Era noche cerrada cuando los guardias llamaron, presurosos, a la puerta de la cámara real. Insistieron hasta que escucharon pasos tras la enorme puerta de madera de roble y esta se abrió, mostrando al rey Gaépora somnoliento, pero atento. Los guardias se cuadraron frente al rey y este les mandó relajarse.

-¿Qué es tan importante para que tengáis que venir a despertarme a estas horas de la noche?-quiso saber el rey con voz ronca al tiempo que encajaba la puerta de la cámara real tras él.

Uno de los guardias se adelantó y miró al rey a los ojos.

-Nuestra señora, la madre de la reina, requiere la presencia de su hija, Su Majestad. Se halla en el lecho de muerte y es preciso que vaya de inmediato a sus aposentos.

El rey frunció el ceño y asintió.

-Muy bien. Esperad aquí-ordenó.

Un par de minutos después, los dos guardias escoltaban a los reyes de Hyrule a través de los estrechos pasillos del castillo. Caminaban con paso rápido sin apenas echar cuenta al rostro desencajado de la reina, que apretaba el paso hasta el límite y estaba punto de echar a correr.

La reina madre había pedido que le diesen una habitación alejada de la cámara real y de la zona más concurrida del castillo. Según chismorreaban las sirvientas, no había sido capaz de superar la muerte de su esposo. Había luchado por mantenerse en pie solo por conocer al bebé que llevaba en su vientre su hija, pero era imposible. La edad no perdona a nadie y la reina madre, a pesar de su asombrosa longevidad, veía cómo la vida se le agotaba poco a poco. Era el momento de partir, para que así la siguiente generación naciera con el mismo don con el que ella había nacido; un don del que nadie, salvo su difunto marido, tenía conocimiento. Se había quedado sola. Nadie, jamás, la conocería como él lo había hecho.

La reina llegó por fin a los aposentos de su madre. Se adelantó a los guardias y abrió la puerta sin llamar siquiera.

-Madre… ¡Madre!-gritó la reina, arrodillándose junto a la cama de la anciana y cogiendo una de sus manos para arroparla contra su pecho.

La reina madre miró a su hija con cariño y nostalgia.

-No grites-le riñó-, vas a despertar a medio reino.

-Que se despierte, me da igual…-repuso la reina, ignorando las expresiones de las sirvientas que cuidaban de la anciana- Solo importas tú, mamá…

La reina madre sonrió. Se deshizo del agarre temeroso de su hija y le acarició la cara con dedos débiles.

-Eres la viva imagen de tu padre, mi niña… Él estaría muy orgulloso de ti.

La reina se mordió el labio inferior para contener las lágrimas. Se le formó un nudo en la garganta y apenas fue capaz de hablar.

-Eres fuerte, mamá. Todavía puedes aguantar un poco más…

-No, cariño-negó la anciana reina, cansada pero feliz-. Es hora de que me reúna con tu padre. Además-echó una ojeada al abultado vientre de su hija, a punto de dar a luz-, mi hora ha llegado. Otra generación vendrá-volvió los ojos, azules, hacia su hija-. Sin embargo, necesito que hagas una última cosa por mí…

-Lo que sea, mamá…-sollozó la reina, inclinándose hacia su madre.

La reina madre alzó un dedo con esfuerzo y señaló la enorme cómoda de madera y plata que había en el lado opuesto de la habitación.

-Abre el primer cajón-pidió la anciana, tosiendo.

La reina se levantó enseguida y fue hasta la cómoda.

-Encontrarás una pequeña palanca al fondo del cajón, en la esquina izquierda-dijo la reina madre con esfuerzo.

La reina buscó la palanca y la encontró. Tiró de ella y se sobresaltó al ver que una pequeña parte del cajón tenía un segundo fondo, oculto tras una fina lámina de madera. La reina frunció el ceño al ver lo que había ahí: un cuaderno de tapa blanda, sin anillas, como los libros antiguos. La cubierta y era azul pavo, el lomo era rojo brillante y la trasera era verde intenso, como el de las hojas de los árboles en primavera. Extrañada, lo cogió y se lo enseñó a su madre, quien asintió y le hizo un gesto para que se acercara.

La reina cerró el cajón y fue de nuevo hasta la cama. Una vez allí, su madre dio orden para que todo el mundo saliera de la habitación, dejándolas de ese modo completamente a solas. El rey, que se había quedado fuera, miró con sorpresa cómo las sirvientas iban saliendo de una en una, y la última cerraba la puerta una vez hubo traspasado el umbral.

La reina madre cogió con cariño el cuaderno que su hija le tendía y lo acarició con suavidad, perdida en sus recuerdos.

-Esto lleva años en mi familia-empezó a decir la anciana en voz baja-. Ha permanecido durante generaciones, tantas que ni siquiera sé cuándo llegó a nosotros-miró a su hija con los ojos brillantes, de tal manera que su azul parecía brillar de forma sublime y misteriosa-. Mi abuela me lo legó. Ya te he contado que nunca la conocí, pero me dejó escrita una fecha que se remonta a los primeros años de la existencia de nuestro mundo-tiró con renovada fuerza de su hija para que se acercara a ella-. Es preciso que se lo entregues a tu hija cuando cumpla dieciocho años.

-¿Mi hija?-repitió la reina, confusa- Ni siquiera sé si es…

-Será una niña, cariño-sonrió la anciana-. Está escrito que así sea. Y nacerá con un don maravilloso, un poder que nadie más tendrá. Será capaz de mover montañas y secar ríos para encontrar su camino, pero necesitará la ayuda de esto-levantó un poco el pequeño cuaderno y se lo entregó a su hija-. ¿Me harás ese favor? ¿Se lo entregarás?

La reina no comprendía en absoluto las palabras de su madre. Aun así, no era la primera vez que pasaba. La reina madre siempre había actuado según dictaba su corazón y sus propias reglas, no las normas convencionales que regían el destino de Hyrule. Y, a pesar de ignorar esas imposiciones ancestrales, el reino de Hyrule había vivido una época dorada durante su reinado.

La reina miró alternativamente a su madre y a libro y, finalmente, lo tomó entre sus manos y asintió.

-Te lo prometo-murmuró la reina.

La reina madre sonrió con pesadez y cerró los ojos con un suspiro.

-Estoy lista…-musitó con un hilo de voz, como si le estuviese hablando a alguien más; abrió una última vez los ojos y miró a su hija- Te quiero, mi niña.

Un segundo después, la anciana cerró los ojos y, finalmente, se dejó llevar al reino de las tres diosas. La reina jamás comprendería las palabras de su madre y el por qué de su última voluntad. Sin embargo, recordaría aquella noche durante el resto de su vida hasta el decimoctavo cumpleaños de su hija, la princesa Zelda de Hyrule.