Disclaimer: Todo lo que escriba no me pertenece. Los personajes son del mundo de J.K Rowling, y algunos hechos de la película de Fox "Anastasia". Todo es sin ánimo de lucro.

N/A: He intentado rescatar los hechos esenciales de la película, PERO sin contar la película en sí. La pérdida de memoria, el amor que nace con la persona que la rescata, el reencuentro con los familiares, pero adaptándolos al mundo de Harry Potter y en su época actual. Ginny no es una princesa. Constará de cinco capítulos para el reto de cuentos infantiles del foro "Drinny/Dranny: ¡el mejor amor prohibido!" Así que espero que os guste y que disfrutéis.

...

Hacía frío. Hacía tanto frío que se le estaban congelando los pies.

—¡Wendy! —gritó hacia su teléfono—. ¿Me oyes?

Todas las noches lo mismo, en el mismo sitio y a la misma hora. Y cuando quería decir eso quería decir que todas las noches en la misma parada de autobús y a las once y media. Ginny agitó el móvil como si fuera una coctelera y miró a su alrededor.

La parada del autobús donde se encontraba estaba desierta, a excepción de un vagabundo sentado bajo la marquesina que parecía dormir ajeno totalmente a sus problemas tecnológicos.

—¡Wendy! —volvió a gritar—. ¿HOLA?

Estaba muerta de frío y desesperada.

«¿Dónde está el maldito autobús?» pensaba, mientras presionaba todos los botones a la vez «¿y qué le pasa a este condenado cacharro, que nunca funciona?».

Ginny, aunque no supiese aún que era ese su nombre, empezó a tener aversión hacia toda maquinaria que no pudiese manejar desde que salió de aquel hospital de Dinamarca, dos años atrás. Herida, ensangrentada y a punto de perder un pulmón, la encontraron en la habitación de un hotel cerca del puerto de una ciudad costera y desde que se marchó de allí, había vivido sola en un pisito a las afueras de Moscú. No obstante, ni siquiera llevaba seis meses residiendo allí, porque los demás los había pasado en Blokhus, Dinamarca, esperando a que algún familiar la reclamase...ya que Ginny no tenía ni un solo recuerdo almacenado en su memoria.

Nadie la pudo ayudar. No recordaba su nombre, ni su apellido, ni siquiera a sus amigos o a sus familiares. No constaba en ninguna base de datos ni tenía historial clínico, y por si fuera poco, trajo de cabeza durante mucho tiempo a medio departamento de la policia. Parecía imposible que a esas alturas del siglo XXI una persona fuera totalmente una desconocida es cuestión de burocracia, pero ella era un claro ejemplo viviente de aquella singularidad.

Cuando Ginny miraba hacia atrás, hacia aquellos angustiosos doce meses que pasó en Blokhus, era como si una barra caliente le aprisionara el estómago. Días y días de incertidumbres, de soledad, intentando curar sus heridas tantos internas como externas en una carrera que de antemano sabía que no la llevaría a nada; hasta que un día, tan normal como lo era la nieve en Moscú, decidió que aquella situación no podía alargarse más. Tomó sus maletas y viajó, viajó muchísimo, sin rumbo fijo y sin quedarse más de dos o tres día en cada destino, hasta que aterrizó allí casi por casualidad, encontró un trabajo y se instaló. Como la cosa más normal del mundo. Como lo único que podía hacer teniendo en cuenta que estaba irremediablemente sola.

Y ahora se encontraba allí, en medio de ninguna parte, marcando en ese maldito cachivache el número privado de la única amiga que tenía porque a veces sentía la necesidad imperiosa de sentirse conectada a otra persona, aunque solo fuese para charlar.

—¿Hola? —probó de nuevo, sin muchas esperanzas—. ¿Puedes oírme? ¿Ho...? ¡Oh, menos mal! —exclamó emocionada cuando por fin escuchó el sonido innegable de la línea abierta—. Llevo intentando hablar contigo desde hace diez minutos.

Una voz distorsionada y metálica emergió del altavoz:

—¿Eres tú, nena? ¡No te oigo!

—¿Y ahora?

—Dios, ¿cuándo vas a tirar este maldito trasto a la basura, eh? —repuso fastiada su interlocutora en cuanto reconoció su voz—. Se te oye fatal.

Ginny suspiró con tristeza, jugando con sus botas a repartir la nieve por el suelo.

—Sí, lo sé, lo siento —se disculpó—. Mañana mismo iremos al centro comercial para comprarme otro, ¿vale? Pero primero cuéntame, estoy en la parada del autobús y parece que aún me queda un rato por esperar. ¿Qué tal tu día?

—Nada nuevo —contestó Wendy con un suspiro, olvidando su enfado—. He ido a trabajar, luego he comido en la cafetería de la plaza, he ido de compras y he vuelto a casa. Un día mortal de aburrimiento. Lo de siempre. ¿Y tú qué?

—Pues... —dudó, incómoda por un instante—. Lo de siempre también, supongo. He ido a trabajar, he comido, he tenido la tarde libre, hevueltoateneresesueño, he ido al...

La respuesta de su amiga no se hizo esperar.

—¿Otra vez?—gritó, y Ginny se apartó el móvil de la oreja arrugando el rostro—. ¡Te he dicho mil veces que vayas a un psicólogo! ¿Y si estás empezando a recordar?

Recordar...

De eso era exactamente de lo que tenía miedo, de sus recuerdos.

Nada más abrir los ojos en aquella cama de hospital, Ginny empezó a perder la consciencia por breves momentos en los que apenas recordaba nada. Los médicos lo achacaron a su reciente trauma y al stress que conllevaba su extraña perdida de consciencia, absolutamente psicológica debido a que no había indicios de que su cerebro hubiese recibido ninguna clase de golpe.
Decían que Ginny intentaba enterrar los sucesos, evidentemente, aterroradores, en relación con su desaparición y su despertar en aquel hotel, y que era algo común en pacientes con vinculados con aquellos traumas. Le dijeron incluso que se le pasaría, y que cuando eso llegara a suceder, ella recordaría...

Nada más lejos de la realidad. Cuando los médicos no pudieron retenerla más y la policia la daba por un caso perdido, Ginny huyó de Dinamarca contando con los dedos de una mano las veces que perdía y recuperaba la consciencia. Todo fue bien hasta que llegó a Moscú. Porque ahora no solo tenía que enfrentarse al hecho de que podía desmayarse en cualquier lugar y en cualquier momento, algo que ya había incorporado a su vida diaria, si no que también tenía que enfrentarse a que las imágenes también se peleasen por salir en su sueños. Y allí parecían moverse a su antojo, porque Ginny había empezado a soñar con el fuego.

—Vale, está bien, tranquilizáte...—intentaba apaciguar a Wendy sin muchas resultados—. Sí que he ido a la consulta del psicólogo, por eso te lo he dicho, ¡ya está! ¡No hace falta que grites más!

—¿En serio? —Pero la comunicación se cortó de pronto y solo pudo llegar a escuchar el final de la frase—. ¿...contigo?

—¿Qué?

—¿Qué porqué no me has llamado para que fuese contigo?

—Porque no he entrado, ¿de acuerdo?

Wendy se disponía a aportar una de sus increíbles disertasiones sobre la inconsciencia y la temeridad de su nueva amiga, cuando la luz de unos faros iluminó el callejón y Ginny se volvió hacia la luz intentando no cegarse.

—¡Wendy, lo siento, te tengo que dejar! —gritó por encima del ruido del autobús que se acercaba. Su amiga aún protestaba al otro lado de la línea—. ¡Hablaremos cuando llegue!

«¡Por fin!». Ginny cortó la comunicación sin muchos más preámbulos e introdujo el móvil en el bolso de bandolera que llevaba, observando como el autobús llegaba hasta ella frenando aparatosamente como un viejo reumático. Cuando por fin se hubo parado justo enfrente de ella, la puerta se abrió corredera hacia un lado y reveló a una hombre rubísimo de uniforme azul.

Dobry vecher —la saludó el conductor con un movimiento de cabeza.

Ginny sonrió, y estaba apunto de subir los escalones, más aliviada que nunca, cuando algo en el semblante de aquel hombre la detuvo. Por un breve instante no supo que había visto. Parpadeó un par de veces, confusa, consciente de que algo había ocurrido delante de sus ojos sin saber que era ni porqué. «¿Está usted bien?», pensó en preguntarle. No creía que dar una cabezada contra el volante fuera algo normal, pero estaban en Moscú. No era la primera vez que veía a alguien tomar vodka incluso para desayunar.

Ginny seguía allí plantada sin saber que hacer cuando el conductor por fin se impacientó.

—¿Sube o no?—le preguntó en ruso—. No tengo toda la noche.

—Sí, claro...—vaciló en inglés. Aún no dominaba muy bien el idioma pero seguía sin estar muy segura de querer montarse en un autobús con un conductor borracho. Podía ser amnésica, pero no idiota. Y el hombre, de unos treinta años y con pintas de no querer que la conversación se alargara, la miró resignado.

—¿Saberr a dónde tu irr?

—¿Qué?

El conductor puso los ojos en blanco en el idioma universal de los fastidiados y volvió a preguntar en aquel inglés macarrónico:

—¿Saberr a donde tu irr?

—Al extrarradio —contestó Ginny aún vacilante.

Pero el conductor arrugó la expresión.

—Tú confusa, lo siento. Éste númerro tri. Esperarr al númerro dva.

Ginny volvió a parpadear. Empezaba a sentirse idiota. Llevaba tomando allí durante seis meses el mismo autobús desde el trabajo, y aunque los conductores se iban alternando cada dos o tres días, estaba segura de que a ese hombre lo había visto regularmente conduciendo ese autobús. El dos. Dva. Ese autobús.

Sin embargo, Ginny, aún de pie en la escalerilla y sin intenciones de moverse, volvió a preguntar solo para cerciorarse.

—¿Ha dicho que este es el número tres?

Y el conductor insistió.

—Sí. Tú esperarr al número dva, aunque creerr que ya pasarr. —Y se encogió de hombros—. Mañana.

Cuando Ginny escuchó la palabra "mañana" negó con ahínco.

—Imposible. Tomo éste autobús todos los días y éste es el numero dos. ¿Seguro que no han cambiado las líneas?

Y el conductor suspiró impaciente, sonriéndole con superioridad.

Señorrita —dijo lentamente, apoyándose en el volante—. ¿Creerr que conducirr autobús y no saberr? Mirre —Y le hizo una seña con la mano—. Mirre, mirre.

Ginny dudó unos segundos pero al final acabó asomándose hacia el letrero luminoso que había en el cristal.

Todavía en esa postura escuchó hablar al conductor.

—¿Ve? Númerro tri —sentenció—. Y ahorra si tú amable...—Y cuando Ginny volvió a mirarle, tras comprobar, absolutamente anonadada, que en aquel letrero ponía efectivamente el número tres, éste hizo otro gesto por el que entendió que tenía prisa, que se bajara y que adiós muy buenas.

Cuando el autobús se alejó Ginny se quedó un rato de pie en la acera bastante confusa, viendo como su autobús de todos los días se perdía tras el humo del tubo de escape.

«Estupendo» pensó abatida «¿Y ahora qué?». No era culpa suya que hubiesen cambiado los autobuses, ni que ese conductor de pacotilla se encabezonara en que no era así. ¿Qué explicación podría darle, si no?

Bajo la oscura noche y el frío, Ginny miró a su alrededor y se dio cuenta de que estaba absolutamente sola. Ni siquiera el mendigo de antes que parecía dormir se encontraba ya allí, seguramente debido las bajas temperaturas.
Iban a dar las doce menos cuarto cuando se le ocurrió la peregrina idea de llamar a Wendy para que la fuese a buscar, pero no tenía ganas de escucharla sermonearla durante toda la noche.

«Está bien», se dijo así misma, «no me queda más remedio que ir andando. Así que no empieces a preocuparte por lo que no tiene remedio y lárgate de aquí antes de que se haga demasiado tarde». Iba a tener que andar hasta la parada de taxis más cercana, que estaría a unas cinco manzanas de allí, así que no se lo pensó dos veces: enfiló la calle clavando los tacones con saña en el suelo y se alejó de la parada del bus intentando visualizar el camino de ida.

Las calles, como se temía, aparecían vacías y solitarias y las ventanas de los edificios como ojos cavernosos. Ginny intentó apretar el paso y no mirar más allá.

No es que fuera una chica que se asustara fácilmente pero era consciente de los peligros de andar a solas por una zona donde apenas había casas habitables, con la única iluminación de unas cuantas farolas desperdigadas por la acera.

«Vamos Ginny, has pasado por cosas peores», se reconfortaba, mientras el sonido de sus pasos cortaba el silencio, «te has levantado en un hospital con la memoria perdida y encima de todo sin conocer a nadie. Has pasado por cosas que las otras personas jamás llegarán a imaginar. Solo son calles y casas oscuras. Sabes que tienes más miedo cuando sueñas con el fuego. Porque todo esto que ves a tu alrededor sabes que es. Existe».

Porque de eso era exactamente de lo que tenía miedo. Del fuego. De que las llamas que devoraban su oscuridad cuando dormía fuese también real.

Enfrascada en sus pensamientos mientras andaba sin mirar atrás no percibió los pasos que acechaban a su espalda.

«Porque si el fuego fuese real significa que algo malo pasó. Aunque en otras culturas eso signifique limpieza de espíritu, tú sabes que lo que ves es algo malo. Lo sabes. Las calles no dan miedo. Lo que eres capaz de recordar, sí».

La calle por la que andaba doblaba hacia abajo y cuando la cruzó, el ladrido de un perro en la lejanía rompió el pesado silencio. Aquel sonido le puso los vellos de punta y apretó aún más el paso. No sabía si era cosa de la sugestión o no, pero empezaba a percibir una sombra alargada que la perseguía por la acera como un demonio. Había demasiada oscuridad para fijarse con exactitud y por eso ni siquiera se dignó a mirar atrás, así que siguió adelante intentando controlar los latidos de su corazón. Y después de andar un rato, se fijó en que ya solo tendría que llegar al final de aquella avenida para entrar en el rectángulo de luz de la zona de los bares. Era una calle larga pero si se apresuraba, habría dejado atrás la sensación de estar siendo perseguida por alguien. Porque era solo una sensación, ¿verdad?

No había andado ni tan siquiera tres metros cuando un sonido parecido al de un tubo de escape congestionado resonó en la oscuridad. Ginny frenó por inercia, mirando asustada a su alrededor. La calle, oscura como todas las demás, se abría hacia un descampado con dos coches abandonados y en el lado opuesto unos edificios vacíos y aparentemente abandonados con kilos de polvo en los cristales.

«¿Qué demonios...?»

Las piernas no les respondían y sentía el iris de sus ojos dilatado por la oscuridad. Esperaba, en todo momento, ver salir de pronto a algún encapuchado desde detrás de un coche o de una esquina dispuesto a atarcarla, cualquier indicio, por nimio que fuese, que le demostrase que efectivamente ya no estaba sola. Sin embargo, al cabo de unos minutos que le parecieron larguísimos en los que lo único que pudo hacer fue mirar asustada a su alrededor, no ocurrió absolutamente nada.

No iba a quedarse allí parada mucho tiempo más para averiguar que había pasado. Respirando hondamente y visualizando el camino de ida, agarró su bolso con fuerza y...

—No te muevas.

Y Ginny, por supuesto, no se movió.

Sintió el mazazo del miedo justo en el centro de su cabeza, como si la hubiesen golpeado. De pronto empezó a jadear. Le sudaban las manos, tenía el corazón a mil y sus piernas temblaban incontrolodamente. Sin embargo, a pesar de estar a punto de caer en un innegable estado de histeria, a pesar de que apenas era incapaz de pensar, intentó detectar de donde procedía exactamente aquella voz que la había abordado sin previo aviso.

La había asaltado por detrás, pues sentía su presencia allí como algo innegable, aunque no lo viese. Había invadido su espacio con la elegancia de un felino, silencioso y pertubador. Casi arrogante. Eso fue lo único que pudo sacar en claro en aquellos escasos segundos que le tomó comprender que estaban en silencio. El hombre (porque, indudablemente, era un hombre), no dijo nada más. Se estaba limitando a respirar contra su cuello, lentamente, casi saboreando el olor de la presa que ya era. Ginny no iba aguantar mucho más.

—No me hagas nada, por favor...—suplicó, finalmente, ante el silencio obstinado de su atacante—. Por favor, no me haga daño...—gimió otra vez, a punto de perder lo nervios.

Cuando ya creía que aquel extraño personaje no se iba a dignar a hablar nunca más, sintió su voz oscura y sutil rondando su oído.

—No voy a hacerte nada, no temas...—susurró. Y de pronto sintió el contacto de sus labios rozando su pelo para ir a susurrarle de nuevo en su otro oído—. Estás muy guapa...—Y atrapó un mechón entre sus dedos, con suavidad—. ¿Tienes miedo?—Y Ginny, incapaz de hablar por un momento, asintió—. Chica lista...

Tragando saliva y apartándose ligeramente de aquel contacto insistente, intentó sacar la fuerza suficiente para articular una súplica que la sacase de allí con vida.

—Toma todo lo que tengo —le ofreció finalmente, desesperada—. En mi bolso está el monedero, tengo dinero, pero por favor...

—No quiero tu dinero.

Ginny pensó que iba a morir y cerró los ojos. De pronto, recordó lo que decían aquellas personas que habían vivido una situación límite o habían estado a punto de perder la vida de que en los últimos segundos habían visto pasar toda su existencia por delante de sus ojos como una película barata. ¿Pero qué iba a ver ella si no tenía vida más qué esa? ¿Si era una pobre chica sin memoria y perdida en el vasto mundo, en una ciudad cualquiera? ¿Quién iba a llorar por ella? ¿Wendy, quizás? ¿Su casera?

Cuando escuchó aquella risa cínica cortar el aire pensó que había sido ella, que aquel hombre había acabado completamente con sus nervios y que lo único que le quedaba hacer ante aquella situación era reír. Pero el sonido seguía persistiendo en sus oídos, y de pronto, se dio cuenta que ella tenía los labios bien apretados.

—No voy a hacerte nada, Ginny —dijo de repente—. Abre los ojos.

Ella los abrió. No porque él se lo pidiera, no porque hubiera reconocido en él su nombre. Los abrió porque aquel timbre atemorizante había cambiado y había subido el tono de su voz.

No supo en que momento él se había plantado delante de sus ojos, pero ahí estaba. Una figura en sombras, a tres pasos de ella, recortado por la luz de la luna. Parpadeó varias veces para acostumbrarse a la oscuridad hasta que su mente procesó lo que parecía un hombre alto con un abrigo raído, de pie, cruzado de brazos. Su rostro, envuelto también en sombras, seguía siendo un enigma.

—No quería asustarte —dijo de repente—, pero, ¿a quién se le ocurre ir por ahí andando a estas horas de la noche? ¿Porqué no te quedaste en la parada del autobús? Pensé que si aturdía ligeramente al conductor...

—¿Qué?—balbuceó Ginny, aún temblando y con los ojos entrecerrados—. ¿Te...? ¿Te conozco? ¿Quién eres?

Intentaba enfocarlo en la tenue luz anaranjada de las farolas, tratando de reconocer en aquellos rasgos en sombras a alguien conocido: algún amigo, algún compañero de trabajo, pero era difícil saberlo. Al menos tenía la confianza de que aquel tipo era alguien que la conocía por el tono familiar con el que se dirigía a ella, por aquella preocupación inusitada.

El hombre, sin embargo, soltó una risotada, aunque no pudo descifrar su sonrisa bajo la oscuridad.

—¿Qué ocurre? ¿No me reconoces? —le preguntó de pronto, con un cierto deje de incredulidad. Luego hizo un gesto ambiguo con la mano que no entendió—. No me lo creo. Tienes que estar de broma, ¿verdad?

—¿Perdona?

¿Se habría equivocado de persona o era una nueva táctica para ligar? Por un momento había olvidado incluso el miedo, y se quedó allí parada sin saber muy bien que hacer. ¿Y como diablos la había llamado? Pero el hombre se había vuelto a callar, como meditando, hasta que segundos después cabeceó.

—Así que es verdad...—murmuró para sí mismo. Ginny siguió expectante sus palabras—. Que no recuerdas nada, quiero decir.

—¿Cómo has dicho?

Tiempo muerto.

Aquel hombre sabía de su amnesia. El corazón se le disparó. ¿A quién se lo había contado, a parte de a Wendy, y de aquel hombre que conoció en aquel bar, cerca de allí, cuando llegó por primera vez a Moscú?

—¿Cómo sabes tú que yo...? —empezó a preguntar, ansiosa—. ¿Cómo sabes qué...? —Sin embargo, no pudo terminar la frase. El hombre no contestó. A Ginny tampoco le hizo falta—. Dios, ¿me has estado espiando?

—No. —se apresuró a negar tajantemente, atribulado. Luego matizó—. No...exactamente.

—¿Cómo qué «no exactamente»?

No pensaba quedarse allí ningún segundo más. Acosador, violador o trapecista de circo, estaba a solas en mitad de la nada con un desconocido que ni siquiera se había dejado ver a la luz y que no le estaba contando nada claro. Sabía que el hombre podría haberla atacado en cualquier momento y no lo había hecho, pero todo lo que había dicho después la había puesto de nuevo en guardia. Y mientras él se aturullaba mientras intentaba dar una explicación poco pausible, Ginny aprovechó el momento para avanzar dos pasos hacia su izquierda disimuladamente y ponerse a unos metros de distancia. En cuanto tuviese oportunidad, iba a rebasarle y salir corriendo de allí.

—La verdad es que es bastante largo de contar —seguía diciendo el hombre, enfrascado en sus pensamientos—. No se por donde empezar...

Sintió, aunque no viese, sus ojos clavados en ella con fuerza, y decidió preguntar solo por darse algo más de tiempo.

—¿Me dirás de qué me conoces, al menos?

Y de pronto este negó.

—Eso ahora no importa. No he venido aquí para contarte mi vida, no creo que te interese.

Y a pesar de la oscuridad pudo ver como metía las manos dentro de los bolsillos del abrigo para sacar algo que la alertó. Y el miedo retornó, cuando de repente, él alzó un brazo a la altura de su boca y susurró:

—Eres tú la que importa.

Y su cara de pronto se iluminó bajo las llamas de un mechero.

Fueron esos mismos ojos el motivo por los que echó a correr. Fue la cicatriz que le recorría uno de ellos desde mitad de la frente hasta casi el pómulo por lo que dio un grito y corrió. Corrió con todas sus fuerzas, corrió con el corazón acelerado y las pupilas dilatadas. Aquella cicatriz horrorosa había despertado en ella un miedo animal que jamás creyó sentir, ni tan siquiera cuando se despertó en aquel hospital rodeada de personas que no conocía. Corría y corría hacia la luz de la avenida sintiendo como él la perseguía y le gritaba cosas que no llegaba a entender. ¿Qué tenía esa cicatriz que tanto la horrorizaba? ¿Qué vio en ella que tanto la asustó? Porque aún la veía frente a sus ojos iluminada por la luz de la llama, la cicatriz rosa que partía el ojo gris en dos mitades perfectas. La marca nefasta por la que corría con tanta ímpetu que llegó a pensar que volaba.

Solo le faltaban un par de metros para salvarse y apretó el paso hacia la luz. Pero de repente, en algún lugar de su mente asustada, una negrura inverosímil acudió a ella como llamada por un sortilegio que le oscureció la vista y le nubló la razón. Conocía aquella negrura. La conocía porque era la que antecedía a la perdida inmediata de su conciencia, y pensó ahora no por favor, ahora no, no es el momento. Pero ya era tarde. Ya caía en ella el abismo oscuro que la engullía sin clemencia...

...

Las imágenes se sucedieron ajena a su voluntad, una detrás de otra. Primero fueron las luces, las luces de colores que explotaban por encima de su cabeza como cohetes enormes. Primero la luz, pero detrás vino el fuego. Siempre el fuego...

...

—¡...y, Ginny! —Alguien la estaba zarandeando por los hombros. Podía sentír el suelo helado sobre su espalda—. ¡Ginny! —insistió—. ¿Me oyes?

Abrió los ojos lentamente hacia la voz que la llamaba pero las imágenes aún seguían prendidas de sus ojos. No recordaba haberse caído pero indudablemente estaba tirada en la acera «¿Y esas luces?». Y de repente, el ojo con aquella cicatriz se asomó por encima de su cabeza como un fantasma.

—¡Ah!—gritó asustada.

Se incorporó tan rápido que chocó contra la nariz del hombre con un golpe, volviendola a dejar completamente mareada y a medio levantar.

—¡Joder!—exclamó él—¡Joder, joder, joder, cómo duele! ¿Estas loca?—El tipo se dirigió a ella con una voz nasal cargada de furia pero Ginny solo podía mirar hacia las luces de la avenida—. Qué has estado aprendiendo todos estos años, ¿judo? ¿Combate craneal?

Ni siquiera le contestó. Tenía el pelo lleno de nieve, le dolían las rodillas y no se iba a quedar a contarle más cosas de su vida de la que ya parecía sabía bastante.

—¿Ginny?—la llamó de pronto cuando vio que ella le daba la espalda.

Apenas pudo retener la rabia.

—¡Deja de llamarme así!

Así que sin darse la vuelta y mareada aún, caminó por la acera en busca de algún policia, de alguien, quien fuera, que pudiese ayudarla. A esas alturas le daba igual saber como sabía ciertas cosas y porque se empeñaba en llamarla con ese nombre. Ginny. Ni siquiera sabía de donde vendría y no le importó. Le daba igual. El fuego aún persitía en ella. El fuego y las luces, las luces que jamás había visto, aún estaban allí.

—¡Eh! ¿A dónde te crees qué vas?

Cuando sintió su mano aferrada a su brazo saltó la bomba que llevaba a dentro.

Con un grito se revolvió como una tigresa en busca de la libertad, intentando soltarse. Él ni siquiera se lo esperó, y el primer puñetazo lo recibió su oreja izquierda. Y mientras pataleaba y se contorsionaba como una loca él ya la había agarrado con dos sendos brazos fuertes y musculosos, impidiéndole escapar.

—¡Suéltame ya! —chilló, revolcándose aún.

—¿Quieres calmarte, joder?

—¡Socorro! ¡Qué alguien me ayude!

—¡Estate quieta!

El hombre le paralizó los brazos y la apretó contra sí de frente, cara a cara. La posición en la que se encontraban le obligó por fin a mirarlo a los ojos.

—¡Puedo ayudarte, maldita histérica!—gritó él, zarandeándola, sin darse cuenta que Ginny ya no ofrecía resistencia—. ¡Siempre has sido una maldita histérica y mimada por ese maldito cuatro ojos qué...!

El hombre, percatándose por fin de la laxitud de sus brazos y de las pupilas que lo miraban dilatadas en la oscuridad, paró de golpe.

La cicatriz seguía allí, por supuesto. Real, cruda y atemorizante; y si no fuera por lo que había entre ésta y lo demás habría vuelto a correr. Pero tenía una cara bonita de pómulos marcados, de cejas rubísimas casi transparentes. Tenía unos labios voluminosos y enrojocecidos por el frío y una tez quizá demasiado blanca. Pero fueron aquellos ojos grises que la miraban fijamente los que la paralizaron sin razón, esa fue la verdad. Y por un momento se perdió en ellos sin saber porqué.

—¿Qué miras? —le espetó el chico con acritud.

Porque ya no era el hombre que se había imaginado. Ahora era una persona de su edad, veintiuno, ventidós, quizás algo mayor, no lo sabía. No podía comprender. Y sin embargo, seguía perdida dentro de su gris.

—¿Te... conozco? —le volvió a preguntar, sin dejar de mirarle.

Porque había algo en su rostro que la mareaba y la clavaba en el suelo. Algo familiar, cercano. Algo en aquellas largas pestañas y en aquel rostro adusto casi hermético, que había conseguido que su miedo desapareciera para dar paso a una tremenda curiosidad.

El muchacho asintió en silencio y la soltó.

—Tenemos que hablar —le dijo.

—¿Solo hablar? —gritó a la figura que ya se alejaba por las calles. Sin embargo ésta no le contestó.

Era la primera vez que sentía que había reconocido a alguien de verdad. Era la primera vez, y se le olvidaron completamente las visiones.

Solía ir a esa cafetería cuando salía del trabajo y por eso lo guió hasta allí. Lo guió porque quería sentirse en un ambiente seguro, porque aunque el chico no intentó nada raro y apenas habló no las tenías todas consigo, porque necesitaba de un lugar agradable en donde poder en orden sus pensamientos. Y porque quería escuchar lo que le tenía que decir.

Mel, el camarero, un viejo conocido de su primera época allí, le sonrió tras la barra pero con un poco de desconfianza. Como si dijera, «¿y éste de la cicatriz quién es?». Pero Ginny negó. Intentaba quitarle importancia al hecho de que eran las doce y pico de la noche y que su acompañante parecía sacado de los suburbios de la ciudad.

—¿Qué tomas? —le preguntó Ginny una vez llegados a la mesa.

Se habían sentado al lado de las cristaleras que daban a la calle, distorsionada por unos letreros rojos impresos en el cristal donde ponía el nombre de la cafetería.
Era una de esas cafeterías típicas de las películas de Hollywood donde el protagonista pasaba las madrugadas rumiando las penas de un amor olvidado. Tenía las mesas azules y azulejos blancos en la cocina. Y la luz, demasiado blanca, imprimía un color de hospital sobre el suelo también azul.

—Cualquier cosa que me despeje, si tiene alcohol, mejor —le contestó él sin mirarla, depositando el abrigo raído en el respaldar.

—Nada de alcohol. ¿Mejor un café?

En su ecuación de desconocido, amnesia y cicatriz, no entraba la palabra alcohol, y el muchacho la miró fastiado un momento pero acabó asintiendo imperceptiblemente.

Le pidió a Mel dos cafés muy cargados y se sentó frente a él. Intentaba, mientras esperaban el pedido, descubrir si podía volver a sentir lo que sintió antes en aquella calle, aquella sensación de reconocimiento. Pero allí había demasiado ruido, tazas de café, cigarrillos y conversaciones a medias para pensar en nada. O tal vez fuera su cicatriz la que la incomodaba, la linea que dividía aquella pupila gris sin compasión. Y el chico que se había negado a decir de qué la conocía advirtió de pronto su mirada indagadora y le clavó los ojos, desafiante.

—¿Con la amnesia también se pierde la falta de educación?

Se sintió pillada y culpable. Ginny estuvo a punto de ofrecerle una disculpa cuando recordó la manera en la que la había abordado momentos atrás.

—¿Y tú qué? —le señaló con la barbilla, cruzándose de brazos—. ¿Sueles gastar esas bromitas a toda chica qué se cruza en tu camino?

El chico se encogió de hombros, volviendo a mirar por la ventana.

—A todas no —contestó con desinterés, pasándose la mano por el pelo. Dos segundos después y volvía a tenerlo de frente. La cicatriz brillaba bajo la luz de los neones que entraban por el cristal—. No a todas. Pero tú, Ginny Weasley, eres especial.

«Está bromeando», pensó, un poco asombrada y confusa. Pero el chico volvió a mirar hacia a fuera y la ignoró, y Ginny intentó contener un bufido de rabia.

¿Porqué demonios no se iba? ¿Qué se supone qué hacia allí? No había dejado de preguntárselo una y otra vez desde que entraron, y sin embargo, no era capaz de moverse de la silla. Y aquella actitud...¿Quién se creía que era? ¿Y cómo se suponía que iba a ayudarla si ni siquiera parecía estar allí?

«La sensación», se recordó así misma. «Eso ha sido, nada más. Hazle unas cuantas preguntas, cerciorate y luego te vas. No pierdes nada con intertarlo, ¿verdad?»

Así que aguantó las ganas de abofetearle y le preguntó directamente y sin preámbulos:

—¿Cómo me has llamado?

—¿Qué? —parpadeó hacia ella por fin.

Pero Mel ya se acercaba con los cafés. Perdieron un rato en verter el azúcar y en remover el contenido, en darle el primer sorbo caliente y espumoso.

—Ginny —dijo de pronto, dejando la taza en la mesa. Clavó los ojos en los suyos y asintió—. Te llamas Ginny Weasley. De Ginevra, creo.

—¿Crees?

Tardó un segundo en responder, mientras chupaba la cucharilla con fruicción.

—Sí —aseguró.

Sinceramente el nombre tenía cierta musicalidad, pero no le decía nada.

Ginny lo miró beber a hurtadillas en su silencio durante un rato. Parecía un principe destronado, pero aquella sudadera y aquellos vaqueros junto al abrigo raído que había en la silla no la convencieron. Y de pronto lo recordó: él era el vagabundo de la parada del autobús. Al fin y al cabo, sí que la había estado espiando realmente, incluso podría haber sacado aquello de su amnesia de la conversación con Wendy. Sin embargo, unas cuantas frases sacadas de una conversación no le habrían hecho que lo llevara hasta allí, pero decidió darle un voto de confianza. Mel andaba cerca, y en caso de que no le gustase lo que le contase siempre podría ir a la policia. O cambiar de ciudad. Nunca había tenido problemas en eso.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó a bocajarro en un intento de que cayese en algún descuido.

—Draco —contestó él de inmediato y mirándola fugazmente. Una ida y venida de ojos grises, más rápido que un relámpago—. Me llamo Draco. Y si veo una risita o haces algún comentario irónico sobre mi nombre te prometo que empezaré lo que creías que iba a hacer en el callejón.

Tardó un rato en decidir si aquella actitud era peligrosa o no. Parecía un tipo duro, y quizás lo fuera. Pero tal vez sería ese flequillo rubio que le caía por la frente el que le daba un aspecto un poco más aniñado, y por el que no creía que fuera a acabar nada en realidad. Su nombre, sin embargo, no le hizo gracia ninguna. Más bien despertó en ella un sentimiento contradictorio que no supo identificar.

—¿Y de qué nos conocemos? —siguió preguntado, mientras lo veía soplar en su taza—. Quizá somos...¿Parientes?

El chico levantó la vista consternado.

—¿Parientes? —Y sonrió burlón—. No, no, por Merlín. No somos parientes —Y negó con la cabeza—. Ni siquiera éramos amigos.

De pronto no supo que le extrañó más: Si ese «por Merlín» o que ni siquiera estuviera en su círculo íntimo. Quizá la idea de que era un acosador no fuera tan absurda después de todo.

—¿Y entonces qué haces aquí?—le preguntó Ginny con cierto recelo—. ¿Me has perseguido, me has encontrado por casualidad? ¿Alguien te ha enviado?

Draco negó, empujando la cucharilla con un dedo distraídamente.

—No exactamente. Digamos que he venido a llevarte con tu familia.

Estuvo a punto de soltar una sonrisa irónica pero los latidos de su corazón la dejaron sin resuello. Su familia, eso si que era bueno. Lo que le faltaba, la palabra mágica. Familia.

—Entonces tengo familia, ¿no?—Ginny se cruzó de brazos, intentando controlar la voz—. Claro...

—Pues sí. Y una camada de hermanos, por si te interesa. Todos pelirrojos.

—Ya. Y no nos apellidaremos Brady por casualidad ¿verdad?—ironizó.

Pero Draco no captó el chascarrillo.

—Weasley. Te lo dije antes. Te llamas Ginevra Weasley.

Y Ginny sonrió con displicencia.

—Mira, eh...Draco —Y efectivamente, Draco la miró—. No tengo dinero, ¿entiendes? Nada. Lo poco que gano se me va en el alquiler, la comida y en coleccionar extraños objetos que al final acabo tirando por si me tengo que marchar. No entiendo que pretendes contándome estas mentiras, por cierto, muy bien elaboradas. Tal vez seas un modelo de calzoncillos y por eso he creído reconocerte, o alguien me esté gastando una broma un poco estúpida. O quieras sacarme un dinero que no tengo. La cuestión es que, y escúchame bien, más de medio departamento de policia de Dinamarca ha estado indagando en mi pasado sin encontrar nada, ¿entiendes? Nada. Ni familia, ni amigos, ni siquiera un estúpido perro con mi nombre en su collar. Y ahora vienes tú, con toda tu cara de niño bonito, a decirme que tengo familia. Y no una normal, si no numerosa. —Por fin soltó una carcajada desdeñosa y se apoyó en el respaldo de la silla, desafiante—. ¿Y qué más?

El chico se lo tomó como una invitación.

—Pues vives en Ottery St. Cachpole, en Devon, Inglaterra.

El corazón volvió a retumbarle pero lo ignoró, presa del miedo creciente que le subía por las rodillas. Quiso sonreír pero al final solo consiguió una mueca irónica.

—Inglaterra...

—Hablas inglés, ¿eso no te dio una pista?

—No.

Draco bufó sarcástico.

—¿Y de donde te creías que eras? ¿De la India?

Ginny se mordió la lengua. Se había acostumbrado a aquella cicatriz que iba y venia desde la ventana, pero en ese momento deseó poder hacerle una igual en aquel otro perfecto ojo color metal. Era un estúpido. Seguramente siempre lo había sido.

—Pero, si no eres amigo mío —contraatacó, nerviosa y enfadada—. ¿Qué diablos quieres de mi?

—Vengo a llevarte con tu familia.

—¡No digas tonterias!

—¿Porqué gritas?—le preguntó duramente, arrugando el rostro. Su cicatriz se convirtió en una carretera peligrosa y llena de curvas—. ¡Pensé que te alegrarías!

Aquello era colmo.

Ginny se levantó a punto de las lágrimas y agarró su chaquetón, dispuesta a irse.

—No te creo, ¿vale?—contestó, ya de pie— Simplemente no me trago ni una sola palabra. —El pelo rojo se le había pegado a la frente por el sudor y se lo apartó de un manotazo, bajo la mirada de incredulidad del chico que la observaba como si no entendiese nada—. Vienes aquí y me cuentas tres sandeces, y luego esperas que me vaya contigo a no sé donde. ¿Te estás escuchando?

—Siéntate —le ordenó bajito y mirándo a su alrededor, como si temiera que alguien los escuchara.

—Si quieres que me siente me tendrás que explicar muchas cosas más que esas, guapito.

—Ya van dos veces que me dices guapo en menos de cinco minutos y te lo agradezco —susurró, apretando los dientes bajo una falsa sonrisa—. Pero esa conversación la podemos dejar para después. Ahora tengo muchas cosas que contarte y que te enfadades cada dos por tres no aligera las cosas. Así que ahora siéntate, Ginny...por favor.

—No me llamo Ginny —contestó también apretando los labios. Pero se sentó.

Luego de un rato de mirarse a los ojos, Draco se cruzó de brazos y se apoyó sobre el respaldar de la silla.

—¿Ya estás tranquila?

No sabe que parte del corazón había ganado la batalla. Estaba claro que aquello era absurdo, una locura. Había conocido a un tipo en un callejón, el cual le había asaltado. Y encima de todo decía conocerla. A ella. Que vivía en Ingaleterra, que tenía familia, que podía llevarla con ellos. Y si todo eso fuese verdad, ¿quería decir que la estaban buscando? ¿A pesar de haber tenido a varios policías día y noche buscándola entre papeles y en la red? Y entonces, ¿qué hacía alli? Por todos los demonios, ¿qué estaba haciendo?

—Si no me cuentas nada claro voy a marcharme —le amenazó por fin.

Pero el chico enseguida levantó las manos en señal de paz.

—Está bien. Haces tú las preguntas. Empecemos de nuevo, ¿quieres?

Ginny suspiró agotada y lo miró un momento.

—¿Porqué, si se supone que tengo familia, no hay ninguna denuncia que encaje conmigo en todo el maldito mundo?

Draco ni siquiera hizo ademán de pensar la respuesta.

—Porque creen que estás muerta.

—¿Perdona?

Intentó explicarse, nervioso, apretando las manos por encima de la mesa.

—Bueno, hubo una especie de... conflicto entre bandos —De pronto parecía molesto—. Algo grave, por eso nadie sabe que estás viva. Y por eso voy a llevarte a casa.

«¿Una guerra?», fue lo primero que pensó. «¿Una guerra entre bandos? ¿Soy la hija de algún mafioso o algo parecido? ¿Qué demonios ha querido decir con eso?».

—Pero si hubo una guerra alguien tendría algo sobre mí...—balbuceó, perdida entre tantas preguntas que iba viniéndole a la cabeza.

—Imposible—confirmó él de inmediato—. Aunque hubiesen tenido tu nombre la policia no podría haber encontrado nada sobre ti.

—¿Porqué?

—No constas en ninguna base de datos. Hospitales, seguros médicos, polizas...Nada. Digamos que...—dudó otra vez—. No vivimos en la misma sociedad.

Ginny arrugó el ceño, totalmente perdida.

—¿No vivimos en la misma sociedad? Quieres decir... ¿Cómo los Amish, por ejemplo?

—¿Los Amish?

Ella tampoco encontraba las palabras exactas. No podía dejar de mirar la cicatriz.

—Si, ya sabes...Gente que vive en su propia comunidad ajenos a la sociedad. Con sus propias normas, sus leyes...

Y Draco de pronto asintió, algo impresionado.

—Sí, algo así —confirmó.

Ginny aspiró el aire lentamente, sin saber qué decir.

—¿Te encuentras bien?

—No lo sé—admitió finalmente, dejando caer el abrigo sobre la mesa para frotarse los ojos. De pronto se sentía más cansada que en toda su vida—. No sé nada, ¿sabes? ¿Y si no soy yo a quién buscas? ¿Y si estás equivocado?

Pero Draco se adelantó sobre la mesa para buscarle los ojos.

—¿En serio no te alegras?—le preguntó a media voz, como si quisiera cerciorarse de algo. Como si la Ginny que él conoció en otro tiempo no siguiera allí—. ¿Tan dura te has vuelto? ¿No quieres volver a casa?

Su casa era esa. La que estaba en Moscú y en la que tenía las pocas cosas que había ido almacenando durante el tiempo que pasó allí. No conocía otra casa más que esa y fue en la que primero pensó. Pero ella ya sabía que él hablaba de otra «casa»: El hogar con muchos hermanos pelirrojos esperándola en la puerta. Todo aquello que él le había descrito antes casi sin inmutarse.

El sonido de la cafetera resonó detrás de la barra haciendo que volviera a la realidad y Ginny miró al chico que parecía esperar alguna clase de respuesta.

—No sé quien eres —admitió—. No sé si me estás diciendo la verdad o no. Tendría...no sé. Tendría que tener alguna prueba, alguna foto, por ejemplo. Algo.

Y de repente, Draco se metió una mano en el bolsillo del pantalón y sacó lo que verdaderamente parecía ser una fotografía.

—Pensé que te gustaría tenerla —le dijo por toda respuesta, alargándosela. Y Ginny la tomó indecisa.

Fue como si se hubiera asomado al balcón de un rascacielos y hubiese mirado hacia abajo. Se sintió mareada, confundida y asustada, todo a la vez. Porque aquella foto familiar había sido tomada hacia muchos, muchos años. Y de pronto creyó reconocerse en la niña pequeña que la otra única mujer que había en la instantánea tenía apoyada en sus rodillas. De pronto estaba segura. Aquella pequeña pelirroja de trenzas dispares era ella. Algo en su interior reaccionó con violencia. Ahora ya no podía apartar la mirada de todos aquellos rostros que la observaban desde la instantánea, de cada una de aquellas caras de las que quizás fueran sus hermanos, su padre, su madre. Su familia. De pronto todo lo que él le había contado no parecía descabellado con aquella foto entre las manos. No cuando algo parecido a un recuerdo pobló su mente de colores sin tener que recurrir a la oscuridad.

—¿Sabes si tenía gnomos en el jardín? —le preguntó sin dejar de mirar.

—Pues...no lo sé —admitió Draco. Luego parpadeó confuso, haciendo aletear sus enormes pestañas—. Puede que sí, nunca estuve en tu casa. ¿Porqué? ¿Recuerdas a alguien de ahí?

Ginny por fin levantó la cabeza pero se encogió de hombros.

—Puede que sí. No tengo ni idea.

E hizo el ademán de entregarle la foto pero Draco negó.

—Es tuya —le dijo indiferente—. No me gusta andar ahí con una foto de tu hermano Ron en el bolsillo. Me produce urticaria.

—¿Mi hermano Ron?— Ginny se preguntó cual de todos aquellos rostros sería. Luego se dirigió a él—. ¿Erais amigos, quizá?

—Mmmm, no. Mas o menos.

—Mas o menos...—repitió Ginny para sí—-. Mas o menos. Vale. Estupendo.

—Eh, vamos —Draco se mordió el labio inferior y ladeó la cabeza—. Esto es algo positivo. Te he dado una foto, te he hablado de ti, de tu familia. ¿Qué más necesito hacer para que me creas?

—Que me expliques porqué no han venido ellos ha buscarme. No lo entiendo. ¿Porqué te han enviado a ti?

Draco la observó un momento: la mano que se perdía por debajo de su pelo, su rostro inclinado sobre otra vez sobre la foto, serio y circunspecto. Y se preguntó de pronto cuanto tiempo le tomaría recordarlo todo y si alguna vez podría hacerlo. Pero sobre todo, que pasaría cuando se enterase de quien era él en realidad. Y se perdió en ese silencio contemplativo pensando que estaban viendo sus ojos castaños que él no veía, y sin saber como, decidió que quizás sería bueno contarle un poco de la verdad.

—Si he sido yo el que ha venido a buscarte es porque no puedo volver a Inglaterra sin ti. —Ginny alzó la cabeza y lo observó muda—. Estoy desterrado.

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