Aclaraciones: Esta viñeta la escribí a partir de ver el episodio en que la hermana de Lilly se sincera con Scotty y le cuenta por qué Lilly la odia tanto. Es mi versión de lo que ocurrió, y para cuando la escribí pensaba que Lilly, antes de pertenecer al departamento de homicidios, había trabajado patrullando la ciudad. Dado que en la serie no hablan demasiado sobre ella, hay bastantes cosas que le añado yo a su historia.
Lo de beber sí que es verídico. O, al menos, eso dan a entender en la segunda temporada.
I. Escape.
No es que fuera algo de lo que sentirse orgullosa, pero lo cierto era que no podía evitarlo. Por las noches, en el bar, bebía. El alcohol se deslizaba por su garganta como lo hace un ratón por el gaznate de una serpiente. Lento, gutural, adentrándose hacia sus entrañas. Saciándola.
Por las tardes, después del trabajo, Lilly Rush se inclinaba sobre la barra y pedía un Vodka con limón que le calentaba el alma, fría por los casos y los interminables expedientes con los que cada día tenía que lidiar.
Sabía por qué había decidido ser policía, pero a menudo se preguntaba si el patrullar la ciudad estaba hecho para ella, si era realmente su destino.
Porque no la llenaba.
Antes creía que sí, que defender a las personas desfavorecidas por las adversidades y a las víctimas de asaltantes era lo que la vida había elegido para ella.
Ahora, tras tres años de servicio, no estaba contenta con ello. No se sentía en ningún modo orgullosa de sí misma; y tal vez fuera porque sabía que cualquiera podía hacer ese tipo de profesión, ya que el perseguir a delincuentes y traficantes con un coche patrulla y una pistola bajo el chaleco no era algo que nadie consideraría especial.
Mientras bebía, Lilly evitaba pensar. Su mente quedaba embotada entre una brumosa sensación de tranquilidad y ella se limitaba a escapar de una realidad que comenzaba a asfixiarla. No es que fuera una solución valiente, ni siquiera era una buena solución, pero la ayudaba a seguir adelante con su vida. Al menos, cuando acababa de beber y se marchaba medio borracha, sabía que habría alguien esperándola en casa y eso sí la llenaba.
Aquella noche, después de la patrulla y de las copas, Lilly metió las llaves en el contacto del coche a trompicones. Supo llegar a casa sin ningún altercado y aparcó fuera porque no quería despertar a su prometido para que le abriera la cochera, ya que ésta estaba cerrada con una llave que ella no atinaba a encontrar.
Aún llevaba el uniforme de policía, así que dejó la pistola y el pesado chaleco sobre la encimera antes de comenzar a subir las escaleras. Uno, dos, tres escalones, y las piernas se volvían pesadas bajo la carga de una extraña sensación de angustia a la que no conseguía dar nombre.
La puerta de su cuarto estaba entreabierta. Lilly la empujó levemente, provocando un sonido especial, como un chirrido, que se le quedó impreso en la mente.
Sobre su cama, dentro de sus sábanas, estaban ellos.
No lloró, no gritó, porque las emociones habían terminado para ella.
Su hermana hizo el intento de decir algo, pero de su boca no salió el menor sonido. Los dedos de Lilly se deslizaron sobre la madera de la puerta y, tras encontrar el pomo, volvió a cerrarla.
Después se dio la vuelta, y desapareció.
Aquella noche, Lilly escapó.
Huyo de su casa. De su trabajo.
Huyó de sí mima.
Y ya no volvió a encontrarse jamás.
