras tan parecidas para que…! ¡Y esto ni siquiera debería estar aquí! ¡Tendrías que haberlo tirado, porque no hay nadie a quien dárselo! ¡Fred está muerto, joder! ¡Y no creo que le preocupe pasar frío!
George lamenta sus palabras antes de terminar de pronunciarlas. Ve la expresión dolida de su madre, el ligero enfado en el rostro de su padre y la sorpresa de sus hermanos, pero no quiere pensar en ello. Está harto de fingir que todo está bien cuando la realidad es que no soporta la Navidad si no es con Fred.
Tira el jersey al suelo de cualquier manera y sale a grandes zancadas al jardín. Le parece que alguien lo llama, y está casi seguro de que se trata de Charlie, pero no hace caso. Salta la valla y cuando se encuentra fuera de los hechizos protectores que cubren la Madriguera se desvanece de ahí.
Se materializa en el vestíbulo del piso que hay sobre Sortilegios Weasley y se deja caer en el suelo, sin ganas de nada que no sea quedarse ahí, quieto, hecho un ovillo y tratando sin éxito de contener las lágrimas, hasta el fin de sus días.
Sabe que su madre no tenía intención de hacerle daño. Ni de reírse de él. Que ella ha perdido a un hijo y también lo está pasando mal, y que lo único que quiere, como todos, es que George deje de fingir estar bien y se encuentre mejor de verdad.
Pero él no puede, sencillamente es superior a sus fuerzas. Y lo que más le duele es que se ha cargado él solito la alegría que el resto han conseguido acumular para Navidad.
