Hace ya tanto tiempo que ya casi nadie lo recuerda, en lo más profundo del bosque del reino Sengoku, había un impresionante castillo, morada del príncipe Inuyasha. A pesar de tener todo lo que podía desear, la vida del príncipe no era más que un montón de apariencias, pues los que vivían junto a él, permanecían a su lado más por interés que por verdadera lealtad y, además, nada de lo que poseía era capaz de hacerlo verdaderamente feliz. El mismo príncipe era más una apariencia que realidad, pues mientras que por fuera era un ser sumamente hermoso, en su interior no había tal hermosura, pues era egoísta, déspota y tenía un carácter de los mil demonios.

Antes de su cumpleaños número dieciocho, Inuyasha decidió hacerse un retrato para mostrarlo en el salón principal de su castillo y mandó llamar al mejor artista del reino. Dicho artista, resultó ser una anciana decrépita llamada Tsubaki.

- ¿Cómo puede una vieja bruja ser artista? – exclamó el príncipe sin pensar.

- No os dejéis llevar por las apariencias mi señor, a veces ocultan secretos impensables – le respondió la anciana.

Un mes más tarde, el retrato estuvo listo, solo que no era lo que el príncipe esperaba...

- ¡¿Qué clase de broma es esta?! – preguntó a la anciana mientras señalaba el retrato - ¡Esa bestia no soy yo! – exclamó.

- Así es exactamente cómo yo os veo, porque he visto más allá de las apariencias que todos ven – respondió ella serena.

Efectivamente, el cuadro no se parecía casi en nada a Inuyasha: donde todos veían una melena negra perfecta, Tsubaki había visto una cabellera plateada coronada por dos orejas de perro; donde todos veían unas mejillas firmes de piel lisa, Tsubaki veía un rostro surcado por dos horribles marcas violetas; donde todos veían una sonrisa y manos de ángel, Tsubaki había visto colmillos y garras. Lo único reconocible de Inuyasha en el retrato eran sus ojos, que conservaban su brillo dorado, al parecer, era lo único real que había visto en él.

- ¡Khé! ¡Haces esto por envidia! – la acusó el príncipe - ¡Tu eres tan horrible que no soportas ver la belleza en los demás! – la ira lo cegaba, estaba dispuesto a sacar a la anciana a patadas para luego quemar el horrible retrato.

- Con eso has confirmado lo que yo creía, no me dejas otra opción...

En ese momento, ante los incrédulos ojos de Inuyasha, la anciana empezó a cambiar: las profundas arrugas que surcaban su piel fueron suavizándose, hasta no dejar ni rastro sobre la piel clara y perfecta; sus labios, antes similares a un par de pasas, se llenaron hasta quedar convertidos en una hermosa boca de color cereza; sus blancos cabellos se tornaron del color del ébano más puro. Cuando finalmente la anciana se irguió, Inuyasha no creía lo que veía, pues ante él había ahora una bellísima hechicera.

- Debes aprender – le dijo ella – que antes de juzgar tienes que llegar hasta el corazón y no se me ocurre mejor manera de que lo entiendas más que sufriéndolo en ti mismo – en ese momento una luz rodeó a Inuyasha y al retrato.

- ¿Qué estas haciendo? – preguntó el mientras veía como el retrato se parecía cada vez más a sí mismo y él se convertía en la criatura que reflejaba.

- Es por tu bien, cuando aprendas a querer a alguien más que a ti mismo y seas capaz de cambiar para que esa persona te ame a ti del mismo modo volverás a ser la hermosa criatura que eras – le explicó ella con total serenidad.

- ¿Por qué me has hecho esto? – gimió él.

- Porque aflige al alma de una artista ver a una paloma nívea con alma de cuervo – le contestó antes de desaparecer dejando ante él un colgante con una perla rosa – entrégaselo a aquella a quién ames, si ella siente lo mismo, la perla te devolverá a tu estado original.

Poco después, el príncipe descubrió que no había sido el único castigado, la maldición afectó también a sus sirvientes: habían permanecido a su lado por interés y ahora, permanecerían a su lado hasta tenerle verdadera lealtad, pues Inuyasha era el único que podía traspasar los muros del castillo.

Todo se fue volviendo cada vez más sombrío y descubrieron otro efecto de la maldición de Tsubaki: ninguno de ellos envejecía, tenían juventud eterna, pero no podían salir a disfrutarla.

Inuyasha no volvió a salir del castillo, a pesar de que él podía hacerlo, y escondió el retrato en sus aposentos, pero tras un tiempo, al no poder soportar la visión de el apuesto joven que un día fue, lo arañó con sus garras hasta dejarlo irreconocible.

Con los años, perdió toda esperanza de romper la maldición algún día, pues ¿Quién iba a ser capaz de amar a una bestia?

Bueno, esta es mi nueva idea, el prólogo no ha quedado exactamente como esperaba, pero bueno, en los próximos capítulos veremos a un Inuyasha en estado puro, porque creo que encaja bastante bien con la personalidad de la bestia, aunque de momento me ha resultado extraño, no sé... Espero que os guste.

María.