Natasha se revolvió entre las sábanas, inquieta, respondiendo a las sacudidas de una nueva pesadilla.

Transcurrió un segundo desde que se despertó hasta que comprendió que no estaba sola en su propia habitación y reaccionó de inmediato, actuando como se esperaba de ella. Escondió la mano bajo la almohada y extrajo de ella una pequeña pistola con la que apuntó directamente a la persona que la había observado mientras aún seguía dormida.

El hombre que se encontraba frente a ella, sentado a unos centímetros en aquel mismo colchón, levantó las manos de inmediato con una mezcla de terror y diversión en su rostro. Natasha contuvo el aliento y comprendió que sólo se trataba de él. El mismo que la había abrazado durante aquella noche; el mismo que la había abrazado durante muchas otras noches.

Bajó el arma y suspiró. No estaba segura de poder llegar a acostumbrarse a una vida que nunca había estado hecha para ella. La vida de Natasha incluía despertar sola, sin más compañía que la de aquella arma que custodiaba sus sueños. Nunca había tenido a nadie que velase por ella mientras dormía y habían sido muy pocas las ocasiones en las un hombre había decidido quedarse a su lado una vez que había amanecido; esa también había sido siempre su decisión. Huir de cualquier compromiso que se extendiera más allá de unas horas de sexo había sido otra de sus elecciones. Otra forma de llevar esa vida. Pero él era diferente. Con él todo parecía ser diferente.

– Sólo soy yo. –Carcajeó con alegría mientras sus grandes ojos marrones se rasgaban acompañando esa risa–. Y, además, soy muy poca cosa. Ninguna amenaza para nadie y mucho menos para ti, agente Romanoff.

Una de las muchas diferencias que encontraba a su lado era, precisamente, aquella. Con él nunca había tenido que ocultarse. Nunca había tenido que cambiar su identidad ni tampoco se había avergonzado de ella. No era un castigo a su lado. Y había aprendido que debía conservar cerca a las personas que conseguían que ella misma sintiera esa vida como vida y no como castigo.

– Perdona –se disculpó Natasha, dejando fuera de su vista la pistola–. Es que no...

– No estás acostumbrada –completó, consiguiendo que le dedicara una mirada–. Tranquila, lo sé. Y, si no estuviera asustado por tu amenazante casi disparo, –sonrió, restándole importancia–, me sentiría halagado por perturbar tus hábitos. Aunque, no puedes negarlo, es una forma maravillosa de perturbarlos.

Se deslizó en el colchón hasta que su mano derecha cubrió al completo la mejilla de Natasha, que sonrió. Cerró los ojos durante un instante, como si no terminara de creerse que aquello fuera la realidad. Temía aferrarse a ella y que no resultara más que una ilusión. Los dos grandes ojos marrones que le acompañaban pidieron confianza y cariño cuando volvieron a sonreír hacia ella.

– No te tortures, Nat. Estás perdonada. –Acarició su frente y bajó hasta sus labios–. Si me prometes que pronto me regalarás tu compañía otra vez, estás más que perdonada.

Natasha sonrió. Hubo un tiempo en que habría podido jurar que jamás esbozaría una sonrisa como aquella, llena de esperanza. Pero sonrió y no la pesó, ni la quemó, ni tampoco la torturó ni la atemorizó. Sonrió con sinceridad y, despacio, se dejó caer en sus brazos.