Te has ido, hermano. Maldita sea, Fred, te has marchado, y no volverás jamás.

No puede ser, me niego a creérmelo. ¿De verdad te he perdido para siempre? Sencillamente, no me lo creo.

Hace ya varias horas que me lo dijeron. Fue papá, ¿sabes? Yo estaba luchando contra un mortífago. No recuerdo quién era ni qué pasó con él.

Te había perdido de vista hacía mucho rato, pero no tenía miedo por ti. No sé por qué, en mi cabeza vivía la extraña idea de que eras invencible, de que no tenía nada de lo que preocuparme. Podía pasarle algo a Ron, a Ginny… Pero no a ti. Ni siquiera contemplé esa posibilidad. Qué ridículo, ¿verdad?

Entonces llegó papá, llorando. Llorando, Fred, llorando. ¿Cuándo fue la última vez que vimos a papá llorar? Y en ese mismo momento supe que había ocurrido. No a Ron, no a Ginny, sino a ti.

Y deseé con todas mis fuerzas que no fuese verdad. Papá abrió la boca, buscó las palabras, pero yo no le dejé hablar. Di media vuelta y eché a correr entre los escombros. No quería oírlo. Pensé que, tal vez, si no lo oía expresado en palabras sólidas no sería cierto.

No sirvió de nada. Mis pasos rápidos y desesperados me llevaron sin darme cuenta al Gran Comedor. Estaba lleno de cadáveres. No sabía quiénes eran. Amigos, quizá, compañeros de clase, miembros de la Orden. Rostros sin nombre. Yo los miraba sin ver. No era importante. Nada era importante. Porque ahí estabas tú.

Tumbado, en medio de la hilera de cuerpos. Los ojos cerrados, como cuando dormías después de haberte pasado horas charlando conmigo en nuestro cuarto. Y en el fondo quise creer que en ese instante también estabas dormido.

Había una sonrisa en tus labios. Suave, desvaída, apenas un fantasma de tela rala. Tu última sonrisa.

Me acerqué despacio. Mamá estaba tendida sobre tu pecho, llorando. Ginny ocultaba el rostro tras los brazos, y sus hombros se convulsionaban con el llanto. Yo caí de rodillas junto a tu cabeza, y sentí las mejillas húmedas. Lágrimas saladas que se perdieron en el suelo, a tu lado.

Te rocé la cara con la punta de los dedos. Estabas frío, pálido y rígido, como una estatua de alabastro. Tal vez sí que dormías. Tal vez no era tarde para sacudir tus hombros y despertarte. Tal vez esa no fuese tu última sonrisa.

Pero los gritos de mamá sonaban muy cerca y eran casi tangibles. Papá llegó y se inclinó a nuestro lado, acariciando tu pelo, que ya no parecía rojo como el fuego. Él también tenía las mejillas llenas de lágrimas.

No, hermano, no estabas dormido. No podía seguir engañándome a mí mismo. No estabas dormido, y no ibas a despertar.

Te has ido para siempre. Jamás volveré a vivir amparado bajo el eco de tu risa eterna. Nunca más tendré la seguridad de que no necesito terminar una frase porque tú lo harás por mí. Ya no sentiré la magia de una broma bien hecha corriendo por mis venas mientras contemplo la llama de tus ojos arder con fervor.

Porque esa llama se ha extinguido para siempre.

¿Sabes una cosa? Hermione me dijo una vez que, según una leyenda muggle, si escribes una carta a un ser querido al que has perdido y después le prendes fuego, el humo se eleva con las palabras hasta llevárselas a esa persona.

He querido intentarlo, tan solo por probar. Es estúpido porque ni siquiera podrás responderme, pero necesitaba tratar de decirte lo mucho que te echo de menos, y no se me ocurre otro modo.

Así que me he armado con un pergamino, una pluma y mi varita, y he escrito un mensaje.

Este es el mensaje, la carta que deseo que las llamas de mi Incendio te hagan llegar, la misiva que se humedece bajo el peso de mis lágrimas.

Vivirás para siempre en mi corazón, hermano.

Gracias por haber estado siempre conmigo.

George