Disclaimer: Ningún personaje de Fullmetal Alchemist me pertenece.
1/26 - Total de capítulo sobre el total de capítulos de la historia (Epílogo incluído).
Heme aquí de regreso, otra vez. Hola a todos, ¿cómo están? Espero que bien. Y me disculpo, de antemano, por haberme demorado tanto en comenzar a subir esta nueva historia, pero finalmente pude comenzar a hacerlo y aquí está. Y ojalá que les guste también. Antes que nada, quiero aclarar, para quienes no leyeron nunca una historia mía o simplemente para recordarle a los/las que sí lo hicieron y lo hacen, que yo actualizo TODOS los días. Un capítulo al día, religiosamente. Y eso es algo a lo que me atengo de principio a fin. Así que pueden tener la certeza de que la historia será completada y en el período de tiempo equivalente al número de capítulos escritos arriba.
Además, quisiera señalar que en esta historia, y debido a que decidí ir entrelazando dos momentos en la historia de los personajes, los capítulos son un poco más largos y la historia más progresiva y por ende quizá más lenta. Aún así, espero que la disfruten y sepan tenerme paciencia. =). Desde ya, muchas gracias por darle una oportunidad a mi humilde historia y por el solo hecho de leerla. Y, si no es mucha molestia y se sienten inclinados/as a dejarme un reviews, me encantaría saber lo que piensan y qué les parece, dado que me anima mucho a seguir escribiendo. En fin, gracias. Y ojalá sea de su agrado. ¡Nos vemos y besitos!
Cosas que dejamos atrás
I
"Lluvia"
Inhaló suavemente, muy lentamente, como si algo fuera a romperse en algún lugar de no hacerlo. ¿Qué? No sabía. No sabría decir si el silencio asfixiante de entre las cuatro paredes o el escaso aire que parecía haber allí o quizá algo en su propio interior. Pero de tener que hacer una rápida decisión, diría que la última. Que era posiblemente algo en su interior lo que se rompería, o quizá ya lo había hecho. Y temía que el filo de los fragmentos rotos la dañara un poco más, si algo así era remotamente posible. Con todo, estaba viva, a pesar de las probabilidades, y respirando, aunque con dificultad, sintiendo el aire descender por su dañada y posteriormente reparada tráquea. Dolía un poco, no lo negaría, aún con los vendajes que cubrían la herida recién suturada; y un poco al respirar. Especialmente respirar. Pero poco recordaba de una vida sin dolor, y por ende debía significar que lo estaba. Viva, eso era. O de lo contrario no sentiría nada.
Suspirando, mantuvo sus ojos caramelo en el blanco e insulso techo. Quieta, inmóvil. Con su espalda contra el amarillento colchón de la cama del hospital y sintiendo la punta de algo punzante removerse bajo la piel de su muñeca. Sus dedos, rígidos, aferrando las sábanas blancas que cubrían parcialmente su cuerpo hasta la cintura, trazando pliegues sobre éstas. Clavando sus uñas, en vano, en la tela áspera y acartonada. Incapaz de moverse o ladear la cabeza para reconocer la presencia de una segunda persona en la habitación, a su derecha. Aun así, podía verlo sentado en la suya, e inmóvil también, con las manos vendadas y cerradas en puños sobre su regazo. Una bata verde pálido sin mangas. Y su rostro dirigido al frente, mirada perdida en el silencioso espacio. La boca de ella se tensó en una fina línea.
Llevaban tres días allí, desde que todo había concluido, y aún en el breve período de tiempo no había sido capaz de pasar más allá de las breves conversaciones casuales y dirigirse al tema que obviamente ambos intentaban bordear, al menos por ahora. Al menos hasta que les fuera posible. Y se habían vuelto tan condenadamente buenos en hacerlo, en bordear los centros, en eludir las cosas que eran importantes aunque accesorias que encontraba ahora el hábito particularmente difícil de romper. Por lo que generalmente permanecía un instante más así, recostada y recordándose de cómo respirar e intentando no hacerlo demasiado porque dolía, hasta que él se percataba de su estado de conciencia. Entonces decía algo cotidiano e intrascendente como "buenos días" y ella asentía y replicaba con lo mismo, voz contraída y seca e intercambiaban un par de palabras más. La mayor parte de ellas igual de irrelevantes o mera cortesía, y entonces se acostaba una vez más y fingía dormir. Porque encontraba que mirarlo era particularmente doloroso, especialmente sus ojos.
Vacíos. Huecos y distantes. Despojados de su luz. Descoloridos y apagados. Los ojos de quien había ambicionado ver el futuro. Los ojos que habían perdido esa posibilidad. No... Porque perdido implicaría algo que no era. Era inexacto usar esas palabras. Arrebatado era más acertado. Y apropiado. Si... Absolutamente más apropiado. Inhaló una vez más, sintiendo el ardor al deslizarse la brisa por las paredes internas de su garganta y encogiéndose ligeramente ante éste. Sus dedos enterrándose aún más en las sábanas.
Él, al otro lado de la habitación, en otra cama completamente distinta y aún en posición sentada, exhaló –como si lo hiciera por ella, comprendiendo el malestar que le implicaba hacerlo- y ladeó parcialmente la cabeza en la dirección que sabía se encontraba. Aunque sin fijarse en nada. No podría hacerlo, así lo quisiera, de todas formas. Había creído que habría oscuridad tras sus párpados, una negrura infinita como la percibida al dormir. Y probablemente habría sido capaz de lidiar mejor con algo así. Pero no había negrura, o sensación de materialidad alguna, o nada. No había nada, de hecho. La nada misma materializada tras la fina capa de piel que eran sus párpados y que ahora encontraba particularmente inútiles. Absolutamente nada que contemplar o no hacerlo. Aún así, elegía mantener sus ojos la mayor parte del tiempo cerrados, sólo porque sabía que lo que fuera que se viera de ellos alteraba a su teniente primera y eso era algo que quería evidentemente evitar.
No era que Hawkeye hubiera dicho algo al respecto. Pero él la había oído de todas formas, inhalar bruscamente cuando atisbaba siquiera a vislumbrar por un segundo sus ojos. Cada vez. Y el sonido de algo enterrándose en las sábanas y plegándolas. Podía imaginarlo, aún cuando no podía vislumbrarlo, los dedos largos y delgados y ásperos de ella aferrándose con firmeza a la cama bajo suyo por algún tipo calma. Podía sentirla allí, con él, en el mismo cuarto. Y en ocasiones permanecía la noche entera despierto sólo oyéndola respirar, ahora que podía oírla (como nunca antes lo había hecho), ahora que Hawkeye había vuelto a respirar. Y pasaba el día entero percibiendo cada sonido proveniente de ella, cada suave carraspeo de dolor y cada inhalación y exhalación y cada movimiento. Intentando correlacionar sus movimientos con las expresiones que recordaba de ella, en vano. Oírla difícilmente era como leerla, pero suponía que no habría más remedio para él que empezar a practicar y aprender cada sonido y descifrar por qué existía en ese preciso momento.
Lo que más odiaba de las circunstancias, apartando lo obvio, era no poder ver su expresión como antes. No poder verla en absoluto —Buenos días.
La imaginó asintiendo secamente y oyó —Buenos días —antes de perfilar su rostro más adecuadamente en la dirección de la que provenía el sonido. La voz. Que aún a pesar de los años le proveía cierta familiaridad y confianza.
—¿Cómo te encuentras? —inquirió, sabiendo de antemano qué respondería a su pregunta. Siempre respondía lo mismo, después de todo, aún cuando él podía oírla respirando entrecortadamente por las noches y estaba seguro que Hawkeye lo sabía.
Se llevó una mano al vendaje en su cuello, cubriéndolo con la mano. Y reconociendo la acción inútil al instante. Él no podía verla. No podía ver nada. Su expresión se tornó distraída, y con lentitud volvió a posar su mano en su regazo, ahora que ella se había sentado también, sus ojos caoba perdidos en el espacio delante suyo —Perfectamente, coronel —su voz hueca. Carente de alguna certeza y firmeza real. Estaba diciendo las palabras de memoria y lo sabía.
—¿No te duele? —insistió.
Riza lo observó de reojo, apretando los dientes y tensando la mandíbula, y negó suavemente. No podía evitarlo, aún cuando el gesto no significara más nada —No es nada, realmente. Estaré bien.
Roy asintió —Es bueno oírlo —ladeando la mirada en la dirección opuesta, hacia la ventana que sabía se encontraba junto a la cama de él, poco más allá de la mesita auxiliar. La misma por la que sentía en ocasiones la calidez de los primeros rayos del sol, los cuales caían sobre él en aquel preciso instante. Aún así, preguntó—. ¿Cómo se encuentra el clima, teniente?
—Agradable, coronel —aseguró, mirando a través del cristal también, para luego observar la parte de atrás de la cabeza de él. Su expresión seria decayendo a una de tristeza. Había sucedido, realmente había sucedido. Estaba ciego. Sus uñas se clavaron en la palma de su mano—. No hay señales de que vaya a desmejorar.
Otro gesto de asentimiento —Es bueno saberlo también, teniente. Como sabe, no soy particularmente un hombre afín al clima lluvioso.
Habría sonreído en otra ocasión, frente a la auto-proclamación de su superior de ser un inútil bajo la lluvia, pero dadas las circunstancias no encontraba la capacidad para hacerlo. No con él en ese estado, especialmente por culpa de ella y su incapacidad de protegerlo —Así es, coronel. No lo he olvidado.
—Eso pensé. Después de todo, me lo recuerda seguido, teniente —sonrió. Aún así, ella no pudo suavizar siquiera su propia expresión. Sus hombros tensos. Y él debió de alguna forma u otra percibirlo, porque suspiró y se volvió en su dirección nuevamente—. Preferiría que no me tengas lástima. De todas las personas, tú deberías saber mejor que nadie que no es algo que necesite o desee. Me encuentro bien.
Separó los labios, insegura de tener palabras para responder. Lo sabía, Roy Mustang era un hombre orgulloso, en ocasiones demasiado para su propio bien, y ella sabía y había sabido perfectamente que su superior jamás desearía lástima de nadie, menos aún de ella. Especialmente de ella. Después de todo, lo conocía mejor que nadie, mejor que sí misma y podía leerlo como a un libro abierto. Pero no era lástima lo que él había interpretado como tal. Era un duelo. El duelo que él parecía rehusarse a hacer por lo que había perdido. Por la luz de sus ojos y su futuro y la ambición por la que tanto había trabajado y por la que tanto había sacrificado hasta entonces. Es cierto que existe la posibilidad de que un día muera en la calle como basura... pero aún así deseo convertirme en la piedra angularde esta nación. Seré feliz si puedo protegerlos a todos con mis propias manos. Siento haberte contado mi sueño tan infantil. Sus labios se presionaron firmemente en una tensa línea, cerrándose nuevamente. El solo recuerdo de aquella expresión que había tenido frente a la tumba de su padre, aquella mirada ingenua e idealista era más que suficiente para constreñirle a Riza un nudo en el estómago.
Finalmente se forzó a decir algo, pero el tono de tristeza alcanzó sus palabras, aún cuando intentó mantenerlo al margen —Tus ojos... —su superior se tensó en su propia cama. Su mano, con sus dedos índice y medio más extendidos que el resto, viajó hasta sus ojos. Las yemas de ambos posándose en su ceño.
Habían estado eludiendo la conversación, y lo sabían. Cuando ella lo había interrogado por primera vez, él solo la había cuestionado por sus heridas, y luego preguntado si aún podía pelear. Aún habían estado en medio de una situación crítica, después de todo. En medio de la batalla durante el día prometido y lamentarse entonces no sólo habría sido egoísta e imprudente sino que podría haber resultado en un riesgo para la vida de ambos también. Ella lo sabía perfectamente y él lo había hecho también. Además, Roy Mustang nunca había lidiado bien con la sensación de impotencia y de sentirse inútil y se había rehusado a hacerse a un lado y no ayudar. Él había sido uno de los que lo había comenzado todo, al fin y al cabo, y no podía sencillamente relajarse y dejar que todos hicieran el resto. No podía quedarse sentado y de brazos cruzados aguardando resultados. No era su estilo, mucho menos su naturaleza, y ya había sido bastante inútil en la guarida de aquel llamado Padre por los homúnculos para continuar siéndolo por el resto de la batalla. Así que había tomado prestados los ojos de ella, sus ojos de halcón, si bien por un instante y había luchado, como siempre, con su teniente primera a su lado.
Ahora desvanecido el frenesí de la batalla, nada de eso tenía importancia o valor alguno. El que hubiera perdido sus ojos era un hecho irrefutable, uno con el que eventualmente tendría que lidiar. Pero de momento, por el instante, sólo quería sentarse allí y oírla respirar. Saberla viva. Y recordar cómo había lucido cuando aún había podido vislumbrarla con sus propios ojos —Si... Es un imprevisto, ciertamente.
Y ella iba a decir algo, responderle que estaba minimizando los daños, que estaba postergando lo inevitable y que no necesitaba actuar de esa forma. No frente a ella, que ya lo había visto derramar lágrimas en el pasado. Como si tuviera todo en absoluto control, como si no hubiera nada de que preocuparse o que repensar. Pero no pudo. Las palabras se atoraron en su dolorida garganta cercenada. Y recientemente reparada. Y en ese instante la puerta se abrió. Dejando paso a una joven enfermera que cargaba una bandeja con comida para su superior únicamente. Hawkeye no podía tragar nada aún, después de todo, así que toda alimentación requerida para vivir era suministrada por vía intravenosa a diferencia de él que recibía su dotación de comida cada día.
La joven saludó amablemente —Buenos días—depositó la bandeja en la mesita junto a la cama de él, revisó todo y se marchó. Cerrando la puerta tras de sí sin más palabras que un breve y conciso, "luego vendré a buscar la vajilla", para finalmente desaparecer. Roy, deslizando sus piernas y colgándolas al costa de su cama, tanteó por el tenedor y suspiró. Sonrisa en los labios cuando finalmente halló el plateado objeto.
—Aparentemente, teniente. La ceguera es una cualidad que aleja a las mujeres —no era tonto, después de todo. Había notado, sin lugar a dudas, cómo las enfermeras ya no coqueteaban con él ni le dirigían más que breves palabras amables de cortesía. No las culpaba, por otra parte, ¿qué mujer en su sano juicio querría involucrarse con un hombre dependiente que debería cuidar siempre debido a su incapacidad? Aún con su apariencia atractiva y aún con su título estatal y su posición en la milicia (la cual probablemente no podría mantener tampoco) continuaba siendo sólo un hombre de 30 años, no necesariamente joven, y ciego.
Ella lo observó por un segundo intentar torpemente pinchar un trozo de carne con el objeto y suspiró, hombros abatidos —Apreciaría que no haga ese tipo de comentarios, coronel.
Él se detuvo, sin haber aún pinchado nada de su alimento, oyendo el sonido de sábanas deslizándose y del peso de un cuerpo variando sobre el colchón y luego el sordo sonido de un par de pies descalzos entrando en contacto con el suelo. Uno,dos,trespasos. Seguido del sonido de un par de ruedas detrás. Probablemente de aquello que sostenía el suero de su teniente primera. Finalmente, se detuvo frente a él. Unos largos y delgados dedos cubriendo los anchos de él —Por favor, permíteme.
Él asintió, y dejó ir el tenedor. Resintiendo la ausencia del calor del contacto de la mano de ella sobre la suya en el instante en que Riza se retrajo, sosteniendo el objeto en manos. Sus ojos caoba escaneando el plato por el mejor trozo de carne —Abra la boca, por favor.
Obedeciendo, separó sus labios con cautela y permitió el ingreso del alimento que ella le proveía. Masticando y tragando con calma. Una arrogante sonrisa en los labios —¿Sabe, teniente? Si hubiera sabido que consentiría esto, hubiera usado la carta de la incapacidad mucho tiempo atrás-
Su comentario interrumpiéndose cuando otro trozo de alimento fue bruscamente introducido en la boca de él, forzándolo a silenciarse. Aún cuando no podía verla, imaginaba que su teniente primera estaría dedicándole una mirada de dureza, claramente poco complacida con sus palabras —No es gracioso, coronel—su voz firme, aunque había un ligero temblor bajo ésta. Uno perfectamente enmascarado tras la seriedad de su voz.
Pero uno que él percibió al instante. Exhaló —Si... Lo sé —una breve pausa en que, con ayuda de ella, bebió un sorbo de agua. La mano de Hawkeye una vez más guiando la suya—. Lamento haberme convertido en una carga. Tanto como lamento no haber sido de gran ayuda en una situación tan crítica como la que nos encontrábamos... Al final de todo, creo que tenías razón, y Acero también, realmente soy un inútil...
Riza frunció el entrecejo, observando la expresión consternada de él y la forma en que su mano había ido ahora a cubrir su boca, sus dedos pulgar e índice separados de los restantes tres y cubriendo particularmente la zona bajo su nariz. Una pequeña gota perlada de sudor corriendo por el costado de su frente —No creo que sea un inútil, coronel. Y no creo que lo haya sido entonces tampoco —voz severa.
Él alzó su rostro hacia ella (incluso cuando no podía verla), que aún permanecía de pie delante de él y separada por la mesita que contenía su comida —Sólo porque tenía a mi valiosa subordinada conmigo. Guiándome. Siendo mis ojos.
Inhalando profundamente, alzó sus manos y posicionó sus dedos tentativamente contra la cumbre de sus pómulos. Sus yemas contra la curva ósea cubierta de pálida y tersa piel. Y en el instante en que lo hizo, la sintió tensarse. Aún así, comenzó a deslizar sus dedos suavemente por su rostro, reconociendo cada curva y cumbre y cada depresión y cada línea de su semblante. Sus largas pestañas doradas, aleteando contra sus nudillos, el liso puente de su pequeña nariz, sus párpados, los cuales cerró cuando sus dedos inspeccionaron con cautela por encima de sus ojos, sus facciones perfectamente marcadas, tensas, estrictas, aunque ligeramente suavizadas en aquel preciso instante, y sus labios. Oh, Dios.Sus labios. Negó para sí, deteniendo ese tren de pensamiento en el preciso instante y descendiendo un poco más a su cuello. Sus yemas entrando en contacto con la áspera textura de las gasas que recubrían la herida. Se detuvo.
Su garganta constriñéndose cruelmente alrededor del nudo que acababa de formársele. Coronel, no es necesario que realice una transmutación humana. Inhaló una vez más, bruscamente, percatándose por primera vez del sutil aroma en el aire. Jabón y pólvora. Su teniente primera olía, como siempre, a jabón y pólvora; desde que se había unido al ejército. Desde que habían vuelto a encontrarse. Y si lo pensaba detenidamente tenía sentido. Riza era una mujer práctica, en todo sentido, siempre priorizando lo esencial sobre lo accesorio. Siempre priorizando lo necesario sobre lo superfluo. Y siempre armada allí donde fuera. De hecho, y desde que tenía memoria, siempre había sido así, práctica. Incluso cuando era más joven. Las mujeres de las que había crecido rodeado, Madame Christmas, y las empleadas del bar, todas solían embadurnarse el rostro con capas y capas de maquillaje, labios rojos, espesas pestañas de rimel negro y todo aquello que permitiera resaltar e incluso hacerlas lucir mayores. Así como solían usar perfumes, algunos baratos y otros extremadamente caros, para cada ocasión. Incluso a una temprana edad.
Riza, en cambio, siempre había portado su rostro tal y como era, fresco y completamente al natural. Desde que tenía memoria, desde que la había conocido por primera vez. Y siempre había olido a nada más que tierra húmeda y hierba fresca. Si lo había hecho por falta de recursos o preferencia, nunca había sabido. Aún así, había encontrado placentero el cambio. De hecho, le había agradado, y a la vez se había sentido intrigado. No lo negaría. Y aún entonces, de vez en cuando, podía atrapar un atisbo de ese aroma a hierbas emanando de ella, bajo la pólvora y la sangre seca, y se sentía joven otra vez. De hecho, le recordaba a la vez en que la había vislumbrado por primera vez. Con su cabello corto y su expresión seria, aunque ligeramente curiosa, y su casa empobrecida y su padre arriba en el despacho olvidándose completamente de su existencia. No lo había sabido entonces y sinceramente no había sabido qué esperar tampoco. Pero había estado determinado a aprender alquimia y por lo que había investigado, Hawkeye era posiblemente la mejor persona para enseñarle. Para instruirlo en ésta y darle las herramientas para consumar su sueño. Por esa razón, había empacado todo en una modesta maleta, se había despedido de Madame Christmas en una estación y había abordado el primer tren con rumbo a la ciudad en que sabía habitaba el hombre.
A medida que el tren se había ido acercando al lugar, Roy había comprendido su primer error. No se trataba de una ciudad, como ciudad del Este donde Madame tenía su bar ni Central, atestado de personas y edificios y autos y ruido. No, se había tratado de un pueblo, y uno pequeño eso era. Considerablemente pequeño. Aún así, no había dejado que eso o nada lo desanimara. Y había continuado el resto del viaje en tren con el codo sobre la ventanilla, la mejilla presionada perezosamente sobre el puño cerrado y sus ojos negros siguiendo el campestre panorama que iba apareciendo al otro lado del cristal, mientras su flequillo azabache se mecía suavemente con la gentil brisa que ingresaba de una ventanilla abierta dos asientos más adelante.
Y se habría preguntado qué clase de hombre sería Berthold Hawkeye. Y si lograría que lo aceptara como su aprendiz y accediera a enseñarle todo lo que supiera de alquimia. No lo sabía, por supuesto. Pero Madame le había enseñado modales y códigos de conducta y le había enseñado a ser un buen hombre y carismático también. A hablar con elocuencia para obtener lo que deseara en la vida y hasta el momento las cosas le habían resultado considerablemente bien. Con todo, no pretendía confiarse demasiado. Porque aún cuando vistiera y actuara en similitud a como lo hacía un adulto, no lo era. De hecho, acababa de cumplir sus 16 años. Y Roy estaba perfectamente conciente de ello. Sólo que sabía disimularlo con clase.
Suspiró, sintiendo el tren dar un traqueteo y detenerse junto a una pequeña estación vieja y completamente vacía. Con la pintura descascarada también y sólo una banca de madera contra la misma, junto al andén, aunque lo suficientemente alejada para evitar accidentes. Y un tanque de agua oxidado. No hay nadie. Pensó, notando lo desierto que se encontraba el lugar, y notando también que era el único en bajar allí. Aún así, tomó su maleta, la levantó con esfuerzo del piso del tren y caminó hasta la puerta, descendiendo finalmente y volteándose a ver la locomotora pitar y expeler humo negro hacia el limpio y puro aire del campo y comenzar a andar. Poco a poco. Hasta desaparecer completamente. Una vez lo hizo, se volvió a la estación. No, nadie. Confirmó. Y asiendo firmemente la manija de la maleta, comenzó a caminar. Alguien en el pueblo sabría donde vivía el alquimista Hawkeye. Ciertamente alguien debía hacerlo. Después de todo, y por lo que había leído, era un habilidoso alquimista.
Como todo pueblo campestre, las casas estaban relativamente esparcidas y no había ningún camino pavimentado que recorrer. La hierba, seca por el arribo del otoño y poblada de hojas doradas, anaranjadas y carmesí, se extendía a ambos lados irregularmente. Una precaria valla de madera rodeando el camino y asegurándolo para evitar, posiblemente, que los niños cayeran por allí. Abajo, por otra parte, no llevaba a otro lugar que un pequeño cementerio. Con árboles desnudos y lápidas aquí y allá distribuidas irregularmente sobre la superficie seca y envueltas y protegidas por el camino más alto que Roy recorría en aquel momento. Viendo finalmente a alguien desde que había arribado allí, se detuvo. Acercándose a la mujer con paso calmo y sosteniendo aún en su mano derecha su valija.
—Uh... Disculpe... —dijo, tentativamente pero haciéndose oír. La mujer lo observó y luego a la maleta y posiblemente no le tomó más de un segundo unir los puntos y darse cuenta de que aquella persona no era de allí. Roy, ignorando la expresión curiosa de la mujer, dejó suavemente la maleta sobre la tierra y metió su mano en el bolsillo derecho de su pantalón, removiendo un pequeño papel doblado prolijamente—. ¿Sabría usted indicarme la dirección en que se encuentra la casa del alquimista... Berthold Hawkeye?
Inmediatamente, la expresión curiosa de la mujer se tornó ligeramente tensa y casi austera. Se preguntó si habría habido un error en lo que había dicho o si la habría ofendido de alguna manera pero finalmente concluyó que probablemente era el tipo de lugar en que los alquimistas no eran particularmente bienvenidos. La alquimia era ciencia, alteración de la materia, y los sectores rurales difícilmente tenían una mente lo suficientemente abierta para comprenderlo, mucho menos aceptarlo. Y seguramente ese era el caso. O Berthold Hawkeye simplemente no era un hombre bienvenido.
—¿Para qué buscas a ese hombre solitario? —preguntó, frunciendo el entrecejo y deteniendo en seco su acción de rastrillar las hojas del camino—. ¿Eres un alquimista?
Guardó el papel en su bolsillo y negó con la cabeza, tomando la maleta una vez más —No, madame. Pero tengo intenciones de convertirme en su discípulo. Eso es, si me acepta —explicó, sinceramente.
La mujer torció el gesto, comenzando a rastrillar las hojas nuevamente —No contaría con eso. El hombre difícilmente sale de su casa ya, o de su estudio, por lo que tengo entendido. Hace demasiado ya que no pisa el pueblo —ojeó al muchacho. Al ver que no tenía intenciones de rendirse en su averiguación, continuó—. Aún así, si quieres intentarlo, es la última casa al final del pueblo.
Roy inclinó su cabeza cortésmente —Muchas gracias, madame —y se despidió, comenzando a recorrer el camino con paso calmo. Al menos ya tenía una idea de qué vida llevaba Berthold Hawkeye. Y por lo que sabía, era un hombre recluido y solitario. No era una sorpresa, por otro lado, había oído de muchos alquimistas que optaban por apartarse de los lugares poblados para dedicarse al estudio e investigación de la alquimia. Aparentemente el hombre no era la excepción. Aún así, y aunque pareciera todavía más difícil acceder a Berthold Hawkeye, lo lograría. Estaba determinado a hacerlo. No había viajado desde Ciudad del Este hasta allí por nada y ciertamente no se iría con las manos vacías.
Volviendo a remover el papel de su bolsillo, leyó el nombre y observó la mencionada casa que acababa de aparecer frente a sus ojos. Ciertamente no era... como la había imaginado. Seguro, era una casa grande de dos plantas y un ático, grande y espaciosa, pero todo esplendor que alguna vez habría poseído lo había ido consumiendo el tiempo. De hecho parecía... abandonada. Lúgubre inclusive. Con la blanca pared oscurecida aquí y allá por la humedad y los ladrillos que separan ambas plantas descoloridos y las tejas rojas faltantes en el techo. Así como los hierbajos del jardín que alcanzaban sus rodillas, evidentemente por haber sido descuidados por demasiado tiempo. Con todo, parecía parcialmente razonable de un hombre que vivía solo y dedicaba su vida y su completa rutina a la alquimia. Aún así, no parecía ser el lugar correcto.
Manteniendo ciertas reservas, de todas formas, se acercó a la entrada tras haber subido tres pequeños escalones chirriantes de madera y se detuvo frente a la puerta. Dorso del puño en el aire y listo para ser golpeado. Tomando aire, una, dos veces, golpeó. Un golpe seco y firme. Y luego otro. Y se detuvo. Aguardando a que alguien abriera. Nadie.Observó, alzando la vista. La casa ciertamente parecía desierta. Quizá la mujer se habría equivocado, o quizá Berthold Hawkeye habría abandonado el pueblo tiempo atrás y no lo habría sabido o quizá simplemente le había dado una indicación incorrecta porque se trataba de un aspirante a alquimista. De una forma u otra, claramente no parecía ser el lugar. No obstante, tocó una segunda vez y, tras aguardar unos instantes, se resignó y dio media vuelta. Regresaría al pueblo y preguntaría a la próxima persona que viera. Si, eso haría. Definitivamente no se regresaría al Este con las manos vacías. Madame Christmas no lo aceptaría. No te perdonaré, pequeño Roy, si regresas con las manos vacías. Sonrió de lado, ciertamente no estaría complacida.
Sin embargo, cuando iba a dar un paso hacia el primer escalón para comenzar a descenderlos, la puerta se abrió tras él. Deteniéndolo en seco. Volviéndose a la puerta, se preparó para enfrentar al hombre en cuestión, pero se sorprendió de ver en su lugar a una joven, posiblemente un año o dos menor a él, sosteniendo la puerta abierta y observándolo seriamente aunque con ligera curiosidad. Sus grandes ojos caramelo fijos en él, inquisitivos. Aún para alguien tan joven, notó Roy, la muchacha tenía una mirada considerablemente firme y penetrante. O quizá solo era él... —Ah... —comenzó, inseguro de qué decir, y removió el papel una vez más de su bolsillo— Creo que cometí un error respecto a la casa, buscaba al alquimista Berthold Hawkeye.
Los ojos de ella, fijos, se abrieron ligeramente. A duras penas visible. Y entonces negó con la cabeza, hombros tensos. Y Roy notó, al pasar, que llevaba el cabello sumamente corto y desmechado en la nuca. Y que era posiblemente el cabello rubio más brillante que jamás había visto en su vida, aún cuando varias de las chicas de Madame Christmas eran de hecho rubias. Y que aquella persona de pequeña complexión, fuera quien fuera, parecía terriblemente más adulta que él, aún a su corta edad —No. No te equivocas —su voz incluso la hacía sonar como tal. Calma y colecta.
Roy parpadeó, no creyendo su suerte —¿Entonces el alquimista Hawkeye vive aquí?
Asintiendo secamente, se apartó aún más del paso, abriendo un poco más la puerta para él y dedicó una breve mirada en dirección a la escalera —Así es.
Y entonces, había extendido la mano, con una expresión confiada, sonrisa segura y ojos determinados y la había sostenido en el aire —Roy. Roy Mustang —educadamente. Esperando una respuesta. O que ella le estrechara la mano.
Aún así, no lo hizo. Simplemente hizo otro breve asentimiento y replicó —Riza Hawkeye —abriendo la puerta de par en par e indicándole con la mano hacia las escaleras—. Mi padre se encuentra arriba.
Parpadeando por segunda vez, musitó —¿Cómo...? —ciertamente él no había dado a saber sus motivos para estar allí, o las razones por las que buscaba al alquimista Hawkeye. Simplemente había dicho que intentaba contactar con él. Y ella le había abierto la puerta de par en par, autorizándolo a ingresar.
Pero aún entonces, su vista ya era aguda, y no había pasado por alto los libros de alquimia sobresaliendo de las cosas que cargaba. Algunos títulos que su padre conservaba incluso en su propia biblioteca. Libros que estaban más allá de su propia comprensión. Después de todo, ella no tenía el menor interés en la alquimia ni habilidad para ésta. Además, Roy Mustang, como se había llamado, no era el primero en intentarlo —El estudio de mi padre se encuentra tras la primer puerta a la derecha.
Asintiendo cordialmente, dio un paso tentativo al interior. Viéndola de reojo cerrar la puerta tras él. Estaba delgada, quizá demasiado delgada, y eso no parecía ser particularmente saludable. No obstante, no era su derecho el de juzgar y ciertamente no tenía idea de cómo vivían allí el día a día. Él era un extraño, un entrometido en su casa y rutina y por ende no se sorprendía de ser tomado como tal. Aún así, se rehusaba a dejar sus modales de lado —Ah... Muchas gracias —hizo otro breve gesto de asentimiento y siguió el camino indicado. Mirando atrás solo para ver que la joven muchacha ya había desaparecido. Tan rápidamente que por un instante había creído que la había imaginado.
Volviendo la vista al frente, se detuvo frente a la puerta y golpeó, tragando el nudo de su garganta. Una voz, gruesa y rasposa, respondió desde el interior —Adelante.
Girando el pomo, ingresó, sosteniendo su valija en una mano y enderezándose decididamente. Sus ojos negros posándose inmediatamente en el hombre sentado tras el escritorio. Junto a la puerta había una biblioteca, atestada de libros de alquimia, que alcanzaba el rincón y se extendía por gran parte de la otra pared también. Y en medio de la habitación, de espaldas a los libros, permanecía un viejo escritorio de madera tallada y arduamente trabajada. Una superficie llena de papeles y trazos, trazos del hombre que permanecía sentado sobre la silla de madera igualmente labrada y encorvado como un cuervo sobre lo que fuera que estuviera leyendo y escribiendo. Tenía varios libros abiertos también, y Roy pudo vislumbrar, aún desde la puerta donde permanecía de pie e inmóvil, un complejo círculo de transmutación. El hombre, por otra parte, parecía también parte de la habitación. Anciano y demacrado, demasiado posiblemente para su edad, con su largo cabello rubio oscuro cayendo por sus hombros cubiertos, su nariz ganchuda y su expresión cansada. Demasiado cansada. Notó.
Y se preguntó cuando habría sido la última vez que habría abandonado dicha habitación. O su trabajo respecto a la alquimia en pos de alimento o un momento con su hija en paz. Pero antes de poder detenerse demasiado en ello, notó los ojos gris oscuro del alquimista sobre su persona. Inclinando cortésmente la cabeza, extendió su mano al hombre —Roy Mustang —y se presentó adecuadamente.
Pero el hombre sólo observó la mano por un instante, sin tendérsela, y se volvió a sus papeles, trazando algo en una hoja. Un garabato, parte de un círculo de transmutación o una fórmula —¿Qué motivos te traen aquí?
Resignado, Roy bajó la mano. Aparentemente nadie estaba demasiado complacido de tenerlo allí. Pero había viajado desde tan lejos, recorrido tanto, y simplemente no se rendiría con facilidad. Por lo que, inclinando la cabeza una vez más soltó sus intenciones de manera frontal —Quisiera que me hiciera su discípulo. Eso es, si me acepta.
Hawkeye lo miró de reojo. Su semblante arrugado, serio y estoico —¿Por qué debería?
—Porque... —repitió, desconcertado. Su mente completamente en blanco. Tenía un sueño, una ambición y una razón para estar haciendo todo aquello. Y, sin embargo, no encontraba forma de trasmitírselo al hombre delante suyo. De aspecto demacrado pero aún lo suficientemente intimidante para cohibirlo parcialmente.
Hawkeye negó con la cabeza, dejando la pluma calmamente sobre la superficie —No tomo discípulos —y se volvió a su trabajo, comenzando a leer una página de las que tenía abiertas—. Cierra la puerta al salir, mi hija te guiará a la salida.
Dubitativo, retrocedió un paso y abandonó la habitación, cerrando –tal y como le habían ordenado- la puerta al salir. Y descendiendo inmediatamente después la escalera, sólo para detenerse al pie de ésta con la maleta aún en mano. Inmóvil. ¿Fallé? Semblante en blanco —Ah... Maldición... —se quejó, ladeando la cabeza y observando escaleras arriba. Se había tomado el tiempo y el trabajo de ir hasta allí, había abordado un tren y descendido en el pueblo solo para aquello y ¿había fallado? Era ridículo. Él rara vez se rendía. Pero simplemente había quedado en blanco frente al hombre. Suspiró. Y se dejó caer en el primer escalón, soltando la maleta y colgando su cabeza decepcionado. Sus codos sobre sus rodillas.
Sólo se percató de que no se encontraba sólo cuando una voz calma y colecta se hizo oír en el vacío —¿Se encuentra bien, Mustang-san?
Él alzó la vista y parpadeó. Por un instante se había olvidado de la hija del hombre, se había olvidado de que la casa no se encontraba realmente desierta, aún cuando lo aparentara —Me rechazó —estableció. Y entonces comprendió, por la expresión seria de ella, que no era realmente una novedad—. Hace eso seguido, ¿cierto?
La joven muchacha asintió secamente —Me temo que sí —después de todo, su padre difícilmente se interesaba en otra cosa que no fuera su investigación. A aquellas alturas, ni siquiera ella misma le suscitaba algún tipo de interés. Por lo que pasaba el tiempo encerrado en su estudio trabajando arduamente sin detenerse. Mascullando fórmulas y algoritmos y trazando un círculo tras otro, uno más complejo que el anterior, y sólo aceptando la comida que ella llevaba a su estudio por las noches. Ninguna persona, nadie hasta el momento, había logrado siquiera distraerlo un poco de su alquimia, no lo suficiente para interesarlo. Menos aún para tomarlo de discípulo—. Mi padre... sólo está interesado en su investigación.
Y aunque lo dijo, omitió que en las noches podía oírlo murmurar cosas para sí complacido, garabatear una y otra vez hasta que sus dedos desistían y omitió mencionar también que la forma en que sus ojos parecían abstraídos y él poseído la asustaban ligeramente. Aquella persona era un completo desconocido, después de todo. Y aquello era sólo mera cortesía.
—Me preguntó por qué quería aprender alquimia—musitó, colgando su cabeza una vez más— y simplemente me quedé en blanco —alzó la vista, preguntándose por qué demonios le estaba contando todo aquello a aquella persona. Concedido, estaba frustrado y necesitaba expeler algo de vapor o de lo contrario podría combustionar espontáneamente, si algo así era remotamente posible. Sin mencionar que si regresaba con las manos vacías Madame Christmas no lo perdonaría. No. Él mismo no se perdonaría—. Ah... lo lamento —se excusó, finalmente poniéndose de pie y tomando su maleta, sacudiéndose el pantalón con la mano libre—. Estoy aburriéndote, ¿cierto? Yo mismo puedo guiarme hasta la salida —y, sin decir más, se marchó. Sólo deteniéndose en la entrada para observar la desvencijada casa de dos plantas. Sus ojos negros clavándose en la ventana correspondiente al estudio del hombre.
Sin embargo, tomó la determinación de no rendirse. Y no lo haría. Regresaría al día siguiente, con la respuesta, y si no aceptaba verlo lo haría al día siguiente. Y al siguiente. Y al siguiente. Hasta que lo aceptara como su discípulo. Hasta que aceptara enseñarle alquimia. Lo haría, una y otra vez de ser necesario, hasta alcanzar su objetivo. Después de todo, tenía un sueño, y aquel sólo era el primer paso. Si fallaba allí, si fallaba en darlo, ¿qué clase de hombre sería? ¿En qué clase de hombre se convertiría? Porque ciertamente no había forma de que alcanzara su sueño si se rendía tan fácilmente. Y rendirse era algo que Roy Mustang se rehusaba a hacer. De momento, por otra parte, debía encontrar un lugar dónde pasar la noche.
Desgraciadamente, el pueblo era demasiado pequeño para tener una posada donde alojarse y las personas del lugar no parecían ser particularmente amables con los alquimistas. O aspirantes a alquimistas en su caso. O quizá era porque simplemente había ido allí en busca de Berthold Hawkeye y los habitantes no parecían tener demasiado aprecio por el hombre tampoco. De una forma u otra, no había lugar alguno en que pasar la noche y ésta ya había caído antes incluso de que lo hubiera podido percibir. Suspirando, observó la estación de tren a la que había arribado tras dar varias vueltas por el pueblo y dejó caer la cabeza. Caminando hasta el banco y acomodándose en éste, brazos cruzados sobre su pecho y piernas cruzadas también. El banco apenas lo albergaba completamente y la madera no era cómoda en absoluto pero tendría que conformarse con ello por esa noche. Por lo que sacando un libro se dispuso a leerlo hasta caer en el más profundo sueño.
Tomando con su mano el lomo del libro apartó las páginas abiertas de su rostro. Parpadeando encandilado por la luz solar –que el libro había estado cubriendo y apartando de su rostro hasta el momento- y bostezó. Enderezándose y sentándose para examinar los alrededores. Su cabello azabache despeinado aún más alborotado de lo normal. Debía ser temprano, supuso, porque no parecía haber nadie fuera de las casas aún. No obstante, podía sentir el agradable aroma a comida proviniendo del interior de las mismas. Desde las ventanas abiertas. Su estómago rugió. Era la hora del desayuno, después de todo, y no había almorzado ni cenado el día anterior. No obstante, lo ignoró. Roy Mustang era una persona de prioridades, y su prioridad de momento era volver a ir a casa de los Hawkeye y convencer a Berthold Hawkeye de hacerlo su discípulo. Sólo entonces, sólo después de haber visitado nuevamente el lugar, podría preocuparse por comer. Quizá comprar algo en alguna panadería y beber una taza de café.
Sin necesidad de pedir indicaciones esta vez, se condujo cargando su maleta nuevamente a la casa desvencijada que había visitado el día anterior. Y como el día anterior, la casa de los Hawkeye parecía no solo completamente vacía sino deshabitada. Abandonada. Salvo por la ventana abierta del segundo piso de la cual ondeaban suavemente unas cortinas amarillentas. El estudio del hombre. Inhaló, esta vez lo lograría. Lograría convertirse en el aprendiz de Berthold Hawkeye. Sólo necesitaba ser firme como siempre lo era. Y manifestar sus intenciones claramente. Si, ésta vez lo lograría.
Golpeó. Una, dos veces. Con el dorso de su puño y aguardó. Sintiendo la puerta chirriar y abrirse delante suyo. Y como el día previo, la hija de pequeña complexión y cabello corto del alquimista apareció tras ésta, sosteniendo la puerta. Con expresión calma y controlada, salvo por la ligera curiosidad en sus grandes ojos caoba. Supuso que no habría creído que volvería, que se rendiría y marcharía. Probablemente como el resto que había ido allí a solicitar a su padre que lo tomara como su discípulo. Pero él no era como el resto, o pretendía no serlo, pretendía marcar una diferencia, y por ende no podía desistir tan fácilmente.
Inclinando la cabeza cortésmente, y absteniéndose esta vez de tender la mano dado que parecía ser en vano, dijo —Buenos días. Vengo a ver a tu padre.
Riza, asintiendo, se apartó y le indicó que pasara —En su estudio —no apartando los ojos de la maleta que había traído el día previo y que aún traía. ¿Acaso había pasado la noche en el pueblo? ¿Dónde? Dudaba seriamente que alguien hubiera sido lo suficientemente hospitalario para darle un lugar dónde dormir, especialmente si sabían que aquel muchacho era un aprendiz de alquimista. Suspiró. ¿Acaso deseaba tanto convertirse en el discípulo de su padre? ¿Por qué? ¿Con qué propósito? Su padre ya no era siquiera una sombra de lo que una vez había sido, y claramente sólo veía su investigación. ¿Qué beneficio podía obtener alguien como él de alguien como su padre?
Aún así, simplemente lo observó ascender los escalones una vez más y desaparecer tras la puerta del estudio de su padre. El hombre, de reojo, observó al muchacho una vez más de pie en la entrada de la habitación. Sus ojos negros llenos de determinación —¿Qué-
—Quiero usar la alquimia para el bien de las personas —aseguró, firme. Con porte impecable y alzando el mentón. Se sentía pequeño, realmente. Al lado del hombre. Y se sentía como el niño ingenuo que realmente era. Pero para su suerte era perfectamente capaz de disimular que así se sentía y actuar solemnemente—. Quiero aprender alquimia para poder usarla para el bien de la gente. Es por eso que tomé la decisión de aprender. Y es por eso que viajé de Ciudad del Este hasta aquí.
Berthold enarcó una ceja y luego se volvió pensativo a sus papeles. Y por un instante, un breve instante, depositó la pluma calmamente sobre su escritorio, sobre la pila de pergaminos y dibujos y libros esparcidos por la superficie y exhaló —Eventualmente tendré que dejar mi investigación en manos de alguien —masculló para sí. No era tonto ni pretendía serlo. Estaba envejeciendo, pereciendo lentamente. Estaba enfermo y no había nada que pudiera revertir el proceso que sabía estaba ocurriendo en su cuerpo en aquellos momentos. Y aquel muchacho, en cierta forma, le recordaba a sí mismo. Lo había hecho desde el primer instante en que había puesto un pie allí y había creído, su bien por un momento, que podía ser el adecuado. Sin embargo, su respuesta lo había decepcionado. La que acababa de proveer, por otro lado, era lo que había estado esperando oír. Él también había dicho esas palabras, creído en la alquimia como medio para servir a los demás. Él también había sido joven e idealista. Y aún cuando había terminado de esa forma, aún cuando no hubiera resultado bien, todavía era lo suficientemente capaz de vislumbrar un atisbo de lo que había sido antes de perderse completamente. Lo que había sido una vez. Y el joven delante suyo le recordaba parcialmente a eso. Además, necesitaría que alguien cuidara de su hija cuando él ya no estuviera. E incluso ahora, dado que sabía que la estaba descuidando como no debería, y el hombre en su puerta parecía lo suficientemente decente y capaz para hacerse cargo de las dos. De su hija y la investigación. Aunque sólo quizá.
Suspiró, cubriéndose la mano para toser —Bien. Lo acepto —tosió una vez más—. Empezaremos mañana.
Roy asintió, conteniendo la sonrisa triunfal y forzándose a sí mismo a lucir serio y solemne —Gracias, Hawkeye-sensei —inclinó la cabeza—. Trabajaré duro —aseguró, y sin decir más salió y cerró la puerta tras de sí. Relajándose finalmente una vez afuera. Descendiendo ahora con calma los escalones, se detuvo una vez más al pie de la escalera. Su sonrisa ampliándose al percatarse de la silenciosa presencia de la hija de su nuevo sensei. Y no supo por qué, no supo qué lo impulsó a comentar su triunfo a la joven muchacha desconocida, salvo que de alguna forma la percibió confiable. O quizá simplemente había querido comentárselo a alguien, dado que ni Madame ni las empleadas del bar se encontraban allí, y ella había sido la casual transeúnte en su paso. De una forma u otra, había sonreído —Lo logré —ahora podía ver el camino abriéndose bajo sus pies. Su sueño finalmente dejaba de ser sólo eso. Un sueño. Y él lo haría realidad.
Suspirando, sintió algo húmedo deslizarse por entre sus dedos, debajo de sus yemas. Hacia abajo. Corriendo como una cascada entre las cumbres de los pómulos bajo sus manos y hacia los labios y hacia el delicado mentón en el cual terminaba el rostro que tenía perfectamente grabado en la mente aún cuando ya no pudiera verlo. Observarlo. Admirarlo. Y se preguntó cuánto tiempo llevaría apretando los labios en una firme línea –conteniéndose e intentando mantener la compostura-, cuánto llevaría constriñendo su garganta para evitar que algún sonido saliera, incluso cuando debía estarle doliendo terriblemente, y cuánto llevaría conteniéndose por la sanidad mental de él. Lo sabía, Riza Hawkeye era fuerte, y a veces, sentía que debía serlo por lo dos.
—Coronel, creo que está empezando a llover —su voz considerablemente contenida. Firme. Y casi colecta, aunque no del todo. Algo estaba... mal, y él lo sabía. Pero estaba bien también, ya no tenían que pretender más. Ya no tenían que fingir que todo estaba bien cuando nada lo estaba. Ya no tenía que fingir por él fortaleza.
Después de todo, él era la persona en quien Hawkeye confiaba para mostrarse vulnerable. Y ella lo era para él. Esos eran ellos, al fin y al cabo, y nada había cambiado con los años. No realmente —Si... eso creo, teniente. Eso creo.
