Capítulo 1:
-¡Naneth, Naneth!
La bella Elfa se dio la vuelta hacia su hijo, con una hermosa sonrisa brillando en el rostro. Sus cabellos dorados brillaban contra la luz del resplandeciente sol, moviéndose sus estrechos rizos alrededor de su blanco y perfecto cuello. Sus ojos azules eran tan claros como el agua del más cristalino lago, tan transparentes que toda la alegría que anidaba en su interior alumbraba a cualquier persona a la que miraran.
Ella se agachó al suelo con los brazos extendidos, mientras que el pequeño saltaba hacia su cuerpo, aferrándose a su cintura y enterrando la nariz en su pelo. La Elfa lo aupó en el aire, estrechándolo muy fuertemente y besándolo en la mejilla. El niño apoyó la cabeza contra su hombro, cerrando los ojos, sintiendo el húmedo calor del bosque arropándolo, observando a lo lejos la puesta de sol tras las lejanas montañas…
-Mi Señor.
Thranduil abrió los ojos, repentinamente. Estaba encerrado en una habitación fría y solitaria, decorada con muebles de madera tallada y mimbre entrelazado. Afuera, la lluvia caía precipitadamente contra las ventanas, mientras los truenos se perdían entre el nublado cielo. Allí no llegaban la luz ni el calor.
El Rey dirigió una rápida mirada hacia el Elfo que lo acompañaba, para justo después desviar sus ojos a los papeles que descansaban sobre la mesa. –Perdona, me he distraído un momento.
-Majestad, ¿estáis bien?
-Perfectamente – asintió él, sin levantar demasiado la mirada. –No sé por qué lo preguntas.
Húlion observó largamente a su monarca con el ceño fruncido, antes de dejar escapar un suspiro de sus labios. –Thranduil.
El aludido giró la cabeza en dirección al fuego crepitante de la chimenea, intentando mostrarse impasible ante la llamada de su Consejero.
-Sabes que puedes hablar conmigo de lo que quieras.
-No tengo más que hablar contigo que de los asuntos estatales – respondió, con hiriente frialdad.
Húlion, sin embargo, no se dio por rendido tan fácilmente. –Tal vez no lo recuerdes, pero antes de que la corona llegara a tu cabeza también tratabas otros temas conmigo.
Thranduil se levantó de su asiento, dirigiéndose a la chimenea, perdiendo la mirada entre las danzantes llamas, sintiendo el calor sobre su rostro.
-Amigo – lo siguió el otro, clavando sus ojos sobre su espalda. –Me preocupo por ti.
-No hay razones para preocuparse.
-Claro que las hay. No comes; apenas duermes. Te pasas el día deambulando de un lado a otro por los pasillos más oscuros del palacio, encerrado en tu estudio, ignorando tus asuntos reales; por la noche te pierdes en el bosque y no apareces hasta el amanecer del día siguiente. Sé que tienes miedo de lo que está por venir, pero también sé que, por mucho que lo niegues…
Thranduil giró rápidamente la cabeza, mirando con acusación a su amigo. -¿Qué? Continúa.
-… tu padre…
-Mi padre era un magnífico Rey.
-Y también era tu padre.
-No – negó él con la cabeza, resbalando sus dedos a través de la fría pared de piedra. –No, no lo era.
-Te sientes solo, amigo. Es normal.
-Estoy acostumbrado a estar solo. Nunca nadie me ha apoyado.
-Tal vez ese sea el problema. Te has acostumbrado a la soledad. No puedes ser una isla.
El Rey suspiró con cansancio, y se volvió de cuerpo entero hacia el otro, que lo observaba con expresión calmada. –Dime, ¿a dónde quieres llegar?
-(…) Tu padre ha muerto. No tendría que haber pasado, pero ha muerto; hace ya dos años que ocurrió. Si no llegas a estar tú… Habría estallado el caos; la anarquía, la revolución… Sabes que aún hay gente aquí que no está de acuerdo con lo que Oropher hizo.
Thranduil carraspeó ligeramente, dando a entender su impaciencia.
-Ojalá no ocurra nunca… Pero no tenemos por seguro que esta paz vaya a durar siempre. Tú también podrías caer.
Aquella afirmación tocó muy hondamente al Rey. Nunca se había parado a mirarlo de aquel modo. Pero, entonces, lo que su Consejero quería decir era que…
-¿Me vendría bien un heredero? ¿Eso es lo que querías decirme?
Húlion asintió muy lentamente, como temiendo lo que pudiera ocurrir a continuación.
Thranduil rió para sí, volviendo a tomar asiento. –Esto es ridículo.
-No me dirás que nunca se te había pasado la idea de casarte por la cabeza.
No; lo cierto era que no. –No entiendo a qué viene ese comentario ahora.
-Necesitas un hijo, Thranduil.
-Yo no necesito un hijo.
-Necesitas compañía.
-¡No necesito…! – exclamó, levantándose con violencia de la silla, golpeando la mesa con fuerza. –No necesito un hijo, ni una Elfa que me lo conceda.
-¿Y qué quieres? ¿Qué pretendes hacer con tu vida?
-Reinar. ¨Cuando se tiene el poder no se debe desviar la atención¨.
-Ahora recitas los lemas de tu padre.
-Me los enseñó por la fuerza. Me los incrustó en el cerebro. No conozco otra cosa.
-¿Y acaso has estado de acuerdo con ellos?
-No lo sé. No lo sé, maldición – gruñó él, llevándose una mano a la cabeza. –No sé qué he de hacer.
-Sigue mis consejos. Siempre te he sido leal, lo sabes.
-Y ¿cuál es tu propuesta? – preguntó el Rey, con tono irónico. - ¿Salir al bosque para seducir a una vasalla?
-Un pacto matrimonial.
-Un pacto – asintió, cerrando los ojos con cansancio. -¿Con quién? ¿Con lord Celeborn? Seguro que me entrega a su hija sin reservas.
-Hay más Señores con territorios importantes. De las guerras siempre salen aprovechados.
-¿Qué Señores? No querrás que me una a la hija de un Elfo de pacotilla que no tiene donde yacer muerto.
-No, Thranduil – negó Húlion, cerrando los ojos con pesar. –Hay uno cuyo poder está en aumento.
Y, en ese momento, él comprendió. Abriendo mucho los ojos, se recostó contra su asiento con las manos agarradas en los reposabrazos, como si alguien estuviera tirando de él hacia atrás. -¿Mi… hermano?
-Así es.
-¿Quieres que le pida a mi hermano… después de todo lo que ha pasado?
-Tiene tres hijas casaderas. La segunda es, según dicen, una belleza. Una doncella galante y correcta, como… - se detuvo justo a tiempo, - como toda una princesa. Hay quien dice que como toda una reina. Tendrías que conocerla, claro; pero estoy seguro de que sería una consorte ideal para ti. Y también creo que sería una madre y una esposa estupenda.
-Sí, seguro que aliviaría mi pesar.
-Probablemente lo hiciera.
-No… nadie puede aliviar mi pesar, menos una fémina.
-Tu hermano dará lo que sea por ver a su hija en el trono. Lo que sea. ¿Entiendes qué significa eso, verdad?
-No me interesan más soldados. Tenemos suficientes.
-Cuantos más mejor.
-¿A qué precio? ¿Al de aliarme con el mayor traidor de este reino?
-¡Ganarás tú!
-No; mi hermano es mucho más listo que eso.
-Olvida a tu hermano. Olvídalo todo. Piensa en ti, en tu responsabilidad. Necesitas un hijo, Thranduil; y necesitas a alguien con quien compartir tu vida.
El Rey dirigió una empañada mirada a las hojas que yacían sobre su escritorio, sintiendo cómo una horrible presión iba creciendo en su pecho. Los recuerdos se arremolinaron en su cabeza, salvajes y angustiosos, ahogándolo. Sin embargo, lo que su amigo le decía era verdad.
-Me lo pensaré – asintió, finalmente. –Puedes irte.
-Mi Señor, aún no hemos…
-¡Ya terminaré las cuentas yo sólo! ¡Déjame en paz, haz el favor!
Húlion sabía que lo mejor era hacerle caso, a pesar de las circunstancias. Con una reverencia, se despidió de su monarca, se dio media vuelta, y salió por la puerta de la habitación.
Thranduil se levantó de su silla, dirigiéndose a la ventana con las manos entrecruzadas a sus espaldas, observando las gotas de lluvia caer.
Podría ganar descendencia, pero jamás compartiría su vida con nadie.
Jamás abriría su corazón.
