Al caer, esperaba el resultado de su insensata expedición. No quería perder la única oportunidad que tenía ante él. Le había tomado un largo tiempo alcanzar esa zona casi imperceptible, cargada con una energía que no debería existir en este mundo. El joven rubio había vendido todas sus pertenencias y cortado comunicación con cada uno de sus nuevos amigos. El objetivo era llegar a ese punto del mapa, volviendo al lugar donde había finalizado una misión hace apenas unos meses… Tal vez las tormentas lo atraparían antes de poder llegar a la cueva en los páramos donde había sentido ese ligero impulso que le recordaba la razón de su permanencia en este mundo vano, superficial y carente de significado.
La Puerta.
Podía sentir resquicios de la Puerta dentro de la cueva.
Al principio, había sido un impulso muy débil, pero día tras día la sensación aumentaba dentro de su pecho, impidiéndole dormir. Con los años, él ya se había resignado y a sobrellevar la situación: la alquimia no era posible en este mundo y no había forma de regresar. Pasó casi tres años buscando por cualquier pista, cualquier indicio, cualquier trozo de esperanza… sin resultados. Leyó mucho sobre las últimas novedades científicas, pero, al descubrir la imposibilidad de forzar las leyes de la física, se había rendido… hasta ahora.
¿Cómo seguiría con su vida si se resignaba antes de intentar una vez más?
Tenía que levantarse y caminar. Era la razón para tener piernas, ¿verdad?
Sus miembros prostéticos complicaron el viaje a la cueva. Los apreciaba mucho porque eran los mejores artefactos disponibles en Europa, pero no podía olvidar la eficiencia de su automail. Más ahora que se enfrentaba a un terreno demasiado irregular. Tristemente, el peso de su maleta no le ayudaba en nada. El joven sudaba copiosamente, desafiando al viento gélido que soplaba en esas alturas.
El sol ocultándose tras las montañas le indicó que era tiempo de descansar. La luna llena empezó su viaje por el cielo nocturno. Recostado sobre una roca plana, alzó su mano izquierda hacia las estrellas. Se preguntó si las constelaciones serían las mismas que su hermano menor vería en una noche estrellada como esta. No podía recordar si era así.
– Espero que funcione, Al – murmuró.
No tenía un plan concreto para cuando entrara a la cueva. La sensación de la Puerta llamándolo quemaba su pecho y se incrementaba a cada segundo. Sin embargo, no había practicado nada relacionado con alquimia en años. Recordaba la teoría, pero al no tener medios para ponerla en acción, temía que sus habilidades hubieran decaído con el tiempo. Esperaba que un plan instintivo surgiera de su cabeza cuando fuera necesario, pero no podía contar con ello. Se había ido ya los tiempos en los que Edward Elric, el Alquimista de Acero, salvaba el día con ingenio e instinto.
Pero ya no podía esperar más. Respiró profundamente y entró a la cueva con pasos firmes. Obscura, estrecha y húmeda, no era un ambiente acogedor en absoluto. A él no le importó: esto no era nada en comparación con la noche que había inaugurado el caos en su existencia, así que siguió caminando.
De repente, una luz cegadora surgió del suelo. Era un círculo de transmutación que él jamás había visto… pese a su simplicidad. La luz se apoderó del estrecho recinto y él sintió al suelo desaparecer bajo sus pies. Gritó desesperadamente, tratando de encontrar algo con qué sostenerse. En unos instantes, una fuerza desconocida lo arrastró a lo desconocido.
