La gruesa manta de piel que le habían dado al subir al barco, no resultaba ya de gran ayuda, aunque sin duda era mejor que la alternativa de no llevarla. Cuando le dijeron que Rasganorte era una tierra inhóspita, helada y apartada de la mano de la luz, se habían quedado un poco cortos.

Sus compañeros de viaje se hallaban en la misma situación, apelotonados como pingüinos sobre la superficie de aquel nuevo navío de la Alianza. Sin duda se trataba de una maravilla de la náutica, pero Tyrael prefería poner sus pies en tierra, se sentía más seguro.

El joven paladín había recibido su nombre de unas antiguas leyendas que siempre apasionaron a su padre. Le habían dicho que se trataba de alguna especie de arcángel que en la leyenda había ayudado a la humanidad, pero estaba seguro de que no eran más que cuentos. Aun así, era una historia conmovedora, o terrorífica, dependiendo de cómo se interpretase. Su destrero, Caín, también había sido bautizado en honor a la leyenda, quizás como una manera del joven de recordar a sus padres, fallecidos hace años a causa de la Plaga que asoló el norte de Lordaeron.

Huérfano y siendo tan solo el hijo de un librero, no tuvo sino dos opciones al verse en la calle. Aprender a robar y sobrevivir en las calles de la gran joya del norte, o buscar un maestro y trabajar como aprendiz. No cobraría, le explotarían, y seguramente se llevaría algún que otro azote, pero al menos no tendría que dormir al raso, ni robar la comida.

Sin embargo, la suerte no quiso que su puesto como aprendiz de herrero durase demasiado, pues la plaga alcanzó Lordaeron, y su población se convirtió en zombis descerebrados, siervos de los nigromantes del Rey Exánime. Pero la Luz estuvo de su lado. Cuando el príncipe dio la orden de purgar la ciudad, los monstruos ya estaban por doquier. Tomó el martillo de la forja y acabó con la vida de su maestro, con lágrimas en los ojos, antes de que devorase a su mujer e hijas. Juntos, los cinco se encerraron en la casa de la familia y comenzaron a empaquetar todo, pero para cuando estuvieron listos para salir ya era demasiado tarde.

Tyrael guardó el martillo a modo de recuerdo y cogió una pesada espada, que en sus manos de adolescente parecía demasiado grande. La rodela que tomó se asemejaba más a un escudo, pero los demás eran demasiado grandes y poco manejables para un chico de su edad.

Las llamas comenzaron a colarse por debajo de la puerta principal justo cuando se disponían a salir. Sus pulmones comenzaron a respirar el humo, y unas toses incontrolables se apoderaron de ellos, mientras el fuego los rodeaba, extendiéndose con gran velocidad por las paredes, alrededor del suelo de piedra donde se encontraban. El calor era casi insoportable, y la pequeña Mary ya había caído inconsciente contra el pavimento.

Aterrorizado, se arrodilló y rezó a la Luz. No sabía qué hacer, no quería morir, pero sobretodo, no quería que aquellas personas que le habían acogido en su casa falleciesen en aquel lugar, de aquella forma tan cruel.

Fue entonces cuando sintió por primera vez la mano de la Luz, que le bendecía y rodeaba como un halo. Las maderas de la puerta comenzaron a astillarse, y de repente explotaron hacia dentro, partidas en mil pedazos por un enorme martillo dorado. Su portador, un caballero adulto que portaba la insignia de la Mano de Plata tiró a un lado su arma y corrió a socorrerles, salvándoles así la vida a los cinco.

Allí, en aquella casa en llamas, conoció a Garralb, un paladín que, en secreto, había decidido desobedecer las órdenes del príncipe, y ayudó a escapar a una familia que la Luz quiso que hallase medio asfixiada en lo que fue la casa de un herrero.

Lo que siguió estaba bastante borroso en su mente. Sangre, fuego, olor a carne podrida, a carne quemada, a vómito… Imágenes fugaces de gente que se abalanzaba contra ellos, del tronar de los fusiles y el chocar de los metales. Veía sus manos, blandiendo una hoja, torpe, pero eficazmente.

Una vez fuera, el caballero los ayudó a cambiarse de ropas, y les indicó que, si alguien preguntaba, Tyrael era su aprendiz, y la mujer con sus hijos su sirvienta. No tardaron mucho en llegar otros soldados que hicieron exactamente aquellas preguntas pero, aunque miraron con suspicacia, no tuvieron más remedio que seguir adelante, pues no querían despertar la ira del paladín.

Aquel día entendió por fin quien quería ser. Había sentido la Luz entrando en su camino, trayendo al noble caballero a su auxilio. Sabía que no había sido suerte, podía sentirlo, y quería aprender. Aquella vez no había sido capaz de proteger a los que quería, pero nunca más.

Se arrodilló ante el paladín, pidiéndole que le aceptase como aprendiz. Su sorpresa fue mayúscula cuando el sonriente Garralb aceptó su oferta. Había pensado que se negaría, era solo el hijo de un librero, huérfano y con poco o nada que ofrecer al mundo. Pero él vio algo en su interior. Algo que reconoció y que ayudo a desarrollar durante los arduos años de instrucción que siguieron a aquella noche.

Los recuerdos se detuvieron de golpe cuando el vigía gritó lo que todos habían estado esperando desde que salieron de Ventormenta: "¡Tierra a la vista!"