N/A: Bueno, otro magnífico reto para Drabbles30m acabado fuera de tiempo y demasiado largo xD.
Reto #121: Gilderoy Lockhart. Cuéntanos la primera vez que se apropió del trabajo de otro, con los toques de humor que caracterizan a este personaje.
Para coronarlo todo me he pasado bastante a la torera el reto y he contado media vida de Lockhart.
Espero que por lo menos, os riáis un poco y me dejéis un review animoso y cordial que me motive a seguir escribiendo cada ciclo lunar.
Besos y bolsitas para vomitar de Mina.
Lockhart
A Gilderoy Lockhart no le pasaban más que calamidades.
Nada más cruzar la puerta del que había sido su colegio durante tantos años, no pudo más que respirar hondo y soltar una gran carcajada mientras echaba a correr hacia el tren. Ni una sola mirada atrás, ni una sola despedida ni una mísera lagrimita deslizándose por su cara llena de granos.
Hogwarts había sido un infierno.
Hacía ya siete años que había cruzado esa misma puerta por primera vez, y aún recordaba la esperanza, la fascinación y el embrujo que se había apoderado de su cuerpo y del de todos sus compañeros de once años; pero toda la parafernalia que cubría el deslumbrante castillo no era nada en comparación con atender a las clases. Educado desde pequeño por una modesta familia de brujos, había aprendido a odiar a sus padres por su rematada ignorancia, que llegaba al extremo de no hacer caso a los inmensos progresos de su hijo en el ámbito teórico de la magia.
Y era verdad: Gilderoy poseía una de las mentes más brillantes que un mago ha podido jamás poseer, increíblemente despierto y brillante para su edad. Pero en la práctica, daba bastante pena. Podía saberse de memoria todo el conjunto de las enciclopedias mágicas "Wizardz! Para granjas y abedules" y era incapaz de hacer levitar una tetera. Bueno, capaz era, pero devolverla a su sitio y hacer lo propio con el té que contenía era harina de otro costal.
Esta era la razón de que en su primer día de clase, brillante sonrisa y deslumbrante cabellera rubia, se sintiese tan entusiasmado con las explicaciones de su profesor que decidiese alzar la mano y recitar de una forma muy poética y artística (que muchos malinterpretaron como cursi) la solución a una de las preguntas que el profesor había formulado, añadiéndole una breve oda a la inmensidad del conocimiento humano y rematándolo con admirado respeto por la barba que lucía.
Tal vez fuese porque la respuesta no era la correcta. O tal vez porque compuso tres gorgoritos durante su oda. O quizá porque estaba con una profesora que no tenía pleno conocimiento ni orgullo de su barba. El caso es que, desde aquél día, cuando todos se recuperaron de un ataque de risa milenario, Gilderoy se convirtió en el bufón y pelele oficial del curso.
Y ahí empezó la pesadilla. Todos y cada uno de los días de su vida metía la pata en algo, y cuando los astros parecían sonreírle, llegaba uno de los abusones condecorados y le recordaba a base de collejas y empujones lo triste y patético que era. Poco a poco, empezó a peinarse el pelo sobre la cara, lo que le produjo un terrible acné infantil, adolescente y juvenil, y que perduraba en su rostro como un campo de tomates mal cuidados. Poco a poco dejó de hablar en clase, de intervenir y de esforzarse por hacer bien cualquier clase de hechizo o poción. Sus compañeros de habitación se hartaron de recoger los pedazos de tazas y teteras destrozadas y le dieron un ultimátum: no más ensayos en la habitación. Colgado boca abajo por fuera de la ventana de la torre, a bastantes metros sobre el suelo, a Gilderoy le pareció bastante sensato aceptar, siempre y cuando sus gentiles camaradas aceptaran volver a meterlo dentro.
Una vez pasado todo el calvario y conseguido salir por última vez de esa monstruosidad de piedra para siempre, era un joven de 17 años razonablemente libre. Volvería a su casa, pediría el dinero de su libertad y huiría muy lejos, donde nadie conociese sus errores del pasado y pudiese explotar sus conocimientos como mago en un círculo de respeto.
Muy lejos no llegó. Pudo, y Merlín lo sabe, ambición y ganas no le faltaban; pero lamentablemente carecía de una buena coordinación motora, y a los pocos metros de andar con paso decidido, fue atropellado por un autobús. Muggle, además. Pasó los seis meses siguientes respirando y alimentándose por un tubo y evacuando por otro, y rezando para que la enfermera no se confundiese en el orden de los mismos. Pero en todo ese tiempo sacó algo en claro: iba a triunfar, definitivamente iba a ser uno de los grandes, y para ello necesitaba alguna hazaña heroica.
Lamentablemente, la experiencia anterior de Gilderoy y su lucha con bestias salvajes se limitaba a las cazas de gnomos de jardín en la granja de sus padres, y sus heridas de guerra más salvajes y desgarradoras eran la marca de aquella pulga que le picó hacía cinco años y por la que estuvo sufriendo ante todo el que quisiera escucharle. No es que fueran unos precedentes ideales, pero la perspectiva de hacer algo grande y temerario con su vida le hizo ruborizarse e hinchar el pecho de emoción todo lo que le permitieron las vendas.
No todo fueron calamidades, y a los pocos días de salir del hospital ya totalmente recuperado (y con el persistente acné ya firmemente derrotado tras tanto tiempo a la sombra de oscuridad y vendajes) consiguió empleo en una pequeña agencia de periodismo local, donde ganó bastante experiencia en el campo de la sugestión y el auto convencimiento. Su jefe, un tal Jefferey, era un estafador profesional capaz de comprar historias por sumas millonarias que nunca ingresaban, curas milagrosas que no lo eran o promesas de reunir familiares lejanos o encarcelados con los que ni siquiera tenía el menor contacto. Le enseñó a Gilderoy todo lo que sabía, y éste almacenó tan basto conocimiento como un poderoso tesoro en el centro de su corazón. Con el paso de los años, Gilderoy se fue volviendo más carismático, engreído, sonrientemente embaucador y seguro de si mismo, hasta llegar al alarmante punto de empezar a olvidar sus propias limitaciones.
Un buen día, después de conseguir varios artículos de considerable éxito, partió en busca de su maravillosa hazaña con el fin de publicar un libro. Le habían informado de un hipogrifo suelto en las afueras, y él había prometido hacerse cargo, huelga decir que sin que nadie se lo pidiese.
Si alguien le hubiese dicho a Lockhart qué era un hipogrifo le habría ayudado enormemente. Al encontrarse en medio de un pueblo, rodeado por lugareños que poco a poco iban perdiendo su miedo por la criatura y sustituyéndolo por curiosidad por el individuo de prendas doradas (Gilderoy no consentía nada que no llevase un príncipe como él se los imaginaba), el pobre mago echó un último vistazo a la impresionante bestia que tenía a pocos pasos de él. Se habría planteado el retroceder, pero los habitantes del pueblo (que no podían dejar pasar la mejor atracción del mes) se fueron cerrando, cortándole la salida. Atrapado y con las fauces picudas de ese engendro avanzando lentamente hacia él, hizo de tripas corazón y desenfundó su varita como un espadachín hace lo propio con un florete. Una vez superada la carcajada general, Lockhart se dispuso a admirar a su difícil público con uno de los hechizos de su reciente invención.
-¡Abemus pirosa tencium pobipis!
Un rayo violáceo sacudió la escena, y cuando todos recuperaron sus córneas, Lockhart descubrió con terror y asombro que todo seguía exactamente igual que antes. Hubiera jurado que el hipogrifo tenía las pupilas un poco más dilatadas, pero no quería arriesgarse.
Ante tamaña expectación frustrada, el silencio entre todos fue roto poco a poco por un silbido remoto que sonaba cada vez más cercano, hasta que su intensidad fue alarmantemente acompañada por una sombra entre Lockhart y el animal.
Si en ese momento se hubiesen repartido hojas para encuestar a todos los presentes acerca de qué estaba cayendo sobre sus cabezas, nadie habría adivinado que una inmensa berenjena de unos cuatro metros se habría estrellado en medio de ese pueblo desierto dejando perplejos a habitantes, hipogrifo y mago.
Con la cara violácea a juego con la berenjena, producto de ira contenida y a punto de hacer un agujero en el suelo y enterrarse dentro para siempre, alzó la varita en el aire con un rápido movimiento.
Esta vez no iban a reírse. Esta vez no iba a haber nadie recordándoselo durante los siguientes siete años. Iba a triunfar, costase lo que costase, y no iba a volver a pasar por lo mismo de nuevo.
-¡¡OBLIVIATE!!
Se ve que sus energías estaban reprimidas desde primer curso, ya que una onda expansiva lo suficientemente grande como para compensar todo lo que no había sido capaz de hacer hasta el momento arrasó los campos de ese pueblo apartado y probablemente los de los alrededores, provocando además una serie de reacciones en cadena entre pequeñas ondas expansivas que nacían de la grande.
Unas horas después y con medio país inconsciente, Gilderoy se dio cuenta de lo catastrófico de sus acciones. Petrificado ante el hipogrifo yaciente, sus instintos primarios le impulsaron a correr a buscar unas cuerdas y telas para atarlo por las patas y el pico, para acabada la tarea volverse y ver (no sin un alivio importante) como el resto de los lugareños empezaban a levantarse y a dar tumbos en todas direcciones, sin reconocerse aparentemente. De pronto, uno cruzó su mirada con la de Lockhart y la enfiló al hipogrifo maniatado, para luego llevarse las manos a la cabeza y empezar a dar saltos de alegría.
-¡Hurra! ¡Hurra! ¡El extraño ha vencido al hipogrifo!
Poco a poco, todo el pueblo se unió a los vítores y Gilderoy fue obsequiado con comida, dinero, alabanzas y joyas. Ya de vuelta a su casa, se dio cuenta de que lo había logrado, después de tantos años. Iba a ser un gran héroe. Escribiría este libro y muchos más, derrotaría a grandes criaturas o se las ingeniaría para que así lo pareciese. Ganaría una fortuna, y salvaría el mundo gracias a su basto conocimiento.
Y que tiemble el mundo entero, porque estaba dispuesto a conseguirlo.
