¿Qué sentido tiene la vida cuando lo has perdido todo? ¿Qué razón tienes para vivir cuando la única persona a la que has amado muere ante tus ojos?

Impotente, frío, sólo. Así se sentía Harry Potter cada noche, antes de acostarse e intentar dormir, en su nuevo hogar de Grimmauld Place. Como ya era costumbre, las lágrimas cubrían sus mejillas mientras se acurrucaba entre las blancas sábanas. Pero esa noche algo le sobresaltó: un crujido en las escaleras, pasos por el pasillo dirigiéndose a su habitación... Era imposible, nadie podía aparecerse en su casa, se había asegurado de ello, nadie excepto él mismo y… Pero no, eso era imposible.

Llevaba varias semanas allí encerrado, incomunicado, aprovechando que nadie podía entrar y obligarlo a enfrentarse a la realidad. Los pasos se detuvieron y alguien dio tres firmes toques en la puerta.

―¿Sí? ―preguntó dudoso. Y, acto seguido, la puerta se abrió.

Dos cortinas de pelo negro, lacio y brillante cayendo sobre un rostro pálido, anguloso y de nariz ganchuda. Ojos negros, profundos y oscuros como dos túneles, observándolo desde una altura considerable. No, no era posible.

―Por fin te encuentro ―dijo el profesor, aliviado―. Entiéndeme, no estaba seguro de poder recuperarme.

Harry intentó hablar, pero no pudo. Su vista se nubló por las lágrimas y, al instante, abrió los ojos. No, otra vez no. Otro sueño convincente, realista, lo había vuelto a engañar. Una nueva esperanza y una nueva derrota. Se giró, acurrucándose más entre las sábanas, y dejó que verdaderas lágrimas se deslizasen por su rostro. No podía soportarlo más. Pero, entonces, escuchó algo: un crujido en las escaleras, pasos por el pasillo dirigiéndose a su habitación…