Disclaimer: Ni Glee, ni sus personajes, ni esta historia me pertenecen.
—Soy Quinn Fabray, la hija de Russell Fabray —le dijo al hombre que había al otro lado de la verja, pensando en la ironía de que se cuestionara su identidad.
—No sabía que tuviera otra hija —murmuró el guardia de seguridad, mirándola con el ceño fruncido— Y usted tiene acento norteamericano.
Nada sorprendente ya que Quinn había vivido en Texas durante casi toda su vida. Pero había nacido en Australia y vivió allí hasta los siete años.
Ahora, a los veinte años, era una mujer; una mujer que empezaba a tener éxito en los negocios, pensó satisfecha. Y dispuesta a ocupar el sitio que le correspondía en la casa de su padre.
—Llame a la casa y pregunte.
Mientras el guardia de seguridad lo hacía, usando un teléfono móvil que llevaba en el cinturón, Quinn admiró la amplia avenida flanqueada por arces que llevaba hasta una enorme casa sobre la colina.
Estaban en primavera y las nuevas hojas de los árboles eran de un verde brillante a la luz del atardecer. Todo el valle era verde, la mejor finca de la zona.
Nada más que lo mejor para la segunda familia de su padre.
La casa estaba pintada de blanco, las vallas eran blancas. Todo en perfecto estado. Lo cual, por supuesto, costaba una fortuna. Aunque era de esperar en el propietario de una empresa de transportes que incluía una línea de vuelos domésticos.
Lo único que Quinn había recibido de él eran tarjetas de cumpleaños y de Navidad, probablemente enviadas por su secretaria, y un par de días en un lujoso hotel de Las Vegas cuando su padre iba por allí en viaje de negocios; una vez cuando tenía doce años y otra a los dieciocho.
Recordaba que la última vez le preguntó:
—¿Qué piensas hacer con tu vida, hija? —Como si eso no tuviera nada que ver con Russell Fabray.
Aun así, Quinn le había preguntado, esperanzada:
—¿Me estás ofreciendo una oportunidad?"
—No. Ábrete camino por ti sola, como hice yo. Si tienes valor para hacerlo te respetaré.
El reto se la había comido por dentro desde entonces.
Su padre era un millonario que empezó sin nada y había terminado levantando un imperio. Pero, mirando la prueba de esa riqueza, riqueza gastada generosamente con su segunda esposa y sus dos hijas adoptadas, Quinn no podía sentir respeto por él.
¿Qué clase de hombre se olvidaba de su hija y se lo daba todo a un par de niñas que su segunda mujer había deseado y adquirido? ¿Les diría a ellas que se forjasen su propio camino a los dieciocho años?
El guardia de seguridad guardó el móvil y lanzó sobre ella una curiosa mirada de simpatía.
—No puedo dejarla pasar, amiga. Tiene que irse. Lady Christine dice que no es bienvenida aquí.
Lady Christine. El título se le atragantó.
Christine Mary James había sido la secretaria de Russell. Una secretaria que se acostaba con su jefe, casado y mucho mayor que ella. Y ahora, como su padre había recibido un título nobiliario por sus servicios al país y ella era su mujer, se hacía llamar Lady Christine.
—Quiero hablar con mi padre —insistió Quinn.
—Lo siento, pero sir Russell no está en casa.
—¿Cuándo llegará?
—El helicóptero suele llegar alrededor de las siete —el hombre miró su reloj— Faltan casi tres horas, así que no tiene sentido que se quede esperando. No puedo dejarla pasar a menos que me den permiso arriba.
Quinn había entendido el mensaje. La casa de su padre era territorio prohibido para ella. Probablemente siempre lo había sido. Lady Christine protegía sus intereses con uñas y dientes. ¿Qué poder tendría sobre su padre?, se preguntó. ¿De quién habría sido la idea de mantener a la hija en el exilio?
Había muchas cosas que Quinn quería saber. Y estaba decidida a averiguarlas.
—Volveré —le dijo al guardia de seguridad.
—Yo estoy siempre en esa caseta —respondió el hombre, señalando una pequeña edificación de ladrillo detrás de la verja.
Estaba dejando claro que nadie entraba allí sin que él lo viera. El tipo debía tener más de cincuenta años, pero seguía siendo todo músculo, un formidable oponente en una pelea. Aunque, obviamente, Quinn no estaba buscando una con aquel hombre.
De modo que volvió al coche que había alquilado en el aeropuerto pensando que la caseta de seguridad no cubría el perímetro entero de la finca.
Media hora después aparcaba en una carretera vecinal y subía por una pendiente hasta la valla blanca que marcaba el territorio que quería inspeccionar.
Quinn se apoyó en la valla un momento, mirando los caballos que pastaban en el prado, los modernísimos establos y a una amazona, una chica con el cabello peinado en ligeras ondas de color castaño saliéndose del gorrito de montar, que estaba entrenando con un caballo en lo que parecía un circuito de saltos.
¿Sería la mayor de las dos hijas adoptadas por su padre o una empleada de la finca?
Tenía la esbelta figura de una jovencita, aunque también podría ser una adolescente. Montaba bien, manejando al caballo con autoridad. Pero también lo hacía ella a su edad, habiendo aprendido en el rancho de su padrastro.
Quinn saltó la cerca y se acercó a la chica para satisfacer su curiosidad. Le daba igual que aquello fuese allanamiento de morada. En su opinión, ella tenía más derecho a estar allí que cualquier otra persona.
Rachel no vio a la mujer que se acercaba.
Blaze no había saltado bien el último obstáculo y quería probarlo otra vez. El animal estaba demasiado ansioso, tenía que sujetarlo más para que el salto fuese perfecto. Su concentración en la tarea era total y sólo cuando Blaze había saltado maravillosamente sobre el tercer obstáculo, el sonido de un aplauso la alertó de la presencia de una espectadora.
Contenta, se volvió con una sonrisa en los labios, esperando ver a William, el mozo de cuadras. Le sorprendió ver a una extraña, especialmente una extraña sola. Eso no ocurría allí. Un visitante siempre iba acompañado por alguien.
Era muy guapa, mucho más guapa que las chicas que ella conocía, con el pelo rubio, los ojos color verde y dorado, y un rostro muy atractivo. Sus antebrazos, apoyados en la valla del corral, eran pálidos y delgados, pero se veían ejercitados. A lo mejor era una nueva empleada, pensó, tirando de las riendas para llevar a Blaze hacia la extraña.
La mujer estaba examinándola con tanta atención que despertó en ella el tonto deseo de que la encontrase atractiva.
Era un deseo tonto porque, evidentemente, aquella mujer era demasiado mayor para ella. A los catorce años tenía la altura y la figura de una chica mayor, pero no la edad. Y había algo en sus ojos, como si tuviera mucha experiencia de la vida.
—¿Quién eres?
La extraña sonrió. Tenía una sonrisa preciosa y Rachel se preguntó cómo sería un beso suyo. ¿Sería suave y tierno o exigente y apasionado, como en las novelas románticas que solía leer? Espera, ¿y por qué pensaba en eso ahora?
Rachel intentó alejar aquellos pensamientos de su cabeza, teniendo en cuenta que ni siquiera sabía quién era aquella desconocida.
—¿Quién eres tú? —replicó, sorprendiéndola con su acento norteamericano. Bonita voz, profunda y suave.
—Soy Rachel Fabray —contestó, para impresionarla con su status de hija de un hombre que era prácticamente una leyenda en Australia.
—Ah...
No parecía impresionada. Al contrario, más bien burlona.
—Bonito caballo. Y lo llevas bien. ¿Llevas mucho tiempo montando?
Rachel asintió con la cabeza, incómoda de repente.
—Mi padre me regaló un pony cuando tenía cinco años.
—Y supongo que también te ha comprado ese caballo.
El tono burlón era más pronunciado aquella vez.
—¿Quién eres? —repitió Rachel— ¿Qué haces aquí?
Quinn se encogió de hombros.
—Estoy echando un vistazo.
—Esto es propiedad privada. Si no trabajas aquí, no tienes derecho a entrar.
—Ah, pero es que tengo asuntos que resolver aquí. Asuntos muy personales. Estoy esperando que mi padre vuelva a casa.
Ninguno de los empleados del rancho tenía una hija como ella, Rachel estaba segura.
—¿Quién es tu padre?
—El mismo que el tuyo.
Rachel la miró, boquiabierta. ¿Sería cierto? ¿Era una hija bastarda de la que nadie les había hablado nunca? No se parecía a su padre, aunque tenía los ojos tan dorados como él.
—Yo no sé nada de ti —le dijo, intuyendo que fuera quien fuera había ido allí a causar problemas.
—No me sorprende. Seguro que lady Christine prefiere fingir que no existo.
Odiaba a su madre. Podía verlo, sentirlo.
—Seguramente ella tampoco sabe nada de ti —replicó Rachel, a la defensiva.
—Pues claro que lo sabe. ¿Por qué no le preguntas a lady Christine sobre el matrimonio que ella rompió y la niña de la que no quiso saber nada?
—¿Qué matrimonio?
—El de Russell Fabray con mi madre —contestó ella.
Rachel se quedó mirándola, perpleja.
Si lo que decía era cierto, no era una hija bastarda, sino una hija legítima. Era hija natural de su padre, no adoptada como ella y su hermana pequeña. De repente, su mundo, tan seguro, empezó a tambalearse.
—¿Has ido a la casa?
—No, aún no.
—¿Mi madre sabe que estás aquí?
—Sabe que he venido. Pero lady Christine no ha querido sacar la alfombra roja para recibirme. Le ha dicho al guardia de la puerta que yo no era bienvenida aquí. ¿Qué te parece eso, Rachel Fabray? —sonrió la rubia— Aquí estás tú, con tu bonito caballo, bien cuidada y atendida y a mí me prohíben poner el pie en la finca de mi padre.
No era justo.
No estaba bien.
El sentimiento de culpa hizo que Rachel se pusiera colorada. Pero sólo tenía la palabra de aquella mujer. No sabía si su padre había estado casado antes o quizá su madre tenía razones para impedirle la entrada.
—¿Qué es lo que quieres?
—Yo tuve a mi padre durante siete años, tú lo has tenido durante… ¿cuántos años tienes?
—Catorce.
—Ah, entonces lo has tenido durante catorce años. ¿No crees que aquí hay algo que está mal?
—Pero tú ya eres mayor. Y las cosas del pasado no se pueden cambiar —dijo Rachel, con sorprendente madurez.
—Cierto —asintió ella— Pero hay que pensar en el futuro.
Sí, desde luego había ido allí a causar problemas.
—¿Y tu madre? Si es verdad que estuvo casada con mi padre, supongo que te llevaría con ella cuando se marchó. ¿Dónde está ahora?
—Muerta —respondió Quinn, sin mostrar emoción alguna.
Y, no sabía por qué, pero aquello le daba más miedo que ninguna otra cosa.
—Lo lamento. Lamento mucho que te sientas… —Rachel buscó la palabra correcta—desplazada.
Que era como se sentiría ella si no hubiera sido adoptada. Sin padres, sin hogar, sin una familia, sería horrible. Ella había tenido tanta suerte, mientras aquella mujer…
—No me siento desplazada —la corrigió— Fui reemplazada por ti y la otra hija adoptiva.
—Yo no lo sabía. Y Brittany tampoco —replicó Rachel. Aunque no era culpa suya, aquella mujer estaba haciendo que se sintiera culpable— Voy a hablar con mi madre.
—Esa será una conversación muy interesante. Una pena que no pueda escucharla.
Rachel, nerviosa, espoleó a su caballo para salir del corral, sintiendo aquellos bonitos ojos dorados clavados en su espalda. Obligada a detenerse para abrir la cerca, no pudo evitar volverse para mirarla.
No se había movido y seguía observándola fijamente.
—¡No me has dicho tu nombre! —le gritó.
—¡Fabray! —le recordó ella, burlona— Quinn Fabray. Conocida como Black Quinn en algunos círculos. La mujer que oscurece los sueños de otros. —añadió con una sonrisa.
Era un nombre que perseguiría a Rachel durante mucho tiempo.
Pasarían diez años antes de que volvieran a verse, diez años antes de que Quinn Fabray volviera a la finca llevando con ella el resultado de la amarga cosecha de errores que estaba a punto de acontecer aquel día.
Quinn la vio galopar hacia la colina como si los perros del infierno la persiguieran.
El sol empezaba a ponerse, coloreando el cielo de rojo sobre la enorme casa blanca. Y esperaba que Rachel Fabray causara malestar con sus preguntas.
Hora de volver a su coche y dejar atrás aquella finca antes de que lady Christine enviara a un ejército para echarla de allí. Probablemente no debería haberle dicho nada a la chica, pero el deseo de empañar su felicidad como habían empañado la suya había sido irresistible.
Y era tan guapa que le habría gustado hacerla bajar de su complaciente capullo para que viera el lado más oscuro de aquel mundo de privilegios. Pero había disfrutado viendo una sombra de preocupación en aquellos ojos color chocolate, en el rubor de sus mejillas…
A Rachel le habían dado demasiado mientras a ella le habían dado muy poco. Esa era la cuestión.
Había ido allí para investigar. Y una vez que supiera con qué estaba tratando, haría lo que fuera para conseguir lo que quería.
Porque había una certeza grabada a fuego en su corazón: tuviera que hacer lo que tuviera que hacer, algún día equilibraría el peso en los platos de la balanza.
¡Hola! Aquí estoy de vuelta con el fic prometido.
Quería empezarlo el lunes, pero me dieron una de las mejores noticias de mi vida y con la alegría se me olvidó todo. Pero bueno, aquí está xD
Espero que os guste este primer capítulo. ¡Nos leemos pronto! ;)
P.D: Perdón, he tenido un pequeño lío con las edades al principio pero ya está solucionado hahaha
