Disclaimer: Axis Powers Hetalia no me pertenece.


En este capítulo:

Advertencias: Menciones de rape y pron al por mayor, ah… Algunas cosas relacionadas con enfermedades que pueden parecer chocantes o asquerosas. No lean si no soportan leer sobre enfermedades venéreas.

Parejas involucradas: Gente/Hungría (?) En serio.

Palabras: 4,023

Resumen: Abrió la puerta cuidadosamente, viendo los rostros dormidos de algunos de los hombres que reposaban en las camas. Sus ojos verdes se voltearon hacia la camilla de Heinz. Aún estaba despierto, su lamparilla encendida mientras concentraba su mirada en el libro abierto frente a él. La cubierta roja del libro era demasiado familiar para la enfermera.

Sucesos históricos relacionados: Segunda Guerra Mundial, la historia de la Heroína de Trebon. De mi consideración, recomiendo no leer su historia si no quieren spoilearse todo... O casi todo.

Nota de autor: Buenas noches ya. Vengo con este fic bajo el brazo y que tal y como Picnic salió de pura casualidad al encontrar la historia precisa. Lo único que puedo spoilear es que la pareja principal de este fic es Prusia/Hungría, si bien no aparece en este primer capítulo, en los siguientes sí que lo hará y muy intensamente. Espero de todo corazón que disfruten mucho de este AU, agradecer a Pru por darme el título, ya que sin título un fic no es un fic.


¿Por qué tenías que llegar tú?


Estaba oscuro. Afuera la lluvia parecía no amainar, el barro cubierto de huellas desordenadas de los nazis que habían ingresado al recinto horas atrás. Y dentro del edificio, los largos cabellos castaños dejaban a la vista un rostro hermoso mancillado por los golpes, deformado casi, la sangre brotando de una herida en su mejilla, la piel tornándose de un triste tono lila alrededor de su ojo derecho. Por temor al dolor, la chica no abrió sus verdes orbes, sujetándose de la sábana para levantarse. Pero no pudo ponerse de pie pese a intentarlo varias veces. El dolor era punzante desde su vientre, la sangre caía lentamente en cada intento que hacía por levantarse, tiñendo el suelo de carmesí.

Sin ánimos de quedarse allí, derrotada, lo intentó una última vez, logrando al fin la ardua tarea que se había tornado algo tan simple como pararse en ambos pies. Las rodillas le temblaron, sus ropas destrozadas en el suelo recibieron nuevas gotas de sangre. Se desplomó sobre la cama, llevándose las manos al vientre y un poco más abajo, sintiendo la sangre teñir sus dedos pálidos. La puerta abierta dejó pasar el aire frío que venía desde el pasillo e hizo que el débil cuerpo sobre la cama se estremeciese.

La joven se deslizó sobre las sábanas, temblando de miedo y de frío antes de lograr coger entre sus dedos el resto de las ropas de cama y echárselas encima intentando aplacar el frío. Pero esa sensación no se iba, seguía en su interior, y aunque se cubriese con todas las mantas del mundo, ese frío interno nunca le dejaría, nunca abandonaría su cuerpo. Y las lágrimas que no se detenían, que corrían presurosas por sus mejillas, serían las últimas que derramaría por algunos años.


- ¡Tráiganle de inmediato! ¡Enfermera, apresúrese con eso!

La castaña parpadeó como saliendo de un sueño, notando la jeringa con la que estaba a punto de infundir el medicamento a su paciente. Respiró hondo y presionó hasta que el líquido en el interior de la jeringa desapareció. Retiró el instrumento, dejándolo en la bandeja para desecharlo pronto, y le dedicó una sonrisa fugaz al rubio de ojos azules que se removía incómodo en la camilla.

- Lo siento, Heinz. Regresaré pronto a ver cómo vas. – Susurró con un aire de complicidad, el joven sólo le sonrió desde su incomodidad.

La enfermera recogió la bandeja, desechando la jeringa en un depósito al pasar, apresurándose luego hacia donde unos jóvenes checos pasaban a un nuevo paciente desde la típica camilla militar a la que se le ofrecía, de sábanas blancas y pulcras. El rubio doctor la miró de pies a cabeza. La chica se estaba quitando los guantes para desecharlos y coger unos nuevos.

- ¿Ya acabó con Heinz? – Preguntó desde atrás de unos grandes anteojos.

Ella asintió, girándose hacia un aseado lavamanos. Dejó que el agua limpiara sus manos cansadas del trabajo, para luego secárselas con el papel higiénico dispuesto para tal acción.

- Se nos está acabando la morfina… - Soltó, poniéndose los guantes.

El hombre a su lado pareció hacer una nota mental.

- Recuérdeme telefonear a Praga para pedir más. – Pidió, aunque parecía más bien una orden.

La enfermera asintió, presentándose lista para el próximo paciente, que parecía más complejo de lo que se veía. Tenía una herida en la rodilla, que al examinarle el doctor con más detalle, notó la infección profunda y la necrosis que comenzaba a esparcirse por su pierna. El médico pareció meditar por unos momentos antes de espetar el diagnóstico. El soldado respiraba normalmente a los ojos de la enfermera, y al tomarle el pulso lo notó alterado, sólo un poco más rápido que lo óptimo. El doctor tragó saliva.

- Debemos amputar.

El soldado se removió; la idea obviamente no le agradaba, pero el doctor reafirmó su postura antes de que pudiese exclamar algo en contra.

- Si no lo hacemos, la necrosis te matará. De todas formas, la pierna ya no te servía.

Al ver la resolución del médico, el rostro de la enfermera expectante, el joven no pudo más que asentir y la operación comenzó. La castaña se apresuró a preparar la bandeja para el doctor, reparando en que ya habían agotado toda la anestesia. Por tercera vez en el mes.


La noche había llegado a cubrir el cielo de Trebon; la operación había dejado al soldado exhausto, dormido ya, y la enfermera acababa de hacer los registros del día, ordenados en perfecto alemán para el oficial que los revisaba una vez a la semana cuando enviaban las copias a Praga para respaldar los medicamentos y utensilios que pedían. La joven se levantó de la silla, dejándola ordenada para salir a hacer su acostumbrada ronda.

Atravesó los pasillos del hospital hasta alcanzar la sala en la que los pacientes que había atendido previamente descansaban de un largo día lleno de dolor, de nostalgia del campo de batalla, de heridas y curaciones. Abrió la puerta cuidadosamente, viendo los rostros dormidos de algunos de los hombres que reposaban en las camas. Sus ojos verdes se voltearon hacia la camilla de Heinz. Aún estaba despierto, su lamparilla encendida mientras concentraba su mirada en el libro abierto frente a él. La cubierta roja del libro era demasiado familiar para la enfermera. Se trataba de ese libro horrible escrito por quien tenía el mando del Imperio Alemán.

- Deberías descansar. – La castaña susurró, apoyando sus manos en el respaldo de la cama, su alemán se tornaba dulce y provocaba la sonrisa del joven recostado en la camilla.

Sus ojos azules destellaron en la penumbra de la habitación, dirigiéndose a los verdes de la enfermera. Y en ese brillo se dejaba entrever una invitación, un deseo oculto. La castaña apartó las sábanas suavemente y se levantó la falda hasta un punto que era más que impropio.

El rubio carraspeó cuando la enfermera se subió a la camilla, su peso cayendo sobre su cuerpo débil, pero sus manos no pudieron evitar dirigirse a los muslos carnosos que la joven ofrecía, tampoco pudieron evitar cerrarse en torno a los pechos voluptuosos, ni menos pudo evitar la entrada de su miembro libidinoso en la intimidad de la castaña. En silencio, dejando escapar apenas los suspiros, el alemán se introdujo nuevamente en las profundidades del cuerpo de la mujer que le ofrecía sus cuidados cada día desde su ingreso al hospital hacía una semana.

Desconocía por completo los peligros de lo que hacía, de lo que aquello conllevaría en el resto de su vida. Pero ella se balanceaba alegremente sobre él, dejándose devorar una vez más por los nazis a los que tanto odiaba.

- Elizabeta… - murmuró él, apenas, su voz perdiéndose en el aire frío que les rodeaba.

El alemán continuó con sus estocadas firmes, cómo habría deseado cogerse a aquella checa en otro lugar donde realmente pudiesen disfrutar del momento… Y entre las camillas del hospital checo, dejó que su semilla se perdiese en el cuerpo de la castaña.


Frente al espejo, la joven dejó escapar un suspiro. Su espalda ya presentaba algunas de las erupciones características de la enfermedad, la herida en su entrepierna era dolorosa, pero siempre lograba escaparse con algún medicamento del hospital para calmar el dolor. ¿Por qué no se había tratado? Porque tenía que cobrar todo lo que había sufrido. Ya llevaba un par de días acostándose con ese asqueroso rubio de Heinz, con lo que aseguraba que la transmisión ocurriese. Pero no era nada relevante aún. Debía transmitirle ese frío interno a alguien más, alguien que realmente se viese perjudicado por lo que le ocurría.

Deslizó la toalla humedecida por sus piernas, subiendo lentamente y anticipándose al dolor, al ardor de la herida. Pero pensando en lo que haría lograba deshacerse del dolor, sus labios se deformaban en una sonrisa llena de venganza.


- ¡Oberscharführer Biesel! – La fuerte voz alemana sacó a la castaña de su ensoñación diaria, volteándose para observar al nuevo paciente que ingresaba a la habitación.

Se trataba de un joven muy alto, ya que sus pies sobresalían de la camilla, de cabellos tan rubios como los de todos los pacientes en aquella habitación, pero de ojos de un celeste translúcido hermoso. Él debía ser la materialización perfecta de las ideas de Hitler. O aún mejor dicho, él debía ser la inspiración de todo aquello que decía en su libro sobre los arios. El joven que le acompañaba era otro alemán, de cabellos algo más oscuros y rasgos mucho menos finos, su uniforme cubierto en la sangre de su superior, ella lo notaba en las diferencias en los galones en sus hombros. El doctor abrió la camisa del paciente, dejando a la vista la herida donde se alojaba una bala, probablemente había desgarrado algún órgano al incrustarse en su vientre.

- Rottenführer Fischer, retírese por favor. – El doctor intentó apartarle, pero el joven insistió en quedarse junto a su superior. El rubio doctor decidió ignorarle y continuar con el procedimiento. – Enfermera, debemos extraer la bala.

Elizabeta se puso los guantes nuevos y llevó su bandeja hasta la camilla donde reposaba el tal Biesel. La castaña observó ese vientre perforado y sangrante. Cómo deseaba que simplemente muriese desangrado…

- Doctor, necesitamos transfusión. – Declaró.

El médico la observó a través de sus anteojos y asintió.

- Encárguese. Es tipo B, positivo.

Presurosa, corrió a coger la sangre indicada. Qué tentación de transfundirle sangre tipo A y ver cómo se moría cuando su sangre se coagulara. Pero la venganza ya llegaría, cuando por la noche se le ofreciera y él aceptase sin titubear. Esos hombres de guerra debían aprender a decir "no" al sexo; ya se quejarían en un año o un poco más por no tener cuidado con lo que hacían, cuando el cuerpo se les paralizara y se volvieran dementes por completo, y aunque ella no estaría allí para verlo, seguramente se enteraría de la muerte de aquellos que la habían tocado. Regresó con la pequeña bolsa, instalándola y preparando la mariposa para transfundirle la sangre a las venas. Una vez que la sangre comenzó a transfundir, centró su atención en lo que hacía el médico, preparándose ahora para anestesiarle y sacar la bala. Elizabeta le ofreció el pequeño frasco con la anestesia y esperó la siguiente orden.


Nuevamente la noche cubría el cielo sobre el hospital, la enfermera ya había acabado, sin embargo, su registro y ahora descansaba en una de las bancas en la recepción del hospital. Frente a ella, el soldado del uniforme ensangrentado limpiaba su revólver. La joven suspiró, llamando la atención del alemán, que la miró con sus ojos café claro, recorriéndola de arriba abajo como si hubiese dicho alguna insolencia, el ceño fruncido… Pero Elizabeta ya sabía lidiar con los nazis.

- Rottenführer, tenemos uniformes limpios en la bodega. – Soltó, mirándole y señalando el uniforme ensangrentado. – Si gusta puede acompañarme. – Con su alemán suave, cautivaba al cabo, su voz le seducía a seguirle por el pasillo hasta la pequeña bodega atiborrada de uniformes para los soldados que fuesen dados de alta en buenas condiciones.

El rubio se guardó el revólver en el cinto antes de acompañarla, ella iba siempre adelante, deteniéndose sólo cuando alcanzó la puerta indicada. Con una llave pequeña la abrió y entró al estrecho cuarto. El cabo le siguió y entró tras ella. La castaña se giró y cerró la puerta con llave desde dentro.

- Rottenführer, ¿no le gustaría olvidarse de sus problemas por unos minutos? – Dicho esto, la enfermera se levantó la falda hasta las rodillas; el cabo pudo observar las piernas pálidas, y sin decir nada, la acorraló contra la estantería en la que descansaban doblados los uniformes de las SS.

Le besó en los labios y le alzó una pierna por sobre la cadera, bajándose apresuradamente los pantalones. Elizabeta señaló la chaqueta ensangrentada, y el rubio se la quitó tan rápido como pudo, dejándola caer al suelo polvoriento junto con su camisa. La castaña sonrió al ver el tatuaje en la axila del joven, en el que se remarcaba una pequeña "A": el tipo de sangre del hombre. Casi todos los que se habían enlistado en las SS llevaban un tatuaje así, para poder transfundirles la sangre correcta en caso de que no portaran su placa de identificación. Sus labios se fundieron en un beso apresurado, los ojos verdes de Elizabeta cerrados tranquilamente, dejando que el otro tocase sus piernas y la alzase contra la pared para incrustarse en ella. La joven soltó un gemido suave al sentir el miembro del alemán llenar su interior, dejándose conducir por él en la acción monótona que según ella era el sexo.

- Oh, Rottenführer… - La joven castaña se dejó llevar por el ritmo que le imponía el cabo, deshaciéndose para él en suspiros, sus cabellos escapando uno a uno de su elaborado peinado, cayendo en un éxtasis del que sería difícil sacarla.

Y debía reconocer que este segundo amante nazi suyo era bastante más ardiente y hábil que el jovencito de Heinz. El rubio le presionó más contra la pared, introduciéndose de tal manera que golpeaba los puntos precisos, que le conducía al cielo con la dureza de su miembro, que le hacía olvidar lo que en realidad estaba haciendo…


- ¿Volverás por mí, mi Rottenführer? – Las palabras quemaban la garganta de Elizabeta, su mano sobre el pecho del cabo, que la miraba intensamente.

- Albert… - Murmuró él, sus ojos cafés posados en la mirada verde de la enfermera. – Rottenführer Albert Fischer.

Y eso confirmaba que había caído en su trampa.


Tras asegurarse de que Albert ya había dejado el hospital, comenzó la ronda nocturna como acostumbraba. Pero esta noche no comenzó en la habitación de Heinz; se dirigió directamente a la del Oberscharführer Biesel, una sonrisa cruel en sus labios. Era el primer oficial con el que lo intentaría y eso la ponía ciertamente bastante más ansiosa que de costumbre… Vacilando un poco, alzó la lamparilla que llevaba encendida y observó cómo las gotas de sangre seguían transfundiéndose tranquilamente. Elizabeta desvió la mirada para descubrir la translúcida posada en su rostro.

- Oberscharführer… - Temerosa, alzó la mano derecha imitando el saludo que solía ver que los soldados realizaban ante sus superiores. – Sieg Heil…! –Pronunció en voz baja, esperando no despertar a alguien más.

Él contestó lentamente, alzando apenas su mano derecha, sus cabellos rubios algo desordenados por el tiempo que llevaba recostado sobre la almohada.

- Heil Hitler… - Bajando su mano, observó el rostro de la enfermera, cerrando los ojos luego y volviendo a recostarse. - ¿Ha visto a Fischer?

Elizabeta se sonrojó levemente. Gracias a todo lo sagrado, el alemán no le miraba, sus ojos cerrados al aguardar la respuesta.

- Le oí decir que se retiraba al campo de batalla. – Musitó.

Biesel ladeó la cabeza hacia ella y le miró con ojos penetrantes, translúcidos de poder y liderazgo. Era una mirada especial que Elizabeta sabía siempre recordaría.

- Scheiße... – Murmuró el sargento, sus ojos aún posados en la enfermera, que parecía querer decir algo. – Habla.

Elizabeta parpadeó.

- Me preguntaba si se siente bien. ¿Siente dolor, Oberscharführer? – Preguntó en su suave alemán, su voz bajita para no interrumpir el sueño de los otros rubios que descansaban en las camillas contiguas.

- Nein. – Bufó el suboficial, tragando saliva al desviar su mirada de la mujer.

La joven ya sabía que sería difícil hacerlo caer, lo notaba en todo él. Heinz, Albert… Ellos estaban dispuestos a meterse con ella, pero era difícil con alguien que veía la guerra con otros ojos, alguien como Biesel, que ni por asomo mostraba alguna debilidad por la figura femenina, por alguien como ella… No, probablemente era alguien que aspiraba a casarse con una joven rubia de ojos celestes, con alguien que calzara con la imagen de la mujer perfecta para el régimen. Pero Elizabeta confiaba en la debilidad de la carne. Que si bien la mente puede estar cerrada a algo como eso, la carne… La carne espera por la oportunidad. Y ella estaría cerca cuando los deseos del suboficial brotaran y clamasen por tenerle a su lado, sobre él, bajo él, daba igual.

- Si me necesita, estaré en la sala contigua. Sólo haga sonar la campanilla. – La enfermera recalcó, sus dedos señalando la campana dorada que reposaba en la mesa de noche.

El suboficial sonrió. Ella sabía que se estaba ganando su confianza.


La castaña volvía a pararse frente al espejo, contemplando su desnudez. Volteó y observó su espalda. Un par nuevo de erupciones aparecían, dibujando en su piel algo semejante a un mapa de islas caribeñas. Con un suspiro, cogió la jeringa e introdujo la aguja en su nalga, inclinándose. Sentía cómo el líquido ingresaba en su cuerpo, la penicilina bendita que disminuiría una vez más los síntomas, que haría desaparecer las lesiones sin eliminar del todo la enfermedad. El chancro en su entrepierna había desaparecido por completo… Pero eso sólo le causaba más miedo, más frío interno, ya que la primera etapa había acabado.


Las semanas pasaban rápidas en el hospital. Elizabeta ayudaba a fregar los pisos, a hacer las camas de los heridos, a cuidar de los pacientes, a cambiar vendajes… Y todo era monótono en aquel recinto. Sus fechorías pasaban, invisibles ante los ojos de todos excepto de los implicados; Elizabeta y sus amantes. Pero la gente del pueblo comenzaba a sospechar y cuando se dirigía a comprar el pan para la cena, podía escuchar cómo la llamaban en checo. Se rumoreaba que estaba saliendo con Rottenführer Fischer. Que se acostaba con él, y quizá con cuántos perros nazis más. Hacía oídos sordos. Todos se callaban cuando caminaba calle abajo junto al cabo; las sonrisas, las miradas que se regalaban, alimentaban el comidillo del pueblo. A ella le daba igual, mientras no supiesen lo que hacía dentro del hospital. Que ya tenía tres amantes dentro y a Fischer fuera, usándolo como pantalla para que nadie se diese cuenta de sus acciones reales.

- Eso es un chancro. – La voz del doctor Lehmann le puso los pelos de punta a Elizabeta. La hizo tragar en seco y casi atragantarse a la vez. - ¿Has mantenido relaciones con alguna mujer en el último tiempo?

Ella se detuvo, se quedó plantada casi al alcanzar la puerta de la que provenía la voz del rubio médico; podía imaginar sus bigotes, su mirada tras los anteojos gruesos, su barba recortada, su estatura imponente. Pero la voz que respondería no la imaginó hasta que el otro contestó.

- Antes de recibir la bala estuve con una checa. – Elizabeta respiró hondo. Se trataba de Heinz. Y para nada sospechaba de ella, tal como imaginaba. ¿Quién iba a dudar de una enfermera que aparentaba ser más sana que un roble?

- Te trataremos con penicilina, no te preocupes, Heinz. – La voz del médico sonaba suave tras el diagnóstico duro.

Pobre y jovencito Heinz…. Aunque… ¿Penicilina? La castaña parpadeó y se llevó las manos a los labios. Se había llevado la caja completa. Las veinte dosis. Retrocedió en falso, chocando con algo o alguien. Se volteó lentamente. Era Fischer. ¿Pero por qué estaba allí?

-Rottenführer Fischer… Qué susto me ha dado… - La chica le miró con ojos nerviosos. Él lo notó.

- ¿Cotilleando tras la puerta? Eso no se hace, enfermera. – Le reprochó, deteniéndose al ver que ella seguía seria y con cara de haber visto un fantasma. O peor. – Elizabeta… ¿Es algo grave?

Ella negó con la cabeza, retrocediendo en la otra dirección y golpeándose con algo más ahora. Sus ojos voltearon hacia el otro. Oh. El doctor Lehmann.

- ¿Elizabeta? ¿Rottenführer? ¿Qué hacen ustedes dos aquí…? – Su mirada celeste, dura, paseó entre ambos.- … Elizabeta, estás pálida. – Notó, acercándose a ella y cogiéndola por la barbilla. – Ven, te examinaré.

- N-Nein…. No es nada, doctor. – Ella volvió a negar, ahora con fuerza, soltándose del agarre de la mano pesada del médico y retrocediendo nuevamente por el pasillo. – Sólo debo… descansar un poco.

Fischer la miraba asustado, el doctor parecía que iba a regañarle. Y Elizabeta prefirió perderse en las escaleras, la caja de penicilina girando en su mente peligrosamente. Si se enteraban… Si se enteraban… Su cabeza rodaría antes de siquiera acabar con la vida de un nazi.


- Doctor. Tengo que hacerle una consulta. – Fischer habló, bajando la mirada algo apenado. La verdad era que el tema le era algo incómodo, sobre todo pensando en la relación que tenía con Elizabeta, de la que obviamente no podía revelar nada. – Tengo una herida extraña en…

El doctor le miró a través de sus anteojos gruesos, el color de sus ojos difuminándose en los cristales.

- Creo que adivino. Y si es así, no eres el único.


- Oberscharführer Biesel…

- Elizabeta, no admitiré quejas de tu parte. – El rubio mordió con suavidad el cuello de la mujer, sus manos intentaban arrancarle el vestido desde arriba, buscando los senos voluptuosos bajo la tela delgada de su vestido.

- No me quejaré, Oberscharführer… - Suspiró ella, sus manos recorriendo el borde del pantalón ajeno.

El alemán la mantuvo contra la pared fría del cuarto de baño, las vendas en su vientre a Elizabeta le parecían perfectas en él; le excitaban más y más aún. Suspiró con fuerza cuando el suboficial cogió sus pechos en sus manos grandes y pesadas. Esto era diferente al tacto de Heinz, al de Fischer y al del nuevo: Sturmmann Zimmer. Esa mirada traslúcida de Biesel, aquel que en algún momento creyó que no caería en sus encantos, ese poderío, ese liderazgo nato de sus ojos, le dominaba cada vez que entraba a la habitación. Y ese susurro de alemán fuerte en su oído, tan posesivo…

- He visto cómo te mira Zimmer. – Y el alemán rozaba su entrepierna con el bulto endurecido en su pantalón.

Elizabeta le desabrochaba la prenda y Biesel se dejaba encantar por la belleza, por la sensualidad de esos ojos de intenso verde, que le conducían casi magnéticamente a introducirse en ella. Con un gruñido y un gemido ahogado se saludaron, olvidando a Hitler, a las SS, a las labores del hospital, a todas las heridas, a todo el dolor para entregarse el uno al otro entre las cuatro paredes del cuarto, el sudor de Biesel contrastando con los jugos que surgían del interior de la castaña. ¿Qué importaba la raza aria si podía cogerse de todas formas a esa enfermera tan seductora y deliciosa? ¿Qué importaba la venganza…? No. La venganza sí importaba. Y vaya que importaba. Elizabeta soltó una carcajada que había ahogado, sí… Igen. Vaya que se las había apañado ahora. ¿Qué dirían en Hungría cuando se enteraran de que ella, una húngara, se había hecho pasar por checa, se había contagiado de sífilis y la estaba esparciendo por cada oficial que veía en el hospital en que trabajaba para los nazis? Esa sí que estaría buena.

Dejó que el suboficial acabase dentro de ella, con una sonrisa de satisfacción.

- Lo siento si le ha dolido la herida, Oberscharführer. – Respiró hondo, la sonrisita pegada a los labios.

Biesel omitió una respuesta y en cambio le besó los labios.


Con un gran estruendo las puertas se abrieron; un joven rubio de ojos celestes ingresó a la sala acarreado en la camilla por los checos que solían realizar aquella función. Para Elizabeta era uno más, hasta que Biesel levantó su mirada perdida y señaló al joven que entraba con una pierna completamente ensangrentada, que parecía que algo le había explotado encima, pues su pantalón estaba muy a mal traer, y él mismo estaba cubierto de polvo checo. El pobre nuevo paciente gritaba como si la vida se le fuera en ella; pidiendo ayuda a punto de desfallecer.

- ¿Sturmbannführer Beilschmidt…? – Musitó Biesel.

Elizabeta sonrió, conociendo ya por Fischer cada rango existente; y ahora, como por milagro, le caía en la sala ni más ni menos que un oficial superior. Entusiasmada internamente, observó al doctor Lehmann correr en dirección a la camilla en que instalaban al nuevo paciente y decidió que era hora de ponerse los guantes.