Ni Kuroko no Basket ni sus personajes son de mi propiedad, todos ellos pertenecen a Tadatoshi Fujimaki
Cuando lo vio entrar, sintió como si todas las flores a su alrededor se volvieran grises, vulgares, comparadas con su belleza.
Fue química pura, de piel. Como un cosquilleo que lo recorrió de la cabeza a los pies, erizándole cada pequeño vello, deslizándose como una corriente eléctrica a través de todo su sistema. Deslumbrante, tan radiante como el Sol del mediodía; los colores del vivero se ensombrecieron todos, volviéndose más bien grisáceos, como si todas las hojas se hubieran muerto y las flores se hubieran vuelto más bien feúchas.
La despreocupación en su rostro le daba un aire ligero, como el de quien sonríe sólo por tener la oportunidad de acariciar el suave pelaje de un cachorrito, como el del que se divierte contando estrellas y buscando nubes con formas curiosas en el cielo; como el de quien es feliz con muy poca cosa, a fin de cuentas. Su porte era elegante pero sin rayar lo exagerado ni lo empalagoso; sus colores eran brillantes e intensos, tanto así que él sintió que las margaritas que sostenía entre las manos se le deshojarían de un momento a otro por la diferencia de belleza tan abismal que existía entre ellas y ese muchacho.
Le sonrió, torciendo unos labios finos en una curva rodeada por el tono níveo de su piel. Sus ojos, tan amarillos y profundos que parecían revolverse miel y oro en ellos al mismo tiempo, también sonrieron; enmarcados por unas gruesas pestañas, retocados con un rímel y un delineador que los volvía más bellos aun. Sus cabellos eran como finas hebras doradas, y se desparramaban sobre su cabeza en un desorden que atraía, a veces escabulléndose por delante de sus ojos.
Sí, fue como si el interior del vivero se hundiera entre sombras; porque había un Sol tan, tan deslumbrante, que todo lo demás no podía hacer otra cosa que rendirse ante él.
El joven avanzó hasta él con paso agraciado, deteniéndose ante la larga mesa de trabajo y soltando una risita que él no supo si atribuir a su obvia naturaleza alegre, o a la posibilidad de que fuera consciente de cuánto lo había encandilado. Sus risas se asemejaban al repicar de unas campanas; tanto así que sintió que él mismo rajaba en dos la atmósfera que el otro había creado —perfecta, radiante— cuando se aclaró la garganta con un sonido ronco y, tratando de centrarse en su trabajo, le preguntaba:
—¿P–puedo ayudarte en algo? —El balbuceo torpe al principio de su pregunta hizo que el intenso calor que sentía en las mejillas se transformara en un suave tono rojizo sobre su piel. El joven repitió sus risas, sin quitar las manos del interior de los bolsillos de su traje al decir:
—Sí. Estoy buscando flores para mi novia.
Ah, la desilusión, la desilusión. Qué emoción tan extraña, tan nostálgica y absurda a la vez. Él nunca entendería cómo era posible un sentimiento como ése; provocado por unas expectativas no satisfechas, por un deseo ilógico que nunca se concretaría. ¿Cómo podía extrañar lo que nunca había tenido? Y, sin embargo, allí estaba, con el alma hundiéndosele en una sustancia densa y oscura luego de que le revelaran una verdad que era más que obvia.
A pesar de eso, el sonido de su voz fue como un elixir, como una luz en medio de la densa oscuridad que envolvía su corazón en ese momento. Un placebo que alivió la angustia de los que perciben la hermosura del universo ante sus ojos pero saben que jamás podrán siquiera rozarla con los dedos. Era un tono alegre, estilizado pero lento a la vez, apenas —sólo apenas— nasal, y arrastrando las eses de una forma que resultaba cómica y seductora al mismo tiempo. Apenas había dicho una simple frase, pero él sentía que podría escucharlo hablar por horas sin cansarse en ningún momento.
—¿Alguna preferencia en particular? —preguntó, obligándose a concentrarse en su tarea, luchando por mirar al rubio a los ojos sin dejarse ir a través de ellos, a la deriva. Era imposible, por lo que miró las flores que tenía en las manos, añadiendo—: Las margaritas han crecido más bonitas que nunca.
Sintió como si hubiera dicho la mentira más grande de toda su vida, dado que las margaritas que tenía entre sus manos en ese momento le parecieron mediocres en comparación con aquel muchacho. Pero se obligó a apagar esos pensamientos, porque sabía que no lo conducirían a ningún lado.
El rubio soltó una risita más; esa vez, pincelada con un dejo de amargura. Sacó una de las manos de los bolsillos, acercándola a las margaritas y rozando sus pétalos con la punta de los dedos —largos, finos, tan delicados que parecía imposible que la flor se arruinara bajo su suave tacto.
—No lo sé… Ella es bastante complicada.
El sitio era amplio, y hasta el último rincón estaba repleto de las plantas y las flores más curiosas. La temperatura era templada, y el Sol entraba a raudales por los techos transparentes, bañando con sus rayos el colorido lienzo interior. El suelo estaba manchado de tierra por todas partes, pero de alguna manera eso lo volvía más armonioso, le agregaba una pizca de naturalidad a un ambiente que de otra manera hubiera parecido más bien plástico, sintético.
Había estado a cargo de la florería del vivero ya por varios años. En realidad, rondaba ese lugar desde que tenía memoria, por lo que todos sus recuerdos estaban perfumados con los diversos aromas de las distintas flores. Su pasado era como un arcoíris, salpicado con motas de todos los colores, cubierto de todas esas plantas que sus abuelos le habían enseñado a cuidar. Había sido cuestión de tiempo para que la custodia de esos especímenes tan frágiles pero tan bellos le fuera concedida a él.
Kagami Taiga era alto, de complexión tan fuerte que sus dedos parecían capaces de transformar las flores en polvo sólo por cerrarse en torno a ellas. El cuidado con el que esas manos eran capaces de trabajar, tomando plantas y seres ínfimos sin dañarlos, manipulándolos con una delicadeza infinita, contrastaba mucho con la imagen que él transmitía. Sus cabellos eran cortos, desparramándose en puntas que miraban hacia todos lados, y rojos como la sangre, aunque en sus raíces oscilaban hacia un tono más bien bordó. Sus ojos también eran de color escarlata, brillando siempre como dos rubíes; y su piel, aunque clara, estaba más cerca del suave bronceado que de la palidez nívea.
Su corazón todavía latía con fuerza cuando acompañó al muchacho a mirar otras flores. Sus ojos espiaban las sonrisas de ese desconocido, y sus oídos se agudizaban cada vez que sus risas salpicaban el aire. Nunca antes había sentido una cosa así; y ahora, la primera vez que lo hacía, se sentía como si estuviera parado al borde del abismo, con los dedos de los pies asomándose por la cornisa; la atrayente oscuridad de las profundidades llamándolo cuando, en sus temblores, en la electricidad que lo recorría de punta a punta, su instinto de supervivencia no tenía de dónde atajarlo. Era amargo y dulce a la vez; y mientras sus orbes rojizos se clavaban en esa profundidad negra e impenetrable a sus pies, ésta le devolvía la mirada —burlona, mofándose de él por ser la dueña de un destino que nunca podría rozar con los dedos.
Le parecía irónico que la causa de su desilusión fuera la misma que le añadiera pequeñas gotas de esperanza, gotas que se evaporaban en el aire antes de tocar su corazón. La novia de ese joven parecía ser de carácter bastante selectivo; lo que desembocó en que pasaran un largo rato mirando flores, evaluándolas y comparándolas unas con otras. El perfume, los colores; Kagami aprendió que a la afortunada no le gustaban los colores cálidos, que odiaba los tulipanes en todas sus versiones, y que se enfadaba con creces cuando le regalaban algo sin tener sus preferencias en cuenta. El joven rió, alegando que ella tenía razón porque un regalo debía ser especial para quien lo recibiera; y su pureza fue tal que Kagami no pudo juzgarlo por eso ni expresar su desacuerdo.
Miraron flores, montones de flores de todos los colores y con todos los perfumes. A la joven tampoco le gustaban los ramos compuestos por más de una variedad, por lo que al final el muchacho optó por un vistoso ramo de lirios blancos, que el pelirrojo armó con cuidado bajo la atenta mirada de esos ojos dorados.
—¡Muchas gracias! —Una enorme sonrisa se dibujó en su rostro, y Kagami supo, en su placer culpable, que era sólo para él—. No habría podido lograrlo sin tu ayuda. No sé mucho de flores…
Él le devolvió otra sonrisa igual.
—Para eso estamos.
Pronto, el muchacho pagó y se despidió. Kagami lo miró alejarse, preguntándose si volvería a verlo alguna vez, si viviría allí en Tokio o si sólo estaría de paso y sus destinos se habrían cruzado por casualidad. Entonces, momentos antes de que el rubio atravesara la puerta de entrada y desapareciera por un lapso que podía ser la mismísima eternidad, un impulso tomó control de sus sentidos y exclamó:
—¡Espera! —El muchacho se detuvo, girándose para mirarlo luego de que la potente voz del pelirrojo rasgara el tranquilo ambiente floral en dos. Lo miró con los ojos bien abiertos por la sorpresa pero sin reproche en ellos, ladeando la cabeza en gesto de curiosidad. Y con el corazón en la mano, Kagami preguntó—: ¿Cómo te llamas?
El rubio soltó una risita y acentuó su sonrisa al responder:
—Kise. Kise Ryōta.
Y eso fue todo. Realizó un gesto con la mano, a modo de despedida, y luego volvió a girarse y salió.
Una simple pregunta. Un nombre que Kagami guardó en un lugar especial en su interior, a sabiendas de que no tenía sentido hacerlo porque era probable que jamás viera a su dueño de nuevo. Cuatro sílabas que, de modo inexplicable, se le hacían más armoniosas que el susurro del viento en una tarde despejada.
Y aunque sabía que estaba mal, que no tenía sentido hundirse por un futuro que estaba fuera de su alcance, por un Sol que sólo podía mirar desde lejos, sintiendo cómo los ojos le dolían por tanta belleza y tanta luz, su corazón se acongojó cuando el sabor amargo de la realidad le cubrió el alma, confirmando una verdad que era tan clara que no necesitaba ser verificada.
Kagami le había preguntado su nombre. Pero Kise no le había preguntado el suyo.
La Luna y el Sol danzaban en su eterno vals en el cielo, dibujándose uno después del otro y sin cansarse jamás de su danza repetitiva y elegante. El cielo cambiaba de color, del celeste radiante en las mañanas despejadas, pasando al anaranjado al atardecer y nadando entre estrellas en el mar azulado de la noche. Las nubes lo visitaban con frecuencia; en ocasiones, eran muy pocas y muy blancas, como algodones que apenas manchaban el tono celestino de su lienzo; a veces, eran tantas y tan grises que daba la sensación de que el cielo lloraba sólo para no venirse abajo en su tristeza.
Las estaciones se cedían el paso las unas a las otras, tiñendo el paisaje con sus paletas de colores favoritas. Otoño había sido y otoño fue, un año después, cuando las tardes se le hacían eternas y el sonido de la campanilla de la puerta —que había hecho instalar luego de pasarse horas mirando la entrada con nerviosismo, temeroso de perderse el momento con el que llevaba largas noches soñando— lo perseguía hasta en sus sueños; acechándolo, augurio de una realidad que sabía que no tenía sentido esperar.
Con todos los colores, su día a día fue gris. Sin vida, monótono, como si desde que aquel rubio hubiera desaparecido detrás de la puerta, él se hubiera sumergido en un letargo del que ni siquiera luchaba por salir. Soñó con él día y noche, lo imaginó entrando una vez más en el vivero, irradiando esa luz que transmitía con su simple presencia. Sus ensoñaciones no iban más allá de eso; le bastaba con recordar su rostro, con evocar sus sonrisas y rememorar unas risillas que componían el compás y la melodía de sus sueños.
Se sintió enloquecer. Pero era una locura tan dulce que estaba bien con ella.
La tarde en que la cuerda floja sobre la que se sostenía se cortó fue tan vulgar como cualquier otra. Se hallaba echado sobre la silla detrás de la amplia mesa de trabajo, con la vista perdida en un punto al azar, ignorando las tijeras de podar y las macetas que aguardaban ser atendidas. En un delicado florero blanco, con motivos en un tono beige apenas perceptible, reposaban unas bellas margaritas, que él había escogido especialmente para ponerlas allí de adorno. Siempre las seleccionaba con cuidado, fijándose en elegir siempre las más bonitas, las que fueran capaces de lograr que sus hermanas suspiraran de envidia.
Sabía que el día en que esas margaritas volvieran a parecerle banales y feúchas, su sueño se habría cumplido.
Y ese día llegó.
El tintineo de la campana en la puerta le informó que había llegado un nuevo cliente. Y cuando levantó la vista, con el cansancio de quien ya lleva repitiendo lo mismo una infinidad de veces, se encontró con un Sol tan radiante que sintió como si volviera a ser mediodía.
Se puso de pie de un salto, mientras Kise Ryōta caminaba hacia él con una sonrisa abatida. Se encandiló contemplándolo, absorbiendo hasta el último detalle de su imagen, sintiendo que los ojos le dolían de mantenerlos tan abiertos, sin parpadear. El rubio notó esto y soltó una risita, pero Kagami no le dio importancia porque en ese entonces se percató de que sus recuerdos no le habían hecho justicia alguna, de que su belleza era algo más allá de lo que las palabras y las memorias podían evocar.
—Buenas~ —saludó, dedicándole una sincera sonrisa que, sin embargo, parecía manchada con el fantasma vaporoso del agotamiento—. Ha pasado tiempo, ¿no es así?
Kagami no pudo responderle. No sentía las piernas, no sentía los brazos; sus cuerdas vocales se hallaban rígidas, por lo que era como si su voz hubiera huido a otra parte. Miró al otro de punta a punta, adorando desde su porte tranquilo y despreocupado hasta el brillo dorado de las puntas de sus cabellos; sintiendo que la curva de su sonrisa era aun más pura y deslumbrante que la de la Luna en cuarto menguante, perdiéndose en esos ojos dentro de los que parecía revolverse el oro líquido.
Kise volvió a reír.
—Supongo que no esperabas volver a verme —comentó con ligereza, ladeando la cabeza hacia un costado—. Tuvimos que mudarnos aquí por mi trabajo, ¿sabes? Antes estábamos en Kanagawa.
—Ah… —Por fin logró articular algún sonido; aunque su mente estaba más bien centrada en el discurso del contrario, mientras sus ojos permanecían clavados en él. Había olvidado esa forma que tenía de hablar, en la que arrastraba las eses siempre que podía; aunque debía ser algo inconsciente.
En seguida, Kise anunció que había vuelto para comprar nuevas flores para su novia. Había cierto resentimiento en su voz, pero Kagami estaba tan concentrado en no perderse detalle de la visión del rubio que no le dio demasiada importancia. No pasó por alto, sin embargo, que en ningún momento dio señales de sorprenderse porque el pelirrojo lo recordara. ¿Tan evidente era?
—Los lirios de la otra vez le gustaron mucho —comentó, mientras Kagami, ahora que por fin había recobrado el control de sus movimientos, le mostraba unas violetas de Parma—. Me sorprendí bastante, ¿sabes? Desde entonces, nunca volví a conseguir unas flores que le gustaran tanto, y eso que lo intenté varias veces. —Arrugó la frente.
Kagami titubeó por unos momentos. ¿Sería impertinente preguntárselo?
—¿Está… está todo bien? —Al final se decidió por hacerlo—. Quiero decir, entre ustedes —aclaró, con las palabras saliendo con torpeza de su boca.
Kise abrió los ojos con sorpresa por unos momentos, antes de aliviar su gesto nuevamente y suspirar.
—… No lo sé —reconoció al fin, sacudiendo la cabeza antes de apartar sus finos dedos de las violetas que Kagami le mostraba; éste interpretó eso como una señal de que no eran las flores indicadas, por lo que volvió a colocarlas en su sitio y guió al rubio hacia otra parte del vivero—. A veces es difícil saberlo. Ella tiene un carácter complicado y… sé que no lo hace con mala intención, pero…
Su voz se apagó. La tristeza era palpable en su tono, mezclada tal vez con una pizca de contrariedad; y Kagami sintió como si le estrangularan el alma.
Haría lo que fuera por mantener la sonrisa del rubio en su rostro. No importaba que le costara todos sus sentimientos, que hiciera sus propias emociones a un lado. Si era por él, estaba dispuesto a hacerlo.
—Mira —le dijo, llevándolo a una parte del vivero en la que había todavía más flores—, ¿sabías que las flores tienen significados? —Se giró para contemplar a Kise, que lo observó con mirada sorprendida, sin comprender—. Así es. Cuando regalas un ramo, el mensaje es diferente… según de qué flores sea. La mayor parte de la gente no lo sabe, y cuando regala un ramo lo hace sin pensar en lo que pueda significar.
Kise sólo lo miró. El pelirrojo, entonces, se giró para tomar unas brillantes flores amarillas, tendiéndoselas al rubio.
—Son alhelíes amarillos —informó—. Y el mensaje que guardan es… algo así como que serás fiel a tu pareja, pase lo que pase. ¿Entiendes? —preguntó, un poco abochornado por lo cursi que acababa de sonar. Kise, sin embargo, no lo juzgó ni se rió de él; de hecho, sólo sacudió la cabeza.
—Entiendo, pero… no le gustan los colores cálidos, ¿recuerdas? —Parecía triste al hablar. Kagami, sin embargo, tenía una respuesta preparada para eso.
—Pero el amarillo no es un color tan cálido como los demás. Está lejos del rosa, del rojo, y del naranja —señaló; no hacía más que repetir los saberes que había aprendido de sus abuelos—. Y con que le agregues apenas un poco de azul… se convierte en verde limón. —Se giró para tomar otras flores, que eran de una forma muy similar a las que ya tenía entre las manos, sólo que de color blanco—. Además, si añades alhelíes blancos, que simbolizan modestia… el blanco neutraliza la parte cálida del amarillo.
Kise volvió a sacudir la cabeza.
—Tampoco le gustan los ramos mixtos. —Acercó la mano a las flores, rozando los pétalos con sus dedos mientras las contemplaba con un aire nostálgico. A Kagami le dio la sensación de que se volvían grises cuando el rubio se acercaba tanto a ellas.
—¿Confías en mí? —preguntó; no supo de dónde le salió eso, y se arrepintió apenas un instante después de haberlo dicho, pero cuando Kise alzó la mirada, notó que su gesto no era inquisitivo ni de enojo.
Se miraron por unos segundos, sin mediar palabra. El pelirrojo sentía que se quedaba sin aire, pero se obligó a devolverle la mirada. Y al final Kise soltó una risita.
—… Vale, tú ganas —accedió al final, causando que una sonrisa se dibujase en las facciones de Kagami—. Pero si no le gustan, te prometo que haré que ella venga a quejarse directamente contigo, ¿eh?
El pelirrojo no pudo evitar reír ante esa respuesta, asintiendo.
La muchacha anónima no pareció disgustarse por las flores escogidas por Kagami, o al menos eso pensó en un principio. Pasaron diez días sin que Kise regresara a la tienda; el florista no pudo evitar preocuparse por eso, ya que como el rubio le había dicho que se habían mudado a Tokio, había asumido que volvería a aparecer por el vivero pronto. ¿Había sido ingenuo al pensar de esa manera? ¿O tal vez su elección había sido mala y la chica se había enfadado con Kise, por lo que éste no querría volver a verlo nunca más? No sabía cuál era la verdad, y por eso el nerviosismo se lo comió desde adentro día y noche, sin que Kagami pudiera hacer nada por evitarlo.
A pesar de todo, Kise volvió. Y cuando lo hizo, entró a la tienda de manera precipitada, exclamando algo en plan "¡eres un genio, ¿cómo lo hiciste?!" porque, al parecer, la joven había quedado encantada con la elección del pelirrojo.
La angustia y los nervios que habían estado carcomiendo los ánimos de Kagami se desvanecieron justo entonces. Dedicó una sonrisa radiante al muchacho, mientras le decía, orgulloso, que nadie sabía de flores más que él. Por supuesto, era una broma, pero Kise aparentaba tomárselo en serio, porque se deshizo en elogios y agradecimientos por haber conseguido lo que había empezado a parecerle imposible: hacer feliz a su novia con un ramo de flores.
Las visitas de Kise a la florería se hicieron frecuentes, a partir de entonces. Y Kagami, en algún punto, se dio cuenta de que se había dejado caer al interior del abismo que había contemplado durante tanto tiempo; porque, al mismo tiempo que componía ramos que traían las sonrisas del rubio de vuelta a su rostro, sellaba con pétalos blancos la sentencia de su propia caída en falta.
Era agridulce, en cierto modo. Podía ver a Kise sonreír, cada vez que éste entraba a la tienda se mostraba más contento que la vez anterior, porque Kagami seguía dando en el clavo con los ramos que le preparaba y eso hacía feliz a su novia. Pero el pelirrojo no era un ángel, y sus deseos ocultos lo ensombrecían cada vez más, agriando su corazón, envolviéndolo en un manto negro que impedía cada vez más el paso de la luz. Contribuía a mejorar la relación de pareja del rubio, pero en el fondo ansiaba que discutiera con aquella muchacha anónima y que rompieran. No era imposible, por lo que Kise le contaba parecía ser bastante conflictiva; sin embargo, ¿qué habría cambiado, con eso? El rubio no iba a fijarse en él. Él ya había asumido hacía tiempo que de nada servía hacerse ilusiones con un futuro que jamás tendría lugar.
A pesar de todo, no podía evitar albergar ese deseo oscuro de que la relación entre Kise y su novia se torciera y terminara. Se desvivía por las sonrisas del rubio, pero una parte de él —la más cruel y egoísta— quería verlas morir. Saber que estaba solo, que si él no podía amarlo y acogerlo entre sus brazos, entonces nadie lo haría.
Día a día luchaba por reprimir esos pensamientos y esas emociones. Pero caía, y caía, y las sombras del abismo lo ataban de pies y manos cada vez con mayor fuerza, y él no podía resistirse a las siluetas vaporosas de esos látigos negros.
Aun así, él continuaba luchando.
Los domingos, el vivero permanecía cerrado. Kagami aprovechaba para quedarse en casa tranquilo, o salir a hacer las compras, o cualquier cosa que no estuviera relacionada con su trabajo diario. Ese domingo, sin embargo, decidió ocuparlo haciendo otra cosa. Salió de su departamento vestido con ropa deportiva, y con una pelota de baloncesto debajo del brazo. Hacía tiempo que no jugaba, y su cuerpo casi se lo pedía a gritos. El día estaba frío y soplaba el viento, por lo que no había demasiada gente en la calle. Por él, mejor. Eso significaba que la pequeña cancha pública estaría vacía.
No se equivocó. No había ni un alma en aquel sitio; sólo las hojas otoñales cubriendo el suelo, convirtiéndolo en un mar anaranjado y rojizo sobre el que se cernían las copas desnudas de los árboles. Cuando llegó al centro exacto de la cancha, respiró hondo; llenando sus pulmones de ese aire frío que tanto le gustaba, sintiendo cómo los vellos de la piel se le erizaban en protesta. Pero pronto tendría tanto calor que no tenía sentido abrigarse.
En seguida comenzó a jugar un uno contra uno con un oponente imaginario. Hacía ya varios años que había jugado su último partido, cuando todavía estaba en preparatoria y tenía un equipo y amigos con los que podía contar. El tiempo los había distanciado, pero no guardaba un recuerdo amargo de ellos. Sin embargo, cuando sus dedos rozaban la textura rugosa del balón, cuando escuchaba los golpes sordos que éste producía al rebotar contra el suelo, y cuando percibía el suave frufrú de la canasta al ser atravesada por la pelota, se sentía como si apenas hubieran pasado minutos desde la última vez que había jugado. El baloncesto era la mayor pasión que había desarrollado jamás; una manera de escapar de sus problemas, o de juntar fuerzas para hacerles frente con mayor vigor que antes.
Saltaba muy alto; siempre le habían dicho que parecía que volaba, cada vez que se arrojaba con la pelota en alto para hacer un mate. A veces se quedaba colgado del aro; ahora evitaba hacerlo, por temor a romper lo que era de dominio público. Apenas había marcado unos cuantos tantos, cuando percibió el crujido de las hojas secas bajo los pies de alguien, y una voz se alzó en el aire:
—¡Vaya! ¿Juegas al baloncesto? —Se giró de golpe, encontrándose cara a cara con el objeto de todas sus ensoñaciones. Kise Ryōta le sonreía de manera genuina, mientras se desenroscaba una bufanda azulada del cuello y empezaba a desabrocharse el abrigo—. ¡Genial! ¿Puedo jugar contigo?
Kagami accedió; aunque, en su interior, estaba preocupado. Hacía tiempo ya había descubierto que era incapaz de decirle que no a ese muchacho, pero antiguamente había destacado por ser un jugador de un nivel muy superior al del resto de los japoneses. ¿Y si ganaba por una diferencia aplastante y Kise se entristecía o se enfadaba con él? No podría vivir con eso.
A pesar de su miedo, no hizo nada por detenerlo. Y pronto se encontraron enfrentados, con los ojos ambarinos estudiándolo luego de que pactaran jugar un uno contra uno en el que ganaría aquel que alcanzase primero los veintiún puntos.
Más temprano que tarde, descubrió lo equivocado que había estado al subestimar a su oponente.
Kise era el talento personificado. A Kagami le costó darse cuenta de dónde residía su habilidad, ya que en un principio el rubio se limitó a pasarlo y realizar un par de canastas simples, que el pelirrojo contrarrestó donqueando luego de saltar bien alto. La realidad le fue revelada cuando su rival, de una forma que nunca hubiera podido predecir, dio un salto muy superior a los que él mismo había dado antes e hizo un mate exactamente igual al que Kagami había ejecutado segundos atrás.
Pensó que sería casualidad. Pero quedó claro que no era así cuando esa actitud por parte del rubio se repitió, no una sino que dos, tres, cuatro veces. Sus movimientos fueron de calidad igual o superior a los de Kagami, pero todos ellos fueron réplicas de los que el pelirrojo había ejecutado segundos atrás.
—Copias… las jugadas. —Le costaba hablar, puesto que había empezado a sudar y sus palabras venían intercaladas entre numerosos jadeos. Kise también respiraba de modo irregular—. ¿Cómo…cómo lo haces?
El rubio rió.
—Sólo lo hago —respondió, sonriendo con astucia. Kagami estaba más que sorprendido. Acababa de ver a Kise copiar jugadas que él había ejecutado apenas un instante atrás. Y no eran copias mediocres, meras imitaciones de sus técnicas; no, eran copias perfectas, a veces incluso mejores que sus versiones originales. ¿Cómo había hecho para copiarlas de manera tan excepcional, cuando apenas las había visto una sola vez? Era un misterio.
El resto del partido transcurrió de manera muy similar. Siempre que Kagami realizaba algún movimiento, Kise se lo devolvía; y, cuando llegó el fin del encuentro —en el que venció el pelirrojo por apenas dos puntos—, le dio la sensación de que esa diferencia de puntaje bien podría haberse debido al hecho de que él llevaba ropas deportivas y cómodas, y Kise no.
Se dejó caer de espaldas sobre el suelo, abatido. Estaba frío y repleto de hojas secas de los árboles, pero no le importó porque el sudor le bañaba el cuerpo y se sentía más acalorado que nunca. La respiración le salía irregular, en forma de repetidos jadeos; y lo mismo valía para Kise, que se había sentado sobre el suelo, a su lado, e intentaba recuperar el aire.
Había sido algo único. Había visto una cara del rubio que no conocía: la astucia, el ingenio, el instinto salvaje de unos ojos ambarinos que escrutaban a su oponente y, en cuestión de segundos, podían captar su esencia para copiar todas sus jugadas. Kise era como un felino al acecho, como un lince; infinitamente ágil, capaz de capturar a su presa incluso en el aire.
—¿Sabes? —La voz del rubio se hizo oír por encima de sus jadeos, luego de unos largos minutos sin que mediaran palabra—. Nunca te pregunté tu nombre. —Soltó una risita, como si no pudiera creer lo distraído que era por eso—. ¿Cómo te llamas?
Y Kagami también rió, al tiempo que un sentía como si su pecho fuera llenado con aire caliente; una agradable sensación, similar a como si se inflara un globo en su interior.
—Kagami Taiga —contestó el pelirrojo, levantándose sobre los codos para mirar al contrario. Éste le devolvió la mirada desde el suelo, con los cabellos desordenados sobre la cabeza, desparramándose por delante de sus ojos.
Le sonrió, en un gesto que a él se le hizo más radiante que el mismísimo Sol.
Los encuentros para jugar baloncesto, al igual que las idas de Kise a la florería, también se volvieron algo frecuente.
Kagami nunca se había sentido tan entusiasmado por algo, o por lo menos no en los últimos seis años. Recordaba haber sentido una cosa así en sus tiempos de preparatoria, cuando participaba de los torneos interescolares con el resto del equipo, pero desde que se había graduado que no experimentaba una emoción tan grande como la que le producían sus encuentros con Kise en la pequeña cancha pública.
Gran parte de ese entusiasmo radicaba en el hecho de que era imposible predecir cuál sería el ganador de esos encuentros. La primera vez había sido Kagami, pero la siguiente ocasión había sido Kise el vencedor, y a partir de ahí se convirtió en una constante lucha por quién lograba salir adelante y alcanzar los veintiún puntos primero. Habían intercambiado sus números de celular, de modo que pudieran contactarse para encontrarse ahí; Kagami sólo tenía libres los domingos, pero de cuando en cuando encontraba otros días en la semana en los que podía cerrar la florería un rato antes, para ir a jugar al baloncesto con Kise.
Kagami sentía que esos partidos, sumados a las corridas de Kise a la tienda cada vez que le daba por comprar flores, eran como un elixir que le permitía seguir con su vida diaria sin dejarse caer por esas emociones tan profundas que había desarrollado por el rubio. Había pasado ya más de un año y él seguía experimentando lo mismo que el primer día cada vez que lo veía; ese vértigo que le acariciaba el alma, la sensación de que todo lo que rodeaba al rubio empalidecía ante su enorme belleza, su corazón latiendo a toda velocidad. Había creído que se hundiría, que no podría soportarlo; pero mientras pudiese vislumbrar sus sonrisas, mientras Kise continuase ahí contando sus extrañas anécdotas y riéndose con esas risillas que tanto amaba, a él le bastaba.
Una tarde, el rubio hizo acto de aparición en la tienda con los ánimos decaídos. Entró con gesto pensativo; su mirada, clavada en el suelo, mientras avanzaba a través de las largas filas de plantas a paso lento. Kagami lo vio llegar hasta él con curiosidad, mirándolo interrogante en todo momento.
Kise permaneció ahí de pie, sin decir nada por un largo instante.
—¿Sucede algo? —preguntó el pelirrojo, dividido entre la curiosidad y la preocupación. Sólo entonces alzó el contrario la mirada; y, cuando lo hizo, le dedicó una sonrisa triste que rajó su alma en dos.
—Kagamicchi —saludó, utilizando el extraño apodo que había inventado para su nuevo amigo; por lo que Kagami sabía, ese tipo de sobrenombre (añadiendo el "cchi" al final) sólo lo usaba con gente bastante cercana a él, algo que hizo que el pelirrojo se sintiera satisfecho y orgulloso de sí mismo—. Pues… no, en realidad no pasó nada.
Kagami arqueó las cejas.
—¿Y por qué esa cara tan larga, entonces? —le preguntó, con tono un poco incrédulo. Kise no quitó la sonrisa apenada de su rostro, pero tampoco rió, señal de que, en efecto, algo no estaba bien.
Se tomó su tiempo para responder. Hacía muecas, con toda una variedad de distintas emociones surcando su rostro, como si no encontrara una forma de expresarse o no supiera qué sentir. Al final, murmuró:
—No sé bien, es que… —Arrugó la frente, contrariado—. Siento como si… como si ya no fuera lo mismo —murmuró despacio—, con ella.
Kagami sabía que ese "ella" no podía referirse a otra persona que no fuera su novia. Había aprendido mucho de Kise en los últimos tiempos, y sabía que era esa muchacha anónima la única capaz de generarle semejantes dudas y contradicciones.
—¿Por qué no? —preguntó él.
—Es… raro —musitó el rubio, apoyando las manos sobre la superficie de la mesa y descansando su peso en ellas—. Es como si… como si hubiéramos perdido la magia, ¿me entiendes? Hablamos bien y todo, pero… ella no parece interesarse mucho por mí, y yo…
Su voz se desvaneció.
—¿Y tú? —lo instó Kagami a continuar.
—… Y yo tampoco siento… gran cosa por ella, ahora —confesó Kise despacio; al final alzó la mirada, contemplando a Kagami con una chispa de miedo en sus ojos—. Pero ¡no sé por qué! Ninguno de los dos hizo nada para que cambiara, no entiendo cómo… cómo pasó.
Se hizo silencio. Kise volvió a bajar la vista, sin añadir nada más. El pelirrojo también permaneció callado, contemplando esa belleza suya que resultaba trágica cuando se hallaba teñida con los colores de la tristeza. Ver al rubio así de decaído era como ver a un ángel llorar, a un Sol muriendo en la lejanía del horizonte, hundiéndose y sumiendo el mundo en la oscuridad que nace de su ausencia.
—Esas cosas pasan —dijo al fin, luego de lo que se les hizo como un silencio eterno; Kise lo miró y Kagami lamentó de todo corazón no poder decirle nada más que eso—, pero si tú mismo dices que tampoco sientes más nada por ella, entonces quizás puedan terminar bien y continuar siendo amigos, ¿no es así?
Sus palabras fueron torpes, pero sinceras. Creía de verdad en lo que estaba diciendo. Kise volvió a dedicarle su sonrisa triste.
—No es tan fácil… —murmuró—. Llevamos años juntos, Kagamicchi. Y yo… —dejó la frase sin completar. Esta vez, Kagami no insistió.
—Bueno, si has venido aquí, es porque vas a regalarle flores una vez más, ¿no es así? —Le sonrió, al tiempo que Kise asentía—. En ese caso, sígueme —pidió, poniéndose de pie y llevando al rubio a otro sector del enorme vivero—, creo que tengo las flores perfectas para esto.
Los pétalos eran de un tono violeta intenso; eran pocos, pero las flores eran tantas que el verde de los tallos era apenas visible en muy pocos sectores. Kise lo observó con curiosidad, mientras Kagami procedía a explicar su significado.
—Son pensamientos malvas —le dijo, juntando las flores y componiendo un tupido ramo—, y simbolizan la… nostalgia del amor perdido, o así. —Nunca iba acostumbrarse a decir cosas tan cursis como ésa. De hecho, todavía se preguntaba cómo era posible que Kise no se hubiera reído nunca de él por eso. Peleó por dominar su sonrojo, sintiendo cómo las mejillas le ardían.
—¿Crees que vayan a gustarle? —preguntó el rubio—. Ya sabes cómo es…
Kagami acentuó su sonrisa para infundirle ánimos.
—Claro que sí —aseguró—, supongo que no es algo que se pueda arreglar con unas flores, pero… quién sabe —comentó, encogiéndose de hombros. No sabía qué otra cosa decirle. Al final, Kise le sonrió con tristeza, asintiendo.
—Imagino que tienes razón —reconoció—. Entonces, te haré caso~ ¿Cuánto por el ramo?
El pelirrojo sacudió la cabeza.
—No hace falta —dijo, mientras acomodaba las flores y caminaba hacia otra parte del enorme vivero en busca de un papel bonito con el que armar el ramo—. La casa invita.
—¿Qué? —preguntó Kise, atónito—. ¡Claro que no! —protestó, mientras seguía a Kagami a través del local. Éste no le prestó atención mientras arreglaba las flores, envolviendo sus tallos con un papel blanco translúcido, y colocándole una fina cinta, del mismo tono malva que los pétalos, alrededor—. ¿Cómo voy a permitir eso?
Kagami sólo lo miró, tendiéndole las flores mientras el rubio fruncía un poco el ceño.
—Qué va, si no es nada. Toma, llévalas —lo instó. Lo contempló fijo por unos instantes, durante los que Kise se mostró dubitativo; al final, tomó el ramo y asintió.
—Vale. Pero sólo por esta vez, ¿sí? —Remarcó. Sonrió al decir—: ¡Gracias!
Luego de saludarlo, Kagami lo observó alejarse a través de las largas filas de plantas, sin decir nada. Una sensación de pesar se había asentado en su interior, asfixiando su corazón. Los pensamientos malvas representaban la nostalgia del amor perdido. Kise iba a regalárselas a su novia, simbolizando que el amor brillaba por su ausencia en su relación, que se había esfumado como el humo.
No tenía sentido echar de menos algo que nunca había tenido, era absurdo. Y, aun así, allí estaba él.
De la misma manera en que Kise regalaría esas flores a su novia, Kagami se las había regalado a él, hundido en la nostalgia de un amor que había estado perdido desde el principio: un amor que nunca podría ser.
Avanzó por el parque, en silencio. Eran las doce en punto, pero a él le parecía el mediodía más triste que hubiera visto jamás. Las copas de los árboles se hallaban desnudas, raquíticas, como formas retorcidas en ángulos extraños que se estiraban hacia el cielo pero nunca llegaban a tocarlo. Como un símbolo de frustración, de lucha en vano.
Desde muy pequeño le había gustado el otoño. En realidad le gustaban todas las estaciones, le parecía que cada una tenía una esencia que la volvía única, a su modo. Trabajando en una florería, lo más sensato hubiera sido pensar que su época favorita en el año era la primavera. Pero no era así: no, el otoño tenía algo que lo volvía especial, algo que hacía que se sintiera como en casa cuando caminaba entre los pilones de hojas secas, con éstas crujiendo bajo sus pies, y los árboles exhibiendo su desnudez antes de que llegara el invierno.
Ese día, sin embargo, el otoño le parecía triste. El cielo estaba blanco, encapotado por unas nubes de ese tono que sólo refleja dudas, que muestra la incertidumbre del no saber si llorar o no. Sí, el firmamento era blanco y los árboles se estiraban tratando de alcanzarlo, pero no lo lograban.
Era una jornada deprimente.
Día domingo. El parque debería haber estado lleno de niños jugando, de ancianas y ancianos que salieran a charlar unos con otros sentados en bancos, de hombres y mujeres que disfrutaran la jornada dominguera al aire libre. Pero no era así: porque las nubes anunciaban una tormenta que nunca llegaba, porque el clima era frío y la brisa levantaba las hojillas del suelo y las hacía girar en espiral mediante sus suaves soplos, colándose a través de las telas de la ropa y haciendo que se la piel se erizara.
Hundió la nariz en su bufanda, acomodando las manos en los bolsillos de su chaqueta. Examinó el camino delante de él, cubierto de hojas muertas en tonos cálidos, sin que en él se manifestara ni siquiera un alma.
Deambuló perdido en sus pensamientos, sintiéndose decaer pero sin hacer nada al respecto. Es el clima, se repetía a sí mismo. No tenía un odio especial por la lluvia, pero de veras que no le gustaba cuando el cielo se quedaba ahí dudoso, cubierto de unas nubes que se negaban a llover. Es el clima.
Ese día, Kise no le había mandado ningún mensaje para que fuera con él a jugar baloncesto a la cancha pública. De hecho, no tenía noticias suyas desde hacía cinco días, cuando el rubio había acudido a la florería y se había llevado los pensamientos como regalo.
Luego de un rato, se cansó de caminar. En realidad no era exactamente cansancio; se trataba, más bien, de una especie de sensación de decaimiento. Por eso se dejó caer sobre uno de los blancos bancos de madera del parque, descansando contra el respaldo y echando la cabeza hacia atrás mientras cerraba los ojos para aliviar la vista.
Le hubiera gustado poder jugar al baloncesto contra Kise, en ese mismo momento. Le bastaba con la idea de ver al rubio, a decir verdad; pero si podía enfrentarlo en un uno contra uno, todavía mejor. El desafío, la sensación rugosa del balón contra los dedos, la incertidumbre y esa mirada fiera en los ojos dorados del contrario; echaba todo eso de menos, casi con la misma fuerza con la que extrañaba sus sonrisas.
Y estaba perdido en sus pensamientos, a la deriva, cuando…
—¿Kagamicchi? —Sus ojos se abrieron de golpe, sorprendidos de vislumbrar a Kise en todo su esplendor justo frente a él. Lo miraba desde arriba, con cara de no comprender; llevaba un tapado de color beige y una bufanda escocesa en rojo y negro que le cubría parte del rostro.
—¿Kise? —preguntó Kagami. Se enderezó sobre su asiento, con el corazón palpitándole con fuerza ante la inesperada aparición del muchacho—. ¿Qué haces aquí?
Kise soltó una risa amarga que no le sentaba nada bien. Era impropia de él.
—La verdad es que no lo sé —admitió, arrugando la frente de forma extraña—. ¿Me puedo sentar?
—Claro —accedió Kagami en seguida, haciéndose a un lado para cederle un espacio en el largo banco. Kise en seguida se acomodó a su lado, y el pelirrojo lo miró confundido—. ¿Pasó algo?
Se tomó su tiempo para responder. Tenía los codos sobre las rodillas y las manos juntas, mientras contemplaba el suelo, ceñudo. Había una sombra oscura en el ámbar de sus ojos, como si el fantasma de la pesadumbre se agitara en ellos.
Al final, la misma risita amarga de antes se repitió. Y a Kagami no le gustaba cómo sonaba. Oscurecía a Kise, de alguna forma. Y él quería verlo sonreír de manera genuina.
—Me fue infiel —le soltó sin más, sin rodeos ni florituras. No puso sujeto a su oración, pero Kagami lo entendió sin necesidad de que lo hiciera—. Me enteré hace dos días, cuando me dijo que se había cansado de mentirme y que no podía seguir más. ¡Y yo, regalándole flores! —exclamó, indignado—. Me siento el tipo más idiota del mundo.
Kagami no supo qué contestarle. Se había quedado en blanco. Pero no necesitó decir nada, pues Kise en seguida siguió hablando.
—Me dijo que llevaba semanas acostándose con ese otro tipo, y que no me había dicho nada para no hacerme daño, pero que se había cansado de fingir. ¿Te das cuenta? —Suspiró, echándose hacia atrás contra el respaldo y agarrándose el puente de la nariz con dos dedos, cerrando los ojos—. Después de eso rompimos, claro. Era cosa de tiempo para que pasara, pero… —Su frente se arrugó todavía más, y se quedó callado. Era la viva imagen de la contrariedad.
—… Yo no creo que seas idiota —fue todo lo que Kagami pudo balbucear—, creo que… que hayas confiado en ella, y que le hayas regalado esas flores… habla bien de ti.
No sabía qué más decirle. Y apenas un instante después sintió cómo una emoción abrasiva se alzaba en su interior: era la ira, la rabia contra esa muchacha anónima cuyo nombre nunca había sabido, contra esa joven que no había hecho aprecio del maravilloso ser que tenía a su lado.
—¿Tú crees? —preguntó Kise, poco convencido. Abrió los ojos y lo miró; Kagami se limitó a asentir, y el rubio suspiró—. Bueno, no es como si fuera una tragedia, después de todo. Tarde o temprano íbamos a romper, así que… —Se encogió de hombros. Luego de unos instantes de silencio, sonrió; y no era la sonrisa radiante de siempre, pero era sincera, y con eso al pelirrojo le bastaba—. ¿Qué dices de un uno contra uno? Aunque… —Pareció entristecerse, al decir—: No tengo ropa adecuada para jugar, ni una pelota…
Kagami, sobresaltado por su repentino cambio de humor, pero reponiéndose pronto al asombro, se entusiasmó mucho con la idea. Un uno a uno contra Kise era lo que más había ansiado, los últimos días.
—No importa —se apresuró a decir—, mi departamento está cerca de aquí. Podemos ir a buscar una pelota ahí; y creo que tenemos la misma talla, así que…
Dejó la frase sin acabar, pero Kise entendió. Su rostro se iluminó con ilusión.
—¿Lo dices en serio? ¡Genial! —exclamó contento; se puso de pie en un instante, dando un saltito. Y, viéndolo tan repentinamente animado, Kagami sintió cómo su corazón se saltaba un latido; apresurándose a incorporarse para guiar al entusiasmado rubio hasta el sitio donde vivía.
Ésa fue la primera vez que Kise estuvo en su casa. El joven quedó bastante asombrado porque Kagami tuviera un departamento tan grande para él solo; tuvo que explicarle que era su padre, que vivía en Estados Unidos, quien pagaba el alquiler. Y en realidad, aunque fuera cómodo tener tanto espacio, a veces se sentía un poco solitario.
Luego de que encontraron algo que el rubio pudiera ponerse para jugar al baloncesto, Kagami se cambió también; y ambos salieron rumbo a la cancha de baloncesto pública, con una pelota debajo del brazo.
Jugaron durante horas. La resistencia que Kagami había perdido, por los largos años de inactividad, había reaparecido después de que sus encuentros con Kise se repitieran; los dos eran incansables, y amaban tanto aquel deporte que nunca se aburrían de él. El cielo continuó blanco, sin llorar. Y la fría brisa era un alivio, puesto que los dos estaban más que acalorados por la intensa actividad física.
No pararon hasta el atardecer. Era oscuro, carente de los típicos tonos anaranjados que lo caracterizaban debido a las nubes que encapotaban el cielo. Pero estaba haciéndose de noche, y ambos se daban cuenta de eso.
—Haah… Kagamicchi, eres impresionante —comentó Kise, con las manos sobre las rodillas y el torso encorvado hacia abajo mientras intentaba recuperar el aire—, ¿cómo demonios haces para saltar tan alto?
—¿Estás de broma? ¿Me lo preguntas tú, que vas por ahí copiando todas las jugadas que hago? —replicó el otro, con la voz cargada de admiración. El rubio rió con satisfacción; y en su interior, Kagami se sintió orgulloso de sí mismo. Siempre había recibido todo tipo de elogios por su desbordante capacidad para el baloncesto, y en especial en torno a su sublime capacidad de salto; pero recibirlos de Kise era muy distinto, y mucho más gratificante.
Poco después de eso, ambos regresaron al departamento del pelirrojo. Allí, Kise se dio una ducha rápida, para quitarse el pegajoso sudor de encima y acomodar sus desordenados cabellos. Al final, agradeció a Kagami por todo; y cuando estaba a punto de irse, el pelirrojo lo vio más contento que nunca, como si los agrios pensamientos sobre la infidelidad de su (ahora ex) novia se hubieran visto opacados por algo mucho más grande y radiante.
Kagami, sin embargo, no podía compartir del todo su felicidad. Y aunque el rubio le sonriera, él no era capaz de devolverle el gesto. Kise se dio cuenta y lo miró entre curioso y preocupado.
—¿Kagamicchi? ¿Sucede algo? —preguntó, dubitativo. El pelirrojo sostenía la puerta del edificio abierta, pero tenía la vista clavada en el suelo.
—Es sólo que… ahora que tú ya no… quiero decir… —Buscó una forma de decirlo sin sacar el tema de su novia a colación. No quería que Kise se amargara de nuevo. Pero ¿cómo hacerlo?—… Ya no tienes motivos para venir a la florería, ¿no es así?
No lo miró. Aun así, sintió la mirada perpleja del rubio clavada sobre él; y cuando oyó una risita, levantó la vista con alarma, temeroso de que el contrario fuera a burlarse de él.
Pero Kise le sonreía como enternecido.
—Ay, Kagamicchi… ¡Claro que voy a volver! —exclamó—. Voy a seguir yendo a visitarte, no vas a librarte de mí tan fácil~ Además, seguiremos viéndonos para jugar baloncesto y así, ¿no es cierto? Somos amigos.
En ese momento y en ese lugar, Kagami sintió como si un globo lleno de aire caliente se inflara en su pecho, enviando una corriente eléctrica a través de todo su cuerpo que lo llenó de furor. Estaba tan contento que ni siquiera prestó atención a ese "amigos" que echaba sus sueños por tierra; en ese instante, no le importaba, porque con que Kise continuara apareciendo de la nada en el vivero para contarle sus dramas y pedirle socorro le bastaba.
—¡Claro! —exclamó, mucho más decidido que antes. No habría podido contener la sonrisa que se dibujó en sus labios ni aunque lo hubiera intentado—. Es verdad. Pero no te confíes, que en el próximo uno contra uno te aplastaré, ¡ya verás! —Su tono fue firme, y pudo vislumbrar el chispazo del desafío en el amarillo de los ojos del contrario.
—… Veremos~ —murmuró, divertido. Poco después, se despidieron y Kise se alejó a través de la calle, dejando a Kagami solo; flotando en las promesas de próximos encuentros, partidos, y demás ocasiones en las que podría seguir viendo a Kise.
Era todo lo que necesitaba.
Las visitas de Kise al vivero se convirtieron en algo casi diario. Kagami había pensado que, como ya no tenía la necesidad de comprar flores, sus idas a la florería se volverían más esporádicas, más ocasionales. Fue todo lo contrario: como ya no compraba flores, iba cuando quería; y "cuando quería", en el idioma de Kise, significaba cada vez que tenía oportunidad o que se sentía aburrido.
En algún lugar del camino, Kagami había aprendido que Kise se ganaba la vida como modelo. Era conocido en su rubro, pero no al punto de poseer fama por fuera del público femenino; y como el pelirrojo no era demasiado de leer revistas o de mirar nada en la televisión que no fueran canales deportivos, nunca había llegado a verlo desenvolviéndose en ese ambiente. Era su trabajo el que le permitía visitar a Kagami con tanta frecuencia, porque sus horarios eran irregulares y bastante laxos, así que tenía montones de tiempo libre.
Kise era como una luz radiante que brillaba en las largas horas que Kagami pasaba en el vivero. Nunca le había disgustado ese ambiente repleto de verde, de flores con formas y colores curiosos y de tijeras de podar, abono y fertilizantes. Pero realizar sus tareas diarias con la alegre voz del rubio contándole alguna anécdota o hablándole de cualquier tontería era algo muy diferente.
La ex–novia del muchacho pronto quedó en el olvido. Kagami se daba cuenta de que no le había mentido cuando, ya semanas atrás, le había dicho que no sentía nada por ella. Los primeros días después de que ambos se encontraran en el parque, había vislumbrado cierto pesar en los ojos de Kise —aunque no un pesar triste, sino que más bien el pesar amargo que nace del engaño. Sin embargo, con el paso de los días, eso había desaparecido. Y el pelirrojo estaba feliz por ello. El remordimiento era una sombra que manchaba los ojos ambarinos del contrario con un tono oscuro, y Kise era luz. No le gustaba esa oscuridad en él.
Sábado a la tarde. Kise se las había arreglado para convencer a Kagami de que ese día cerrara al mediodía; ahora los dos caminaban por un parque, bien abrigados porque el clima era muy frío, avanzando entre hojillas secas y sin que ninguno de los dos dijera demasiado. Al pelirrojo le llamó la atención lo callado que estaba el rubio: Kise era del tipo de persona que hablaba hasta por los codos, pero ese día no parecía tener demasiado para contar.
Luego de un rato en silencio, Kagami decidió comentarlo.
—Qué callado que estás hoy, ¿eh? —señaló, sonriendo al mirarlo—. Y eso que me insististe mucho para que cerrara temprano.
Kise soltó una risita. Y había un matiz nervioso en su forma de reír.
—Sí… —murmuró—, puede ser.
—¿Sucedió algo? —preguntó Kagami, sintiendo la llama de la preocupación naciendo en su interior. Cuando Kise había aparecido esa mañana en la florería, había actuado de la misma manera que siempre, o al menos eso le había parecido a él. ¿Se habría equivocado al pensar que todo estaba bien?
Los ojos de Kise se ampliaron, y éste en seguida negó:
—¡No, no! En absoluto —aseguró. Desvió la mirada hacia arriba, hacia allá donde las copas de los árboles se estiraban hacia el cielo celeste: algunas, por completo peladas; otras, decoradas con un sinfín de hojas en tonos de amarillo, anaranjado, y marrón, que iban cayendo al suelo con lentitud—. Me gusta el otoño —comentó; era obvio que trataba de cambiar de tema, pero Kagami decidió no insistir—… A ella no le gustaba.
Arrugó el ceño, contrariado. Kagami sabía que la lista de cosas que a esa chica no le gustaban era inmensa; de hecho, era tan selectiva con todo, que no podía más que admirar la paciencia que Kise había tenido con ella en esos aspectos. Debía haberla apreciado mucho, en su momento, para soportar una cosa así.
… Pero esos momentos habían quedado en el pasado.
—No sé por qué. —Se encogió de hombros—. Los colores de los que se ponen las hojas son muy bonitos~ Y además… —Sus ojos se iluminaron, fijos en un punto a lo lejos—. ¡Mira, Kagamicchi!
El rubio lo tomó por la muñeca y echó a correr, arrastrándolo a un sitio del parque donde había un gigantesco montón de hojas secas. Kagami tardó unos momentos en entender qué era lo que emocionaba tanto a Kise; y, cuando se dio cuenta, ya era demasiado tarde, porque éste había tironeado de él y lo había arrastrado consigo sobre el enorme pilón de hojas, de manera que ambos cayeron sobre el mullido colchón en tonos cálidos sin que el pelirrojo pudiera hacer nada por evitarlo.
—¡El otoño es la única estación en la que puedes arrojarte sobre las hojas secas! —exclamó la alegre voz del otro desde algún punto a la izquierda de Kagami. Éste se echó a reír; ¿qué era Kise, un niño? El rubio pronto se sumó a sus risas, mientras él se incorporaba sobre los codos y se giraba a un lado, tratando de encontrarlo entre el caos de hojas.
Sus ojos se toparon con el brillo feliz en los orbes dorados del otro. Kise tenía hojillas enredadas en los cabellos, que además estaban bastante desordenados, pero en ese momento Kagami sólo tenía ojos para su rostro. El ámbar se revolvía en sus ojos, la fina línea de su sonrisa lo tenía encandilado; y estaba tan perdido en sus formas, en sus colores, que nunca sabría cuándo con exactitud sus labios se habían encontrado, en un movimiento tan natural que opacó lo repentino del beso.
Las sombras nocturnas eran las únicas que sabían cuántas horas había pasado en vela imaginándose cómo serían los labios del rubio; oscuras noches en las que, cuando ya era muy tarde y no se oía ni el susurro de un alma, se había dejado llevar por el mar de pensamientos y emociones que sólo Kise era capaz de evocar en él. A esas altas horas de la noche era el único momento en el que se permitía soñar, trazar en su imaginación escenas y sabores que nunca podría vivir ni probar, porque su estado de semiinconsciencia aliviaba el dolor de lo inalcanzable.
Y, una vez más, Kise se encargó de opacarlo todo; de, con la misma facilidad con la que había ahogado la belleza de las flores, hacer que todas las ensoñaciones de Kagami empalidecieran frente a una realidad que volcaba en su cuerpo y en su alma sensaciones mucho más exquisitas que las que hubiera podido imaginar jamás. La textura de los labios de Kise era suave; por momentos eran efímeros, tan imperceptibles que su roce era como el de una pluma; pero, de pronto, se volvían intensos, voraces como si guardaran un hambre insaciable. Kagami recordaba vagamente que el clima era frío; pero allí y entonces se sintió arder, no sólo con deseo sino que también con otra emoción mucho más compleja y profunda que no hubiera sabido identificar. El calor del fuego estallaba ahí donde sus bocas se juntaban, en la sensación del cuerpo de Kise tan cerca del suyo, una de sus manos cerrada alrededor de la suya.
Fue breve, pero estuvo tan cargado de tantas emociones que bien podría haber durado mil años. De alguna manera, en escasos segundos Kise se las había arreglado para transmitirle sensaciones mucho más fuertes que las que había sentido jamás. Y cuando se separaron y vio el miedo en los ojos ambarinos, su corazón se acongojó con el mismo temor que se reflejaba en ellos.
Temor al rechazo. Al asco. A que Kise se diera cuenta del significado de lo que acababa de suceder, y el estrecho vínculo que habían forjado muriera mucho más rápido de lo que habían tardado en formarlo.
Tanto se había hundido en su miedo, que se sorprendió cuando lo escuchó decir:
—L–lo siento, Kagamicchi… yo no… yo sólo… —El rubio parpadeó, y entonces Kagami entendió. Comprendió que la naturaleza del temor que vislumbraba en la mirada de Kise era igual a la del suyo: que era el pánico del rechazo lo que hacía que su determinación se resquebrajase en pedacitos.
Le sonrió y sacudió la cabeza, volviendo a aproximar su rostro al de él.
—No tienes que pedir perdón por nada —murmuró, apenas una fracción de segundo antes de que sus labios volvieran a encontrarse.
Sintió que Kise se ubicaba a horcajadas por encima de él, mientras el beso iba aumentando en intensidad. Las palmas del rubio se posaron a los costados de su rostro, sobre sus mejillas; él tanteó su torso hasta asentar las suyas en sus caderas, sosteniéndolo con firmeza y acercándolo más hacia él. Sus labios se acoplaron a sus movimientos, de un modo tan armónico que era como si los suyos tuvieran la forma exacta para encajar con los de Kise; cediendo ante unas emociones y un deseo que se habían concentrado en silencio luego de ser albergados en su interior durante tanto tiempo.
Deslizó su lengua sobre los labios del rubio, como si pidiera permiso antes de entrar; estos se entreabrieron, y entonces sus lenguas se encontraron en una humedad y un calor que le nublaban la mente. Sintió que se perdía, que todo a su alrededor desaparecía; que eran Kise y él lo único que quedaba en el mundo, a la deriva sobre sus propios deseos, acobijados en la calidez del otro.
—¡Ey, ustedes dos! ¡Miren el desorden que han causado! —No habría prestado atención a esa voz, si no hubiera sido porque Kise se sobresaltó y sus labios se separaron de manera repentina—. ¡No barrí las hojas para que ustedes las desordenaran de nuevo!
Apenas tuvo tiempo de reaccionar, cuando Kise ya lo había tomado por una mano y lo había obligado a levantarse, arrastrándolo lejos de allí a paso apresurado. Kagami, confundido y todavía con la cabeza llena del vapor de todo lo que acababa de suceder, echó un vistazo hacia atrás, divisando el desastre de hojas secas que dejaban detrás de sí, y cómo un viejo con pinta de cascarrabias apuntaba al cielo con un rastrillo, gritando cosas en plan "¡malditos mocosos desagradecidos!".
Se sintió un poco culpable. Kise y él se habían arrojado sin más sobre el montón de hojas que ese pobre hombre se había esforzado tanto por juntar. Y éstas habían volado en todas direcciones, desparramándose por los alrededores y siendo arrastradas por los soplidos del viento.
Sin embargo, un sonido alegre lo sacó de su culposo ensimismamiento. Kise reía, reía como un niño pequeño después de realizar una travesura. Sus dedos estaban afianzados con firmeza en torno a los de Kagami mientras los dos se alejaban de allí corriendo, todavía con hojas secas enredadas entre el cabello y enganchadas en la ropa.
Y el pelirrojo no pudo más que reír con él, acomodando sus dedos alrededor de los suyos, sintiendo que la culpa se evaporaba mientras en su pecho se alzaba un calor muy similar al que sentía allí donde sus manos se cerraban una en torno a la otra.
Tres meses después, Kagami seguía maravillándose de la suerte que tenía, del hecho de que eso que le había parecido tan inalcanzable durante tanto tiempo, ahora fuera real. Kise y él habían empezado a salir apenas después de ese primer encuentro; y ahora, luego de un revoltijo de dudas y nervios, ahora se hallaban echados el uno al lado del otro en la penumbra del cuarto del pelirrojo, sin pudor alguno a pesar de que todo lo que los cubría del mundo era una fina sábana de tela blanca. El ambiente era vaporoso, cargado de esa nube de éxtasis posterior al orgasmo; y Kagami se encontraba echado de lado, con el codo sobre la almohada y la cabeza descansando ladeada sobre una de sus manos, sin hacer nada más que contemplar el rostro perfecto del que ahora era su novio.
Amaba cada detalle de él. Lo había hecho desde la primera vez que lo había visto; y al día de hoy, no dejaba de sentir las mismas emociones que había sentido el primer día. La escasa luz del velador trazaba sombras sobre su rostro; los ojos ambarinos le devolvían la mirada con una sonrisa, curvando los labios apenas hacia arriba.
Recordó lo que Kise le había contado, algunas noches atrás. Le había tomado tiempo entender por qué había perdido el interés por su novia; pero un día, poco tiempo después de romper con ella y luego de jugar un uno a uno contra Kagami, se había sentido más triste que nunca al tener que dejar al pelirrojo atrás para regresar a casa, y se había dado cuenta de que todas esas emociones extrañas y contradictorias que había estado sintiendo en sus últimas semanas de noviazgo estaban relacionadas con él.
Al día siguiente, había caído en la cuenta de que Kagami le gustaba. Había mirado las cosas en retrospectiva, para notar que durante mucho tiempo le había hecho ilusión la idea de ir a comprar flores cada cierto tiempo, no tanto por la compra en sí como por el hecho de ir a la florería donde Kagami estaba. Pero no se había atrevido a dar el primer paso hasta un tiempo después, cuando había cedido ante ese impulso de besarlo aquel día en el parque.
Luego de un rato, por fin Kagami decidió romper el silencio para decir:
—¿Sabes? Siempre me pregunté una cosa. —Kise aguardó, expectante; la nívea piel de su cuello y su torso, marcada con las huellas rojizas del momento en que los labios de Kagami lo habían reclamado como suyo—. ¿Tú ya sabías lo que yo sentía por ti?
El interrogante le salió con naturalidad. No podía ser de otra forma; acababan de cometer el último acto de sinceridad, ése en el que los cuerpos se juntan en el desenfreno del sexo y pecan de honestidad, sin tapujo alguno. Después de algo como eso, la vergüenza se había esfumado en el aire, por lo menos en parte.
Kise rió.
—Obvio que sí~ —respondió; y Kagami arrugó la frente.
—¿Tan obvio era? —preguntó, un poco incrédulo, causando que el rubio repitiese sus risas. Todavía recordaba cómo se había quedado mirando embobado a Kise, y cómo éste se había reído orgulloso, casi como si le dijera "sí, sé cómo me estás mirando, sé lo que causo en ti".
—Kagamicchi… —murmuró Kise, contemplándolo con una sonrisa un poco burlona—, no eres un gran mentiroso. —El pelirrojo lo miró fulminante por unos segundos, pero al final volvió a suavizar su gesto.
—Vale —admitió—. Pero entonces, si era tan obvio, ¿por qué me miraste tan mal ese día en el parque, cuando nos caímos sobre las hojas y me besaste de la nada? —preguntó, enarcando una ceja—. Pusiste cara como si fuera a matarte, o algo así.
—¡Kagamicchi! —protestó el rubio, inflando las mejillas como si hiciese pucheros. Se había sonrojado; y Kagami no hacía más que amar la forma en que su rostro se teñía de ese ligero tono rosado, cada vez que se abochornaba—. Es que, ¡no es tan fácil! Quizás no era para tanto, o tal vez te molestarías porque estábamos en público… ¡yo qué sé! Podría haber sucedido cualquier cosa.
Fue el turno de Kagami de reír. Kise lo contempló contrariado, desviando luego la mirada; hasta que el pelirrojo por fin se serenó y se acercó sobre la cama hasta él, pasándole un brazo por encima del pecho y acercándole la boca al oído, mientras el otro mantenía la vista clavada estoicamente en el techo, negándose a mirarlo —haciéndose el ofendido.
—¿Estás loco? ¿Cómo iba a decirte que no a ti? —preguntó en voz baja, en una especie de ronroneo que envió un estremecimiento a través del sistema nervioso del rubio. Kagami se dio cuenta, sintiendo cómo la piel de Kise se erizaba ante aquel sonido, y soltó una risita satisfecha—. Te amo, Kise. Nunca dudes de eso —murmuró, para luego presionar un suave beso contra su mejilla.
La manera en que el rojo bañó el rostro del rubio —a pesar de que apenas unos minutos atrás había tenido motivos mucho más vergonzosos para sonrojarse— no tuvo precio.
Seis meses después, ya vivían juntos. Kise, en su momento, se había mudado a Tokio por trabajo; sin embargo, su departamento no era suyo, ya que lo alquilaba; y había sido cuestión de tiempo para que Kagami le ofreciera irse a vivir con él, no sólo porque quería que vivieran juntos, sino que además para ahorrarle ese gasto innecesario.
Aunque, claro. Los dos seguían funcionando a su aire.
—¡Kagamicchi! —Se oyó la voz de Kise, apareciendo a través de la puerta de la cocina y mirando al pelirrojo, que buscaba algo en la heladera, con gesto desesperado—. ¿Has visto mi camisa blanca? ¡No la encuentro por ningún lado!
Kagami se incorporó, girándose para mirarlo arrugando la frente.
—Está en el armario, en el primer estante —respondió—. Y ya que estás aquí, ¿compraste la albahaca que te pedí ayer?
—Sí, está por ahí en la heladera —replicó Kise sin más, sin demasiado interés—. ¿Y has visto el pantalón blanco que compré el otro día? ¡Tampoco lo encuentro!
Kagami, enfrascado de nuevo en su búsqueda en el interior de la heladera, suspiró con pesar.
—También está en el armario, Kise, ¿es que no sabes buscar? —preguntó—. ¿Dónde demonios está la albahaca?
—Eres tú el que no sabe buscar —replicó el otro, acercándose a la heladera, y tomando de uno de los estantes un manojo de hierbas de intenso color verde, que puso sobre las manos del pelirrojo—. Ahí tienes. ¡Tampoco encuentro la chaqueta que tenía ayer! —exclamó, sumergiéndose después en una larga perorata sobre todas las cosas que no encontraba.
Pero Kagami se había vuelto a erguir, y contemplaba las hierbas que Kise le había puesto en las manos con incredulidad.
—Kise… —murmuró despacio, interrumpiendo el monólogo del rubio y causando que éste silenciara—. ¿Estás de broma? Esto es perejil, no albahaca.
Kise se quedó atónito unos segundos.
—… Bueno, son parecidos, ¿no? —comentó como quien no quiere la cosa—. ¡Ayúdame a buscar la chaqueta y todo lo demás!
—¡Kise! —protestó Kagami a viva voz—. ¡Tu chaqueta también está en el armario! —exclamó con impaciencia—. ¡Y todo lo demás también!
El rubio puso los brazos en jarras.
—¿Y por qué está todo en el armario? ¡Necesito tenerlo a mano!
Una de las cejas de Kagami le dio un tic.
—Me imagino que no necesitas tener toda tu ropa a mano —señaló—, ¡pero eso es lo que parece, porque dejas todo tirado por ahí!
—¡Tú eres demasiado ordenado!
—¡No pienso escuchar a alguien que no sabe diferenciar la albahaca del perejil!
—¡Son parecidos!
—¡No tienen nada que ver, no puedo reemplazar uno por otro!
—¡Eso es tu culpa!
—¡Claro que no!
Se hizo silencio. Ambos miraban en direcciones opuestas, como dos niños después de pelearse por un juguete. Kise tenía los brazos cruzados y el rostro ladeado hacia la puerta de la cocina, mientras que Kagami apretaba uno de sus puños, sosteniendo el perejil en su otra mano.
… Pero, al igual que un niño pequeño, el rubio echaba miradas furtivas hacia el contrario, a ver si lo miraba. Y Kagami, que se daba cuenta de que aquello era una tontería, al final suspiró y dejó el perejil sobre la mesada, rodeando el torso de Kise con los brazos y descansando la cabeza sobre su hombro.
—Lo siento —se disculpó—, debería haber aprendido ya que no puedo confiar en ti en asuntos sobre la cocina. —Kise soltó un bufido de contrariedad, y parecía a punto de protestar cuando Kagami se le adelantó—: Te mostraré dónde están tus cosas. Pero intenta ser un poco más ordenado, ¿puede ser? —pidió—. No soporto el caos.
Y fue tan amable al pedirlo, que Kise no pudo hacer más que asentir, respirando profundo y dejando que el pelirrojo lo guiara a través del pasillo, todavía abrazándolo por la espalda.
Un año. Un año había pasado desde aquel primer beso, desde aquella tarde tan perfecta que se les hacía tan lejana pero tan reciente a la vez.
—¿Kagamicchi? ¿Cuánto falta?
—Shh, no veas. Falta poco —dijo el pelirrojo, conduciendo a Kise a través de la florería, tapándole los ojos con las manos. El rubio avanzaba a tientas, fiando literalmente a ciegas en su novio, sin saber a dónde iban a ir a parar. El vivero era grande, pero no demasiado—. Espera aquí un segundo, ¡pero sin espiar! —advirtió, retirando las manos de los ojos de Kise, que a pesar de la intriga mantuvo los párpados cerrados.
Oyó el crujido de una especie de papel; y luego de lo que a Kise se le hizo una espera eterna, en la que la curiosidad se lo comió entero, Kagami anunció:
—Ya puedes abrir los ojos.
Kise los abrió; parpadeando varias veces para aclararse la vista. Y entonces, lo vio.
Kagami yacía allí parado frente a él. Pero eso no era lo más llamativo: en sus manos, descansaba el ramo más grande y bello que Kise hubiera visto jamás. No sabía por qué le gustaba tanto: estaba compuesto por una única clase de flores, que eran girasoles, envuelto en un papel semitransparente de color blanco en torno al cual una cinta amarilla formaba un pequeño moño.
El pelirrojo las tendía hacia él, con la mitad de su rostro oculta detrás del vistoso ramo.
—¿Son… son para mí? —preguntó aturdido, todavía mirando las flores como embobado. Notó que Kagami asentía y, tomando el ramo entre las manos, preguntó—: ¿Qué significan?
El otro sacudió la cabeza; y Kise notó que, enganchado de la cinta amarilla, colgaba un pequeño papel, atado por un hilo dorado. Lo levantó y lo abrió, leyendo su contenido:
"Eres mi Sol. Sólo tengo ojos para ti, y como el girasol, yo me giraré siempre hacia ti."
Kagami sentía el corazón en la garganta, mientras los ojos ambarinos se ampliaban al leer la nota. Y entonces Kise lo miró directamente, esbozando una sonrisa torcida.
—¿Sabes? Sigo sin entender cómo puedes decir cosas tan cursis sin sentir vergüenza alguna —comentó con tono divertido.
—¡Kise! —espetó Kagami, poniéndose rojo hasta las orejas—. ¡¿Y apenas ahora me lo dices?! C–claro que… yo no…
No logró articular ninguna idea coherente. Así que en realidad Kise sí había estado pensando en ese asunto de las flores y sus significados… Trágame Tierra, pensó. Pero el otro le sonreía; y el rubor en sus mejillas, cada vez más intenso, delataba que él también se sentía abochornado.
—Tranquilo —murmuró; acercándose a él mientras sostenía el ramo con una mano—. Me encanta que así sea. Muchas gracias, Kagamicchi~
El pelirrojo apartó la mirada hacia un costado, avergonzado. O al menos así fue por unos segundos, porque en ese mismo momento Kise presionó un suave y corto beso sobre sus labios, y Kagami se olvidó de todo lo demás.
—Ven~ —instó el rubio, tomándolo de la mano y tironeando de él afuera del vivero—, hay un lugar al que quiero ir.
Kagami dejó que lo arrastrara consigo, apenas haciendo tiempo a cerrar la puerta de la florería detrás de sí. Avanzaron por la ciudad, en esa tarde de domingo en la que el frío calaba los huesos y había poca gente en la calle. Los pocos con los que se cruzaron los miraron curiosos, contemplando con especial énfasis el enorme ramo que Kise llevaba consigo. Ellos no prestaron atención a nadie; y no se detuvieron hasta llegar al mismo parque al que habían ido exactamente hacía un año atrás: donde habían tenido su primer beso, dando inicio a la hermosa relación que sostenían hasta el día de hoy.
El pelirrojo no se sorprendió porque Kise lo hubiera llevado hasta allí. El otoño reinaba de nuevo; salpicando el suelo con sus hojas secas, tratando de acariciar el cielo con las ramas desnudas de los árboles. De lo que Kagami sí se sorprendió fue de que Kise tironeara de él y, al igual que el año anterior, lo hiciera caer junto con él sobre un enorme pilón de hojas secas, enredándolos a ambos y haciendo que éstas se les engancharan en la ropa.
—¡Cuidado con las flores! —advirtió Kagami, temeroso de que fueran aplastadas por el peso del rubio. Un rápido vistazo le informó que estaban a salvo: Kise había cuidado que no terminaran por debajo de él, estirando el brazo a un costado. El pelirrojo se incorporó sentado, mientras el otro le sonreía feliz desde el suelo, todavía hundido en el mar de hojas; y estaba a punto de inclinarse hacia abajo para besarlo, cuando oyó una voz que lo hizo sobresaltarse.
—¡No puede ser! ¡¿Ustedes dos de nuevo?! —espetó; y cuando levantó la mirada, vio que el mismo viejo del año pasado se acercaba enfurecido hacia ellos, rastrillo en mano—. ¡Ya van a ver!
Se puso de pie de un salto; esta vez, fue él quien tironeó de Kise, levantándolo del suelo de golpe. El rubio pareció un poco aturdido al principio, pero entonces vio al hombre acercándose a ellos y entendió; ambos echaron a correr a toda velocidad, repartiendo hojas secas allí por donde pasaban y huyendo como alma que lleva al diablo mientras el anciano bramaba "¡Malditos mocosos! ¡Llamaré a la policía!"
Y ellos corrieron, tomados de la mano y huyendo entre risas de las repetidas amenazas de aquel anciano, que continuaba gritándoles como un loco en esa despejada tarde de domingo otoñal.
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