Disclaimer: Bakuten Shoot Beyblade no me pertenece. Es propiedad de Takao Aoki.


Era una película en su mente que se repetía constantemente, recordándolo cada vez que un cliente lo visitaba, quizás para distraerse de su asqueado cuerpo: Su amante lo besaba con ansiedad, sentía sus labios arder mientras lo subía a algún mueble, tanteaba su cuerpo, la recorría con avidez; juraba que lo protegería siempre mientras mordía su piel, mientras se introducía por la fuerza en su no tan virginal entrada. Aún si no era el momento para él, si el otro tenía la necesidad, entraría por la fuerza. Sabía que, en el tiempo en el que él soportaba el dolor del desgarre que producía el otro en las paredes de su interior, su amante no se frenaría por nada, aún si se lo rogaba. El malestar se pasaría pronto y no sería más que una gran descarga placentera. Al final, le quería, podía soportar eso y mucho más. Enjugar sus lágrimas y apreciar el hecho de que estaba con él.

¿Por qué? Al inicio, había caído rendido ante los encantos del gran empresario multimillonario, dueño de una gran corporación encargada de creación y distribución de armas, pero al final, todo se había retorcido. Terminó olvidado, desplazado y abandonado. Su sangre chorreante dejaba caminos que antes había marcado con la esperanza de vivir con alguien que le quisiera.

Sonrió. Lo admitía. Era su culpa por creer ciegamente en alguien. A final de cuentas, cuando lo conoció, tenía apenas trece, prometieron que tendría una buena paga y un techo donde dormir tras haber huido de su pueblo en China. ¿Qué podría hacer sino querer creerle? Enamorarse no estaba en sus planes, pero tampoco el vivir en la calle.

–Trabajando, perra – la voz ronca de su actual cliente lo despertó de sus recuerdos y pesadillas: Lo tenía por sus largos cabellos negros y forzaba a atragantarse con su miembro. No resistía la sensación de asco que producía el tener que tocar su campanilla con la longitud del otro, pero si quería que todo terminara pronto, tenía que hacerlo bien. Mientras su mano lo masturbaba, continuaba en un vaivén oral.

Ya había tenido que soportarlo penetrándolo una y otra vez. Al final, no podía quejarse, había pagado una cantidad muy grande, casi tres veces lo que pagaría una persona que deseara acostarse con él. El dolor que producían las uñas llenas de tierra al enterrarse en su cabeza y el asco que sentía cada vez que el maldito líquido viscoso resbalaba por su garganta no eran nada comparado con lo que haber sido obligado a dedicarse a eso le hacía sentir. Cierto. Podría pagar todos sus pecados, era su karma. Creía que podía ser el novio de quien amó, de quien amaba en ese momento, pero la verdad, es que sólo era su puta. Era una puta, viéralo por donde lo viera.

No duró mucho haciendo eso. Pronto, su rostro estaba lleno de semen. Esa calidez, no era la primera vez que la sentía, y muy a diferencia de cómo era con su amado empresario, no lo disfrutaba ahora. Sus ojos cerrados eran su característica. Una vez que terminaba con su trabajo, no miraría a nadie. No podía permitir que nadie le manipulara a través de sus emociones. Indiscutiblemente, en ese momento, su mirada reflejaría su odio hacia sí mismo, aquella repulsión que sentía por estar encerrado y no atreverse a enfrentar la vida de una manera más complicada, pero mejor.

El rubio y fornido tomó sus cosas, se vistió y le lanzó el dinero que faltaba por pagarle antes de salir. Sonrió, aún en el marco de la puerta, mientras escupía el cuerpo sucio y sudoroso del chino, entonces, cerró la puerta del cuarto.

Sí. Su karma.

Entreabrió los ojos, revisando estar solo en la habitación que le habían asignado para encargarse de sus clientes. Era acogedora, amplia, con una chimenea y un gran ventanal. Era la punta más alta de la casa victoriana en la que vivían. Un burdel. Aún así, era el lugar que más aborrecía, donde el asco y la soledad lo invadían. No podía llorar, lo sabía. Era una muñeca, una maldita muñeca que había quedado vacía al caer en ese abismo de añoranza.

Quizás sus emociones eran demasiadas. Después de cada cliente, mientras tendían su cama y arreglaban su habitación, se encerraba en el baño, lavándose una y otra vez, lavando las manos de cada uno de ellos, lavando su sabor y su sudor; limpiando debajo de sus uñas la carne que había rasgado al sentir como perpetraban su cuerpo. Era necesario, nunca en su vida sintió tanto asco como en ese momento.

Una vez más, lo hizo. Se puso de pie, tomó la bata para secarse y avanzó hasta el baño de la alcoba. Cada movimiento lo obligaba a recordar lo que acababa de ocurrir. Sentía esa viscosidad salir de él y escurrir por sus piernas junto a algunos hilillos de sangre. No podía contenerlo, necesitaba vomitarlo, escupir todo lo que quedaba de su último encuentro. Corrió por la habitación hasta llegar a una puerta de madera con un vitral colorido. La abrió de golpe, levantó la tapa del retrete y se arrodilló en el suelo, sosteniéndose de la base. Entonces, fue cuando sintió liberarse poco a poco, como si cada vez que algo saliera de él, hubiera espacio para poder volver a creer que podía seguir. Al terminar, se dejó caer por completo en el suelo, mirando las baldosas del techo. ¿Qué había hecho de su vida? ¿En qué momento se había destruido así? Agradecía lo poco que tenía, pero no era lo que quería vivir. Escuchó la puerta de su alcoba abrirse. Era muy vieja y rechinaba mucho.

—Brook —murmuró cubriéndose el rostro con la mano. Se enderezó y se recargó en la pared —, ¿qué ocurre?

—Vi a Dunga irse —habló con su vocecilla acaramelada. Era su mejor amigo en ese burdel. Inglés, de cabellos anaranjados, alto, de tez blanca y suave. Era como un ángel de mirada turquesa, su ángel. El que lo cuidaba —. ¿Quieres bañarte, Rei?

—Sí —lo necesitaba –. Creo que sí.

El otro se acercó y lo tomó por el mentón, besándolo y mordisqueándolo suavemente. No tardó mucho en alejarse, así que pasó un dedo por su pecho, tomó algo de sustancia del rubio que acababa de poseer al pequeño y lo introdujo en su boca. A veces, los ángeles eran los más corrompidos en ese mundo.

—Gross —mencionó el pelirrojo mientras abría la llave del agua tibia. Mantenía una sonrisa siempre, no importaba la situación. Incluso, rayaba en lo terrorífico, algo mórbido.

—Eres un asco —sonrió suavemente. Era su único apoyo real y ser libre, a su lado, no parecía muy irreal.

El silencio entre ambos se hizo presente, el único sonido existente era el del agua chocar con la bañera. No era porque fuera incómodo, al contrario. Se comprendían tan bien que las palabras sobraban. El inglés sabía que su amigo no sería feliz ahí; el chino, que estaba ahí para contarle alguna confidencia. Entró en la tina cuando se llenó y se sumergió. El agua era tibia. Era como si su ángel fuera una suave figura maternal. Bueno, al menos eso creía. Nunca tuvo una, ya que la biológica había muerto cuando apenas era un niño y el poco tiempo que compartió con ella, no fue muy grato.

Salió y miró a su amigo mientras se quitaba los cabellos húmedos del rostro.

—Rei Kon —lo llamó su amigo —, tus facciones se ven tan afilados, como un pequeño gatito.

—Lo sé —asintió con la cabeza —, no soy muy masculino.

—Ése es tu atractivo principal –acarició la mejilla húmeda —. No eres chica, ni chico. Eres maravilloso.

Sintió su cuerpo helarse. Eran las palabras que su fantasmal amante había dicho alguna vez resonando en su cabeza. Lo quería, lo deseaba sólo por no lucir como algo concreto. ¿Qué era entonces? Un monstruo, una quimérica visión que podía desecharse.

—¿Aún piensas en tu noviecito? –hablaba con ironía al ver la mirada perdida del otro —¿Cómo se llamaba?

—Kai –suspiró mirando el agua —. Kai Hiwatari —el mayor sonrió entre respiraciones profundas cada vez que el otro mencionaba el nombre del empresario.

—¿Porqué lo añoras si te cambió por un pedazo de carne americana? —hablaba en su inigualable acento inglés que le erizaba la piel al chino.

—Yo —no sabía que decir –, no lo sé. Quizás estoy demente.

—Ya sabes, el cliché: "Las mejores personas lo están" –se tumbó junto a la tina de baño y se acomodó para hablar más a fondo.

—No lo creo —torció una mueca —. Creo que no es nada agradable el estar demente.

—¿Quieres salir? –le cuestionó tras una pausa.

—¿A cenar? –se encogió de hombros –No tengo más clientes —cenar con su amigo era algo muy placentero. Pocas cosas en la vida lograban hacerlo sentir de esa manera en ese punto.

—No —se aclaró la garganta —. De aquí. Creo que puedo liberarte.

El otro no creía lo que escuchaba. ¿Era verdad lo que decía el inglés? Aquella decadencia de su ser se iría para siempre y podría volver a vivir. Sonrió involuntariamente, dejando al desnudo cada emoción suya.

La mirada es el lenguaje del corazón.