DULCE Y AMARGA NAVIDAD

Por Cris Snape

Disclaimer: Aunque el Potterverso sea de Rowling, la creadora de la Magia Hispanii es Sorg—esp, así que no entiendo por qué no está ganando pasta, la verdad.

Dedico esta historia a todos aquellos que disfrutan leyendo las aventuras de nuestros personajes de la magia expandida.


La bicicleta

Madrid. 11 de Diciembre de 1965.

—¡Ya está mamá! ¡Vamos al buzón! ¡Venga!

El entusiasmo de Ricardo era contagioso. Desde que despidieran a Ramiro de su último trabajo, las cosas no marchaban demasiado bien para los Vallejo. Macey las pasaba canutas para administrar el escaso dinero que les quedaba y seguramente no podría preparar nada especial por Navidad. De hecho, había pensado en acudir a la parroquia del barrio para ver si don Amador podía darle algún juguete para Ricardo.

Por fortuna, el pequeño vivía ajeno a los apuros económicos. A pesar de todos los problemas con los que lidiaba a diario, Macey quería que su hijo creciera siendo un niño normal y corriente. Así pues, Ricardo iba a la escuela, salía a jugar al fútbol con sus amigos y tres tardes a la semana iba a la casa de la Paquita para ver un rato la televisión. Y, llegado el mes de diciembre, escribía su carta a los Reyes Magos como el resto de chavalines españoles.

Macey ya llevaba unos cuantos años viviendo en España, pero aún no terminaba de acostumbrarse a la vida lejos de su tierra natal. Sonrió al pensar que antes del nacimiento de Ricardo ni siquiera sabía de la existencia de los famosos Reyes Magos. El día seis de enero, el niño recibiría su regalo especial, pero a Macey le gustaba tener un detalle en Navidad. Y puesto que remendar más veces el pantalón del chiquillo era prácticamente imposible, en los próximos días visitaría los grandes almacenes ubicados en el centro de la ciudad.

—¡Mira, mamá! ¡El buzón! ¿Puedo echar la carta? ¿Puedo?

Estaba tan absorta en sus pensamientos que no se dio cuenta de que ya habían llegado a su destino. Ricardo saltaba frente a ella, nervioso y sonriente, y Macey asintió. Sabía perfectamente lo que había pedido a los Reyes Magos y no quiso ni pensar en la cara que pondría cuando no se lo trajeran.

Ricardo era un niño bajito, así que tuvo que ponerse de puntillas para echar la carta en el buzón. Después, corrió a reunirse con su madre y se agarró a su mano. Los ojos le brillaban por la ilusión y parecía incapaz de parar quieto.

—Mamá. Los Reyes Magos son brujos como nosotros. ¿A qué sí?

Macey no supo qué responder. Ignoraba qué historia contaba las brujas españolas a sus retoños, aunque una idea le vino a la cabeza.

—No lo sé, cariño. Pero todos los años, un cuentacuentos va al barrio mágico y cuenta la historia de los Reyes Magos.

—¿De verdad?

—¿Quieres ir?

—¡Sí!

Macey consultó la hora. Aún era pronto, así que decidió que no pospondría el viaje ni un solo día. Se ajustó la boina rosa de punto, se aseguró de que Ricardo tuviera bien abrochados los botones de su abrigo, y echó a andar.


—Y los Reyes era mágicos de verdad y le llevaron regalos al Niño Jesús y sabían hacer mucha magia.

Ramiro apuró el caldo de verduras y miró al niño con los ojos entornados. No había dejado de hablarle desde el mismo momento en que entró por la puerta y empezaba a estar un poco cansado. No sólo por Ricardo, sino porque había tenido un día de perros.

—Cariño, ve a ponerte el pijama. Es hora de irse a dormir.

—¿Ya? ¡Si es muy pronto!

—¡Venga!

El niño obedeció, aunque arrastró los pies con parsimonia hasta salir de la cocina. Ramiro miró a su esposa con agradecimiento y se recostó en la silla, suspirando profundamente. Macey, que lo conocía mejor que nadie, le puso un poco más de sopa. Sopa que debería ser para ella.

—Macey…

—Calla y come. Debes estar muy cansado.

—Te hace más falta a ti que a mí, mujer.

—¿Vamos a discutir por esto?

Ramiro se encogió de hombros y comió con resignación. Se había casado con la mujer más cabezota de Madrid.

—¿Ha habido suerte? —Preguntó ella aunque supiera la respuesta de antemano.

—Me he pasado por un par de talleres mecánicos y una carpintería, pero de momento no necesitan a nadie.

Era difícil encontrar un trabajo. Ramiro a veces pensaba en mandarlo todo al cuerno y volver a las andadas, pero sabía perfectamente que Macey no lo permitiría y ella y el mocoso eran demasiado importantes como para arriesgarse a perderlos.

—No pasada nada. Ya surgirá algo.

La mujer sonrió. En opinión de su esposo, estaba preciosa con esa pizca de carmín rosado en los labios. A Ramiro le encantaba enredar los dedos en su pelo rubio y escucharla hablar sobre los prodigios de la magia, aunque hubiera preferido que lo hiciera con unos cuantos kilos más encima. La pobre estaba tan flaca que Ramiro se sentía frustrado al no poder traer un salario fijo a casa.

—Yo me he quedado con el portal de Luisa hasta que dé a luz —Anunció Macey como si nada. Ella también hacía multitud de trabajos muggles del todo y, aunque el orgullo de macho de Ramiro se sentía herido cuando su mujer ganaba dinero y él no, nunca protestaba. Esas pesetas que se sacaba les venían muy bien.

—Te prometo que encontraré algo.

—Ya lo sé —Macey le besó la mejilla antes de proceder a quitar los platos—. ¿Te acuerdas del dinero que tenemos guardado para emergencias? El lunes iré a comprarle a Ricardo un pantalón nuevo. Será su obsequio el día de Navidad.

Ramiro gruñó. No era algo que hiciera demasiado a menudo puesto que consideraba que su esposa administraba perfectamente el dinero familiar, pero aquello no le parecía buena idea porque aquella pequeña reserva estaba para otra clase de gastos.

—¿Seguro que le hace falta?

—Segurísimo.

—Si el crío no se pasara todo el día haciendo el gamberro por ahí.

—Ramiro, el niño no hace el gamberro —Macey sonó divertida.

—¿Cómo que no? El otro día lo pillé subiéndose a un árbol. Así le pasa luego, que engancha la ropa a las ramas y la rompe.

—No te negaré que a veces es un poco revoltoso, pero es lo que hacen los niños. Jugar.

—¡Claro!

—Además, los pantalones se le han quedado cortísimos. ¿O es que no te has fijado?

Macey tenía razón, pero eso no impidió que el hombre protestara nuevamente.

—Si son tan necesarios, que se los traigan los Reyes.

La mujer le instó a guardar silencio y miró a su alrededor con espanto.

—¡Calla, hombre! Ricardo podría oírte.

—¿Y qué?

—No seas bruto, Ramiro.

Puso los ojos en blanco y, cruzándose de brazos, encaró a su mujer. Susurrando, eso sí.

—Tú antes has hablado del obsequio navideño.

—Eso es otra cosa. Los Reyes Magos son especiales. Y no pueden traerle el pantalón.

—¿Por qué no?

—Porque se llevaría un buen disgusto. Ricardo quiere otra cosa —Macey se mordió el labio inferior, pensando en lo imposible de su deseo—. Una bicicleta.

—Esa sí que es buena.

—Ya sé que no podemos permitírnoslo, pero de todas formas podemos compensarle. Me las apañaré para comprarle un par de esos tebeos que tanto le gustan y veré qué puede darme don Amador.

Al escuchar el nombre del sacerdote, Ramiro se envaró. Era creyente porque desde pequeño le enseñaron a serlo, pero los curas le ponían de mal genio. Todos los que había conocido alguna vez se olvidaban de aquello de predicar con el ejemplo.

—No necesitamos nada de ese tipejo.

—Sí que lo necesitamos, Ramiro. Además, conozco a don Amador y nos ayudará encantado.

—No quiero su caridad.

Macey se mordió el labio, signo inequívoco de que no le estaba gustando un pelo escucharlo hablar en esos términos.

—No le pediré nada para ti, pero no dejaré que Ricardo se quede sin juguetes.

Ramiro se quedó calado unos segundos. Después, se levantó y se puso el abrigo que se quitara apenas media hora antes.

—Yo me ocuparé de solucionar eso.

Tras pronunciar esas palabras, salió a la calle. Macey quiso ir tras él porque tenía un mal presentimiento, pero los grititos de Ricardo llamaron su atención.

—¡Mamá! Ya estoy en la cama. ¿Me cuentas una historia sobre Jobuar?

Macey agitó la cabeza y fue a reunirse con el pequeño. Efectivamente, estaba recostado en su camastro, tapado por esas mantas que picaban horrores y que a veces olían un poco raro. Era frustrante no poder eliminar ese olor por mucho que se lavaran. La mujer se sentó a su lado y le apartó el pelillo rubio de la frente.

—Claro que te contaré una historia. Pero es Hogwarts, no Jobuar.

—Pues eso. ¡Venga, mami!


Madrid. 5 de diciembre de 1966.

Ricardo dejó la comida en la ventana de la habitación de papá y mamá porque allí era donde siempre la buscaban los camellos de Sus Majestades. Luego mamá le había llevado a ver la cabalgata y se lo pasaron muy bien y cogieron muchos caramelos. También había tenido un poco de frío, pero le daba igual.

En cuanto puso un pie en casa, corrió para ver si los Reyes ya le habían dejado sus regalos, pero sólo encontró un par de chocolatinas donde antes estaban el pan y la leche que se habían comido los camellos. Podría haberse sentido decepcionado si todos los años no fuera igual, así que agarró las chocolatinas y se comió una de un solo bocado. Le gustaba más la tarta de limón que la Paquita le daba a veces, cuando iba a ver la tele.

—Los Reyes no han dejado nada —Se quejó cuando fue al encuentro de papá y mamá, limpiándose las manos en sus pantalones nuevos.

—Ricardo, ¿para qué están los paños de la cocina?

—Entonces, ¿no tendré regalo hasta mañana?

—Como todos los años.

—Pues me voy a dormir.

Dicho y hecho. Ricardo corrió hasta su habitación y se metió en la cama, cerrando los ojos sin esperar a que mamá viniera a hablarle sobre ese castillo tan guay. Lo que no le resultó sencillo fue dormirse. Estaba nervioso y excitado y se pasó un buen rato dando vueltas hasta que las emociones del día le hicieron conciliar el sueño. Un sueño que estuvo cargado de varitas mágicas y bicis rojas que volaban por el aire muy, muy deprisa.

Cuando se despertó ya era de día, aunque también era temprano porque no se oía mucho ruido en las casas de los vecinos. Ricardo se levantó de un salto y corrió hasta la habitación de papá y mamá. Ellos estaban acostados aún, pero no les hizo ni caso porque aquel era el paquete más grande del universo.

—¡Guau! ¡MAMÁ! ¡PAPÁ!

Tenía que ser su bicicleta. Los Reyes Magos eran mágicos de verdad y les daba igual que fueran pobres, porque papá siempre decía que los Vallejo eran pobres. Eso significaba que no podían comprarle tantas cosas como a los demás niños, pero a Ricardo le daba igual porque aquello tenía que ser su bicicleta.

No se dio cuenta de que mamá se había sentado en la cama y miraba el regalo gigante con los ojos abiertos como platos. Junto a la ventana, Ricardo vio dos paquetes más para él. Era el Día de Reyes más genial de toda su vida. ¡Tenía tres regalos! ¡Tres! Había sido bueno, claro que sí, pero no sabía si tanto.

Con sus deditos infantiles rasgó el papel y chilló de puro éxtasis cuando la vio.

—¡LA BICIIII! ¡MAMIIII!

Fue imposible tranquilizarlo. Macey no entendía nada de nada y se movía despacio, como si temiera que todo aquello fuera una ilusión a punto de desvanecerse. Cuando finalmente logró reaccionar, aprovechó que Ricardo seguía gritando de felicidad para acercarse a su marido.

—Ramiro.

—Por una vez en tu vida no me preguntes, Macey.

—Pero…

El hombre le dio un beso suave en los labios y le rodeó la cintura. Estaba sonriendo mientras miraba a su hijo.

—Ricardo se merece ser feliz. Déjalo estar.

Macey sabía perfectamente cómo fue adquirida esa bicicleta y tuvo ganas de pegar a Ramiro, pero al escuchar nuevamente las carcajadas de Ricardo decidió que, aunque sólo fuera por una vez, merecía la pena escuchar a su esposo.

—Además, tengo un regalo mucho mejor. Para todos.

—¿Qué has hecho?

—Me ha llamado el tipo del taller del que te hablé el mes pasado. ¿Te acuerdas? Uno de los empleados se vuelve a su pueblo y va a contratarme. Empiezo el lunes.

—¡Oh, Ramiro!

Macey le abrazó con todas sus fuerzas mientras un par de lágrimas se le escavan por las mejillas. Y Ricardo realmente no sabía lo que les pasaba, pero se les unió repitiendo una y otra vez lo mucho que molaba su bicicleta nueva.


No lo he repasado, pero quería subirlo antes de irme a la cama. Si veis alguna barbaridad, hacédmelo saber.

¡Felices Fiestas!