Nota de autora: ¡Hola! Hacía mucho tiempo que no volvía por aquí para publicar. Suelo adoptar más el papel de lectora que de escritora, y no he publicado antes debido tal vez a que mi historia puede que no sea demasiado buena. La he releído miles y millones de veces, dudando si publicarla o no, y he decidido lanzarme a la piscina. Espero honestamente que os guste mucho.

Sé que leyendo este primer episodio va a causar muchas dudas, y aunque la mayoría de ellas seguramente serán explicadas por boca de los personajes, otras yo las aclararé por aquí.

Intento que todo esté perfectamente cuadrado y, dado que soy muy perfeccionista, también intento que no se me escape ningún detalle, tanto ortográfico como narrativo. Sin embargo, como cualquier persona, soy humana, y puede que se me cuele alguna falta de ortografía (no tengo ninguna beta, soy solo yo), o que algunas veces tenga lapsus temporales y cometa algún fallo de narración. En cualquier caso, avisad de los errores y los corregiré en cuanto pueda.

Avisar también de que estoy a punto de entrar en época de exámenes (muy inteligente por mí parte publicar en estos momentos xD), así que puede que tarde en actualizar la historia, aunque debo decir que los seis primeros capítulos están ya escritos, a falta de otra revisión.

Creo que no olvido nada más. Ha sido un largo tiempo desde que he hecho esto, estoy algo oxidada. No seáis muy crueles ;)

Disclaimer: De los personajes que aparecen en esta historia, a excepción de la protagonista principal y de un pequeño niño que aparece únicamente en la línea futura, ninguno me pertenece. Pertenecen a sus creadores, yo únicamente los utilizo durante un rato para poder tranquilizar a mi glotona musa.

Ahora sí, a disfrutar!


Capítulo 1: Érase una vez

Los pasillos del palacio estaban desiertos, como la mayoría de los días. Las suaves pisadas de una figura alta y erguida resonaban por todos los recovecos del edificio. Un hombre atravesaba el largo pasillo como cada día, encaminándose a una de las habitaciones más grandes del castillo. Su pelo, largo y blanco platino, estaba recogido en una coleta, y sus ojos, grises y como si una tormenta viviese en ellos, miraban al frente, sin inmutarse. A pesar de su aspecto de hombre viejo y mayor, su cuerpo era el de un hombre curtido en la batalla, con una trabajada pero no excesiva musculatura, y su rostro reflejaba la influencia de los años en su persona. Iba vestido con unos pantalones y un chaleco de cuero negro, mientras que debajo del chaleco llevaba una camisa blanca, además de unas botas que cubrían parte de sus pantalones ajustados. En su cinturón se notaba la ausencia de una espada. Pero ahora no la necesitaba. Hacía mucho que no necesitaban armas.

Cuando llegó a su lugar de destino, inspiró hondo un instante, tocando suavemente la puerta. Esperó exactamente cinco minutos, y, como siempre, no hubo respuesta, así que tomó la manivela de la puerta y entró a la habitación, cerrando la puerta tras de sí, observando la gigantesca biblioteca. Estanterías que llegaban desde el suelo hasta el mismísimo techo, con grandes ventanales que cubrían las paredes que no estaba decoradas con estanterías o con cuadros y cuyas cortinas estaban corridas por completo, iluminando así la habitación. Justo en el centro de la estancia había una mesa de proporciones bastante notables, llena de libros por completo, la mayoría de ellos abiertos, además de varios mapas. Alguien había estado allí recientemente, como casi todos los días. El hombre observó alrededor, sin encontrar su objetivo. Un nuevo suspiro brotó de sus labios, empezando a caminar.

El camino era el mismo de todos los días. Subió las escaleras hasta el primer piso de la biblioteca, adentrándose entre los pasillos llenos de las gigantescas estanterías, caminando, mirando al frente. Era la rutina de todos los días. Cuando atravesó varios pasillos más, bajó de nuevo por una escalera bien escondida, llegando frente a una puerta, escuchando al otro lado el cantar de los pájaros. Su mano se levantó en el aire, tomando la manivela, abriendo solamente una rendija, viendo por ella un hermoso balcón cuyas vistas daban a un hermoso lago. Al no ver a nadie alrededor, abrió la puerta del todo, saliendo al exterior, observando al frente, disfrutando de la hermosa vista.

No fue hasta unos minutos más tarde que se giró a la izquierda, viendo allí al objeto de su búsqueda. Una joven muchacha, de no más de diecisiete años de edad, estaba sentada justo en el borde de la baranda de piedra, que, debido a su anchura, era un buen asiento, no muy cómodo, pero lo suficientemente bueno. El hombre no pudo más que sonreír ante la imagen. La joven estaba leyendo un libro, bueno, más bien, sumergiendo su cabeza en él, pues únicamente se veía su largo y ondulado cabello castaño recogido en una coleta, siendo su cara cubierta por el libro. Sin querer asustarla, cosa que ya le era imposible, el hombre se aclaró la garganta, sin dejar de mirarla.

Fue entonces cuando la joven se dejó ver. El libro que cubría su rostro bajó con relativa rapidez a su regazo, mirando al hombre frente a ella, sin mostrar ninguna emoción. Sin embargo, él si mostró. Mostró asombro, el mismo asombro de cada día. Un asombro justificado, pues la joven era la criatura más hermosa que poblaba esa tierra. Su cabello castaño, recogido en una coleta descuidada, únicamente daba a su rosto un aspecto más angelical. Su piel oliva, como la de su madre, y con un brillo especial, refulgía bajo la luz solar. Sus labios, carnosos y rosados, apenas se movían. Y sus ojos, ah, sus ojos. Esos ojos eran la delicia de todo el reino. Unos ojos especiales donde los haya. Unos ojos que tenían una gama de matices que nadie más tenía. Unos ojos que indicaban que la condición de esa joven era superior a la de todos los demás.

Ante la cara que el hombre tenía, la joven no pudo más que sonreír divertida, bajando de la baranda, dejando el libro en la pequeña mesa de cristal que había cerca.

"Pensaba que habías dicho que no volverías a sorprenderte." Dijo la joven en una voz completamente melodiosa y suave. Parecía un pájaro cantando cuando hablaba.

El hombre simplemente sonrió, dándole una leve inclinación de cabeza, casi una reverencia. "Pido disculpas. Como siempre, tú tenías razón." Respondió con una sonrisa.

La joven simplemente sonrió al escucharlo, acercándose a la parte frontal del balcón, apoyando sus antebrazos en la baranda, mirando el paisaje mientras sentía al hombre tras ella acercarse a su lado, quedándose de pie, con las manos en la espalda. Ninguno dijo nada, simplemente admiraban el paisaje.

Pero ese silencio se rompió un par de minutos más tarde. "Ha solicitado tu presencia en sus aposentos." Susurró el hombre sin romper el contacto visual con el paisaje, notando como la joven se tensaba ligeramente.

"No puede hacerlo. Sabe que no recibo órdenes." Replicó la joven con algo de dureza.

"No son órdenes. Lo pide por favor." El hombre se giró hacia ella, mirándola fijamente.

"No, no lo pide por favor. Disimula sus órdenes con un tono meloso. Como siempre."

La joven se apartó de golpe de la baranda, cogiendo el libro que antes había estado leyendo, saliendo del balcón secreto, de su balcón, regresando a la antigua biblioteca, seguida del hombre, que cerró tras de sí la puerta una vez hubo regresado al interior. Cuando estuvo cerrada, la puerta desapareció tras él, pero ni siquiera se inmutó, siguiendo a la joven a cierta distancia.

Unos pasos rápidos recorrían los pasillos ya recorridos, bajando a la planta baja de la gran biblioteca, atravesándola, saliendo por la puerta, que, de nuevo, fue cerrada por el hombre que la seguía. La joven recorría con rapidez los pasillos del palacio, guardando el libro en el bolsillo trasero de los pantalones de cuero negro que llevaba, ajustándose las botas y la camisa, además del chaleco. Puede que no fuese ropa para una señorita, pero era con lo que más cómoda se sentía.

Tras varios minutos recorriendo pasillos y atravesando habitaciones intermedias, finalmente llegó a su destino. Observó como el hombre se quedó un par de pasos detrás de ella, asintiendo levemente con la cabeza cuando lo miró. La joven se enderezó frente a la puerta, inspirando hondo, adecentando su aspecto, tocando suavemente la puerta, esperando el pertinente permiso, que llegó segundos más tarde, cuando una suave voz dijo "adelante". La joven miró una última vez al hombre antes de entrar, cerrando la puerta tras de sí.

La habitación estaba bastante iluminada. Una chimenea, ahora apagada, destacaba en la gran estancia, junto con la enorme cama de matrimonio, cubierta por un dosel rojo sangre. La joven caminó con cautela, sin perder su postura erguida, encaminándose al gran balcón que había un poco más lejos de su posición. A medida que se acercaba, escuchaba risas, de una mujer y un niño pequeño, haciendo que su sangre comenzase a hervir de rabia, intentando serenarse. Una vez llegó al balcón, observó la escena. Una mujer morena, con el pelo largo y liso recogido en una hermosa cola de caballo y un vestido color burdeos que se ajustaba perfectamente a su esbelta y joven figura, jugaba con un niño pequeño, riendo ambos. Ninguno se percató de su presencia hasta que un pájaro pasó volando hacia su dirección, haciendo que ambos dirigiesen sus miradas a la chica castaña. Fue entonces cuando la mujer inmediatamente bajó al niño de su regazo, besando suavemente su frente.

"¿Por qué no vas a la cocina para que Annie te prepare algo, Will?" Preguntó con una voz suave al niño, que asintió con una sonrisa, besando suavemente su mejilla, mirado a la joven durante un instante antes de marcharse a la cocina.

La joven ni siquiera lo miró, ni tampoco a la mujer. Caminó lentamente hasta la barandilla del balcón, observando el paisaje. A lo lejos había nubes de tormenta. No pudo más que sonreír levemente. "No le gustará quedarse sin salir a cabalgar". Pensó divertida. Pero su leve sonrisa desapareció al escuchar a la mujer que estaba tras ella.

"Pensé que todo eso había quedado atrás, Ava." Murmuró con voz calmada, cosa que no funcionó, porque justo en el momento en que ese nombre salió de sus labios, hubo una explosión en la chimenea de su habitación, que ella misma controló con su magia. "Lo siento." Se disculpó en voz muy baja, notando como la tensión de la joven aumentaba. "Por favor, cielo, mírame…" Pidió acercándose más, levantando la mano con intención de tocar su brazo, pero la joven la apartó de un manotazo.

"¿Qué desea, su majestad?" Preguntó la joven con voz plana, mirándola fijamente.

Sus ojos eran de color rojo sangre, con las pupilas completamente dilatadas en negro, dándole un aspecto intimidante y verdaderamente aterrador. La reina se estremeció al ver esa mirada.

"Cielo…" Murmuró la reina, en un intento de calmar a la chica, pero eso únicamente provocó, de nuevo, otra explosión en la chimenea, siendo de nuevo controlada por la reina. "Danielle, basta ya." Ordenó la reina con voz autoritaria, mirando a la joven, que se apartó de ella.

"Di lo que tengas que decir, tengo cosas que hacer." Dijo Danielle, ignorando la orden de la reina.

"¿Ah sí? Perderte entre libros de cuentos y leyendas no es tarea de una princesa, Danielle." Dijo la reina, manteniendo su posición, sin querer acercarse más a la joven, que cada vez estaba más tensa, y cuyos ojos cada vez eran más rojos. "Te he llamado para saber si nos acompañaras en la cena." Murmuró la reina con voz suave, mirándola. En sus ojos marrones había una silenciosa suplica hacia la muchacha que había ante ella.

"Todos los días me haces esa pregunta, y todos los días te doy la misma respuesta. No, no voy a cenar con vosotros. Y si me disculpas…" Danielle realizó una exagerada reverencia, encaminándose al interior.

La reina observó a la chica. "Es el cumpleaños de Will. Nos gustaría que te unieses a nosotros. Ser una fam-" La voz de la reina falló en ese mismo instante, llevándose una mano a su garganta, mirando a su hija, que se había girado más rauda que un rayo, apretando su puño con fuerza en el aire.

"No te atrevas a terminar esa frase." Murmuró con voz lenta, casi amenazante.

Tiempo atrás, quien hubiese hecho eso a la reina hubiese muerto en cuestión de segundos. Pero ahora, en ese tiempo, nadie podía negar que no había persona más poderosa en el mundo que la joven Danielle.

"No pienso jugar a la familia con vosotros. ¿Quieres celebrar el cumpleaños de Will? Bien, celébralo. Haz lo que te dé la gana. Pero no cuentes conmigo para eso, madre." Murmuró abriendo su puño, liberando a la reina, continuando su camino.

"¡Danielle! ¡Vuelve aquí!"

Sin quererlo, la magia de la reina hizo su efecto sin desearlo, provocando que su propia hija fuese arrastrada de nuevo ante su presencia, de rodillas frente a ella. Sabía que había sido un desliz, un error de su voluntad. En el momento en que Danielle se vio arrodillada frente a su propia madre, sus ojos cambiaron: sus iris, antes rojo sangre, cambiaron de color y de textura. En cada uno de ellos, nubes de humo comenzaron a bailar, una azul y otra morada, mientras su pelo se soltaba de su coleta y se volvía rubio como los rayos de sol. La reina se quedó estática en su lugar, mientras observaba a su hija alzarse frente a ella. El pelo rubio enmarcaba su rostro, torturando a la reina con una visión que intentaba olvidar desde hacía tiempo. Ninguna hizo nada, ninguna dijo nada. Danielle levantó su mano, mirando un instante a su madre. Pero fuese lo que fuese a hacer, se vio interrumpido por una voz grave.

"Danielle, basta. Deja a tu madre."

Ninguna de las dos se había dado cuenta que la puerta de la habitación se había abierto, ni que un hombre rubio había entrado, seguido del pequeño Will.

Danielle se giró en el mismo instante en que escuchó esa voz, mirando fijamente al hombre, bajando su mano. Miró luego a su madre, sin decir nada todavía, desapareciendo en una nube de humo azul. Fue en ese mismo instante en que su madre respiró aliviada, sin haberse dado cuenta que había estado aguantando la respiración. El hombre rubio se acercó a la mujer, mirándola preocupado.

"¿Te ha hecho daño, amor mío?" Preguntó el hombre preocupado, mientras el pequeño Will se aferraba a la falda del vestido de la mujer, que negó lentamente con la cabeza.

"No te preocupes, Robin. Sabes que es esa época del año." Murmuró mirando a su marido.

"Regina, siempre es esa época del año. Siempre hay problemas con ella. Deberías replantearte la opción que te propuse." Murmuró Robin, mirando a su esposa.

Regina se estremeció ante sus palabras, negando con la cabeza.

"No puedo arrebatarle su magia, Robin. Es parte de lo que es. Es parte de ella. Y está con ella para siempre…" Murmuró mirando el paisaje frente a ellos.

Las nubes de tormenta se movían rápido por el cielo, y eso le recordaba a una época que no podía olvidar, o que tal vez ella misma no quería. Notó entonces un pequeño agarre a su falda, viendo al pequeño Will, sonriendo levemente, agachándose para estar a su altura.

"No te preocupes, cariño. Danny está teniendo un mal día. Pero seguro que si le hacemos un pequeño pastel se alegra. ¿Quieres hacer un pastel con mamá?" Preguntó Regina con una sonrisa, recibiendo una sonrisa a cambio. "Pues vamos a la cocina."

Danielle apareció justo en la torre más alta del palacio, su habitación. Todo estaba desordenado, lleno de mapas y libros. Con un movimiento de su muñeca, los libros y mapas que estaban en la biblioteca aparecieron en su escritorio, mientras revolvía entre las cosas que había en un baúl a los pies de la cama. Una vez sacó todo del baúl, quitó el fondo falso, sonriendo levemente al ver el gran libro con la tapa de cuero y las letras bordadas. Tanto tiempo, y seguía igual de nuevo que cuando lo recibió de manos de su hermano mayor. No pudo evitar que una sonrisa se extendiese por sus labios al recordar a Henry.

Su hermano mayor, con el que se llevaba casi trece años, hacía bastante tiempo que se había marchado del reino de su madre en dirección al reino de sus majestades, los reyes blancos. Danny no sabía por qué, y nadie le daba una explicación razonable, pero su madre parecía estar de acuerdo con la decisión. Mientras observaba el libro entre sus manos, recordó a la perfección, como si fuese ayer, el día que su hermano se marchó.

[Flashback]

Una suave brisa de verano mecía la hierba de los campos que rodeaban el palacio. Un hermoso pura sangre de color negro con la crin blanca cabalgaba con el viento, mientras su joven jinete de nueve años disfrutaba del momento, respirando libertad a cada paso que daba. Un poco más alejado, un caballo color cobrizo la seguía a un ritmo más pausado, mientras su jinete observaba con una sonrisa a la muchacha a lomos del caballo. Hacía mucho tiempo que no la había visto así.

La joven Danny disfrutaba de los momentos que compartía con Eala, su caballo, un regalo especial de alguien que ella desconocía. Tras cabalgar un largo rato, detuvo poco a poco la marcha, regresando al trote junto a su maestro, sonriéndole.

"Vamos, Emrys, cabalga conmigo." Pidió con una sonrisa al hombre, que negó divertido con la cabeza.

"Prefiero mantener mi orgullo intacto, gracias." Dijo divertido, comenzando ambos a caminar con los caballos.

Mientras los caballos caminaban, sus jinetes hablaban de las próximas lecciones a realizar por la joven princesa. Sin embargo, la conversación fue cortada por un sonido de trompeta, que hizo que la cabeza de Danny se girase hacia el lugar de origen de ese sonido, sonriendo feliz.

"¡Ha vuelto!" Exclamó mirando a Emrys, sin darle tiempo a reaccionar, comenzado a cabalgar con Eala de regreso al castillo, llegando a él en poco menos de diez minutos, haciendo así honor a su fama de jinete más rápido de todo el reino, justo igual que su madre.

Cuando llegó al palacio, bajó enseguida de Eala, entregándoselo a uno de los mozos de cuadra, corriendo rauda y veloz hacia el patio del castillo, viendo ya a parte de los soldados blancos aguardando la llegada de su joven comandante. Pero cuando llegó, la realidad era muy distinta. A medida que avanzaba entre los soldados, observó a su hermano mayor, todo un hombre ya, cargando su equipaje en un carruaje con el símbolo del reino blanco, viendo como su madre se mostraba impasible ante él. Henry ni siquiera la miraba.

"¡Henry!" Exclamó una vez atravesó a todos los soldados, corriendo hacia él.

La cara de su hermano cambió drásticamente de la seriedad a la felicidad pura, siendo todos los presentes testigos del abrazo fraternal que ambos hermanos se dieron. La figura de la joven era pequeña comparada con el cuerpo curtido de Henry.

"¡Has vuelto!" Exclamó de nuevo Danny, mirando a su hermano una vez se separaron. "Estás más alto y más fuerte." Dijo divertida, acariciando sus brazos, recibiendo una mirada cálida de su hermano. Fue en ese momento cuando Danny miró el carruaje. "¿Vuelves a irte?" Preguntó mirándolo. "Acabas de llegar, Henry."

"Debo hacerlo, Ava. Los ab- Quiero decir, el rey y la reina blanca requieren de mis servicios en su reino. Solamente serán unos días."

La mirada de Henry se desvió en el mismo instante en que pronunció esas palabras, mirando un instante a su madre. Pero Danny se percató de eso, y entonces supo que algo no andaba bien.

"No vas a volver, ¿verdad?" Preguntó mirándolo, sin recibir respuesta alguna.

En cambio, Henry se acercó al carruaje, sacando de él un cofre cuadrado y plano.

"Iba a darte esto en tu próximo cumpleaños, pero creo que es mejor que lo tengas ya." Dijo sonriente, entregándole el cofre, notando como su madre se tensaba. Ambos sabían bien que había dentro.

Danny observó curiosa el cofre, mirando a Henry, asintiendo con una sonrisa. "Gracias, Henry." Agradeció besando su mejilla con una sonrisa.

Cuando besó su mejilla, Henry la abrazó con fuerza, aguantando las ganas de llorar. No quería irse, no podía dejarla sola, no cuando lo había prometido, pero debía hacerlo. Su madre, aquella a la que una vez aceptó de nuevo pese a todo su pasado, le había fallado, y él había tomado una decisión. El reino de la ex reina malvada ya no era su hogar. Su verdadero hogar era el reino de Blancanieves y David. Su familia. Pero a pesar de todo, le dolía en el alma dejar a su hermana con su madre. Pero era algo que debía hacerse.

Danny mantuvo el abrazo todo el tiempo que Henry quiso, acariciando su espalda en una suave caricia.

"Te quiero, Henry… Te quiero mucho…" Murmuró en su pecho, abrazándolo.

"Yo también te quiero, Ava… Te querré siempre… Y no importa lo que pase… Siempre estaré contigo para protegerte…" Murmuró Henry besando su frente, mirándola con una sonrisa, la misma sonrisa que le daba cuando era una niña pequeña y conseguía hacerla reír. Esa era la sonrisa especial dedicada únicamente a su hermana, a su pequeña hermanita.

Cuando ambos se separaron, Henry miró tras Danny, observando a Emrys, que le dio un leve asentimiento de cabeza. Con esto, Henry besó la frente de su hermana una última vez, cerrando la puerta del carruaje una vez todas sus cosas estuvieron dentro, subiendo a su caballo, sin mirar a su madre.

"Nos veremos pronto. Prometido." Dijo a su hermana antes de salir al galope del patio del castillo, seguido de parte de los soldados, el carruaje y los pocos soldados que quedaban. Cuando las puertas de hierro se cerraron tras la marcha de su hermano, Danny observó el cofre entre sus manos.

[Fin del flashback]

Esa misma noche había abierto el cofre, descubriendo un libro de cuentos apenas desgastado, pese a tener bastante tiempo, pues recordaba a su hermano llevarlo de aquí para allá cuando ella apenas contaba con tres años de edad. Miró fijamente la tapa del libro, acariciándola, levantándose, acercándose al alfeizar de su ventana, sentándose, abriendo el libro, observando las imágenes que había visto una y otra vez. Allí estaba la historia de la tierra en la que vivía. La historia de su madre, la Reina Malvada, la de Blancanieves y su príncipe, la de su tía Ruby… Todos estaban en ese libro, y eso la había ayudado a conocerlos un poco mejor. Pero siempre le quedaba la duda de uno de los protagonistas de ese libro.

Su vista se detuvo en la imagen del príncipe David sosteniendo a un pequeño bebé, en cuya mantita estaba bordado el nombre de Emma. Por mucho que buscaba entre los libros de historia, no había una sola mujer con el nombre de Emma. Y había revisado todas y cada una de las estanterías de su palacio, y del palacio del reino vecino, donde habitaba el, ahora noble, Rumpelstilskin, junto con su esposa Belle. No había rastro de esa mujer, pero eso no le había impedido que siguiese buscando. Necesitaba averiguar quién era. Tenía la sensación de que era alguien importante.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por unos suaves golpes en su puerta. Por la forma de tocar, supo enseguida de quién se trataba.

"Adelante." Dio permiso a su visitante, observando a su maestro, desviando suavemente su mirada.

Emrys jamás le reprochaba nada, ni tampoco la castigaba, pero sabía que no debía perder el control tan fácilmente de su magia.

"He venido a ver cómo estabas. Tu madre me ha comentado el incidente en su habitación. He pensado que sería prudente dejar que tú misma te calmases." Dijo tranquilamente, cerrando la puerta, acercándose a ella con una sonrisa, sentándose a su lado. "¿Mejor?" Preguntó mirándola, recibiendo una respuesta afirmativa por parte de la joven. "Perfecto, porque es hora de nuestra práctica diaria." Dijo con intención de animarla un poco.

A Danny siempre le había fascinado el arte de la espada y el arco, siendo la mejor arquera de todo el Bosque Encantado, aunque eso no le gustase oírlo a cierto rubio que convivía en el mismo castillo. Seguramente dicha habilidad con las armas venía de familia.

La joven princesa asintió levemente, observando el libro una vez más antes de hacerlo desaparecer mágicamente, desapareciendo en una nube de humo azul, levantándose junto con su maestro, encaminándose con él a la Galería de las Espadas. Cuando llegaron, las ventanas se abrieron casi automáticamente, dejando que la joven admirase, como cada vez que entraba a esa estancia, todas las armas y armaduras que había. La sala era una habitación casi tan grande y alta como la biblioteca, con grandes ventanales adornando las paredes, intercalándose con estanterías llenas de cascos, espadas y lanzas colgadas de la pared, al igual que arcos y flechas, y varios cuadros. Pero, con total diferencia, el lugar favorito de la habitación se encontraba justo al final de la misma. Sus pasos la condujeron inmediatamente hacia allí.

Justo al final de la sala, había toda una sección dedicada a una sola persona: el Caballero Blanco. Su armadura estaba perfectamente pulida y colocada en una vitrina de cristal, junto con su espada, perfectamente conservada en una vitrina justo al lado. Danny admiraba esa armadura. Le transmitía algo que no sabía describir, algo que la hacía sentirse bien. Justo en la pared que reinaba esa sección se encontraban dos cuadros: el primero de ellos era un retrato de cuerpo entero del caballero, pero su rostro no podía distinguirse. No es que el cuadro estuviese estropeado, es que Danny nunca había podido descifrar su rostro, no sabiendo nunca el aspecto de la figura a la que idolatraba. El otro cuadro, por otra parte, mostraba el salón del castillo, lleno de gente con sus mejores galas. En dicho cuadro distinguía a la mayoría de personas, porque las conocía, eran sus amigos y su familia. Distinguía a Blancanieves y a su príncipe, distinguía a su hermano, a su madre, a su tía Ruby, a Rumpelstilskin con su esposa, a Cenicienta con su príncipe y su hija, a los siete enanitos amigos de Blancanieves, a su maestro, mucho más joven ahí. Incluso estaban Garfio y Tink. Y todos observaban con una sonrisa de orgullo una figura, cubierta por la luz del sol, siendo imposible distinguirla, mientras que su madre estaba frente a ella, mirando a esa persona con una mirada de amor infinito.

Era ese cuadro el que más preguntas formulaba en su cabeza. Todos habían conocido al Caballero Blanco, pero nadie quería contarle nada sobre él, ni siquiera Henry, que se lo contaba todo. Su contacto visual fue roto por Emrys, que chasqueó sus dedos frente a ella con una sonrisa.

"¿Otra vez mirando ese cuadro?" Preguntó con una sonrisa.

"Me gusta. Parece que todo iba bien en esa época." Murmuró mirando una última vez el cuadro, mirando luego a su maestro, que simplemente le sonrió afable.

"Las cosas ahora también están bien. No hay muchas guerras, solamente levantamientos por parte de bandidos. Y creo que tu hermano controla muy bien esas cosas." Dijo Emrys sonriendo. "Vamos, coge tu arco y las flechas. Los objetivos están preparados en el patio de armas." Dijo caminando hacia la salida mientras Danny se acercaba a otra de las secciones de la sala, donde estaban las armas de los hombres de la familia, y las suyas.

Cuando se acercó, observó, como siempre hacía, cada uno de los sitios dedicado a cada uno de ellos. El primer sitio estaba vacío, y la placa con el nombre había sido retirada, pero no había ni una mota de polvo. Alguien se encargaba de limpiarlo cada día. El segundo sitio era el de Henry, y también estaba vacío. Su armadura y sus armas se habían ido con él hacía más de ocho años, pero el suyo también estaba limpio. El tercer sitio era el suyo, y era el más especial y delicado. En la parte superior estaba colgado su arco, perfectamente tallado y cuidado, con su nombre grabado, y justo debajo estaba colocado su carcaj. Sin embargo, lo que más destacaba era la espada que había colocada perfectamente entre dos reposaderos. La funda estaba decorada con rubíes y esmeraldas, mientras que unas líneas de zafiros imitaban las olas del mar. La empuñadura también estaba decorada con esas piedras preciosas, pero destacaba, sobre todo, dos líneas, una de rubíes y otra de zafiros, que se entrelazaban entre sí. Y justo en la parte superior, un diamante en forma de pequeño cisne con una corona.

Jamás había usado esa espada, pero siempre la admiraba con la misma reverencia. Se suponía que era un regalo, pero, de la misma forma que con su caballo, desconocía de quién era dicho regalo. Despertando de su ensoñación, cogió su arco y el carcaj, ignorando los otros tres sitios de armas, dos de ellos vacíos. Roland había dejado el palacio cuando cumplió la mayoría de edad estipulada en el reino, marchándose con los hombres leales a su padre para controlar los bosques, mientras que el pequeño Will, fruto de la unión del bandolero con su madre, todavía no tenía armas propias. El sitio de su padrastro, por otra parte, únicamente tenía su arco y sus flechas, apenas utilizadas ya.

Minutos después se unió a Emrys en el patio de las armas, ajustándose el carcaj a la espalda y arreglándose un poco la coleta, recogiéndose de nuevo el pelo para poder despejar su rostro. No hacía falta ni mirar hacia arriba para saber que su madre estaba observando desde una de las habitaciones del palacio. Siempre lo hacía, pero no sabía por qué lo hacía. La última vez que Danny se fijó en que su madre la miraba, se dio cuenta que estaba llorando, y ella nunca supo por qué, aunque tampoco es que hubiese preguntado. Del mismo modo, también sabía que desde otra de las habitaciones, la de su hermanastro, su padrastro observaba sus prácticas con el arco.

Para nadie era desconocido que Danielle era una muchacha excepcional, y única. Era un espécimen perfecto, y todos lo sabían. Era la persona más poderosa que habitaba el Bosque Encantado, y todos lo sabían. Pero a pesar de saberlo, algunos no llevaban demasiado bien que una joven de diecisiete años le hubiese quitado el título de mejor arquero del reino, aunque eso a Danielle no es que le importase mucho.

Inspiró hondo mientras sacaba una flecha del carcaj, posicionándola en el arco, ajustando su visión, mientras acomodaba también su postura frente a la diana, sintiendo a Emrys justo tras ella, y sintiendo también la mirada fija de su madre. En ese momento de plena concentración, como siempre ocurría, su pelo se volvió de nuevo rubio, y sus ojos, durante un instante, se volvieron de un verde tan profundo como las hojas de los árboles, y fue entonces cuando lanzó la flecha, dando justo en el blanco.

Era siempre sobre esa hora cuando Emrys llevaba a Danielle a practicar con el arco al patio de armas, y era siempre sobre esa hora cuando Robin se marchaba a la habitación de Will para jugar con él, aunque en realidad ambos hacían lo mismo: observar a Danny practicar con el arco. Robin lo hacía para poder mejorar su técnica y superar a la joven. Nunca había llevado bien el hecho de que su hija, con diez años, lo venciese en el torneo que se realizó en honor al matrimonio celebrado entre ellos. Pero eso a Regina había dejado de importarle hace mucho. Puede que no lo hubiese admitido nunca, o que no lo hubiese expresado abiertamente, pero para Regina, el hecho de que su hija fuese siempre la mejor en todo era algo que la llenaba de orgullo, porque en cierta manera le recordaba a la única persona que ocuparía siempre su corazón, que, al contrario que su hija, era bastante torpe al principio en el arte de las espadas y los arcos.

Cuando observó salir a su hija de la galería y acercarse a su maestro, Regina sonrió. Con esa ropa y ese aspecto serio y sereno, Danny intimidaba bastante, sobre todo si sujetaba el arco. En momentos como ese Regina echaba de menos a la pequeña princesa que llevaba vestidos y bailaba con ella cada noche antes de dormir, causando la risa de su hijo Henry, de sus abuelos y de toda la familia que hacía tiempo había vivido bajo el mismo techo. Sí, para Regina esa época había sido su final feliz.

Mientras recordaba, observó a su hija colocarse frente a una de las dianas, viendo su posición, sonriendo levemente. La misma posición que la propia Blancanieves le había enseñado cuando estaba aprendiendo con el arco. Fue entonces, después de que ese pensamiento cruzase su mente, que ocurrió. En pleno momento de concentración de su hija, su pelo cambio a rubio, y sus ojos, color miel en ese instante, comenzaron a cambiar. Y fue cuando el mundo se detuvo, como cada día. Fue en ese momento cuando todos los presentes en el patio, y todos aquellos que observaban desde las ventanas del palacio a la joven, aguantaron la respiración y las lágrimas. Porque en ese momento, en ese mismo instante, la joven que estaba lanzando la flecha era el vivo retrato de su madre, era el vivo retrato del amado Caballero Blanco. Sí, en ese mismo instante, la princesa Danielle era su majestad, la reina Emma Swan.


No era difícil averiguar que la pequeña Danielle era hija de nuestras dos chicas favoritas :).

Según he establecido en una línea temporal, Danny debería haber nacido cuando Henry tenía 13 años, y se marchó cuando ella tenía 9, por lo que Henry contaba con 20 años cuando se marchó con sus abuelos. No sé cuál era la mayoría de edad en la Edad Media (ya que supongo que el Mundo de los Cuentos se ambienta en esa época), aunque siendo Henry de la realeza, su contacto con las armas y el ejército habría sido frecuente.

Como bien he dicho antes, la historia se centrará principalmente en la época actual, pero antes de llegar allí, nadaremos un poquito en las aguas del futuro.

Espero que os haya gustado el capítulo, y nos leemos en el siguiente!