Parvulario
Disclaimer: The following chapters are only a translation of the original text written in English by operaghost517. Full credit goes to the author, who has agreed for me to translate her work into Spanish.
The original books of The Hunger Games belong to Suzanne Collins.
Nota: Los siguientes capítulos son tan sólo una traducción del texto original escrito en inglés por operaghost517, quien me ha permitido traducir su trabajo al Español.
Los libros originales de Los Juegos del Hambre pertenecen a Suzanne Collins.
Botaba sobre mis talones con anticipación, esperando en la puerta a mi padre a pesar de que aún quedaba una hora para que empezase el colegio. "¡Padre!", llamé impaciente, y esforcé el oído para escuchar los golpes sordos de sus pasos, que me revelaban que ya venía de camino.
"¡Echa el freno, Peeta!", se reía a medida que bajaba las escaleras. "¡No va a haber nadie a esta hora!"
No me importaba que estuviese en lo cierto. Llevaba deseando que llegara mi primer día de escuela desde que tenía uso de razón. Mi hermano mayor ya iba al colegio cuando yo nací, y el otro acababa de empezar el año anterior. Recuerdo los celos intensos que me inundaron cuando mi padre trajo a casa su nueva cartera, repleta con un cuaderno y cuatro lápices aún sin afilar. Ahora, con mi propia cartera colgada de un hombro, no podía imaginar que los demás no estuviesen celosos de mí.
Por no mencionar el hecho de que ir al colegio supusiera cinco horas fuera de casa, y fuera del alcance de la mano de mi madre.
Mi padre me contempló un momento y sofocó una carcajada. "Está bien, Peeta. Si estás tan ilusionado, no tiene sentido retenerte aquí, ¡aunque tus hermanos no se vayan a levantar hasta dentro de media hora!" Me dio la mano y me aferré a ella como si fuese lo único que me mantuviera en la tierra.
Caminamos hasta la escuela dilapidada (que a pesar de ello era uno de los edificios más bonitos del Distrito 12) y, tal como había predicho mi padre, fuimos los primeros en llegar. Nos sentamos contra el muro unos quince minutos hasta que empezaron a llegar más niños, a veces con sus padres o hermanos mayores, a veces solos. Ella vino sola.
Mi padre me la señaló a medida que se aproximaba por el camino de La Veta. Me dio una palmadita en el hombro e hizo un gesto en su dirección, haciendo que pusiera toda mi atención en la pequeña niña del vestido rojo de cuadros. Llevaba el pelo en dos sencillas trenzas de las que se tiraba con nervios.
"¿Ves a esa niña?", me preguntó mi padre y esperó a que asintiera. "Quise casarme con su madre, pero se escapó con un minero de carbón."
Tan sólo esta sorprendente revelación hubiera podido forzarme a alejar mi mirada de la chica y mirar a mi padre con total conmoción. No podía entender que alguien no hubiera querido a mi padre. Se podrá atribuir a veneración infantil, pero aún así. Mi padre era razonablemente bien parecido, y supongo que lo hubiera sido aún más antes de tener tres hijos y llevar diez años con mi madre. Era solvente, para ser del Distrito 12, y era innegablemente un hombre amable.
"¿Un minero?", pregunté con incredulidad, "¿por qué querría a un minero si te hubiera podido tener a ti?"
Los resquicios de su boca se crisparon en una triste sonrisa mientras seguía mirando a la niña. Me pregunté si estaba recordando el aspecto de su madre en su primer día de escuela. "Porque cuando canta... hasta los pájaros se detienen a escuchar."
Quise reírme y decirle que por supuesto los pájaros no le escuchaban, pero en aquel momento las voces de los profesores nos llamaron a entrar para empezar el día. Abracé fugazmente a mi padre y me apresuré a entrar.
Había dos clases de parvulario y, para mi consternación, me pusieron en la contraria a la de la niña del vestido rojo. Sin embargo, más tarde aquel día me encontré en fila detrás ella para entrar a la clase de música. Empecé a hablarle, pero un profesor me mandó callar y me dijo que tenía que guardar silencio en la fila.
Nos condujeron a una habitación y nos sentaron en círculo alrededor de un taburete en el que se sentó la profesora de música. Nos sonrió, aliviando las arrugas de su cara demacrada. No podía tener más de cuarenta años, pero incluso a mi temprana edad sabía que las hostiles condiciones de nuestro distrito nos desgastarían incluso antes de llegar a nuestro décimo cumpleaños.
Aún así, parecía suficientemente agradable y nos dirigió a través de algunas actividades simples. Cantar el abecedario, una absurda canción con el mismo tono acerca de una estrella, y finalmente nos preguntó si alguien conocía la canción del valle.
La música no era común en mi familia, ya que mi madre aseguraba que le daba dolor de cabeza, así que yo no tenía ni idea. Miré a mi alrededor en busca de quien pudiera sabérsela y, para mi sorpresa (y regocijo), la chica del vestido rojo alzó rápidamente la mano al aire. Algunas otras manos se elevaron rezagada y débilmente tras la suya, pero la profesora no pareció darse cuenta. Indicó a la chica que se acercara.
"¿Cómo te llamas, cariño?"
"Katniss", contestó la chica con una voz suave y determinada.
"Katniss", repitió la profesora, "estarías dispuesta a cantarle a la clase la canción del valle?"
La chica (Katniss) parecía un poco nerviosa, pero con la habilidad de una trepadora nata, se subió al taburete que le señalaba la profesora y empezó a cantar.
No había creído a mi padre cuando dijo que el de ella podía hacer que hasta los pájaros guardaran silencio. Ahora no me cabía duda que pudiera ser cierto. Prometo que nadie respiró mientras cantaba. Su voz era dulce y melódica, obviamente aún sin madurar, pero a mí me sonaba como un ángel. No se centró en ninguna persona al cantar, si no más bien en todos nosotros como grupo. No conocía más que a dos o tres de los otros niños en la clase, pero en aquel momento sentí que la admiración por la chica del vestido rojo me conectaba a todos ellos. Se le iluminó la cara con una alegría que yo nunca había experimentado en mi propio hogar, y supe que estaba perdido. Quería hablar con ella, que fuera mi amiga. Quería ver su casa, a su familia, el lugar que podía traerle tal felicidad, incluso aunque su padre fuera sólo un minero.
Por supuesto, a medida que pasara el tiempo mis sentimientos cambiarían. Querría ser más que tan sólo su amigo, aunque aquello lo hiciera aún más imposible. Aún así, cada vez que la veía correteando con aquel chico, Gale, del que todas las chicas se enamoraban, o sujetando la mano de su hermana pequeña al atravesar La Veta, me acordaba de aquel momento en el que la escuché cantar. Entonces me pareció perfecta. A medida que han pasado los años, he sido testigo de su temperamento y su orgullo, su determinación de alejarse de todo, y ocasionalmente incluso de su crueldad. Todo esto parecerán imperfecciones a los ojos de los demás. Para mí, la hacen humana.
Y para mí, sigue siendo perfecta.
