CAPÍTULO UNO: NUEVE IDIOTAS EN UN PISO

̶ La madre que lo trajo... ̶ masculló Enjolras mientras cargaba como podía con las maletas para entrar en el portal. El taxista se había intentado hacer el loco para darle una vuelta tremenda por París y cobrarle el triple de lo necesario, y, cuando se dio cuenta, se enfadó tanto que hizo que el taxista le dejase en ese mismo lugar (aunque estaba aún a un buen trecho de su destino) y siguió el resto del camino andando, mientras maldecía para sus adentros al taxista, al capitalismo y a todos sus muertos.

Cuando al fin llegó, se quedó mirando el edificio por un segundo. Al menos las indicaciones que le había dado Combeferre eran fáciles de seguir, y había logrado llegar sin perderse, a pesar del maldito taxista. Su amigo llevaba ya un año viviendo en ese lugar, desde que había empezado a estudiar Medicina, y, como había quedado una habitación libre para ese curso, le había propuesto a Enjolras que la ocupase. Le había dicho que el resto de estudiantes que compartían el piso, nueve contándole a él, eran gente muy agradable, bastante tranquila, y Enjolras, que se fiaba del criterio de Combeferre, había aceptado mudarse allí. Combeferre le había ofrecido ir a buscarle a la estación de trenes, pero él se negó; sabía que su amigo tenía clases y no quería hacerle perder el tiempo, ya se apañaría él. Y lograrlo, lo había logrado.

Mientras intentaba subir las dos maletas el escalón que separaba el portal de la calle, escuchó pasos bajar rápidamente la escalera y un muchacho de pelo rizado se plantó de un salto ante él.

̶ Tú eres el amigo de 'Ferre, ¿verdad? ̶ le preguntó, con una sonrisa ̶ Deja que te eche una mano con eso.

̶ Gracias. ̶ Enjolras le sonrió de lado y dejó que el chico cogiera una de las maletas. ̶ ¿Tú también vives aquí?

̶ Claro. ̶ asintió él, cogiendo la maleta y comenzando a subir las escaleras. ̶ Me llamo Courfeyrac, y tú eres... lo siento, Combeferre nos dijo tu nombre, pero es que soy malísimo para esas cosas...

̶ Enjolras ̶ le dijo él, yendo detrás suyo.

̶ Eso es, Enjolras. Y dime, ¿ya conoces algo de París?

̶ Pues algo, aunque tampoco demasiado. Mis tíos viven aquí, y antes solíamos visitarlos en vacaciones y demás, pero nunca nos alejamos de la zona que ellos frecuentaban, por lo que no pude ver mucho de la ciudad.

̶ Te comprendo. ̶ comentó Courfeyrac, haciendo una mueca. ̶ Yo llevo un año en el piso, soy de Dordoña, y aunque había estado antes en París no lo he conocido hasta ahora.

̶ ¿Sois todos de fuera en el piso? ̶ preguntó Enjolras.

̶ Casi todos. Cada uno es de un sitio distinto: de Saint-Malo, Calais, Aix-en-Provence, Meaux, Lyon, Saint-Jean-da-Luz, Montreuil-sur-Mer... Sólo uno de los que viven allí es parisino, y el pobre tuvo que hacernos de guía durante buena parte del año pasado. ̶ Courfeyrac se echó a reír a carcajadas y, al de un par de minutos, dejó de andar. ̶ Bueno, hemos llegado. Bienvenido a tu nueva casa.

Courfeyrac abrió la puerta con cuidado por las maletas y, de pronto... le recibió una brocha empapada en pintura que alguien le lanzó a la cara.

̶ ¡Diana! ̶ exclamó alguien desde dentro del piso, y Courfeyrac se echó a reír.

̶ ¡Bahorel, Grantaire! ¡Os voy a arrancar los pelos! ̶ exclamó, dejando la maleta en la entrada y metiéndose corriendo en el piso. ̶ ¡Enjolras, échame un cable, que necesito ayuda!

Enjolras se había quedado en el sitio, sorprendido, pero cuando Courfeyrac entró corriendo entró con él, sin saber bien qué hacer, y le siguió hasta la sala. Allí había montado lo que parecía un fuerte hecho con el sofá y unos cojines, y, detrás de él, había tres jóvenes partiéndose de risa.

̶ ¡Anda! ̶ exclamó uno de ellos, de pelo rizado como el de Courfeyrac, pero más alborotado, y ojos azules que brillaban por la risa. ̶ ¡No me había dicho nadie que teníamos un dios entre nosotros! ¡Apolo, ni más ni menos!

̶ ¿Apolo? ̶ preguntó Courfeyrac, alzando una ceja, pero cuando miró a Enjolras parecieron disiparse sus dudas. ̶ ¿Acaba de llegar el muchacho y ya le has puesto un mote, Grantaire?

̶ ¿No le ves que es un dios reencarnado? ̶ rió Grantaire, pero a Enjolras no pareció hacerle gracia la idea. Frunció el ceño y se dispuso a replicarle, pero alguien le puso la mano en el hombro.

̶ No des un discurso ya el primer día, Enjolras. Deja algo para el resto del curso.

El joven rodó los ojos y se giró para encontrarse con Combeferre, que le sonreía suavemente.

̶ ¿Tú no decías que eran gente muy tranquila? ̶ susurró, con el ceño fruncido

̶ Y lo son, solo que posiblemente no en el sentido en que tú piensas. ̶ rió su amigo. ̶ Anda, dales una oportunidad, hombre.

Enjolras suspiró, rodando los ojos, pero asintió. Aun así, estaba empezando a vislumbrar ya que el curso que le esperaba iba a ser de todo menos tranquilo.