Renuncia: todo de Sui Ishida.


Haise considera que la quiere como han de amarse todas las cosas rotas. No con fogosidad ni enardecidamente. No con egoísmo.

Es esa emoción que le evoca al observarla un largo rato, sin mediar palabra, sólo mirándola. Delineando su contorno, cada arteria y articulación, contando los lunares casi invisibles que tiene en los tobillos y la muñeca —y que ella le vea intrigada porque «Kirishima-san, tu cuerpo está plagado de estrellas»— y los que quizá hay en su espalda debajo de los pliegues del vestido.

Aún si ella alega con desinterés que le falla la vista y no hay ningún lunar Sasaki sabe que sí. Y sabe por igual que están acompañados por cicatrices abrasadoras que la atavían de melancolía contagiosa y le derriten su caja torácica, fundiéndose en piedra su corazón.

Haise no es escultor pero le gusta esmerarse en darle forma ya que no puede ablandarlo, para sentirlo un poco cerca de él al menos, y ella le permite. Le permite tanto que a veces Haise duda y tiene ganas de cuestionarle ¿por qué eres tan amable conmigo? ¿Por qué si apenas nos conocimos? pero entonces Touka le habla a través de una sonrisa (cada día más sincera, menos abatida) y Sasaki prefiere apartar esas dudas, asentándose el mismo pensamiento.

«Creo que he tenido a persona más bella antes».

Pues si llega a ser el caso, si ellos en verdad compartieron más que bebidas calientes o noches sentados en la barra —un estamos destruidos pero estamos juntos— sólo lo incita a perseverar porque casi desea no perderla (de nuevo).

Anhela cumplir una promesa que no es suya y llevarse sus dedos a la boca, dejando un camino de besos desde éstos hasta el cuello sólo para demostrar que la carne puede ser dulce sin darle un mordisco y que ella tiene el sabor especial de alma gemela sazonada con fe.

Y no es mi intención menospreciar tu café Kirishima-san, pero al probarte a ti me invade una calidez más intensa.

Sensación tibia que lo acompaña y expresa en clave Morse de puedes regresar cuando gustes, de la cual Haise no desea deshacerse jamás.

Así que él ríe y Touka titubea pareciendo que se hubiese encontrado un fantasma pero le pide firme que vuelva a reír.

Porque una vez ya olvidó ese sonido y ciertamente era (es) alentador. Algo que no perece, algo que renace.

Y Touka, ya agarrada la confianza, esa que nunca se fue, también le acaricia el cabello. Mitad blanco corrupto mitad negro inmaculado.

Haise se pone nervioso hasta que le delinea los párpados con esmero, como tratando de reconocerlo y su piel dice «Es él, es él» y ella asiente y guía sus brazos en la forma correcta de un abrazo, donde permanecen respiración contra respiración, recostados en el sofá; sosegados del mundo.

Haise la recorre de arriba a abajo con las manos rasposas, imprimiendo un Touka-chan en sus costillas con tinta invisible y ella lo imita pero con un Ken (quien debió ser una buena persona) —lo es todavía—.

Los dos lo desconocen más es irrelevante mientras descansan y se cuentan anécdotas. La historia de un ciempiés que se enamoró de un ave y le enseñó a volar, acosta de quedarse solo en la tierra férrea, en que el pájaro prefirió acompañarle al final. El cuento de un joven que se volvió la bestia para salvar a quien se transformó en bella y continúo encontrándolo humano a pesar de todo. Y le asegura (voy a quedarme, esta vez voy a quedarme) que son ciertos.

Pero no hace falta.

—ella le cree—.

Entonces Haise cada vez está más seguro en que la adora como se ama a una flor a punto de ser pisoteada, a un conejo que ha caído en la trampa del cazador. Con paciencia y delicadeza. Sutilmente.

Y es el turno de Touka de inquirir a qué se debe. Él nunca se lo confiesa. No en voz alta.

Porque carece de importancia.

Porque Kirishima-san, le das vida a mi vida, sólo eso.