HOLA, BUENAS NOCHES, VENGO A DEJARLES ESTA HISTORIA QUE SE LLAMA ''LA CANCIÓN NÚMERO 7'' ADAPTACIÓN FABERRY.

LA HISTORIA ORIGINAL ES DE LA AUTORA LENA BLAU.

ESPERO LES GUSTE.


Quinn

El espejo retrovisor de mi coche reflejaba la lejana silueta de los edificios de Madrid. SumidA en aquel desesperante y monumental atasco de la A-6, no dejaba de preguntarme por qué demonios había cedido al chantaje de mi abuela. A mÍ alrededor, los demás conductores parecían fastidiados por la lentitud con la que nuestros vehículos se alejaban de la capital. Aunque ellos, con toda seguridad, se iban voluntariamente de escapada de fin de semana. Yo, en cambio, me hallaba atrapada en aquel denso tráfico, camino de un lugar al que no quería ir y sin perspectivas de regresar por el momento. Mi mal humor no se debía al simple hecho de que tan sólo avanzáramos unos metros antes de volver a detenernos de nuevo; tenía motivos mucho más preocupantes para estar crispada. Me veía obligada a mudarme a una casa con una familia que no conocía en absoluto. Ir de chica amable y gentil por la vida no era lo mío.

Y tampoco me veía interpretando el papel de huésped ejemplar.

Mi vida era gris y solitaria, una mierda probablemente, pero yo ya me había acostumbrado a ella. No sentía la necesidad del calor de un hogar, y tampoco quería tener que rendirle cuentas a nadie. Aquel experimento que mi abuela había preparado iba a ser un rotundo fracaso; no me cabía la menor duda. Pero, como no me iba a dejar en paz hasta que se lo demostrase, no me quedaba más alternativa que pasar por el aro. El tiempo me daría la razón y ella se daría cuenta de la idea tan estúpida que había tenido.

En vista de que el tráfico volvía a detenerse por completo, aproveché para introducir los datos de mi destino en el navegador: Estación de cercanías de Renfe, Montegris.

Rachel

El aparcamiento de la pequeña estación de Montegris estaba prácticamente desierto, pero no me extrañaba en absoluto. Debido a la huelga de trenes que sufríamos desde hacía tres días, muy pocos utilizaban el ferrocarril para ir y venir de la ciudad. Aquello era una gran faena para la multitud de personas que trabajaban en la capital, quienes se veían obligados a conducir hasta Madrid soportando los larguísimos atascos.

La expansión inmobiliaria de los últimos años había ido atrayendo a nuestro pueblo a muchos madrileños que buscaban vivir con algo más de paz. Treinta años atrás, Montegris era tan sólo un pequeño y apacible pueblo ganadero situado a las faldas de la sierra madrileña. Sin embargo, desde la inauguración del inmenso campus de la universidad (que había traído consigo a multitud de estudiantes), sumado a la llegada de la autopista y el tren suburbano (que nos permitían llegar a la capital en menos de una hora), Montegris se había convertido en lugar de residencia para aquellas familias que huían de los minúsculos departamentos de Madrid. Nuestro pueblo era un lugar ideal para criar a sus pequeños, así que nuestro número de habitantes no paraba de incrementarse.

Mi madre era una de esas madrileñas que había dejado la ciudad años atrás.

Aunque había crecido en el seno de una familia acomodada del barrio de Salamanca, no le costó demasiado dejar el ajetreo de las calles de la capital por una vida más tranquila en el campo. La razón por la que ella se mudó a Montegris fue porque aquél era el pueblo natal de mi padre, quien tras estudiar la carrera en Madrid y ejercer allí durante unos años su profesión de arquitecto en un prestigioso estudio, decidió regresar al lugar que lo vio nacer para fundar su propio negocio de arquitectura aprovechando los primeros brotes del auge inmobiliario.

La facilidad con la que mi madre encajó el cambio a una vida más rural y tranquila era sorprendente, pues no todo el mundo lo conseguía. Jamás hasta entonces había vivido rodeada de árboles y animales, no obstante, descubrió que le gustaba mucho más que la asfixiante atmósfera de la alta sociedad de Madrid, tan proclive a los cotilleos superficiales. Y aunque no sabía nada del negocio de caballos que dirigía su suegro, enseguida se interesó por aprender todo sobre su cría y adiestramiento. Con la ayuda de mi abuelo, que entonces aún vivía, se fue convirtiendo en una entendida en el tema, hasta el punto de que ahora es ella la que se hace cargo de la finca que mi padre heredó.

Pero la persona que había ido a buscar aquella tarde no encajaba en ninguno de esos ejemplos: no era una joven soñadora y enamorada como mi madre. Tampoco era uno de esos padres de familia que buscan criar a su familia lejos del bullicio, y mucho menos se trataba de una estudiante que viniera voluntariamente a nuestra joven universidad. Quinn era una chica con problemas, y no venía a Montegris por voluntad propia.

Una vez más, recordé que aquella idea no me terminaba de convencer, o mejor dicho, no me convencía en absoluto. La única persona con la que no me importaba compartir mi espacio era mi hermano, aunque él se había independizado recientemente, dejándome como dueña y señora del segundo piso de nuestra casa. Ahora tendría que compartir de nuevo mi reino; y lo peor de todo es que sería con una extraña.

Mis padres debían de estar algo locos si pensaban que una tipa de veintitrés años se iba adaptar con facilidad a vivir con una familia que no había visto desde niñez y que, además, residía en un lugar tan distinto al que ella estaba acostumbrada. Quinn venía de Madrid y nuestro pueblo, como ya he dicho, no tenía mucho que ver con la capital.

Llevaba un rato esperando en el interior de mi Toyota Rav4 y tenía que estirar las piernas, con lo que salí del coche. Me acerqué a la máquina de refrescos, situada junto a la puerta de entrada a la estación, y compré una lata de Coca-Cola Light bien fría. Aunque ya estábamos en septiembre, el calor apretaba; especialmente bajo el sol de media tarde. Tomé un ávido sorbo y encendí otro cigarro mientras esperaba a nuestra invitada (ya iban tres en menos de veinte minutos; ¡estaba superando mi record!).

Como el navegador de su coche no tenía registradas las serpenteantes carreteras secundarias que conducían a casas como la nuestra (totalmente perdidas entre zonas de bosques y prados), habíamos decidido que lo mejor sería encontrarnos en la estación, ya que hasta allí su inteligente coche sí podía llevarlo. Parece ser que aquel parking no era demasiado rural para los cartógrafos de mapas digitales y se habían dignado a incluirlo en el software del navegador.

Me dijo que vendría en un Audi negro para que así pudiera reconocerla a su llegada. Y allí me encontraba: expectante, curiosa y algo contrariada, porque mucho me temía que se trataba de una niñata de ciudad rica y mimada.

Mi madre había sido muy amiga de Judy, la madre de nuestra inminente huésped. Ella y su marido habían fallecido tres años atrás en un terrible accidente de coche, dejando a su única hija huérfana a los veinte años. Ángela, su abuela materna, la acogió de inmediato en su casa pues no quería que pasara sola por aquel duro trance. Sin embargo, a pesar de apoyarle en todo y de esmerarse al máximo para que ella fuera feliz, no hubo nada que ella pudiera hacer. Quinn había decidido rendirse; dejó de lado su faceta de estudiante de arquitectura para desgastar sin freno las noches de Madrid, perdiéndose en un túnel sin salida.

Esta situación se llevaba prolongando desde hacía tres años, durante los cuales mi madre había mantenido el contacto con Ángela, por lo que estaba al tanto de su desesperación al respecto. Tantas preocupaciones le estaban pasando factura, y si ya antes del dramático accidente de coche su corazón no era el más fuerte, desde entonces había empeorado notablemente. Los médicos le habían recomendado que se trasladara a vivir a una cómoda residencia donde pudieran brindarle una atención médica constante. Todavía era joven para considerarse una anciana, ya que apenas sobrepasaba los setenta años. La idea de irse a un asilo no le hizo mucha gracia, pero sabía que no podría aguantar mucho más tiempo viviendo con la agonía de ver cómo su nieta se autodestruía. Con la excusa de la residencia médica, sometió a Quinn a un deliberado chantaje psicológico. Ángela le dio un ultimátum: o se venía a vivir con nosotros y retomaba sus estudios de arquitectura en la universidad de Montegris bajo la tutela de mi padre, o ella no ingresaría en la residencia ni tomaría una pastilla más para el corazón.

Cuando mi madre me relató aquella enrevesada historia, a mí me pareció de lo más surrealista. No entendía por qué mis padres tenían que involucrarse tanto. Mi madre consideraba que era una idea algo temeraria. No obstante, debido a lo desesperado de la situación, creía que merecía ser tomada en cuenta. Quería ofrecerle a Quinn la oportunidad de sentirse parte de una familia, brindándole su hospitalidad para que así despertara de la pesadilla en la que se había sumido. Era como si así hiciera un último favor a su amiga, de quien se había alejado porque sus vidas tomaron caminos diferentes, pero a la que siempre consideró su compinche de la adolescencia.

En una ocasión, ella nos hizo una visita con su hija. Yo era todavía muy pequeña cuando pasaron ese fin de semana de noviembre con nosotros. Mis recuerdos sobre aquel acontecimiento eran muy vagos, así que se podría decir que aquella chica con la que iba a verme obligada a convivir era una completa desconocida para mí.

Tras aquel fin de semana, mi madre y Judy se distanciaron. A partir de entonces, su contacto se redujo a enviarse la una a la otra una cariñosa felicitación navideña cada año. Desde que Judy se había casado con el apuesto padre de su hijo, las vidas de ambas habían tomado caminos opuestos. Mi madre, casada con un bohemio y soñador arquitecto, no encajaba muy bien en la sofisticada y frenética vida social que su amiga había adoptado.

El padre de Quinn había sido un prestigioso abogado que pertenecía a una de esas rancias familias aristócratas que tan orgullosas están de sus privilegios y tradiciones. Ese tipo de gente (tan estirada y superficial) nunca ha sido santo de la devoción de mis padres. Aunque la amistad entre Judy y mi madre se hubiera enfriado en el pasado, parecía que ahora ésta sentía que la recuperaba en cierto modo si acogía a su hija y la ayudaba a salir del pozo en el que se había dejado caer.

Mi padre se mostraba más escéptico con el plan que habían urdido entre Ángela y mi madre, pero opinaba que no se perdía nada por intentarlo. Se decidió a echarles una mano, ayudando a que Quinn retomara su maltrecha carrera universitaria. Mantenía muchos contactos en la facultad de Arquitectura de la universidad de Montegris, ya que él había impartido clases en la misma durante algunos años. Realizó varias llamadas y se aseguró de que Quinn fuera admitida en el segundo curso de carrera. Mi padre consiguió que tuvieran en cuenta las brillantes calificaciones con que Quinn había terminado el primer año de facultad, cuando aún era una joven llena de motivación e ilusiones. Les explicó que las pésimas notas del siguiente año se debían al mazazo que había recibido al quedarse huérfana de la noche a la mañana, tirando la toalla y renunciando a seguir con sus estudios.

Miré el reloj de la estación una vez más. Ya eran casi las seis, lo que suponía que Quinn se retrasaba bastante. Me imaginé que siendo viernes habría pillado un atasco monumental para salir de Madrid. Podía haberme llamado al móvil para avisarme del retraso y así ahorrarme aquella media hora bajo el sol. Empezaba a sentirme como un pollo al horno. ¡El calor de aquella tarde era sofocante!

Decidí entrar un momento a los baños de la estación para refrescarme la cara con agua fría y disfrutar del aire acondicionado por unos minutos. Rebusqué en mi bolso con la esperanza de encontrar algo con lo que recoger mi pelo. Entre la maraña de cosas que llevaba conmigo pude encontrar por fin una pinza. Me hice un improvisado recogido y salí de nuevo al vestíbulo de la estación sin ninguna prisa por regresar junto a mi coche. Allí, gracias a la climatización, se estaba mucho mejor.

Me entretuve observando a los pocos viajeros que, con mucha paciencia, esperaban al siguiente tren que cubriera los servicios mínimos. No tardaron en avisar por megafonía de la llegada de un tren que se dirigía a Madrid. La gente, que había estado esperando un largo rato en los bancos, comenzó a moverse hacia el andén con caras de alivio.

Enseguida hubo un incesante intercambio entre los viajeros que bajaban de los vagones y los que por fin se iban. Entre todo ese tumulto, me fijé en una chica que cruzaba el vestíbulo y se dirigía hacia la salida. Su caminar era ágil y desenfadado, y los vaquerosdesgastados le sentaban como anillo al dedo. La sencilla camisa blanca parecía una prenda de pasarela sobre aquella espalda de perfectas proporciones. Su femenina forma de caminar me dejó hechizada. Era el tipo de chica que una disfruta viendo en una película, repantingada en el sofá, mientras devoras una tarrina de helado y suspiras como una adolescente ante tanta belleza.

Se detuvo justo antes de llegar a la puerta de cristal, girándose y observando a ambos lados mientras buscaba algo en el bolsillo de sus pantalones. Fue entonces cuando al fin vi su rostro. Su nariz, recta y de formas perfectas, destacaba sobre aquellos pómulos marcados. No era sólo guapa, sino realmente cautivadora. Algo en ella irradiaba un extraño magnetismo.

Tras rebuscar en sus bolsillos, comenzó a contar unas monedas y su gesto se torció. Volvió a mirar a su alrededor y entonces me divisó. Se dirigió hacia mí con ese característico y femenino caminar que antes me había llamado la atención. Cuando estuvo apenas a medio metro, se detuvo una vez más, pasando aquella mano de largos dedos por su pelo de color rubio, como si estuviera aún decidiendo qué hacer. Finalmente, posó su penetrante mirada sobre mí.

—Perdona —se disculpó, dando un paso hacia donde yo estaba—, ¿sabes si hay alguna máquina de café por aquí? El bar está cerrado y me muero por un poco de cafeína.

—Mira, allí hay una, junto a la máquina de refrescos —le indiqué, señalando hacia mi derecha—, aunque te aviso de que yo ya he probado ese café varias veces y es para situaciones desesperadas. ¡Sabe a rayos!

—Más vale eso que nada —dijo, y su serio semblante no cambió ni un ápice.

—Te entiendo. Yo también soy algo adicta al café —respondí en un hilo de voz, intimidada por su aparente mal humor.

No solía hablar con desconocidos, y menos aún tratándose de una chica tan imponente y distante. La cercanía me permitió observarle mejor; su tez era más bien pálida y algo ojerosa, pero lejos de parecer demacrado, esto le hacía parecer aún más etéreo. Cuando la tuve frente a mí, descubrí que aquellos ojos de forma almendrada eran de un verde avellana, transparentes. Había algo siniestro tras ellos.

—Perdona una vez más, pero… —me enseñó un billete de cinco euros—, ¿no tendrás cambio?

Busqué mi cartera en el bolso y cuando por fin la encontré, miré en el monedero.

—No tengo cambio para el billete —me disculpé—, pero te invitó al café. Me temo que aún tengo que seguir esperando un rato y me vendrá bien tomar uno también.

—Muchas gracias, pero no tienes que invitarme.

—Cuarenta céntimos menos en mi presupuesto no van a ningún lado —le convencí con una tímida sonrisa—. ¿Acaso crees que esa máquina te da café gourmet recién traído de Colombia? No sería ético cobrar más por ese agua caliente de color marrón.

Una súbita carcajada salió de sus labios con mi comentario y su rostro cambió por completo por unos fugaces segundos. Sin embargo, en cuanto dejó de reír, aquella sombría expresión regresó a su mirada. ¿Qué hacía yo intentando ser simpática con una total desconocida?

El calor debía de estar alterando mis neuronas.

Nos dirigimos a la máquina que tenía la desfachatez de anunciarse como El auténtico café espresso. Tras adquirir cada una el suyo, nos encaminamos a la salida. Nos detuvimos junto al enorme cenicero de pie que se hallaba situado en la acera. Una vez más, me peleé con mi bolso buscando el tabaco. Antes de que lo encontrara, aquella apuesta chica me estaba ofreciendo uno de su cajetilla.

—Déjame que te invite a un cigarro, así te devuelvo el favor —ofreció cortés.

—Gracias —dije aceptando su ofrecimiento. Me dio fuego y ambas dimos las primeras caladas en silencio.

A su lado me sentí minúscula, no sólo porque fuera más alta que yo, sino porque su presencia irradiaba una seguridad y un aplomo apabullantes. No parecía incomodarle el silencio que se había creado entre nosotras; aparentaba disfrutar plenamente de su cigarro, mientras daba lentos sorbos del pequeño vaso de plástico con la mirada perdida en el infinito. Yo, en cambio, estaba algo incómoda, y no sabía hacia dónde mirar o qué hacer. De repente, me sentí muy poco agraciada, con mis vaqueros anchos y aquella camiseta de tirantes negra, simplona y ajada. Llevaba los tenis más viejos que tenía, y el moño malhecho que me había plantado no ayudaba a mejorar mi aspecto. En ese momento, deseé con todas mis fuerzas ver aparecer el coche negro de Quinn para así poder largarme de allí y acabar con aquella situación tan incómoda.

Me fijé en el acceso al estacionamiento, pero ninguno de los vehículos que se aproximaban por la carretera era el modelo que yo esperaba, y tampoco giraban para entrar en el estacionamiento. Seguía haciendo calor, pero una nube pasajera parecía darnos una tregua y el sol ya no brillaba tan fuerte. Apagué el cigarro en el cenicero. Sin saber qué hacer entonces con mis manos, las guardé en los bolsillos de mis pantalones. Aquellos instantes se me hicieron eternos. No se me ocurría nada que decir para romper la tensión que flotaba en el aire. Fue ella quien pareció volver a la tierra y comenzó a hablar.

—Parece que he llegado algo tarde. La persona que me tenía que venir a buscar no está por aquí —comentó contrariada—. Aunque quizá sea mejor así.

— ¿Y eso? —me atreví a preguntar.

—Creo que quizá sea una señal de que no debería estar aquí —masculló.

Parecía algo triste y molesta, con lo que supuse que se trataría de una chica, alguien que probablemente le había hecho daño. Y ella interpretaba su ausencia como un signo irrefutable de que el destino no les deparaba un futuro juntas.

—Si te sirve de consuelo, yo he venido a buscar a alguien que ya lleva casi una hora de retraso —expliqué, con las manos escondidas aún en los bolsillos del pantalón—. Y tampoco sé muy bien si debería estar aquí…

La rabia se coló a través de mi voz.

—Su retraso probablemente se deba a los pocos trenes que circulan hoy — vaticinó ella.

—Ya, pero es que no estoy esperando a nadie que venga en tren. Hemos quedado aquí como punto de encuentro porque ella no conoce Montegris.

La expresión de su rostro cambió ligeramente, apareciendo en su mirada un brillo inusual que no supe cómo interpretar. — ¡La muy cretina ni siquiera me ha llamado para avisarme de que se retrasaba! —añadí furiosa—. Me habría ahorrado una hora de tediosa espera… ¡y encima con el calor que hace hoy!

— ¿Y por qué no le llamas para ver si le falta mucho? —sugirió.

—Porque estará conduciendo y no quiero distraerle —le expliqué—. Supongo que ya tiene bastante con el problema que supone todo esto.

— ¿Qué problema? —aquellos increíbles ojos mostraron un inusual interés.

— ¡Uf!... déjalo, es demasiado largo para explicártelo —suspiré.

—Bueno, en vista de que nadie parece venir a recogerme, tengo tiempo de sobra. Te escucho.

—De verdad, es una historia algo triste y no creo que te interese —le desalenté

—. Puede incluso que se haya echado atrás. Al fin y al cabo, no le hará mucha gracia la idea. Más o menos como a mí.

Aquél fue más un pensamiento en alto que una declaración.

—Empiezo a estar harta —bufé de pronto—. Le voy a llamar y si en cinco minutos no está aquí, me voy y se acabó.

Saqué el teléfono del bolso y marqué su número. Justo en ese instante mi desconocido compañero de cigarro aprovechaba también para utilizar su móvil. Imaginé que estaría tratando de localizar a la chica que la había dejado. Se alejó un poco, en lo que supuse era una búsqueda de algo de intimidad para hablar con su novia/amiga/ex…

Mi llamada no dio casi ni un tono. Enseguida contestó. Debía de llevar un manos libres instalado en el coche si había respondido tan rápido.

— ¿Quinn?...

—Sí, soy yo —contestó, hablando algo bajo. Se debería al micrófono del coche.

—Soy Rachel… ¿te has perdido? —intenté sonar amable, evitando mostrar el cabreo que había ido acumulando en la última hora.

—No, no me he perdido —respondió. Fue curioso, porque entonces le oí más cerca, como detrás de mí—. Es que había mucho tráfico pero, de hecho, ya estoy aquí.

Estas últimas palabras no las escuché por el altavoz del móvil, sino que unos labios me lo susurraron al oído contrario. Un aroma embriagador, mezcla de piel recién duchada y de perfume femenino, me envolvió. Di un respingo para luego girarme sobresaltada.

Encontré, a tan sólo unos centímetros, el rostro de aquella individua a la que acababa de conocer.

—Incluso ya me he tomado un café contigo —añadió con una malévola sonrisa.

Sus ojazos verdes brillaban con una expresión impertérrita. Primero me sentí sorprendida, luego algo avergonzada de que hubiera sido testigo de mi fastidio por su llegada, para finalmente percibir cómo la furia me invadía.

—Joder… ¿Eres gilipollas o qué te pasa? —bramé—. Hace rato que te has dado cuenta de quién era yo, ¿verdad?

—Sí, casi desde el principio —se sinceró, lo que hizo que mi furia empezara a ser descomunal. No me gustaba que la gente me ridiculizara y mucho menos una chica que me hacía sentir tan poca cosa—. Al llegar no te he visto en el coche, con lo que he aprovechado para ir al baño. Luego te he visto de reojo y he tenido la corazonada de que se trataba de ti. Cuando has mencionado que esperabas a alguien que no venía en tren, me he terminado de cerciorar de que tú eras Rachel.

— ¿Y tan difícil era preguntarme directamente si yo era la persona que buscabas? —le interrogué—. Porque este pasatiempos tuyo era innecesario, la verdad.

—Supongo que me apetecía hablar con la persona con la que voy a convivir sin que ella tuviera ninguna idea preconcebida sobre mí. A juzgar por tus palabras de antes, doy por sentado que tu madre ya te ha explicado toda la historia. Tal y como me temía, parece que no soy bienvenida. —La amargura de su voz tiñó sus ojos verdes de un matiz todavía más oscuro, dibujando en su rostro una dureza sobrecogedora—. Siento que te haya molestado tanto el experimento.

—Más que experimento, llámalo niñería —le corregí.

En ese momento me percaté de que la carrocería de mi coche camuflaba un vehículo oscuro que estaba aparcado justo a su lado.

¡Ajá!... Allí estaba el famoso A3 de color negro.

—Pero dejémoslo estar. Como ya te he dicho, llevo aquí más de una hora y estoy cansada. Así que, si no te importa, vámonos a casa.

No esperaba en absoluto que nuestra invitada fuera a desarmarme de aquella forma. ¿Cómo iba a imaginar que la que se mudaba con nosotros parecía salida de un anuncio?

Esto iba a resultarme aún más duro de lo que cabía esperar. No me apetecía nada convivir con una chica que me haría sentir incómoda en mi propia casa. ¿A quién le gusta levantarse, desaliñada y atontada, para encontrarse cada mañana en la cocina con un borde tan sumamente atractivo?

¡Ay Dios mío!... su presencia no le iba a sentar nada bien a mí ya de por sí dolorido e inseguro ego. Para colmo, parecía tener un sentido del humor algo rebuscado, a juzgar por cómo había decidido presentarse.

Nos dirigimos cada una a su vehículo, lo que fue un alivio. Me sentía incapaz de alargar la conversación por más tiempo. Había sido una idiota al no imaginarme que se trataba de nuestra huésped, revelándole abiertamente mi malestar por la llegada de una extraña. Desde que le había visto cruzar el vestíbulo de la estación, había dado por hecho que se trataba de una chica cualquiera que acababa de llegar en el tren.

Arranqué el coche y puse el aire acondicionado a tope. Tras aquel largo rato al sol, su interior hervía como una cacerola. Conecté el iPod a la toma auxiliar de música y elegí el último álbum de Coldplay para que me acompañara en el trayecto a casa. Viva la vida comenzó a sonar en los ocho altavoces de mi todoterreno. Sentí cómo me iba recobrando del shock que había sufrido al comprobar que aquella chica a la que me había lanzado a invitar a un café era, en realidad, mi nueva compañera de casa.

Mientras conducía por la carretera, observaba por el retrovisor el morro negro y desafiante de su flamante coche. Los faros de los Audi tienen esa fina línea de leds, siempre iluminada, para marcar la posición incluso de día. Eso me ayudaba a comprobar que el coche que me seguía era el suyo, y no el de algún otro que lo hubiera adelantado y se hubiera interpuesto entre mi Toyota y su precioso compacto. Aunque a juzgar por cómo conducía, dudaba que fuese a adelantarle nadie. Me seguía muy de cerca y sus movimientos al volante parecían muy seguros y precisos. Me fijé en su rostro por el espejo retrovisor. Llevaba unas gafas de sol de estilo aviador que le quedaban de muerte y me deleité todo lo que quise observándole. Era innegable que la chica tenía un estilo innato. Esa visión, adornada por la música, le hacía parecer todavía más irreal si cabe.

Aquello no empezaba bien. A partir de ese momento iba a dormir a tan sólo un tabique de distancia de una impresentable que no sólo me sacaba de mis casillas, sino que también conseguía distraer mi mirada de la carretera.


HASTA AQUÍ ESTE CAPÍTULO.

LES COMENTO, ESTA HISTORIA ESTARÁ LARGA YA QUE EL LIBRO CONTIENE APROXIMADAMENTE 470 PÁGINAS, EL LIBRO CONTIENE 8 CAPÍTULOS LARGOS, POR LO QUE CADA CAPÍTULO CON EL NOMBRE REPETIDO ESTARÁ CON NÚMEROS ROMANOS.

CON ESTA HISTORIA AVANZARÉ MÁS RÁPIDO, PERO TAMBIÉN TRATARÉ DE AVANZAR CON ''LOVE WAITS'', SOLO DENME ALGO DE TIEMPO POR FAVOR.

GRACIAS POR LEER.

SALUDOS.