Disclaimer: Gintaka pertenece a Sorachi.
Prompt: Joui Week. Day #02: Bonds.
Personajes: Joui4. Centrado en Sakamoto.
Extensión: Viñeta. 839 palabras.
Notas: Hecho con un poco más de detenimiento (mentira), no quería solo publicar un escueto drabble para la week. Trabajo en el día tres y, quizás, si aguanto, pueda hacer hasta el cuatro.
[Editado 20/04/2019] Le cambié el título, de paso, "Avestruz" no me gustaba.
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No hay nada más estúpido que un pájaro que no vuela.
Se han encadenado, están tan aferrados a su objetivo que se han forjado prisiones ellos mismos. Por supuesto la de cada uno pesa de manera diferente, se constituye diferente, pero sigue pesando. Es invariable el hecho de que están atrapados en sus propias convicciones y no se han dado cuenta de ello, como pájaros que han perdido la capacidad del vuelo, andando por la tierra sin percatarse de que algo les falta. Chillan y gritan y corren, pero no llegan nunca lo suficientemente alto. Porque están enjaulados, ridículamente enjaulados.
Gintoki se daña a sí mismo en el empeño constante de andar su camino, ese que ha elegido, manchado por cargas parecidas a deudas de antaño que no termina nunca de entender. El constante martirio de pagar parece asfixiarlo en su intento de alzarse, amarrándolo al suelo como el hombre que siente debe quedarse, debe hacerlo por motivos de fuerza mayor.
No ve qué motivo puede amarrar a una persona en un lugar, ni qué deudor se aferraría de esa manera a un contrato a un punto que, es indiscutible, ni el prestamista buscaría. Todo es deuda, deber, como si alguien le hubiera pedido alguna vez que cargue las vidas de Edo a sus espaldas, como si alguien le hubiese pretendido ese peso. Pero Gintoki es terco como un demonio —tramposo, picaresco—, no acepta nada más allá de lo que su espada puede alcanzar —proteger—, absolutamente nada más.
Zura, en cambio, se destroza; busca siempre salvar algo que ni siquiera necesita ser salvado. Se aferra a ideales nobles que cree valen una vida de miseria, se aferra a la tierra —es, de seguro, el único que se ata de manera consciente— porque le parece lo más noble: quedarse y cuidar, antes que abandonar todo lo andado y avanzar por su propio camino, como si nadie tuviese derecho a buscar su propia felicidad, a permitirse el egoísmo. Se desgarra las uñas al aferrarse a la tierra mojada —empapada en sangre— del es lo correcto.
Por supuesto, no ve persona tan loca como para pedirle a Zura —a Zura, precisamente— que cuide Edo y guíe sus pasos. Como si él, con sus ideales férreos y sus métodos contradictorios, fuese el indicado para ser una especie de libertador. Pero es terco, como todo idiota que pisa el mundo —en su misión, su propósito—, no se mueve de la idea de liberar Edo de la opresión, oprimiéndose a sí mismo en el proceso. Es irónico, esa ironía que solo alguien como Zura podría lograr. No hace el bien pretendiendo el mal, no hace el mal pretendiendo el bien, Zura solo hace y en medio del efecto domino producido algo alcanza a la vez que la pelota le rebota en la cara. Es irónico, absurdo, como todo en él.
Takasugi es el extremo, el contrario. No hay compañerismo ni altruismo, solo metas propias. Se mutila a sí mismo a la vez que lo hace con el mundo —porque, bien o mal, forma parte de este— y parece ennegrecerse en su constante vaivén de ira y paz; el suave equilibrio que lo mantiene va inclinando la balanza a la vez que, sin pretenderlo siquiera, se va arrancando pluma a pluma las alas hasta que queda en el suelo, incapaz de aletear que sea un poco. Se desangra en la idea de cumplir, motivado por algo noble —el aprecio, el cariño, el anhelo—, pero oscurecido por una ira que crece, que va asemejando odio.
No comprende la oscuridad que lo consume, su insaciable necesidad de venganza. La manera en la que Takasugi se mueve —enfrentándolo todo— solo parece un camino directo a la soledad del alma, sin nada a su lado más que él, en el otro extremo el mundo. Es negro, oscuro como el abismo que le crece en el pecho con cada victoria y cada derrota. Es negro como un aullido nocturno.
Porque Takasugi es terco como una bestia, aúlla y gruñe sin ceder, sin dar un paso atrás. Tan testarudo como Gintoki, tan cabeza dura como Zura. Avanza sin mayores lamentos que los de su alma, que se desgarra. Pero no tambalea, no, porque no es lo que busca. Él busca cumplir, ganar; Takasugi no acepta perder en eso, no puede perder eso.
No acepta, ninguno lo hace. Aferrados, atados, incapacitados. Ninguno se moverá de ahí, ninguna alejará su espada de Edo. Porque ninguno, absolutamente ninguno, es capaz de ver más allá. A través de la guerra y las pérdidas, del dolor y la batalla, ninguno concibe algo que no sea alcanzar la luz que como polillas persiguen.
Y Sakamoto, rezagado —el que, de una u otra manera, no es ellos del todo— trata de entender. Trata, porque los estima y siente que debe hacerlo, pero es consciente a la vez de que da lo mismo. Incluso si entendiese no cambiaría nada, y él quiere volar. Con la frente en alto, las alas plegadas, la ilusión inconmensurable. Quiere volar, lejos.
—Gintoki —comprende y así como comprende, persigue sus propias convicciones—, quiero ir al espacio.
Espero les haya gustado.
Nos leemos. Bye.
