En la media tiniebla de la habitación, contemplaba a la chica. Absorta, peinaba distraídamente un mechón de cabello, del color de los duraznos por naturaleza, deteniéndose en retorcerlo en infinitas vueltas, quedando momentáneamente detrás de su oreja para escapar y volver a los dedos de su dueña.
La mirada caía en algún punto del suelo de madera en camino a la pudrición. De allí provenía ese olor, pensó. Con un poco de esfuerzo, y en un intento de llamar su atención, buscó sin mucha dedicación los ojos de la niña: como cortina, las pestañas rizadas rayaban un iris verde manzana al interponerse en su visión.
Desde su lugar en la pequeña cama, sentado en el inicio de la orilla hasta apoyar los antebrazos en la pared desnuda, haciendo las veces de almohada para su nuca, contemplaba pasivo. Los tobillos se juntaban en exceso, como negando el paso a cualquier circunstancia, acompañado de un sonrojo sobre sus mejillas hasta las orejas, en un tono de carne tierna, joven y sin probar. Una inocente total.
¿Cómo llegó ahí? Simple. Cuando dio vuelta en la esquina equivocada, en la calle equivocada y en la ciudad equivocada, lo último que pensó en encontrarse era aquella gitana vieja y arrugada…
—Joven espadachín—escuchó que lo llamaron apenas viró en la esquina de un muelle, guiado por su sentido—, mire, observe a este bello melocotón: tiene solo dieciséis años de caído del árbol.
Sostenía la muñeca de una chica con su decrépita mano, en una actitud que demostraba el querer mantener a la muchacha en ese sitio. Desde su posición, la chica estaba de espaldas a él, cubierta de un abundante cabello rosado, llegando hasta la pretina de una falda igual rosa de gran volumen, asemejando a los pétalos de un tulipán hacia el suelo en un corte irregular que dejaba ver en algunos sitios sus piernas y en otros las cubría. Unas zapatillas sucias le protegían los pies, ennegrecidas por la suciedad mohosa de los puertos.
— Obsérvela cuanto quiera, pero por el módico precio de 600 berries, cualquiera puede arrebatársela—le instó la mujer.
Llevó la mano derecha al mentón, pensativo. Podría decirse que el precio era bajo, no para él y sus posibilidades económicas que se reducían al sobrante de lo que le debía a Nami. En comparación, de los precios que había escuchado en bares, en las conversaciones que mantenía Franky con Sanji y experiencia de primera mano, parecía que bien valía la pena si era especial el caso. Sin embargo, contraposición, llevarse a una prostituta de un callejón por donde corrían aguas negras en una ciudad obscura, llena de piratas y fuera de la mano de dios y, sobretodo, de la Marina, le era poco confiable: qué bien haber prestado atención a la explicación que la navegante ofrecía en cada isla que visitaban.
Se encontraban en RaionShiti, había dicho, una ciudad en donde la Marina no tenía presencia. Por lo tanto era considerada un nido de piratas, caza recompensas, ladrones y borrachos varios. Bonito lugar para asentarse a formar una familia que diera como fruto una niña como la que tenía enfrente; aunque, en todo caso, bien pudo haber sido secuestrada y traída a esa mohosa ciudad de casas altas, obscuras y húmedas donde todo el día, todo el año, se instalaba en su cielo nubes grises, aumentando la humedad de los puertos.
Entonces, ¿qué probabilidades habían de salir mal parado de aquella situación? Tenía la necesidad de informarse más.
Se sorprendió a sí mismo: lo estaba considerando.
—¿Cuántas veces ha sido "usada"?— Sabía que no era lo mejor y más adecuado de preguntar, pero podría sacarle un poco de tiempo y razones para decir que no, además de descubrir si era un caso especial.
—¡Ni una sola!— aseguró la mujer abriendo cuanto podía la boca— Si usted acepta, joven espadachín— sintió la mirada de la vieja recorrer el cuerpo hasta localizar las katanas en su cintura y luego dirigirse a sus ojos—, será el primer cliente y amante de mi hija.
Ahogó la sorpresa y en su lugar tragó saliva. El rostro le sudaba de la impresión. Sabía del lugar en el que se encontraba pero aquello era demasiado. ¿Cómo una madre podía vender a su hija, aún peor, a su niña de dieciséis años? Procuraría no volver a pisar esa isla de muerte si le era posible. Sin embargo, frente a él ocurría una situación que necesitaba una solución. Bien podría decir que le importaba uno y la mitad del otro… pero…
—Seguramente desea verla mejor—continuó la mujer, volviéndose hacia su hija—. Vamos, Kitsune, el joven desea verte.
Los músculos se le tensaron. Interiormente rezaba para que el espadachín decidiera que era una mala idea y su madre se hartara de buscar, a pesar de saber que el día siguiente tentaría a la suerte una vez más; tarde o temprano encontraría su destino, el destino que le prodigaba su madre.
Con la fuerza de la preservación, resistió el jaloneo de su mano, sin embargo era bastante fuerte a pesar de su edad avanzada. Sabía el haber prometido portarse bien, ser sumisa a sus decisiones y llevar a su casa algo de dinero para comida, un peso que le doblaba la espalda. En cualquier caso, el miedo y el nerviosismo le ganaban la batalla; el deseo de huir estaba ahí: correr lejos de la precariedad, esconderse, llorar y que alguien se apiadara de ella viendo el escenario que pintaba la tragedia de su vida. Dudaba encontrarlo allí.
El último esfuerzo de su madre, un ápice de adrenalina ante un posible cliente, le proyectó hacia delante, dándose un golpe contra la pared del puerto.
Zumbaba su cabeza, aturdida. Le ardían los brazos a causa del golpe, junto con las rodillas. Trastabilló un poco a ciegas, acostumbrándose a la pared removiéndose a su contacto. Pronto descubrió el verdadero sentimiento de su golpe en el calor que le inundaba, aunque no parecía suyo. Provenía de una fuente externa, algo que se afianzaba a su figura y le propiciaba el calor. Palpó temerosa de encontrarse con algo vivo lo suficientemente grande como para verse cobijada en sus fauces.
Su palma rozó la lisa textura del cuero, ondulante en un sofocante calor que trasmitía. Escaló por las piedras de ese muro, encontrando en su camino una imperfección, una gruta rellenada con plástico tal vez, porque la sensación que transmitía la daba por un globo fofo al tacto.
Aventuró abrir los ojos lentamente, encontrándose abrazada la pared por cortinas verdes, rodeando las piedras morenas que le servían de adorno. Siguió con la vista su brazo hacerse camino, notando la gruta en la intersección de los dedos con ella. Tocó un poco más el blando tejido, preguntándose qué era aquello.
Automáticamente dio un salto atrás, sabiendo ya en qué lugar había caído.
Miró asustada el lugar anterior de su presencia. Donde cayó, el peor de ser posible, le daba nombre como el pecho desnudo del espadachín. Roja, notó su osadía. Pasó, sin miramientos, sus manos por los abdominales y recostado su cabeza en el pectoral. Usurpó con el tacto una horrible cicatriz que le quitó el aliento de solo verla. ¿Qué clase de hombre se batía a duelo, obtenía la cicatriz y salía con vida? ¿Qué clase de hombre tenía el cuerpo tan definido, marcado y trabajado si no era para asustar a la gente y advertir de su temeridad en el campo de batalla? ¿Era solo un espadachín más que hacía su camino por la isla y retenía sus pasos por el goce de una mujer? ¿Solo representaba el calor de la carne y su deseo de ser sofocada? ¿Sería tan terrible de abusar de ella, su situación y su ignorancia, haciéndola suya mientras ella grita de miedo? Más aún: ¿por qué ella quería volver a ese sitio que le causaba angustia?
Observó su cuerpo un instante más: Las botas de cuero manchadas del mismo moho que ella, apretando su pantalón en otra señal de que aquel hombre siempre estaba listo para un enfrentamiento. Algo que no cuadraba era el abrigo pesado, a simple vista, ataviado a su cuerpo perfectamente por la tela roja protectora de tres katanas, y dejar el pecho descubierto siendo que podía ser fácilmente atacado allí. Podría ser un pervertido exhibicionista, lo cual le heló la sangre, pero mirarlo, disfrutar de sus músculos tonificados, los huesos fuertes en su construcción anatómica, el cuello grueso retratando los rasgos duros y precisos de su rostro antojado sensual, exótico por su cabello salvaje y erótico en su confianza, cautivó sus sentidos hasta la enajenación. El regalo de su única mirada, de la fiereza de un hombre guerrero, la exactitud con la que parecía actuar de sus labios delgados, la nariz recta apuntando a su siguiente presa. Ella.
Carraspeó para llamar la atención. Aquella situación le divertía: la suerte obró para llevar a la joven a una situación embarazosa y notado sin mucho esfuerzo cómo el alma se escapaba por sus labios al recorrer con la mirada su cuerpo. No es que se creyera un buen mozo, bien sí lo era, pero sabía de más de una joven, mujer o señora que apreciara su musculatura. Cuando estaba de buen humor se tomaba la molestia de dedicarles una mirada, una pequeña sonrisa o ayudarles en sus compras si su edad no les permitía continuar. Alguna esporádica vez recibió una invitación, una insinuación quedada en eso: una mera invitación. Tenía un punto fijo en cual mantener la mirada.
Ese era uno de esos días en el que su buena alma le decía vivir aquella experiencia.
Cinismo puro al saberse bien beneficiado al final de su travesía.
—Señora, yo…
— ¡Qué bien! ¡Ha decidido llevársela!—parecía aflorar en ella una alegría inhumana.
—No he dicho eso—arriesgó una mirada a la chica. Esta le dirigía una expresión expectante y en respuesta sonrió, como solo él sabía hacerlo—. Pero sí, me la llevo.
Así, mientras la chica palidecía, fue conducido por un laberinto de callejones hasta la puerta exterior de una casa y finalmente a una habitación, terminando a solas con ella.
Ahora de verdad necesitaba terminar.
—Te llamas Kitsune, ¿no es cierto?
Abrió los ojos, no esperaba que rompiera el silencio a pesar de estar allí para una sola cosa. Tragó saliva y respiró hondo preparándose: la hora de "servir al hombre", como su madre lo llamaba, había llegado. Le haría frente sin temor, estaría con él fugazmente y en poco terminaría todo para dejar atrás esa podrida habitación al que le decía hogar. Sin embargo, toda la confianza se derrumbó cuando sintió el nudo en su garganta y el temblor en sus piernas.
—Sí—logó tartamudear torpemente.
El hombre se reincorporó de su cómoda posición, extendió su mano hacia ella y exhaló de sus sensuales labios una sola palabra que la derritió en su lugar.
—Ven.
Era curioso. Sabía por boca de la usurera que estaba a unas cuantas islas del País del Wano, trayéndole preocupaciones. También sabía que no estaba en aquella habitación sólo por un orgasmo: la chiquilla se encontraba en una situación difícil de la que tardaría demasiado en sanar si en su primer paso tropezaba. Aquello tampoco era bueno para su salud emocional, mirar a su madre como la persona que la vende nunca le daría confianza en la vida. Su soporte, su único sustento, tuvo que hacer uso de ella para poder pagar algunas deudas; qué vida le esperaría. Sin embargo, él había visto la oportunidad de su buena acción del día. Trataría delicadamente a la chica en su primera vez, si era cierto que lo era; le daría toda su pasión controlada para hacerle disfrutar y gozar como buen hombre dejándole un recuerdo romántico y placentero a su partida. Ella podría vivir con la esperanza de volver a ver su amoroso príncipe verde y así sobrevivir la miseria de vida que podría llevar cualquier prostituta. Zoro sería la llama que se mantenía en el corazón de una vieja meretriz como un sueño adolescente de amor.
Era enfermo de alguna forma.
Era benévolo en otra.
Seguía siendo curioso por donde se mirara.
Caminó lento, como un cervatillo, aceptando la mano que le ofrecía. Podía ver en su mente cómo la halaban hacia las sábanas y le poseían violentamente.
Al posar su mano, notó primero lo áspero que era, irradiando como el carbón un calor exquisito, hechizando cualquier otra percepción de fuera. Cabía dos veces su mano en la de él, sus gruesos dedos atrapaban los suyos como raíces y las venas de su brazo reaccionaban a cada movimiento pareciendo vivas serpientes. La pequeña parte de su cuerpo que lograba ver se movía al mismo compás, funcionando rítmicamente en un ser perfecto.
Surgió en su mente la misma pregunta: ¿quién era ese hombre?
Sin duda uno diferente, uno que guardaba la fiereza y la delicadeza en la misma moneda. Alguien que no era brusco con ella, como sus amigos o los amigos de su madre, y no dudaba de tratarla, hasta el momento, amablemente sin siquiera conocerla. Sobre todo, no se aprovechaba de ella.
Tal vez este sería el indicado.
Su madre se lo dijo. Con frecuencia, cuando con botella en mano llegaba a su modesto hogar, le prometía que las cosas cambiarían para ella, que no se preocupara de lo que veía ahora porque allá, por donde desaparecían los barcos, se encontraban lugares sorprendentes, llenos de aventuras, de sueños y anhelos, de realidades y alegría. Un lugar en el que todo lo que pudieras pedir rozaba sin pudor la realidad, como mariposas posadas en el dorso de la mano abriendo sus alas, y mostrando a aquel afortunado soñador los dulces colores de la vida. La única condición a cumplir: ser dos aquellos soñadores ansiosos de la existencia.
Imaginaba, soñaba con el paraíso en un mágico deseo. Sin embargo, cumplir la condición le dificultaba todo. Conocía a cada persona de permanencia en la isla y ninguna parecía tener la convicción de un lugar así. Se tiraban en el fango de los callejones a charlar y pasar el tiempo con lo que tenían, sin levantar la mano siquiera cuando una mosca se posaba sobre su nariz.
Quería ese lugar, ansiaba un mejor destino para ella. Aunque el miedo la matara, no se detendría porque tenía a su compañero, por eso no quería a nadie que ya conociese. Descubrir a alguien, saberse de su personalidad, conocerle y que se terminara de dar cuenta el soporte dispuesto a estar con ella en esa persona. Entonces, en la desesperación de su anhelo, aparecía ese hombre fuerte y delicado con ella, que le encandilaba de solo verle. Si estaba esperando una señal, él parecía brillar en la obscuridad de sus posibilidades.
Dirigió su cuerpo rígido hasta sus piernas, obligándola a sentarse en ellas de tal manera que no dio objeción, perdida en sus ojos negros. Esquivó su intensa mirada por un segundo para disiparse en su pecho. Exuberante la manera en que se formaban los músculos y se movían en su respirar; grandes, fuertes, la retaban a permanecer quieta y no perder el control. Zambullirse en esas olas quería, ahogar sus penas entre las rocas y ser tragada por la caverna de sus brazos sintiéndose pequeña en ellos.
—Kitsune, ¿ya has hecho esto antes?
Descubierta, miró de nuevo la perla negra, notando así la cicatriz de su ojo que pasó desapercibida por pensar en lo que acaecía. ¿Cuánto estaba dispuesto ese hombre a sufrir en su camino? Todavía más, ¿qué le impulsaba? La duda la enajenó. En su mundo nadie estaría dispuesto a seguir apenas viera su cuerpo un poco magullado. No entendía que le acontecía en la mente.
Gimió una respuesta negativa proveniente de su garganta.
Atrevió una mano a su rostro, con el cuidado de ir lento y no asustar a la chica. Pareció no contrariarse al detenerse en su mentón. Tomó la iniciativa pasándole un dedo por los labios, los delineó, vibrando sus huellas en el tierno tejido. Extendió su camino hasta la nuca y explorar lo recóndito de su cabello rosado. Estiró escasamente el cuello buscando su exhalación caliente sobre su propia nariz. Decidido, rozó minúsculamente su boca rosada, con la delicadeza tarda de un primer contacto, confiriendo en él cerrar el ojo por lo dulce que era, disfrutando.
Su cuerpo se infectó de temor y vergüenza. Las barreras entre dos personas se habían roto. Instauró en sus pulmones una dificultosa tarea de respirar, aun así la cara le encendía como un horno.
Tenía razón. Era delicado sin razón aparente pero le obligaba a continuar. Solo el tacto efímero le provocaba un choque de sentidos aturdidor, ¿cómo saber el camino a tomar para mantenerse si ya venía enloquecida de verlo? Ordenara a su cuerpo rabiar o no en busca de apoyo, él restaría importancia continuando, más atento no podía mostrarse con su cuerpo.
Plantado en su posición ventajosa, resolvió buscar sus labios una vez más en la obscuridad, dando lento tiempo a acostumbrarse al nuevo contacto.
Cuando decía especial del caso, se refería a si era virgen o no. A sabiendas de su precio, era una ganga disfrutar de la inocencia de una. Ver el cambio de niña a mujer excitaba a más de los que se podría pensar, incluso la idea hacía mella en él. Sin embargo, la compasión hizo su camino en la falta de su carne y rescató a la joven de las garras de cualquier alimaña social que rondara sus faldas.
Y disfrutaba. Realmente lo hacía. Le gustaba la delicadeza con que debía tratarla, la calidez de su piel juvenil y lo temerosa que era. A pesar de las consideraciones, leía claramente la incomodidad, anunciándole que debía dar los siguientes pasos para retenerla.
Entonces tomó las riendas del asunto. Se abalanzó lento sobre ella, hasta conseguir su espalda en las sábanas.
Los muelles crujieron bajo sí. La hora había llegado.
Entre las sombras de un callejón alejado del bullicio, la gitana se aproximaba a dos siluetas perdidas descansando la espalda contra la pared.
—Mira lo que ha traído la marea, compañero—grave y con halo alcohólico salía la voz de una de ella, delgada y desordenada.
—Es la vieja gitana que vive cerca del puerto—siguió con un risa más honda que la de su compañero, que hacía eco la gorda garganta—. ¿Cómo está tu hija, la pequeña Kitsune? Me han comentado que ha crecido mucho—sonrió malévolamente—, tanto como una mujer.
— ¡Cállense!—no se dejó amedrentar con las insinuaciones— No he venido a cotillear, par de inútiles—la sonrisa se les borró de repente, una mueca decepcionada se dibujó en su lugar—. Necesito cierta información.
—Usted dirá que es lo que quiere, vieja—comentó el delgado.
—Sé que ustedes tienen carteles de búsqueda en sus manos—la miraron perplejos—; quiero que me ayuden a identificar a un pirata.
—Vieja—se adelantó el gordo—, hay cientos de piratas que pasan por RaionShiti en su camino—miró a su compañero—. Nos sería casi imposible si no lo vemos.
—No puede ser tan estúpido como para confiar en una gitana, vieja—dijo el otro.
Una pequeña vena se estaba exaltando en su frente.
—Este pirata tiene algo distintivo—la miraron expectantes—: cabello verde.
Sorprendidos, se miraron entre sí. Rápidamente, el delgado compañero sacó del bolsillo de una chaqueta agujereada un fajo de papeles. Deslizó hoja por hoja acelerado, hasta que dio con una en específico. Le entregó el papel con un pulso tembloroso. Miró unos instantes y se iluminó segura.
— ¡Lo sabía! ¡Yo nunca me equivoco!—los otros simplemente la observaban— Ustedes, les propongo un trato.
Entonces el delgado compañero salió disparado hacia atrás, mientras una sombra se cernía sobre la gitana.
—Quiero saber si escuché bien—habló alguien a su espalda—: ¿ustedes son caza recompensas?
Sin importar la respuesta, asesinó al otro compañero mientras alguien más se llevaba a la gitana.
