—Mi amado Alfred —La dama acariciaba los rubios cabellos de su hermano. Con las yemas de sus dedos los peinó haciendo movimientos de adelante hacia atrás en repetidas ocasiones. —No sabes cuánto te he extrañado.

Lo tenía recostado en su regazo, sosteniendo su cuerpo con el brazo libre.

—Mírate, dormido —

Le dolía ver que su hermano gemelo no despertaba con el sonido de su voz angelical.

—Ésa perra pagará, Alfred —

La reina hormiga juró guerra eterna contra la asesina de su guardián, su amante... su sangre.

—¿Recuerdas aquella canción de padre Alexander? —

Le hablaba al cadáver como si éste se encontrara escuchando.

Esa peculiar sonrisa formada en su rostro, tan tranquila, sin preocupaciones le daba esperanza a Alexia.

—Del rey y la reina —

Alexia a pesar de entrar en coma por quince largos años, sumida en un sueño profundo, todavía tenía bien grabada esa canción con la que tanto solían quitarle las alas a las libélulas y, las lanzaban a un platón con arena y hormigas.

—Había una vez un amistoso rey... —

Alexia Ashford estaba furiosa.

El sueño de volver a encontrarse con su hermano Alfred, su caballero de rojo vestir... fue reducido a cenizas.

Aquella fantasía de ser el rey y la reina en un imperio constituído por los miembros más poderosos de la familia Ashford no fue más que eso, una fantasía.

Sabía que Alfred no había muerto en vano.

Incluso él se lo dijo antes de caer en el sueño eterno: Iba a sacrificar su vida de verlo necesario con tal de asegurar su supervivencia.

Alexia tomó el cuerpo del fallecido y lo colocó dentro de una gran máquina incubadora, no sin antes darle un último beso en sus labios y recostarlo.

Ella juraba que aún respiraba.

Que abriría los ojos.

Pero no fue así.

La señorita Ashford iba a terminar lo que él comenzó.