El suave y embriagante aroma, mezcla de almizcle y vainilla, permanecía en el aire, inundaba sus pulmones, doblegaba su cordura, nublaba su buen juicio. Ese aroma que le perseguía en sueños, que la obligaba a abandonar la posesión de si misma, de sus movimientos, palabras y pensamientos. Porque no era ella cuando ese aroma acariciaba su rostro, incitándola, perdiéndola en un torrente de sensaciones que secretamente le imponían, intimidándola, volviéndola incapaz de recobrar la compostura. Ese aroma se perpetuaba en la habitación, exquisitamente decorada, que había fungido como sala de juegos durante su tierna infancia. La sonrisa que se desprendió de sus labios, a penas perceptible, con la evocación de aquel recuerdo, dejó a descubierto más que sus perfectos y pequeños dientes blanco, dejó al descubierto la nostalgia, la tristeza y el dolor de la pérdida.
- Narcissa… - Una mano, pálida, fría, se posó sobre su hombro, y al instante bajó la mirada, tratando de recomponerse, o al menos de aparentar que no había sentimiento alguno ante aquella situación que se le antojaba agónica y tortuosa. Se sentía incapaz de moverse de ahí, de abandonar la sensación reconfortante de aquel aroma tan familiar. Su interlocutora pareció darse cuenta de su renuencia pues se vio obligada a agregar – Es hora… - y acto seguido la volvió a dejar sola. Pudo escuchar la puerta cerrarse tras de si mientras los pasos de la mayor de sus hermanas, la ejemplar, se alejaban hasta confundirse con el bullicio que se desarrollaba en el piso inferior.
Un par de pasos y su mano derecha se fue a posar sobre el fino edredón, helado al tacto. El mismo en el que había expresado sus más celosamente guardados secretos, exponiéndose a la luz de un débil rayo de luna, sólo ante él, su confidente, su amigo, su propia caja de Pandora, su pecado y salvación. El mismo edredón que había sido silencioso testigo del más puro acto de amor y las promesas que con él se sellaron.
Una lágrima negra rodó por su mejilla mientras su mano se cerraba sobre aquel edredón – Y mantuviste la promesa hasta el último día… - Deslizó suavemente su mano sobre la cama hasta llegar a la mesita de noche, su esencia no se había esfumado aun. Tomó la fotografía que había sobre la misma, acariciando el cristal, del mismo modo en que le habría acariciado a él. Sus fuerzas flaquearon, obligándola a sentarse. La fotografía le sonreía despreocupada. Su cabello negro, despeinado por el viento, la escoba en la mano izquierda. Podría verle por siempre.
Perdió la noción del tiempo admirando la fotografía, entregándose, en aquella apacible soledad, al llanto, a la añoranza y al desasosiego. Le reclamó el abandono, buscando en sus protestas un poco de calma. Esta vez no escuchó los pasos por el corredor que anunciaban la cercanía de, probablemente, un miembro más de la familia que se dirigía al cuarto de baño. Pero la puerta al abrirse le hizo dar un respingo, encontrándose con la severa mirada de quién era su legítimo albacea. Dueño, por derecho otorgado tras el matrimonio, de su cuerpo, pero jamás de sus indomables sentimientos.
- Lucius – Torpemente limpió sus mejillas, dejando la fotografía del mismo lugar donde la había tomado, poniéndose en pie para adoptar una postura más apropiada. Alisó falsas arrugas del delicado vestido de seda negra y acomodó el discreto collar de perlas que adornaba su cuello
- Todos están yéndose ya, querida – Y la voz del hombre de cabellos rubios sonó indiferente. Poco le importaba el frágil estado emocional de su esposa, y se encargó de dejarlo perfectamente en claro. Si hubiese sido otra mujer u otra situación, se habría sentido ofendida e incluso ignorada o despreciada, pero Lucius jamás había sido de mayor relevancia para ella.
Salió del cuarto de baño, perfectamente arreglada, impecable, justo como había llegado, nada evidenciaba las horas que había pasado llorando en aquella habitación, y Lucius aun la esperaba, de pie a mitad de la habitación – Vamos, tienes que despedirte aun – y salió de la habitación. Las manos de Narcissa fueron a dar a su regazo, y al vientre ligeramente abultado que el vestido disimulaba – Es la mejor herencia que me pudiste haber dejado, Reggie – Y tras besar la fotografía, salió de la suntuosa habitación de su difunto primo.
Esa criatura que esperaba sería quien perpetuara el recuerdo y la sangre de Regulus Arcturus Black, y la única evidencia de una pasión prohibida que jamás habría de revelarse.
