Ni Kuroko no Basket ni sus personajes son de mi propiedad, todos ellos pertenecen a Tadatoshi Fujimaki.
De la misma manera en que el Cielo y la Tierra se abrazan, en un constante juego de luces y sombras donde es el Sol quien dicta los colores y matices que tiñen su lienzo; la Vida y la Muerte oscilan una en torno a la otra, en movimientos suaves, precisos, de una delicadeza que los vuelve casi imperceptibles; finos, silenciosos, pero poseedores de una omnipotencia soberana. Allí donde la arena se extiende como un eterno manto, acariciado por el profundo azul nocturno salpicado de unas estrellas que son la única guía de los perdidos, unas fuerzas invisibles se ciernen sobre los hombres en forma de dioses; dictando el ciclo de la vida y la muerte; cosiendo, cortando, y manejando los hilos de unas marionetas que no son otra cosa que la propia humanidad.
Como Sol y Luna; como el día y la noche; como el denso calor del verano y el desgarrador frío del invierno; dicen que los opuestos se atraen, que la oscuridad más profunda pierde el aliento ante la radiante luz, y que esta última se sumerge en una curiosidad insaciable al encontrarse cara a cara con las sombras. Donde las fuerzas del cielo y la vida misma extienden sus alas, surcando la bóveda celeste con gracia poderosa, el silencio de la Muerte observa desde abajo; unos finos ojos rasgados, fríos, que gobiernan sobre los mortales extendiendo sus sombras como látigos negros —que surcan el suelo y abren la Tierra hasta ocultarse en su interior, escurridizos, implacables.
Hay quien dice haber visto la propia materialización de las sombras. Como una forma oscura, visible pero impalpable, que se cierne entre las altas pirámides y los cementerios; silenciosa e imponente a la vez, cual un can negro que vagabundea en vilo entre la vida y la muerte; alimentándose de la amarga desesperación de esta última, velando por aquellos que se han rendido ante ella.
También existen testigos que aseguran haber presenciado el vuelo de un ave majestuosa; surcando el firmamento celestino con la determinación y la gracia de un halcón; atravesando el cielo con la fuerza propia del mismísimo viento, rasgando el aire y cerniéndose sobre la humanidad como una deidad protectora; profeta de los cielos, manifestación divina de las fuerzas gobernantes, abriendo la bóveda celeste al todopoderoso Sol, para que pueda bañar a la civilización con sus rayos.
Dos fuerzas opuestas, presagios de verdades muy diferentes entre sí. Uno, rey de los cielos y del limpio aire de los vivos; el otro, amo de las profundidades y de las escurridizas sombras de la muerte. Dos energías que chocan constantemente entre sí, incapaces de comprenderse la una a la otra, encarnaciones de elementos tan contrarios que el conflicto y el recelo surgen entre ellas con la facilidad de un chasquido y la fiereza de unos ojos que brillan con odio pero saben que no pueden ir más allá; sin suscitar nunca el caos, defensores de una paz que a ellos mismos les cuesta mantener.
La circunstancia es la fuerza divina que rige el acontecer. Bajo el marco adecuado, cualquier suceso puede tomar lugar, materializándose primero como un vapor difuso, luego como una realidad sólida e ineludible, incluso ante ojos de aquellos que la consideraban imposible. La verdad es versátil, se escurre entre los dedos con la misma facilidad que el agua, se adapta a su contexto como un líquido y se transforma por el accionar de los seres vivos, tomando las formas más impredecibles.
Y la Luna y el Sol oscilan cada uno a su propio ritmo, en una danza eterna y elegante donde la primera se le acerca en pasos indirectos, disimulados; y el segundo gira sobre sí mismo fingiendo que no la nota, pero ardiendo a cada segundo para lograr iluminarla con su luz.
Sentado sobre la dura roca como si fuera un trono; los ojos entrecerrados, el codo apoyado en un costado y la cabeza reclinada de lado, reposando sobre una de sus manos. Los brazaletes dorados en sus muñecas brillaban levemente bajo la tenue luz que iluminaba aquella recámara; oscura, sin ventanas, hundida bajo la tierra. El color chocolate de su piel se entremezclaba con las sombras, difuminando su forma, volviéndolo parte de la propia oscuridad.
Sus labios se torcían en una mueca indescifrable. El cabello, corto; del mismo color que la noche que gobernaba afuera, cerniéndose sobre todo el reino. Sus párpados se levantaron apenas, las gruesas pestañas negras enmarcando unos ojos igual de oscuros que su ser, del mismo azulado que su cabello; aquellos orbes como zafiros corruptos por la oscuridad siguieron el movimiento de las otras formas presentes en el recinto; colocaban el enorme sarcófago en la fría piedra del suelo, acomodando sus propias ropas al tiempo que el sacerdote alzaba sus brazos para pronunciar una oración.
Insensibles ante su presencia allí, los oídos de aquellos humanos no captaron el sonido producido por las extensas láminas doradas que colgaban de los lóbulos de sus orejas, al tintinear contra el grueso collar de oro y lapislázuli que marcaba el contorno de su cuello y sus hombros; se irguió un poco, escuchando en sumo desinterés. El Nemes sobre su cabeza; su torso desnudo, permitiendo vislumbrar las ondas que sus músculos trazaban por debajo de su piel; unos anillos de oro decoraban la parte superior de sus antebrazos, mientras que el cetro heka reposaba entre sus manos —metálico, a rayas azules y doradas; su extremo contra la fría piedra del suelo, su parte superior, curvada como una garra.
Permaneció expectante. El sacerdote pronunciaba los hechizos; las llamas de las velas que iluminaban la habitación parpadearon cuando el hombre tocó la boca de la momia con la azuela, murmurando por lo bajo el conjuro que le permitiría respirar en el más allá. El resto de los presentes observaba en respetuoso silencio, al tiempo que el clérigo aludía a la legendaria figura de Anubis y pedía su amparo en los ritos funerarios, su salvaguardia en el viaje del muerto al otro mundo. Él se sonrió torcido, cerrando los párpados en una amarga ironía; todos aquellos humanos lo evocaban y exaltaban su naturaleza divina, rogándole su presencia allí sin saber cuán cerca de ellos se encontraba en realidad.
Anubis; el legendario dios de la Muerte y de la resurrección; patrón de la momificación y del embalsamamiento. Su figura era evocada con devoción durante los entierros, durante las ceremonias funerarias; asociado con la noche, con las sombras; con los cadáveres y las vastas necrópolis. Ése era su rol: el de la deidad protectora de los difuntos, aquel que los guiaría en su camino hacia el más allá.
Abrió los ojos y recargó la espalda contra la piedra por detrás de él; desenroscando sus brazos y extendiéndolos a los costados, dejándolos descansar mientras observaba la ejecución de la ceremonia funeraria. El sacerdote ahora abría un pergamino, leyendo los complejos encantamientos escritos en él, recitando conjuros incomprensibles que morirían dentro de aquel recinto tan pronto como todos se retiraran —pero que sonaban como una dulce melodía, como poesía en un idioma extraño que sólo el monje y el dios que los observaba podían descifrar.
El fin del rito no tardó en llegar. Cubrieron la momia con la pesada tapa del sarcófago, y tras apagar las velas y las antorchas que iluminaban la recámara, se retiraron en un silencio que respetaba al muerto, dejando detrás de sí el susurro de unos hechizos que protegerían y ayudarían al difunto en el otro mundo.
Él esperó a que se fueran; sumergido en la más densa negrura, ahora que habían apagado todas las fuentes de luz. Era irrelevante; no eran necesarias, podía descifrar su camino sin que ellas se lo alumbrasen. Cuando salió, lo hizo atravesando la sólida piedra de la entrada, como si estuviese constituida por el aire mismo y no por aquel firme material; observando cómo aquellos hombres se alejaban del hipogeo a través del desierto, trazando sobre la fría arena unas huellas que la erosión del viento no tardaría en borrar. La gélida brisa nocturna ni siquiera hacía oscilar las vestimentas de él, que cubrían al dios de la cintura para abajo; en forma de finas y delicadas telas que colgaban en torno a sus piernas, con detalles en oro y complejos bordados a lo largo de toda su extensión. Él permaneció allí parado, cetro en mano, con una expresión de helada imperturbabilidad pintada en el rostro.
Torció el cuello hacia arriba y clavó la mirada en la bóveda por encima de él —color azul oscuro, bañada de pequeñas estrellas que refulgían como joyas blancas. La noche se encontraba en su apogeo; el desierto de arena, tan sólo iluminado por el intermitente brillo de aquellos astros en el cielo; de una Luna que, silenciosa, dibujaba una sonrisa blanquecina y siniestra justo en medio del firmamento.
Una sonrisa que se replicó en el rostro de él; justo antes de que se rodease de unas sombras oscuras y se desvaneciera, como si nunca se hubiera encontrado allí.
Como si la oscuridad nocturna se lo hubiera tragado.
Sus fuertes brazos cruzados, portando sendos brazaletes en tonos que oscilaban entre el dorado y el carmesí; la espalda reclinada contra la pared —firme, recta—; los ojos cerrados, con las cejas curvadas en un gesto de impaciencia. Las sienes le palpitaban, y sus labios se apretaban con dureza, formando una fina línea —como un tajo blanquecino. Unos cabellos rojos como la sangre, un poco más oscuros en las raíces, se extendían en todas direcciones por su cabeza; cortos, desordenados. Un collar metálico, de un reluciente carmesí, bordeaba su cuello hasta sus hombros, trazando el contorno de su imponente figura y volviéndolo aun más majestuoso. Por debajo de sus brazos se divisaban unos abdominales muy marcados, bajo de los cuales pendían unas finas telas en distintos tonos de anaranjado y blanco, haciendo las veces de ropas; bordadas con finos hilos de oro. Debajo de uno de sus ojos se observaba una marca negra, como de una línea; que le surcaba el borde del párpado inferior y luego caía hacia abajo por su rostro, a través de su mejilla.
No era el único en el cuarto. Había dos figuras más presentes, de vestimentas similares a las de él pero apariencia un poco disímil. Uno de ellos tenía el cabello lacio, corto, de un tono verdoso, y portaba un Nemes por completo azulado; tenía la mirada seria, rebosante de filosa solemnidad. Aquel no era otro que Tot —personificación de la sabiduría, la música, del arte de la magia y los conjuros. Su carácter solía ser duro, de una rigidez difícil de ablandar; no era sorpresa que su expresión, en ese preciso instante, palpitase con el hervor de la extrema irritación. La falta de responsabilidad ajena sacaba lo peor de él, que siempre procuraba cumplir con sus obligaciones y atenerse al pie de la letra a las normas.
El otro, de cabellos castaños y portador de una corona Atef, su piel teñida con un levísimo matiz aceitunado; llevaba un gesto más alegre y despreocupado que sus acompañantes. En sus manos portaba un cayado heka y un nejej respectivamente, y aguardaba sentado en una especie de trono de piedra, sin signos de impaciencia alguna. Siempre paciente, siempre optimista y bien dispuesto; Osiris era el dios de la resurrección, el símbolo de la fertilidad y de la vida misma.
El ambiente estaba iluminado por antorchas, que desparramaban su brillo y trazaban un juego de luces y sombras sobre las piedras rectangulares de las paredes del cuarto. No había ningún tipo de ventana, ni ingresaba ninguna otra luz que no fuese la de las llamas. El silencio era sólo interrumpido por el suave crepitar del fuego; y en el centro de la habitación se divisaba una gran balanza, constituida de oro puro, en uno de cuyos platillos reposaba una pluma de Maat.
—… No va a venir. —Sentenció la figura pelirroja tras lo que se sintió como años; abriendo unos rasgados ojos rojos al tiempo que hablaba —afilados como los de un halcón. La ira era casi palpable en su expresión; era como si aquellos rubíes refulgieran con las brasas del odio.
—… Supongo que no. —Reconoció el castaño, dibujando una sonrisa leve y suspirando. El tercero no comentó nada; se limitó a fruncir el ceño y sostener con mayor firmeza las tablas que sujetaba entre sus brazos.—… Calculo que podemos proceder nosotros solos.
El pelirrojo desenredó los brazos, y apretó los puños, a punto de decir algo; pero la tercera figura se le adelantó:
— No corresponde que procedamos en ausencia de Anubis, Osiris. —Sentenció con firmeza, endureciendo unos ojos del mismo tono que su cabello.— El procedimiento del juicio establece que–…
— Ah, tú siempre tan serio, Tot. —Replicó Osiris; sonriendo de manera genuina, y sacudiendo sus protestas con una floritura con la mano.— No es problema; al fin y al cabo, ya lo hemos hecho así varias veces…
— ¡Eso sólo lo vuelve más irresponsable! —Se quejó el pelirrojo, mirando al castaño con furia.— ¡Midorima tiene razón! ¡Eres demasiado permisivo con él, Kiyoshi! —Dio un paso al frente, apartándose de la pared para mirar directamente a Osiris.— ¿Cuántas veces van ya que hace esto? ¡Ese Aomine…!
Kiyoshi rió nervioso. Midorima no dijo nada, limitándose a mirarlos de manera alternada a uno y a otro. El castaño se rascó la nuca, como si, por debajo de aquel gesto nervioso, luchara por hacer salir las palabras adecuadas del interior de su garganta.
— Bueno… no es como si yo pudiera darle órdenes. —Señaló, riéndose nervioso.— Eso sólo lo puede hacer Ra. Creo… creo que luego hablaré con él. —Añadió pensativo; levantando luego las manos, en señal de rendición, al ver que el pelirrojo parecía dispuesto a abalanzársele encima.— Vamos, Kagami, dame un descanso. Resolvamos esto primero, ¿vale?
Tot carraspeó.
— En los escritos referentes al juicio se establece con claridad que es Anubis y no Horus quien debe proceder en–…
— Ya déjalo, Midorima. —Soltó un enfurecido Kagami, que se aproximó hasta la balanza y la contempló con ojos centelleantes de ira. El peliverde sólo lo miró con el ceño fruncido, ligeramente cargado de una emoción que se balanceaba entre el rechazo y el desdén.— Hagamos esto; y luego ya le daré yo la buena a Anubis…
Osiris rió nervioso, temeroso de que la actitud de Horus desembocase en violencia; pero ninguno añadió nada más. Tot carraspeó, visiblemente contrariado, pero no puso más reparos; en su lugar, colocó las tablas que portaba en las manos por delante de sí, de manera que pudiera leer los textos escritos en ellas; y, justo entonces, una cuarta figura apareció en el cuarto, materializándose en el suelo primero como una sombra difusa, luego como una especie de fantasma blanquecino. Era como si estuviera allí y no lo estuviera al mismo tiempo, ya que el aire en torno a él parecía capaz de devorarlo, de tan frágil que se veía.
Miró a todos los presentes con gesto atemorizado, como si no entendiese bien el motivo de su presencia en ese lugar. Osiris le dedicó una sonrisa para infundirle ánimos; justo entonces, una forma rojiza se materializó en el otro platillo de la balanza: un corazón palpitante, que goteaba sangre sin cesar, dejando pequeñas manchitas color carmesí sobre el platillo —minúsculas huellas que apenas luego se evaporaban en el aire, dejando el plato por completo limpio.
Horus se armó de paciencia. Aquello iba a ser largo, pues el juicio que determinaba si el alma de un muerto iba al más allá o sufría una segunda muerte siempre lo era; y, en cuanto Tot formuló la primera pregunta de las tablas, tuvo que poner todo su empeño para concentrarse en el juicio, evitando pensar en ninguna otra cosa que se vinculase —aunque fuera una relación lejana— con lo que diría a Anubis cuando se lo encontrase luego.
Él era Horus, el magnánimo dios del cielo; protector de la civilización, encargado de velar por ella y por su próspero desarrollo. Surcaba los cielos con la gracia de un halcón, como la personificación divina de la voluntad del faraón. De sus ojos nada se escapaba, ni existía cosa que pudiera hacer flaquear su férrea voluntad.
Ahora atravesaba el firmamento al vuelo, extendiendo unas alas de un intenso escarlata, como la sangre. La bóveda del cielo nocturno se cernía sobre él, salpicada con unas estrellas blanquecinas que refulgían y parpadeaban en silencio. Allá abajo, los mortales se mecían en un sueño profundo, descansando sobre aquel amplio manto de arena; en el exterior, el frío de la noche desgarraba la piel y obligaba a apretar los dientes, acariciando a los hombres como una verdad gélida.
Sus ojos rojizos yacían firmes en su objetivo. No necesitaba buscarlo para saber dónde se hallaba; cuando descendió, lo hizo con seguridad, determinado; sin perturbar siquiera un granito de arena al posar los pies descalzos sobre el suelo; sus tobillos, encerrados por unas tobilleras doradas iguales que los brazaletes que portaba en sus brazos.
Apenas se deslizó unos metros a través del desierto, rodeado de pirámides como se encontraba. Su ceño fruncido delataba su impaciencia; y, cuando habló, lo hizo con la resolución de quien no acepta ni excusas ni un no como respuesta.
— Anubis. —Sentenció. Sólo le contestó el sonido del silencio; sepulcral, sumido en aquel ambiente de tumbas y de muerte, donde las altas pirámides impedían observar la totalidad de la bóveda estrellada.
Y entonces, se materializó él. Surgiendo como de las mismísimas sombras, como si ellas fueran él y él fuera ellas y no hubiese hecho más que cambiar su forma, su silueta. Aquella figura de piel oscura como el chocolate, de cabellos azulados como el firmamento nocturno y ojos tan afilados como los del propio Horus le devolvieron la mirada desde la oscuridad; aproximándose a paso desgarbado, cargando un cetro heka en una de sus manos y con una expresión de la más cruda mofa pintada en su rostro.
Los orbes rojos se endurecieron ante su aparición. Horus apretó los puños, fulminando al contrario con la mirada antes de hablar.
— ¿Hasta cuándo piensas continuar así? —Masculló; su tono de voz, temblando un poco por culpa de la rabia.— No pienso seguir cumpliendo con tus obligaciones, Aomine.
Anubis acentuó su mueca burlona; torciendo los labios en media sonrisa, y con sus orbes como zafiros refulgiendo con un brillo perverso.
—… Presencié el entierro, ¿no es así? —Preguntó despacio; su voz era apagada, ligeramente ronca, y arrastraba las palabras; bien diferente de la de Kagami que, en cambio, soltaba las frases como látigos, que rasgaban el aire y manchaban el ambiente con el color de la ira.— ¿Qué más quieres que…?
— ¡No hablo del maldito funeral, hablo del juicio! —Se quejó el otro; ahora, gritando a viva voz. Su tono furioso contrastaba con la sombría calma del paisaje; imperturbable, de una naturaleza tranquila que no mostraba variaciones.— Se supone que eres tú el encargado de su desarrollo, no yo.
El moreno desechó sus protestas con una torpe floritura; pasó el cetro heka a la mano derecha, al tiempo que sacudía la izquierda y soltaba un dramático bostezo, como si lo aburriera estar allí o se encontrase muy cansado.
—… Me parece que no. —Sentenció en descarada tranquilidad, al tiempo que ponía la cabeza de lado y miraba al pelirrojo con el rabillo del ojo, como si lo desafiara a contradecirlo. Tengo cosas mejores en las que tirar mi tiempo y–…
— ¡Y una mierda! —Bramó Kagami. Tuvo que esforzarse por no arrojarse encima del contrario; Osiris podía ser muy indulgente con Horus, considerando que era su padre —pero sabía que su condescendencia tenía un límite, y éste salía a la luz cuando los conflictos pasaban al plano de lo físico. En su lugar, intentó tranquilizarse y mantener su voz regular y en un tono normal, cuando dijo:— Da igual. Kiyoshi me dijo que hablará con Ra. —El gesto de Anubis perdió su matiz fanfarrón cuando escuchó esto último.— Y sé que no vas a llevarle la contra a él.
La manera en que la expresión de Aomine se convirtió en una mueca de disgusto le dejó en claro que había ganado. Kagami sabía que el padre era el punto débil del muchacho; pues no osaba llevarle la contra a Ra —aunque, siendo sinceros, nadie se atrevía a hacerlo. La supremacía del dios del Sol, así como sus órdenes, era absoluta.
El moreno chasqueó la lengua, fastidiado. Fue el turno de Horus de sonreír, con una mueca burlona que no tenía nada que envidiar a la del contrario.
—… Siempre lo mismo, no entiendo qué les cambia que esté o no yo allí… —Masculló, hablando con la misma lentitud que si las palabras fueran de plomo y estuviese arrastrándolas. Clavó el cayado heka en la arena y fulminó al pelirrojo con unos ojos que parecían escupir dagas de hielo.— Tch. Como digan.
Acto seguido, se dio la vuelta y caminó en sentido opuesto; desapareciendo entre las sombras en menos de un instante, y dejando a Kagami allí solo, en compañía únicamente de las pirámides, la arena, y sus propios pensamientos. El pelirrojo permaneció de pie en ese lugar por unos instantes más, antes de desvanecerse en el aire él también; todavía con el fantasma de una sonrisa en el rostro, consciente de que, de momento, le había ganado a Anubis.
El cielo presentaba ese tono anaranjado característico del atardecer; el Sol se ponía en el horizonte, a lo lejos, como una bola de fuego amarillenta que se sumergía despacio en un infierno de arena.
El palacio real se alzaba como un titán magnífico en el extremo norte de la civilización. Horus observaba atento sus habitantes, sobrevolando la zona con aquellas majestuosas alas rojas de las que los mortales rara vez conseguían captar imagen. Aterrizó sobre uno de los muros de la edificación; pudiendo observar su interior sin que la sólida pared fuese impedimento para sus ojos.
El faraón actual era en realidad una mujer; una joven entusiasta de cabellos rubios, espíritu alegre —emprendedora de las más descabelladas ocurrencias. Cuando Alexandra había asumido el mando a sus dieciséis años de edad, todos habían pensado que todo estaba perdido —desde los más altos rangos entre los cargos del gobierno, hasta los más humildes habitantes del pueblo. La joven tenía todo el aire de alguien irresponsable y despreocupado, que llevaría al reino a la ruina en un abrir y cerrar de ojos. Por eso todos se habían sorprendido al haberse dado cuenta de que había pasado un año entero desde su asunción como faraona y, a pesar de ello, todo marchaba tan bien como siempre. Alexandra no pensaba mucho en las consecuencias a largo plazo de sus acciones, y se embarcaba en empresas tan descabelladas que nadie cesaba de sorprenderse de que siempre salieran bien. Pero su radiante carisma, combinado con una capacidad letal de seducción, y un espíritu alegre y optimista, la ayudaba a conseguir siempre lo que quería y salir adelante con lo que se le ocurriese.
Por ese motivo, y tras diez años bajo su gobierno, todo el pueblo la adoraba y la veneraba como una gobernante legítima, que siempre escuchaba los reclamos de la gente y aliviaba la aflicción de sus corazones mediante dulces palabras. Las disputas entre la gente no surgían con frecuencia —no, al menos, ninguna que fuera de gravedad—, y la conformidad general se había convertido, en algún momento, en la moneda común.
Velar por el bienestar del reino no era algo demasiado difícil, con ella al mando. Kagami encontraba muy poco trabajo aquellos días —dejándose de lado la falta de constancia de Anubis para con sus labores. El papel del pelirrojo como sostén de la civilización era justamente ése: hacer de soporte, encauzar el rumbo del reino por el camino adecuado, y asegurarse de que los pequeños desvíos no se convirtiesen en motivo de derrumbe de aquel sistema que tanto esfuerzo había costado construir.
Permaneció allí sentado sobre el muro; sus alas, cerradas e invisibles justo detrás de su espalda, mientras contemplaba cómo la muchacha cepillaba sus extensos —y atípicos— cabellos rubios, preparándose para la cena. Suspiró. Había pensado que el reino sería un caos bajo su gobierno, pero la verdad era que nunca había tenido tan poco que hacer.
— Horus.
Una voz suave susurró a su oído; quien la había invocado, invisible a sus ojos, ya que no se encontraba allí con él. Torció el gesto, sorprendido por la repentina llamada; más que nada, porque no solía suceder nunca, el que lo llamaran.
— ¿Madre? —Preguntó. Echó un vistazo hacia atrás, donde el Sol se ponía en el horizonte; sus rayos le acariciaron el rostro, manchando sus ojos con un brillo anaranjado que hacía que parecieran refulgir con el fulgor del mismísimo fuego.— ¿Qué ocurre?
— Ven. —Pidió la voz de Isis; serena, seria, sin permitirle entrever ni siquiera un atisbo del motivo de su llamado; retumbando en su cabeza como una suave vibración.— Es importante.
Kagami no respondió. Se puso de pie y, cubriéndose con aquellas alas rojizas que nacían de su espalda, desapareció tras un fogonazo de plumas carmesí que se entremezclaban con los rayos de Sol.
Silencio sepulcral. La única luz que iluminaba la lúgubre habitación provenía de un fogón encendido en el centro de la misma. Los individuos allí eran incontables, de apariencias tan disímiles como los elementos que dominaban; pero todos tenían en común las finas vestimentas, las joyas y los brazaletes dorados que decoraban sus brazos y sus piernas; y el gesto sombrío pintado en sus rostros. Los ojos de la mayoría se encontraban sumidos en sombras, y nadie sonreía ni decía nada. En cuanto Kagami se hubo materializado allí, en seguida buscó con la mirada la figura de su madre; encontrándola pronto en el centro exacto del grupo, junto al fuego crepitante.
Era mucho más baja que él, y tenía el cabello corto y castaño. Sus ojos eran de una calidez infinita, del mismo color avellana que sus cabellos. Sus vestimentas eran completamente doradas, y en su espalda, a lo largo de sus brazos y más abajo también, podía entreverse una misteriosa sombra, como el fantasma de unas alas igual de magníficas y fuertes que las de su hijo —excepto que las de ella eran de un tono más bien caoba. Sobre su cabeza reposaba un Nemes de tela de oro.
A su lado yacía otra fémina; de largos cabellos rosados, su rostro oculto tras sus manos —sollozando en silencio. En ese momento era poco lo que se vislumbraba de ella, pero Kagami la conocía y sabía que era bien distinta a su hermana: de ojos mucho más fríos y rasgados que los de ella, busto prominente, y expresión constante de orgullosa presunción. El carácter de Neftis —diosa de la Muerte y de la oscuridad; protectora de las tinieblas y guardiana de la noche— era bien diferente del de Isis, que simbolizaba la Vida, el calor de la maternidad, la magia del nacimiento. Sin embargo, en ese momento ella yacía de rodillas en el suelo, sin mostrar ni el más mínimo rastro de su despectiva vanidad usual.
La mirada que Isis le dirigió, sumada a la tensión del ambiente y lo repentino de su llamado, le indicó que había ocurrido algo serio. Y sus más oscuros pensamientos se vieron confirmados en menos de un segundo, en cuanto su madre habló:
— Osiris está muerto.
— ¿Qué? —Fue como si le hubieran arrojado una pesa de plomo en la boca del estómago. La pregunta le salió de golpe; la incredulidad, tiñendo sus palabras, al tiempo que su rostro se contorsionaba en una mueca del más absoluto desconcierto.— ¿Cómo…? ¿…Qué?
¿Osiris? ¿Muerto? Aquellas dos palabras, juntas, no tenían sentido a los oídos de Horus. Pero su madre le confirmó sus peores temores al asentir. Una figura en el fondo se revolvió incómoda, como si tampoco pudiera creer lo que estaba escuchando. Los ojos rojos se clavaron sobre los castaños en busca de una explicación, poseídos por el desasosiego y empezando a arder con las llamas de la furia, ésa que es ciega y se hace presente cuando no se sabe cómo reaccionar; sin embargo, fue la muchacha en el suelo la que habló. Se incorporó sobre sus piernas; temblaba tanto que hasta sus rosados cabellos se sacudían en repetidos estremecimientos. Sus enormes ojos, del mismo color que su cabello, se clavaron en los de Kagami; bañados en lágrimas, lo miraron con una mezcla de desesperación y tristeza al tiempo que decía:
— L–lo siento… —Se disculpó.— Fue… fue Seth. Intenté detenerlo, pero… n–no pude hacer nada. —Hablaba entre sollozos, como si realmente se arrepintiera de lo sucedido. Miró de manera alternada a su hermana y su sobrino, buscando con desesperación transmitirles cuán culpable se sentía.— Lo s–siento, Riko, Kagamin… —Este último la miró desde arriba sin saber qué decir. Por un lado, sentía que debía reconfortarla de alguna manera; pero en ese momento estaba demasiado aturdido, demasiado desorientado por el hecho de saber que Osiris, su padre, estaba muerto; y la ira contra Seth comenzaba a tomar forma en el interior de su ser, recorriendo sus venas como un líquido ácido e hirviente. Le resultaba difícil formular ninguna idea coherente; mucho más si se trataba de palabras de apoyo.
Isis, siempre atenta, siempre conciliadora, lo hizo por él. Acarició los cabellos de su hermana y le dedicó una tenue sonrisa, tratando de aliviarla.
— No fue tu culpa, Satsuki. —Le aseguró. Sus ojos castaños se veían realmente cálidos ante el brillo del fuego; y la pelirrosa asintió, conteniendo un sollozo. Isis volvió a clavar la mirada en su hijo.— Horus, necesito que…
Pero él ya no escuchaba. Escudriñaba las figuras a su alrededor, tratando de localizar a alguien en especial. Su ceño se iba frunciendo más y más a medida que iba recorriéndolos a todos con la vista; y cuando llegó al último y comprobó que a quien buscaba no se encontraba allí, chasqueó la lengua y volvió la vista a su madre.
— ¿Dónde está Anubis? —Espetó. Isis le devolvió la mirada con fijeza: una de las cosas en las que madre e hijo se parecían era que nunca, nunca bajaban la vista, siempre mantenían la frente en alto y lo enfrentaban todo de cara.
La mujer suspiró.
—… No ha venido. —Sentenció despacio, su tono teñido con cierto matiz resignado. Sacudió la cabeza.— Pero eso no importa ahora, lo relevante es que–…
— ¡¿Que no importa?! —Bramó el pelirrojo. Su grito retumbó contra las paredes del minúsculo recinto; los demás no hablaban: algunos, demasiado absortos en sus pensamientos; otros, escuchando lo que madre e hijo decían.— Kiyoshi está muerto, ¿y ese imbécil no responde a los llamados? Lo mataré, te juro que–…
— ¡Horus! —Bramó ella, clavándole unos ojos que escupían llamas furiosas. Él silenció y se limitó a contemplarla, con una mirada igual de dura que la de ella.— ¿No lo entiendes? Necesitamos que busques a Seth y lo pongas en su lugar; a Anubis lo necesitamos para otra cosa. Sin él no podemos traer de vuelta a Kiyoshi…
— ¿Cómo piensas hacer que colabore, si ni siquiera se presenta cuando lo llamas? —Siseó Kagami, cruzándose de brazos y contemplando a su madre con gesto desafiante.
Isis suspiró.
— No soy su madre, no está obligado a venir. —Puntualizó con sequedad.— Pero eso no importa, hablaré con Ra y él ya se encargará de que venga. —Kagami no respondió. Si su madre acudía a Ra, no había nada que Aomine pudiera hacer. En cambio, prestó atención a sus siguientes palabras; si quería que se hiciera cargo de Seth, él estaría más que encantado de complacerla.— El punto es que necesitas buscar a Seth y evitar que ocupe el lugar de Kiyoshi, o cualquier otra estupidez que esté planeando. Adviértele. Haz lo que sea necesario, pero–…
— Horus… —Susurró Neftis, contemplándolo con súplica y unos ojos que brillaban de modo inusual.— Por favor… no lo mates. —Rogó; unas lágrimas silenciosas surcaron su rostro mientras hablaba, trazando una delgada línea de humedad allí por donde se deslizaban, coloreando sus mejillas en un rosáceo leve.— Él… él no está en sus cabales, no… Por favor, intenta entrar en razón con él, pero… no lo mates, te lo suplico.
Kagami bufó. Desenredó los brazos, que mantenía fuertemente apretados, y cerró las manos en forma de puños al tiempo que decía:
—… Vale. No lo mataré. Aunque se lo merece. —Señaló con dureza, afilando su mirada al contemplar a la esposa de Seth. Neftis asintió en silencio, sin dejar de sollozar. Él volvió a fijar la vista en su madre, antes de afirmar:— Lo… lo buscaré, y lo quitaré de en medio.
— Anubis.
Aquel sonido había sido su sentencia. Un llamado sutil, calmo, sin denotar ninguna emoción; en aquella voz inexpresiva que mandaba un estremecimiento a través de las espaldas incluso de los más valientes. Monocorde. Elegante. Letal.
Las reconfortantes sombras que lo rodeaban se desvanecieron junto con él. No podía decir que no, no podía rehusarse a acudir, y su obligación llegaba a tal punto que se trasladaba sin siquiera ser consciente de ello, sin percatarse de su propio accionar. Había sido cuestión de tiempo —de horas, en realidad—, porque él había escogido su propio destino al no responder al llamado de Isis; él se había buscado la reprimenda que estaba por recibir.
La habitación en la que se materializó era de paredes rojizas; las antorchas de fuego que la iluminaban acentuaban el efecto cálido, flameando en un brillo intermitente que no bastó para alumbrar la densa masa de sombras que acompañó la aparición del vigilante nocturno.
— ¿Sí, padre? —Preguntó; su tono era cortés, obediente, lejos de demostrar el resentimiento que gobernaba en su interior en ese momento. Con una de sus rodillas apoyada en el suelo, inclinaba la cabeza en una reverencia, extendiendo un brazo y llevándose la mano restante al corazón para indicar que escuchaba atento.
Incluso con los ojos cerrados, podía sentir la mirada del otro sobre sí. Aquellos ojos disímiles clavados en él; el fulgor dorado de uno de ellos, leyéndolo con la misma facilidad que a un pergamino, palpando sus emociones y descifrando sus formas tan sólo mediante la vista; el otro, como un reluciente rubí, mirándolo con la dureza que nace de la autoridad, con el solemne rechazo que surge de la desobediencia de un inferior.
— Mírame.
Se obligó a levantar la vista. Los ojos heterocromáticos le devolvieron una mirada áspera, terminante. Todo en él era absoluto; desde la manera en que sus ropas se cernían a su físico, vistiéndolo con una elegancia infinita, hasta el brillo dorado de las alas en su espalda, que al extenderse refulgían como los mismísimos rayos del Sol. Sus cabellos rojizos acentuaban aquella apariencia como del fuego, asemejándolo todavía más al astro rey.
Absoluto era el término que describía al dios Ra; dios supremo, patrón del Sol y raíz de la vida misma. Odiado por muchos, temido y venerado por todos; su voluntad siempre se hacía, y con una sencilla orden ya tenía el cielo a sus pies. Sólo con su voz intimidaba; podía hacer temblar a los más fuertes tan sólo por clavarles aquellos orbes encima.
Anubis no era la excepción. Sabía que su destino estaba sellado tan sólo con mirarlo; era consciente de que tendría que acatar sus órdenes, sin importar cuánto le desagradasen.
—… Ayuda a Isis en el proceso de resurrección. —Ordenó despacio, sin que su gesto variase ni siquiera un ápice. Sin explicaciones, sin detalles innecesarios. Limpio y directo.
No había nada demandante en su tono. No había nada que diferenciase sus palabras de una mera petición. Y, aun así, era imposible desobedecerlo; imposible pasar por alto una amenaza que, en efecto, brillaba con un fulgor cegador debido a su ausencia. No había nadie con el valor suficiente para decir que no; el dios Ra era la personificación del mismísimo Sol, y nadie, nadie podía ocultarse de sus rayos.
— Sí, padre. —Respondió él, volviendo a inclinar la cabeza, cerrando los ojos mientras repetía su reverencia. Sintió cómo el individuo en frente de él se daba la vuelta y desaparecía, y pronto se desvaneció él también. No había más que decir. No hacían falta más palabras.
Al abrir los ojos, se halló a sí mismo de vuelta en su sitio: entre las sombras, sumergido en una oscuridad sólo interrumpida por la Luna y las estrellas, que a veces jugaban a las escondidas por detrás de las altas pirámides.
Clavó el cetro heka en la arena, apretando los dientes. Su ceño fruncido y sus ojos centelleando con la ira de la impotencia delataban las emociones oscuras que se habían desatado como un huracán en su interior. Sin embargo, no dijo nada. Nunca decía nada.
Ante Ra, no había nada que pudiera decirse.
Lo oyó llegar, antes de verlo. Inusualmente silencioso, avanzando sobre la arena sin producir casi el más mínimo ruido. Desde la lejanía, agudizó la vista para observarlo acercarse; abriendo los párpados con sorpresa al notar su mirada gacha; su espíritu siempre combativo, ahora… dormido.
Fue una imagen chocante. Incluso cuando se aproximó hasta hallarse a escasos metros de distancia, no se percató de su presencia ni levantó los ojos para mirarlo hasta el último momento. Ni siquiera volaba con aquellas alas majestuosas suyas —algo que podría haber hecho perfectamente, y que lo habría ayudado a moverse más rápido. Tenía el gesto hundido entre unas sombras muy atípicas en él, que siempre ardía como las brasas calientes y brillaba como un sol rojizo. Y cuando le clavó la mirada, resultó obvio que no estaba bien.
Anubis ni siquiera escuchó lo que el otro le dijo. Tenía sus orbes azules fijos en los contrarios; del mismo carmesí que siempre, pero ahora más oscurecidos, como apagados… sin vida. Era como si una neblina grisácea los hubiese empañado, suprimiendo su acostumbrado fulgor, causando el mismo efecto que el fuego cuando se va extinguiendo hasta dejar sólo las brasas detrás de sí —incandescentes pero sin el mismo resplandor de las llamas que antes las iluminaban.
— Oi, estoy hablándote. ¿O es que ahora también te has vuelto sordo? —Fue más que nada el reflejo que lo instaba a responder a su provocación lo que hizo que oyera lo que Horus le dijo entonces. Aomine salió de su ensimismamiento y lo miró con detalle; notando su voz muerta, monocorde, carente de un tono provocador real. Había esperado encontrárselo rebosante de ira, rabiando contra Seth luego de lo que había pasado… pero ahora que tenía oportunidad de mirarlo, era como si las llamas de su furia se hubiesen extinguido.
— No. —Replicó el moreno; sorprendiéndolos a ambos cuando su respuesta estuvo lejos de ser la contestación ofensiva que los dos esperaban.— ¿Qué decías?
Kagami se quedó atónito por unos segundos, mirándolo con las cejas alzadas. Sin embargo, en seguida carraspeó con incomodidad —poco acostumbrado a mantener una conversación civilizada con Anubis— y dijo:
— Estaba preguntándote —repitió— si habías decidido mover tu culo y ayudar a Isis con la resurrección. —Completó, cruzándose de brazos y frunciendo un ceño que, sin embargo, no tenía nada de su gesto desafiante habitual.
— Ah —musitó el otro—, sí. Sí, apareció Ra y… —Dejó la frase inconclusa, soltando un suspiro de resignación mientras arrugaba un poco la frente; clavando la vista en la arena bajo sus pies, pasó el cetro de una mano a la otra, incómodo.—… Es una molestia.
Cuando dijo aquello último, sin embargo, no lo hizo con su convicción habitual; con ese tonito en plan "odio todo, no quiero hacer nada, no me interesas" que solía emplear, arrastrando las palabras y con voz monocorde. La duda tiñó sus palabras; porque de golpe se hallaba frente a una faceta de Kagami que no conocía y con la que no sabía cómo lidiar. Estaba acostumbrado a un pelirrojo agresivo, impetuoso, irascible y fácil de fastidiar; no a un muchacho al que la muerte de su padre lo había hundido, sumiéndolo en una melancolía que resultaba extraña en su rostro.
Kagami se percató de esto y se lo quedó mirando; arqueando una ceja, incluso aflojando el fuerte agarre que mantenía sus brazos apretados uno contra otro, debido al asombro. Contempló a Anubis como si fuera un bicho raro.
—… Vale. —Replicó, la perturbación de la incredulidad casi palpable en el aire. Hubo un silencio incómodo, antes de que añadiera:—… Vale. Yo me largo. Tengo que arreglar este asunto con ese idiota de Seth, pero para eso primero debo encontrarlo. —Masculló, irradiando un aura de fastidio mediante sus palabras; acto seguido, echó a caminar, pasando por al lado de Aomine y alejándose por su espalda.
Éste se giró para mirarlo, clavando los ojos en su silueta hasta que ésta se perdió entre las sombras de la noche. No desvió la mirada ni siquiera cuando Horus hubo desaparecido; los orbes azul marino fijos en el punto en la lejanía en el que el dios se había desvanecido; el ceño del moreno ligeramente fruncido a causa de una emoción que no sabía identificar.
Era extraño. Era como si Kagami no fuera Kagami. Como si, con la muerte de Osiris, también hubiese muerto aquel carácter irascible e impetuoso del pelirrojo con el que Anubis estaba acostumbrado a lidiar; dejando, en su lugar, un muchacho apagado y sombrío, que no brillaba con aquella luz carmesí que solía irradiar siempre.
Un odio irracional se apoderó de él. Un odio que no estaba acostumbrado a sentir; él, que casi nunca se perturbaba por nada, que rara vez daba muestras de que nada le importase. Odió a Seth por haber hecho aquello, por haber causado aquella reacción en cadena que había extinguido al pelirrojo; como si le hubiera quitado el Kagami que conocía, y lo hubiese reemplazado por otra persona.
Clavó el cetro heka en la arena, volviendo a rodearse de aquellas sombras que, en un segundo, lo tragarían y lo harían aparecer en su siguiente destino: allá donde estuviera Isis. Y, justo antes de desvanecerse, se dio cuenta de que quizás —y de pronto— revivir a Kiyoshi era más importante de lo que se había atrevido a pensar.
El dios Seth no era alguien muy fácil de predecir. Eso era algo que Horus sabía bien: hermano del padre del propio Horus, esposo de la hermana de su madre —Neftis—, Seth era un individuo misterioso al que no había visto demasiadas veces; sin embargo, las contadas ocasiones en que sus ojos de halcón habían captado imagen de éste habían bastado para dejar clara su extraña naturaleza intrínseca. Un poco ambicioso, eternamente disconforme —y, lo más importante, siempre aburrido; Seth era capaz de todo con tal de conseguir algo que lo entretuviera, algo que le brindase aunque fuera un ínfimo instante de diversión y matase su estado de eterno sopor.
La imposibilidad de predecir a Seth provenía de su propia personalidad, de los elementos que manejaba: señor de lo tumultuoso, amo de la fuerza incontenible, era un dios tan poderoso como su hermano Osiris —siendo este último más pacífico que él, por lo que a menudo solía quedar como el débil de los dos. Seth lo tomaba todo, veía conspiraciones contra él en el accionar de los demás y no dudaba al tomar represalias —todo fuera con tal de divertirse un poco. De esa manera se había ganado una cantidad grande de enemigos, pero también había descubierto más pleitos ocultos y complots que ningún otro. No era que esto último le importara, de todas formas. El resultado le daba igual, mientras el proceso le resultara divertido, sirviéndole como distracción.
Encontrar a Seth no siempre era fácil. Predecir sus lugares de aparición era tarea compleja, puesta su capacidad para actuar de maneras que no respondían a ningún patrón determinado. Sin embargo, una vez que se materializaba en algún sitio, era imposible no saber que estaba ahí; porque allí donde su figura tomaba forma, en seguida se alzaba una imponente tormenta de arena que irritaba los ojos e impedía ver más allá, picando la piel en una tormentosa masa de piedras y granitos dorados.
Fue por eso que —y tras varias horas buscando—, cuando a lo lejos divisó una densa ola de arena rasgando el aire —a veces tomando forma de huracán, a veces como una extensa cortina que se extendía desde el suelo hasta varios metros hacia arriba; en sus extremos, como una esponjosa nube que de suave no tenía nada, y que cortaba la delicada piel al más mínimo tacto—, supo que había encontrado el lugar. Porque así era la realidad: Seth era el amo y señor de la sequía, de lo infértil y de las tormentas de arena; y de ahí surgía, en parte, su personalidad retorcida y oscura: del hecho de que representaba aquellas cosas que la humanidad más aborrecía.
Descendió a tierra en picada, aterrizando en el suelo y cerrando sus alas. Le serían inútiles contra aquella masa tormentosa, dentro de la cual no podría volar ni ver bien a dónde iba. Caminando, se adentró en el telón de arena sintiendo cómo los granitos le mordisqueaban la piel, sin llegar a dañarlo pero produciéndole una sensación incómoda que lo fastidiaba.
Era difícil discernir nada allí dentro, pero Kagami era determinado y sus ojos de halcón eran difíciles de vencer; por eso pudo descifrar una forma, trazando una sombra en medio de aquel manto vertical de arena; una figura oscura, que se fue acentuando y que fue tomando una silueta más definida a medida que él se empezó a acercar; hasta que se volvió completamente nítida, y quedó en evidencia que no se trataba de algo sino que de alguien.
Ojos grisáceos, sin brillo. El cabello oscuro, recogido en unas trenzas cosidas a la cabeza; un aura oscura, neblinosa. La arena oscilaba en torno a él sin tocarlo, como si fuese su propio cuerpo el que la controlaba, el que la arremolinaba y la hacía azotar el aire junto al viento. Su piel era de un tono más oscuro que la de Horus —un poco apagado, como sin vida; como si tantos años envuelto en aquellas densas tormentas de arena lo hubiesen desgastado.
Rió de modo audible al ver aparecer al hijo de su hermano. Su rostro se contorsionó en una mueca burlona, a la vez que emitía una risa fría y socarrona. Pasó el cetro uas que portaba en una mano a la otra.
—… Pero qué… predecible. —Murmuró; su voz era grave, lenta; arrastraba las palabras y las llenaba todas de un tinte altanero y cargado de mofa que ponía los pelos de punta a Kagami, no por el miedo sino que por el fastidio.— Imaginaba que aparecerías tú por aquí… Espera, a que adivino; ¿a que vienes a vengar a tu querido padre?
Kagami chasqueó la lengua; deteniéndose a escasos metros por delante de él. Su ceño fruncido evidenciaba su irritación, su aura toda irradiaba una ira que empezaba a aflorar de golpe, saliendo de la nada; como una cascada incontenible que ahogaba sus venas y las hacía rebalsar haciéndolo sentir que explotaría.
— Te equivocas. —Espetó.— No te confundas: ganas no me faltan. —Aclaró; sabía que le daba el gusto al confirmarle que sus predicciones habían sido correctas, pero le daba igual. En ese momento era víctima de un arranque de furia e impaciencia tal que no podía controlarse.— Pero no es eso lo que me han pedido que haga; vengo a pedirte que desistas. —Cerró los ojos al pronunciar esto último. Aun así, eso no le impidió percibir cómo el rostro de Seth acentuaba su sonrisa burlona, al tiempo que soltaba otra risita pagada de sí misma.
— ¿Ah, sí? —Preguntó con aquella voz que arrastraba las palabras.— ¿Y por qué debería hacerlo? —Inquirió despacio, como si la pregunta le provocara genuino interés.— Yo sólo… tomé prestado el lugar de Osiris~
Horus apretó los puños; los nudillos se le pusieron blancos por la fuerza, al tiempo que sentía que parte de los dedos se le dormía. Iba a replicar; pero las comisuras de la boca del contrario se torcieron todavía más hacia arriba y éste se le adelantó:
—… Sólo bromeaba. —Soltó burlón.— Sé que Ra piensa darle las tierras fértiles a él, y dejarme la parte seca a mí, pero nada de eso me importa. En realidad, sólo lo maté… para matar el tiempo.
Ahí estaba. Esa necesidad de Seth de hacer cosas absurdas tan sólo por pasar el rato; por mitigar un poco su mortal aburrimiento. Kagami abrió los ojos y sintió que todo frente a él se ponía rojo; como si el aire se hubiera teñido de ese color, o como si por delante de sus orbes hubieran puesto una lámina translúcida carmesí —que en realidad era producto de su rabia.
— ¡Haizaki! —Bramó; su voz haciéndose oír con gran claridad por encima del rugido del viento y la arena.— ¡No me digas que hiciste toda esta mierda por joder! Te mataré, ¿entiendes? ¡Te juro que–…!
— ¿Aaah? —Inquirió el otro, ladeando la cabeza y con una sonrisa de oreja a oreja; sus ojos rasgados de modo perverso.— ¿Matarme? Me parece que no… Tú mismo has dicho que no tienes permitido hacerlo. —Señaló, torciendo todavía más el cuello y acentuando su sonrisa.
Aquello fue el colmo para Kagami. Cegado por una rabia súbita, que tomó control de sus sentidos y sus extremidades y lo impulsó hacia adelante, se arrojó contra Seth dispuesto a producirle todo el daño posible; ya le daba igual que en teoría no debiese matarlo, que Neftis le hubiese suplicado piedad y que Isis le hubiera dicho, de manera explícita, que sólo debía dejarle en claro que aquello no podía repetirse.
Había vivido largos años bajo la estricta tutela de Tot, quien lo había instruido en todo lo que sabía: las artes, la magia, el vuelo, la guerra. Era hora de ponerlo en práctica.
Seth, sin embargo, poseía una destreza y una habilidad al momento de luchar que le habían salvado el pellejo varias veces, cuando sus múltiples enemigos habían decidido tratar de acabar con él. Y fue por eso que, antes de que Kagami pudiera alcanzarlo, se desvaneció en el aire y los firmes dedos del pelirrojo se cerraron en torno a una masa de aire y arena, que pronto se le escurrió entre las manos como si de un líquido se tratara. Chasqueó la lengua, girándose y desplegando las alas justo a tiempo para, de un aleteo, alzarse en el aire y esquivar el golpe arrojado por su rival, que se materializó de la nada justo por detrás de él.
A Haizaki le gustaba jugar sucio. Pero Kagami no era ningún amante de las reglas.
Dio un salto hacia atrás y se elevó en el aire. El viento lo sacudía y la arena golpeaba contra sus alas rojas, pero se mantuvo elevado con toda la firmeza posible. Seth alzó la mirada y, tras clavar el cetro uas en el suelo por un instante, de golpe se elevó junto con éste, utilizando las corrientes ventosas de arena a su favor. El pelirrojo, lejos de retroceder tan sólo por verlo acercarse, se abalanzó hacia adelante, rasgando el aire y las oleadas de arena con la misma gracia y determinación que un halcón. Pudo discernir el siguiente movimiento que ejecutaría el contrario; por eso alcanzó a esquivar el cetro justo a tiempo, evadiéndolo con gracia mediante un suave impulso con sus alas, logrando colocarse por detrás de él y listo para girarse y atacarlo por la espalda.
Entonces, oyó una risita baja y captó una sensación helada justo en el centro de su espalda, a unos diez centímetros por debajo del sitio donde nacían aquellas espléndidas alas escarlata. Quiso girar el cuello, mirar hacia atrás, mover los brazos para quitárselo de encima o sacudir las alas para alejarse; pero no pudo, de pronto era como si su cuerpo no le respondiese, como si todo su ser se hubiese quedado petrificado.
— Vaya, vaya… Eso sí que fue fácil. —El tono burlón del otro —arrastrando eternamente las palabras, cargado de orgullo de sí mismo— envió un estremecimiento a través de su espalda; no por el miedo, sino que por la ira. Sin embargo, no podía hacer nada en absoluto: ya había identificado qué era aquella sensación fría en la espalda, y la magia de parálisis no podía ser contrarrestada por su víctima; era fácil de anular, pero siempre que hubiera un tercero, y allí se hallaban ellos dos solos. Había caído en la trampa de Haizaki, creyendo que había detectado su siguiente movimiento cuando en realidad éste había querido que lo viera, mostrándoselo de modo intencional.
Notó que Seth se removía por detrás de él, hasta ubicarse por delante para contemplarlo con aquella sonrisa burlesca. Sus ojos refulgían con astucia y procuraba no apartar los tres dedos que mantenía fijos en la espalda del pelirrojo, no fuera cosa de que se rompiera el efecto del hechizo. El viento y la arena todavía azotaban, pero era como si todo hubiese enmudecido, como si lo único audible fuese la insoportable voz del dios del desierto.
— Me temo —continuó éste, implacable, gozando de cada segundo que tenía a Kagami inmóvil justo por delante de él; indefenso, totalmente expuesto— que no tengo intenciones de luchar contigo. Me aburres. —Horus casi podía sentir la furia hirviendo en sus venas, como si se tratase de un líquido ácido, ardiente, corrosivo; y, aun así, no había nada que pudiera hacer al respecto.— Sin embargo… —Hizo una breve pausa; Kagami percibió que levantaba su cetro hasta posicionar el extremo superior justo por debajo de uno de sus párpados, tironeando de éste un poco hacia abajo. Aquella agarradera tenía la forma de un animal al que no identificó.— Dicen por ahí que esos ojos tuyos son como los de un halcón… —Murmuró despacio, en un tono dulce que, ahora sí, envió un escalofrío por la espalda del pelirrojo. El rostro del contrario se estaba contorsionando en una mueca del más puro éxtasis, y eso lo perturbaba; porque empezaba a intuir lo que iba a pasar, lo que la descabellada mente de aquel pirado estaba concibiendo.— Sería una lástima… desperdiciar la oportunidad… ¿no crees?
Hizo una pausa, durante la que se relamió los labios con descaro. Sus ojos se abrieron de par en par por un segundo, dándole una expresión de maniático, antes de entrecerrarse; acentuando su sonrisa mientras levantaba el cetro uas, invirtiéndolo para exponer su extremo inferior —en forma de punta afilada. Lo aproximó al rostro del pelirrojo.
—… Lo tomaré prestado~
Kagami se obligó a contener el grito que luchó por salir entonces de su garganta.
Se dejó caer sentado, junto a las orillas del río. Clavó su cetro sobre la arena, al tiempo que iba deslizando la mano hacia abajo a lo largo de la extensa estructura de metal —dorado, azul, dorado, azul, dorado… Acababa de anochecer, y en la oscuridad del firmamento ya se divisaban algunas estrellas refulgiendo como pequeños puntitos blancos. La corriente del Nilo trazaba ondas sobre la superficie del agua, produciendo un tenue susurro al que en ocasiones se le acoplaba el soplido del viento.
Clavó la vista en la bóveda estrellada. Frunció el ceño; aquella noche las estrellas parecían brillar más que nunca. Se reflejaban sobre el agua del Nilo, produciendo el efecto de que tanto arriba como abajo todo era cielo; como si él se encontrase flotando a la deriva en el enorme espacio exterior. Nada más alejado de la realidad: porque él, de hecho, se hallaba en la Tierra; y estaba metido en un problema.
Para resucitar a Osiris, se requería de la ayuda de los hechizos escritos en el Pergamino de los Muertos. Sin embargo, éste había sido destruido hacía tiempo, por unos antiguos brujos que habían considerado el arte de la resurrección como una magia demasiado oscura para que nadie la llevara a cabo. El lado positivo era que, al ser una pieza mágica, era imposible que aquellos tipos la hubiesen destrozado por completo; tan sólo la habían cortado en partes y las habían desperdigado por todo Egipto. De modo que sólo había que encontrar los fragmentos.
Neftis, Isis, y él mismo se habían embarcado en la empresa de hallar las partes, para conseguir reconstruir el pergamino y que de esa forma pudiesen poner en ejecución los hechizos que éste rezaba. Sin embargo, había uno de los fragmentos que parecía decidido a no dejarse encontrar. No importaba cuánto o dónde lo buscaran, éste sencillamente no aparecía.
Y, sin él, no había resurrección posible.
Y, si no revivían a Osiris, no sólo tendrían que enfrentar un sinfín de diversos problemas, sino que Horus nunca volvería a ser el mismo.
Estaba rumiando aquellos amargos pensamientos cuando sintió una perturbación en el aire; como si un aura distinta acabara de hacerse presente en el lugar. Un fogonazo a varios metros por su derecha lo hizo dirigir la vista hacia allí; y al principio fue como si contemplara una hoguera, unas llamas que acababan de alzarse justo en la orilla del río y anunciaban su presencia con su radiante luz. Pero entonces se percató de que aquellos tonos cálidos —en su mayoría rojizos— constituían alas, y que la silueta no era de un fogón sino que de una persona.
No tardó en identificarlo. Pensó que éste se percataría de su presencia e iría hasta él —al fin y al cabo, así de infalibles eran sus ojos de halcón, que no pasaban nada por alto—; por eso se sorprendió al verlo caer de rodillas sobre la arena, cubriéndose la mitad del rostro con una mano. Y si sus oídos —tan desarrollados como los de un cánido— no le fallaban, aquello que se oía no era otra cosa que graves gemidos de dolor y frustración.
Se puso de pie de un salto; en su apuro por acercarse a él, ni siquiera se dio cuenta de que se había desvanecido en un manojo de sombras de su lugar para aparecer inmediatamente a su lado. El nombre que escapó de entre sus labios —uno que no solía utilizar con el aludido, al que acostumbraba a llamar por su nombre deífico, más formal y distante— salió extraño, como asfixiado:
— ¿Kagami?
Cuando el pelirrojo alzó la vista para mirarlo —con la mitad de la cara que no tapaba con su mano—, notó que aquel tono carmesí no se limitaba sólo a sus alas y a su cabello, sino que también se extendía por las manos que tapaban su rostro y descendía a lo largo de sus brazos y su cuello. Cielos. ¿Era eso sangre?
— ¿Kagami? ¿Qué demonios pasó? —Repitió, sin importarle sonar demasiado consternado, sumido en la impaciencia de la preocupación. No entendía nada; ¿por qué estaba Kagami cubierto de sangre? Sabía que lo habían mandado a buscar a Seth, pero tenía entendido que él no…
—… Haizaki… —Masculló el otro, despacio. Su tono estaba cargado de un resentimiento anormal, mezclado también con cierto tinte que sabía a derrota, a frustración.— Ese imbécil… me sacó un ojo…
Los orbes azul estrellado de Aomine se abrieron de par en par.
— ¿Que él hizo qué? —Soltó de golpe. Colocó una de sus manos morenas por encima de las de piel clara del contrario, pulsando sobre éstas con las yemas de los dedos para instarlo a apartarlas.— Déjame ver.
Horus se resistió en un principio; pero al final apartó las manos, que tenía totalmente bañadas en sangre. Y entonces Anubis lo vio: a través de sus párpados entrecerrados, se atisbaba un agujero negro, de oscuridad impenetrable, tan densa que ni siquiera la luz de la luna y las estrellas bastaba para iluminar su interior. Por la comisura inferior se derramaba un río de aquella sustancia rojiza, llegando a manchar el borde de sus labios y deslizándose hacia abajo hasta su mentón, donde goteaba manchando las ropas del dios.
— N–no puedo hacer que crezca de nuevo… —Farfulló el pelirrojo rápidamente, luchando por dominar su voz ante el insoportable dolor, que le oprimía la garganta y causaba que el trabajo de sus cuerdas vocales se volviese irregular.— Utilizó magia para quitarlo… El cetro estaba hechizado…
Aomine no decía nada. Estudiaba el agujero desde todos los ángulos, como si tratara de hallar algo en él. Kagami, por su parte, continuaba murmurando.
— No se puede arreglar… joder, joder… —En ocasiones apretaba los dientes, cerrando los labios hasta convertirlos en una fina línea blanquecina a causa de la fuerza que ponía en ello.— Diablos, lo que me faltaba…
El moreno permaneció unos instantes más contemplando aquella herida, hasta que al final suspiró. No era un suspiro de fastidio ni de cansancio; parecía, más bien, de resignación. El pelirrojo no le dio importancia, ocupado como se hallaba murmurando por lo bajo; pero entonces Aomine se hizo oír:
— Pretendes que reviva a un muerto, ¿y no me crees capaz de arreglar una cosa así? —Le soltó con tono cargado de mofa; soltando luego una risita, como si acabara de escuchar un buen chiste.— Por favor. —Añadió, torciendo su gesto en media sonrisa, al tiempo que daba un paso atrás y, sin soltar su cetro, juntaba las manos una encima de la otra. Kagami, que había enmudecido de golpe al oírlo hablar, giró la cabeza para contemplarlo atónito con su ojo restante.— Vamos, mira para este lado.
El pelirrojo dudó.
— ¿Cómo…? ¿Qué…? —Empezó a preguntar; pero Anubis lo interrumpió.
— ¡Vamos, que no tengo toda la noche! Haz lo que te digo. —Pidió con evidente impaciencia. Kagami no protestó más. Se colocó de rodillas, mirando hacia él; su rostro, en una expresión de temerosa intriga.
El moreno empezó entonces a murmurar unas palabras por lo bajo; sonaban como un susurro, como un cántico suave que arrullaba los oídos del dios del cielo junto con el sonido del río, y deshacía el silencio nocturno con fina delicadeza. Las palabras que lo componían eran ininteligibles, como si estuvieran en otro idioma; y, al tiempo que aquel ronroneo acariciaba el aire que los rodeaba, Kagami sintió una sensación cálida justo sobre su herida, como si adormecieran su dolor y lo reemplazasen con una suave caricia.
De pronto, todo aquello cesó. No hubo más calidez, pero tampoco hubo más dolor. El pelirrojo parpadeó, y estaba a punto de girarse para mirarse en el reflejo del Nilo cuando el contrario lo detuvo.
— Espera, déjame ver primero. —Pidió en voz grave. Horus obedeció y abrió bien los párpados, de manera tal que el moreno pudiese asegurarse de que todo iba bien. Éste lo estudió por unos segundos, para finalmente asentir; haciéndole un gesto en dirección al rió para que se mirase en él.
Kagami se colocó de frente al agua, extendiendo sus alas por detrás de sí para iluminar mejor su superficie. Cuando el fulgor en tonos cálidos de aquellas plumas color carmesí alumbró el río, la corriente de éste generó un efecto tal que parecía como si el agua se hubiera prendido fuego. Horus miró su reflejo con una mezcla de duda y curiosidad, como un niño pequeño que se asoma ante lo desconocido. Y, de pronto, frunció el ceño.
— ¡Es azul! —Bramó con evidente fastidio, girándose para mirar al contrario.— ¡Azul! ¿Me quieres explicar qué haré con ojos de distinto color? —Espetó, como si se tratase de una tragedia.
Y lo cierto es que tenía razón. Donde antes solía haber un orbe como un rubí, de un reluciente tono rojizo que se asemejaba al de la sangre revolviéndose, ahora yacía un ojo color zafiro, en disonancia con el contrario; más frío y calculador que su compañero.
Aomine, en un principio estupefacto por su reacción, pronto arrugó la frente y se cruzó de brazos, aferrando el cetro heka con fuerza y mirando al contrario con una mezcla de incredulidad e indignación.
— ¿Acaso importa eso? Ra los tiene así. —Remarcó; antes de desviar la mirada hacia un lado y añadir, no sin cierta renuencia:—… Y míralo, nomás…
Pero Kagami ya no le prestaba atención. Acababa de darse cuenta de algo; su mirada alternaba entre su reflejo en el agua y Aomine, al que contemplaba directamente a los ojos, como si hubiera algo que estaba tratando de ver. Sólo luego de repetir aquello incontables veces —durante lo el moreno permaneció de pie, de brazos cruzados y contemplándolo con el ceño arrugado—, por fin clavó la vista en aquel espejo natural y murmuró:
—… Es como los tuyos…
— ¿Qué? —Soltó Anubis, sin comprender. El otro dirigió la vista hacia él.
— El ojo… el ojo azul. Es igual que los tuyos. —Explicó, abriendo los de él con sorpresa, clavándolos en los zafiros del contrario casi como si tratase de ver a través de ellos.
Y Aomine se dio cuenta de que tenía razón. Porque donde antes yacían dos soles rojizos, refulgiendo con la calidez del astro rey del firmamento, ahora se divisaban un Sol y una Luna; uno cálido, abrasador; y el otro más frío, como un cristal de hielo. Contrastando uno contra otro como si en verdad fueran aquellos astros, y como si Kagami fuera el cielo sobre el que danzaban al compás de la melodía del universo.
— Ah… —Murmuró, sintiéndose un poco atontado. Era una sensación un poco extraña, que no sabía describir bien.— Sí… —Asintió, ausente. Kagami, emitiendo un suspiro de resignación, se inclinó de vuelta sobre la superficie del agua, lavándose el rostro y frotándose con ella los brazos y el cuello para remover los restos de sangre. Aomine desvió la vista, clavándola en el firmamento estrellado; sólo cuando el pelirrojo hubo terminado de lavarse y se dirigió a él, lo volvió a mirar.
— Por cierto, ¿y Kiyoshi? —Le preguntó, girándose para observarlo mientras se secaba el rostro con las manos. Anubis notó que el ojo azulado era aquel que se hallaba rodeado por esa marca negra que el pelirrojo llevaba pintada en su rostro; la manera en que trazaba su camino en torno a aquel orbe azulado le confería el aspecto de una cicatriz.
— Ah, sobre eso… —Fue como si de pronto le hubieran colocado pesas de plomo sobre los hombros. El contrario lo miraba expectante; y no podía —ni quería— mentirle, así que optó por decirle la verdad del asunto.— Todavía no está… Verás, es largo de explicar, pero para el ritual se necesitan unos hechizos… —Se apresuró a explicar, aunque no sabía bien por qué lo hacía.— Están escritos en un pergamino, pero está roto y falta una parte… —Se sentía un idiota. Horus le devolvía una mirada casi inexpresiva, atenta pero sin denotar ninguna emoción. Incapaz de soportarlo, soltó:— No es mi culpa, no fui yo quien lo rompió. Además–…
Pero Kagami lo interrumpió.
— ¿Un trozo de pergamino, dices? —Preguntó; poniéndose de pie sobre la arena, su piel todavía húmeda con algunas gotitas de agua del río. Éstas relucían como pequeños cristales, deslizándose hacia abajo por su cuerpo.— ¿Con unos hechizos?
No parecía enfadado ni decaído. Eso descolocó a Aomine, que se limitó a asentir.
— ¿Y dices que no consiguen encontrarlo? —El moreno repitió su asentimiento. Kagami permaneció unos instantes pensativo, con la vista sobre el moreno pero con gesto ausente, como si viera a través de él. Tenía los ojos muy abiertos, y la expresión de tratar de recordar algo.— ¿Sabes? —Inquirió de pronto. Aomine lo miró, aguardando; pero el pelirrojo no continuó; ahora contemplaba el río, entrecerrando un poco los ojos mientras pensaba.
— ¿Qué? —Espetó, impaciente. Sonó un poco más agresivo de lo que quería, pero daba igual. Kagami volvió a mirarlo, para decir:
—… Creo que sé dónde está…
Alexandra se caracterizaba por ser —además de la faraona más excéntrica que hubiera existido en Egipto jamás— bastante… adepta a seducir todo tipo de muchachita que se le cruzara en el camino. Ella siempre decía que su corazón rebosaba de amor y que le gustaba poder repartirlo entre todas; para otros, se trataba simplemente de que era una mujeriega. Esto último había recibido duras críticas de varios sectores de la población; pero como todos la adoraban y su administración del reino era sobresaliente, preferían hacer la vista gorda a las extrañas actitudes de la mujer, y tan sólo la dejaban ser.
La faraona no mostraba ningún tipo de problema con regalar con besos y una excesiva cercanía a cualquier jovencita que estuviera dispuesta a aceptar sus obsequios. La mujer nunca forzaba a ninguna, por lo que en realidad nadie podía decirle nada cuando la veían tal vez muy cerca de cualquiera de las habitantes del pueblo: siempre había consentimiento de por medio. Y, considerando su deslumbrante belleza —cabellos rubios como el Sol, ojos de un verde intenso, figura más que envidiable—, eran pocas las que se negaban. Nunca se quedaba con ninguna; iba de una en otra, repitiendo sin cansancio que las amaba a todas y que no debían sentirse menospreciadas cuando pasaba a la siguiente.
Así habían sido las cosas durante largos años; hasta que, cierto día —cuatro años después de que Alex asumiera el trono—, todo había cambiado. Un adinerado integrante de la más alta nobleza había acudido al palacio real para arreglar unos asuntos con la faraona; nada importante, tan sólo una mera formalidad en torno a los cultivos y las sequías. Sin embargo, había llegado acompañado por su hija; una muchacha tan sólo un par de años menor que Alexandra, de cabellos negros como la noche y unos ojos azul apagado, en expresión de eterna seriedad. Masako Araki era su nombre; un nombre que, de alguna manera que nadie comprendía, había quedado grabado sobre el corazón de la reina para siempre.
A partir de ahí, la situación había dado un giro de ciento ochenta grados. La actitud encantadora de Alexandra con las muchachas del reino había bajado considerablemente de nivel —seguía insistiendo con que las amaba a todas y acercándoseles tal vez con demasiada confianza, pero ya nunca las besaba; sin pasar la línea imaginaria que su devoción por Masako había trazado. Había comenzado a visitar la residencia de los Araki con excesiva frecuencia, y cada vez que acudían al palacio los trataba como si fueran reyes —en especial a la joven, que era bañada en docenas de regalos, y atendida quizás con mayores lujos que los de la propia faraona.
Masako era fría y testaruda. Recibía todo lo que Alex le ofrecía, pero nunca la dejaba acercarse demasiado. Cada vez que la faraona le confesaba su desbordante amor, respondía con evasivas —su gesto de una indiferencia tan grande que nadie sabía cómo hacía la rubia para soportarlo. Ella decía que era tan sólo cuestión de tiempo para que la joven se entregara a ella. El asistente personal de Alexandra, que siempre había pensado que su actitud de andar detrás de todas las jovencitas del reino era un incordio, ahora se daba cuenta de que podía existir algo peor: y era que parecía decidida a regalarle el palacio entero, y capaz de cederle su lugar en el trono, con tal de que aceptara su amor y correspondiera sus sentimientos.
Tras años y años insistiéndole, al final Masako había tenido que ceder. No porque se hubiera sentido obligada por la testarudez de la faraona; sino que porque, a la larga, había terminado enamorándose de ella también. Alex era deslumbrante, simpática, atractiva; y su insistencia, lejos de resultar abominable, era simplemente encantadora. Había sido cuestión de tiempo para que la hija de los Araki se rindiera ante ella.
Sin embargo, entre uno de los tantos regalos que la reina había hecho a la muchacha, se hallaba un fragmento de un antiguo pergamino que —decían— llevaba escrito un hechizo capaz de resucitar a los muertos. Por desgracia, el conjuro estaba incompleto; pero la pieza conservaba su valor por su naturaleza milenaria, y por ello Alexandra, en un arranque impulsivo que su asistente no había alcanzado a detener, se lo había obsequiado a la joven en otro intento más por expresarle su amor —acompañado de una larga perorata en la que la describía como el ser más bello y perfecto que hubiera cruzado la Tierra jamás.
Horus había presenciado todas aquellas escenas, como era natural. Siendo el dios protector de la civilización y la manifestación divina del faraón, solía seguir a Alexandra a donde fuera. Por eso había visto el fragmento de pergamino, recordaba cómo la mujer lo había colocado sobre las manos de su amada —envuelto en una funda— y cómo ella se lo había llevado hasta su hogar.
Recuperar el trozo del pergamino se volvió tarea fácil, una vez descubierta su ubicación. Horus guió a Anubis hasta la residencia de los Araki; y el dios de las necrópolis no pudo evitar asombrarse al entrar en los aposentos de la primogénita y descubrir la cantidad de objetos de valor que había allí dentro —todos ellos, regalos de la faraona. Lo cierto era que Alex había tenido que insistirle un largo tiempo para que correspondiera su amor, pero Masako siempre había guardado sus presentes con gran aprecio.
Había tanta cosa allí que, aunque se llevaran el fragmento de pergamino, con toda probabilidad nadie lo notaría. De modo que lo tomaron y, tras dejar todo el resto como estaba, desaparecieron de allí para materializarse de regreso junto a Isis. La mujer contempló con indignación el ojo azulado de Horus, no tanto por el defecto del arreglo como por el hecho de que Seth se hubiera atrevido a dañarlo de semejante manera. Luego de prometer que hablaría con Ra para que pusiera en su lugar a Haizaki, procedieron a completar el pergamino para poder realizar la ceremonia de resurrección.
El ritual se desarrolló sin obstáculos. Fue presenciado por una gran cantidad de dioses que, si bien no participaron de manera directa, estaban allí para presentar sus respetos al difunto y repudiar el accionar del dios del desierto. Los hechizos del pergamino eran largos y complejos, además de que requerían ser repetidos varias veces.
Sin embargo, fue como si para Kagami el tiempo se detuviera mientras estaban allí. Fue Anubis el encargado de pronunciar las fórmulas mágicas y utilizar sus manos como canal de evocación. El joven se colocó justo frente al cuerpo de Osiris —que yacía acostado sobre una superficie de piedra, con una expresión de extrema paz, como si estuviera dormido— y, alzando las manos en el aire por delante de él, las extendió una por encima de la otra y empezó a murmurar por lo bajo.
Era un susurro muy similar al de cuando había curado el ojo de Horus. Como un intermedio entre una melodía y un ronroneo, las frases que salían de entre sus labios eran ininteligibles, cual cánticos en el idioma de los muertos; y sus ojos, extrañamente, refulgían con un brillo especial, manifestando su máxima concentración. Irradiaba un aura azulada, que se intensificaba a medida que hablaba y rodeaba su silueta como un fulgor incandescente.
Kagami tenía la vista clavada encima de él; no le quitaba los ojos de encima, a pesar de que en ese preciso instante estaba reviviendo a su padre. Era tan extraño ver a Aomine en ese estado; concentrado, dándole la máxima prioridad a su trabajo, bien lejos de la actitud que el pelirrojo estaba acostumbrado a presenciar en él. Y aquel resplandor azulado en torno a él era especial, en cierta forma, como el sello de una faceta de Anubis que por primera vez podía presenciar.
La resurrección de Osiris trajo consigo emociones entremezcladas. Tot no cesaba de repetir que debía ponerse al día con sus labores; pero Kiyoshi estaba muy ocupado reencontrándose con su familia como para prestarle demasiada atención. Entre Kagami y Riko se acercaron a él y comenzaron a acosarlo con un sinfín de preguntas, acerca de lo que había pasado y sobre cómo había llegado Seth hasta él. Cuando Horus le reveló el motivo por el que Haizaki había decidido matarlo, Kiyoshi desechó sus protestas con un gesto despreocupado, alegando que su hermano había sido así desde que eran pequeños y que no había mucho que pudiera hacerse. A pesar de todo, Kagami sonreía de vuelta; y sólo cuando Midorima no aguantó más y se impuso por encima del resto, alegando que Osiris tenía asuntos que atender y resolver pronto, Kagami y su madre se apartaron de él para dejarlo tranquilo.
Ambos sonreían de manera genuina. Anubis los observaba desde lejos —en realidad, lo observaba, porque sus orbes azul nocturno se hallaban clavados sobre el individuo pelirrojo. Había un fulgor peculiar en su gesto, y una de las comisuras de su boca temblaba ligeramente hacia arriba por momentos, como si quisiera sonreír pero se estuviera conteniendo. Necesitaba irse. Él no encajaba allí, no tenía nada que ver con aquel reencuentro familiar, y sentía que lo mejor que podía hacer era alejarse de las sonrisas cálidas de Horus; de la forma en que sus ojos —ahora dispares— brillaban con el resplandor de la felicidad, un resplandor que hacía mucho tiempo que no veía —no, que nunca había visto realmente.
Se alejó. Notó que el otro lo observaba por el rabillo del ojo, para luego girarse en un ademán de dirigirse a él; pero decidió hacer la vista gorda y desvanecerse entre las sombras, desapareciendo antes de que Kagami tuviera tiempo de decirle nada, de dedicarle ninguna más de aquellas sonrisas que parecían irradiar el mismo calor que el del mismísimo Sol.
Avanzó sobre la arena, clavando el cetro heka en el suelo a cada paso que daba, frunciendo el ceño mientras sus pies rozaban la arena fría sin dejar huella ni atisbo de su presencia allí. A algunos metros a su lado, el Nilo seguía su curso, eternamente susurrante, como una melodía carente de notas que no se completaba jamás.
Apenas había dado unos cuantos pasos cuando sintió que alguien más hacía acto de presencia. Y entonces oyó la voz:
— ¿…Aomine?
La frustración que colmaba sus venas se evaporó por completo al escucharlo llamándolo de esa manera; sin utilizar su nombre deífico, de aquel modo tan casual. Se obligó a continuar caminando. No iba a detenerse, no podía hacerlo; porque sabía que, de lo contrario, su propia voluntad se le saldría de las manos y ya entonces cualquier cosa podría suceder.
— ¿…Aomine? —Insistió el otro, la duda manchando su tono de voz. Y es que el miedo es fuerte, pero la curiosidad lo es todavía más; por lo que el moreno, a pesar de que sabía que no debía frenarse ni dedicar su atención al contrario, se detuvo y aguardó —de espaldas, decidido a no darse la vuelta.
Se hizo silencio por unos momentos; un silencio sólo interrumpido por el suave correr de las aguas del río. Ninguno de los dos dijo nada; la Luna, imponente en el cielo, alumbraba las facciones de un Anubis que fruncía el ceño con fuerza, como si estuviese luchando contra una fuerza que se hallaba ubicada muy por encima de él. Aunque, claro, Horus no podía verlo.
—… Creo… —Murmuró de pronto. Su tono estaba cargado de duda, pero —testarudo como era, y determinado a rabiar— él continuó hablando a pesar de ello.—… Creo que debo agradecerte. Es decir… —Otra pausa, aunque más breve que las anteriores.— Nada de esto habría sido posible de no haber sido por ti.
Y entonces Aomine supo que no aguantaría. Porque fue como si un relámpago le cayera justo a través de la columna vertebral; el impulso de darse la vuelta y empezar a gritar, decirle que había hecho todo aquello por obligación, y que poco le importaba Osiris, y que si hubiera sido por él no habría hecho nada en absoluto.
Pero cuando se giró y abrió la boca para hablar, ningún sonido salió de ésta; pues Horus le sonreía, le sonreía con una expresión de la más genuina felicidad; tanto que Anubis se sintió incapaz de decirle nada, de manchar su buen humor con unas mentiras más que obvias y unos gritos absolutamente innecesarios. Los labios del pelirrojo se curvaban hacia arriba, dejando al moreno sin habla, y entre sus párpados entrecerrados se divisaba el leve brillo de unos ojos dispares, que refulgían bajo la luz de una Luna que le daba de lleno en el rostro.
Se quedó ahí; mudo, cetro en mano, con Kagami adelantándose unos pasos hasta quedar cara a cara con él; todavía sonriendo cuando continuó hablando, con la misma naturalidad que si Aomine no se hallara paralizado y con la boca semi–abierta frente a él justo en ese instante.
— Lo digo en serio. Haizaki es un imbécil y… tú no tenías nada que ver, pero ayudaste a revivir a mi padre de todas maneras y por eso te lo agradezco… —Confesó despacio, desviando la vista hacia el Nilo. Soltó una risita.— Sé que lo hiciste porque Ra te obligó, pero no me importa.
Aomine se revolvió incómodo, observando al contrario reír.
— No fue tan así… —Masculló; desviando la vista hacia otro lado en menos de un instante, arrepintiéndose de sus propias palabras. No había querido decir aquello, tan sólo había sido un impulso; pero lo hecho, hecho estaba, y podía sentir la mirada del pelirrojo clavada sobre él, en un gesto que desvanecía su sonrisa hacia una expresión de curiosidad. Antes de que Kagami tuviera tiempo de responder nada, se alejó rumbo a la orilla, donde se sentó clavando el cetro en el suelo.
Deseó que el pelirrojo se fuera, pero Horus era testarudo y nunca se largaba así como así. Percibió cómo lo seguía, y con el rabillo del ojo captó que tomaba asiento a su lado, con el cuerpo mirando hacia él y las piernas flexionadas juntas, sentado como indio. Colocó las manos sobre las rodillas, al tiempo que Anubis sostenía la vista clavada con fijeza en el firmamento, evitando mirarlo o dedicarle ningún tipo de atención.
Hubo apenas un instante de silencio. Y, cuando resultó evidente que el moreno no iba a decir nada, por fin Kagami habló:
— ¿Cómo es eso de que no fue tan así? —Preguntó; un leve matiz de burla manchando su voz. Anubis sintió ganas de golpearlo, pero se contuvo; principalmente porque no tenía ganas de que el otro le devolviera el golpe, algo que sabía que sin dudas haría.— No me vas a decir que lo hiciste por mí. —Añadió con mofa, contemplando al otro con diversión.
Pero Aomine no respondía. Y mientras el gesto de Kagami se iba tornando en una mueca de asombro e incredulidad, el moreno fruncía el ceño en un arranque de enojo consigo mismo, porque no era posible que fuese tan evidente, ni que el oír las risas del contrario le provocase aquella sensación tan rara en su interior. Porque Horus no era el único que se había asombrado al presenciar una faceta de Anubis que no conocía; él también, luego de contemplarlo en aquel estado de melancolía que lo había invadido tras lo que había hecho Haizaki, se había percatado de que había un lado del pelirrojo desconocido para él, bien distinto de lo que estaba acostumbrado a ver, y sólo ahora notaba lo genuinamente feliz que parecía Kagami cuando reía, de lo cálido y reconfortante de sus sonrisas.
No lo miró. Tampoco hizo ademán de hablar. Mantuvo la vista estoicamente clavada en el frente, porque sabía que en cuanto se girase hacia el contrario, ya no habría vuelta atrás. Existía un camino de ida, pero no uno de regreso.
—… Anubis, estoy hablando contigo. —Insistió el otro de pronto. Ahora su tono era más severo que antes; y eso no fue lo único que obligó a Aomine a girarse hacia él. También el hecho de que utilizara Anubis como vocativo lo hizo mirarlo, porque ahora que lo había oído llamarlo Aomine, no quería que regresara a lo anterior. Provocaba que un retortijón estrangulara su pecho, como si algo se revolviera en sus entrañas.
Se limitó a contemplarlo. La mirada azulada se encontró con la del contrario en medio del aire; antes, el hielo y el fuego colisionaban, como en una batalla encarnizada que formaba parte de una guerra eterna. Ahora, sin embargo, no era así. Los ojos de Aomine ya no escupían aquellas dagas gélidas; lo sabía porque en el ojo azulado de Horus veía la misma vibra que transmitía su propia mirada; un ojo azulado en el cual parecía refulgir un cielo nocturno, plagado de estrellas. Y, de la misma manera, en el ojo restante de Kagami se revolvía un fuego como el del Sol, una hoguera rojo sangre que encandilaba al moreno, tan acostumbrado a lidiar con las sombras, tan poco familiar con el brillo de la cálida luz.
Y al ser contemplado de esa manera y sentir que él mismo también irradiaba ése aura, se dio cuenta de que estaba perdido. Había sido capturado; atrapado en la trampa tendida por ese lado de Kagami que tan poco conocía; una trampa que ni siquiera él sabía que le había tendido.
Prueba y error, pensó él; al tiempo que encaraba a Kagami, poniéndose de frente a él, y empezaba a inclinarse hacia adelante en infinita lentitud. Él no retrocedió, pero no había esperado que lo hiciera. No era parte de su naturaleza echarse atrás, por lo que no se sorprendió cuando permaneció en su lugar, quieto, sin dar señales de ir a apartarse. No era un incentivo, pero tampoco parecía que fuera a ponerle un freno; y sólo cuando sus labios se juntaron y Kagami no se apartó, se atrevió Aomine a concluir que no tenía intenciones de hacerlo.
El beso no tomó por sorpresa al pelirrojo. Había atisbado el fulgor del deseo en la manera de mirarlo del contrario; cómo sus orbes azulados le transmitían ese aura incluso bajo la tenue luz nocturna. Movió sus labios contra los de él con las mismas ansias que estos le transmitían, víctima de una impaciencia similar, como si el torbellino de emociones que había sentido mientras lo observaba ejecutar los conjuros de resurrección hubiese tomado el control de él.
Lo besó con pasión; a veces en un beso profundo; otras, con un furor incontenible que los obligaba a apresurarse y mover sus labios juntos con una mayor insistencia. Sus lenguas trazaban largos movimientos una sobre otra, a veces encontrándose en el interior de la boca de uno de los dos; otras, afuera, en medio del frío aire nocturno. Kagami, deseoso de sentir más al otro, de percibir su figura contra la suya, le pasó los brazos por detrás de la espalda y lo atrajo hacia sí, al tiempo que se dejaba caer de espaldas sobre la arena. Aomine se acopló a sus movimientos en seguida, sin dejar de besarlo en ningún momento, entrelazando sus lenguas y sintiendo cómo sus cálidos alientos se entremezclaban para luego perderse en el aire.
Los labios del moreno mordieron los suyos con suavidad. El Nemes de Anubis cayó a un costado, dejando su cabello descubierto; al tiempo que Kagami lo atraía hacia sí y sus cuerpos quedaban apretados juntos; el peliazulado, por encima del pelirrojo. Las manos morenas se hallaban posadas sobre la arena, distribuyendo su peso para no aplastar al más bajo, y sus caderas se movían juntas, frotándose una contra la otra, víctimas de un deseo que no sabían de dónde salía pero al que no podían decirle que no.
— K–Kagami… —Murmuró el moreno, separando los labios de los del otro por un instante para mirarlo fijamente a la cara. Los ojos ahora heterocromáticos le devolvieron la mirada por un instante, con una ansiedad que casi rayaba el rechazo por el hecho de que hubiera interrumpido el beso.
— Shh… —Le soltó Kagami, tirando de su cuello hacia abajo para retomar el beso. La arena por debajo de su cuerpo estaba fría, pero él se sentía como si ardiera en llamas. Sus caderas continuaban moviéndose juntas, el rozamiento de la entrepierna de uno contra la del otro alzándolos a los dos en una inminente excitación, percibiendo cómo sus respectivos miembros comenzaban a erguirse. Aomine colocó su peso sobre sus rodillas, mientras bajaba una mano a través del torso del contrario; deslizando sus dedos por encima de la piel y causando un escalofrío allí por donde pasaba. Bajó, y bajó, hasta llegar al borde superior de las vestimentas que lo cubrían de la cadera hacia abajo, donde deshizo el agarre de las finas cadenas de oro para retirar las telas.
En seguida, Kagami se encontró totalmente expuesto; su inminente erección, palpitando de modo visible en cuanto Aomine colocó una mano por encima de ella. El pelirrojo soltó un jadeo, momento que el moreno aprovechó para despegar sus labios de los de él y comenzar a besar su cuello, dándole pequeñas mordidas y succionándolo de tanto en tanto. Los brazaletes dorados de las muñecas que el pelirrojo mantenía fijas en su espalda comenzaban a calentarse, debido a la temperatura que estaba tomando su piel. La mano morena se movía de manera experta en torno a aquella erección, sin que Anubis dejase de besar su cuello en ningún momento; trazando lánguidos movimientos con su lengua, saboreando su piel.
Sentía cómo su propio pene empezaba a alzarse, presa de una excitación incontenible. Deshizo el agarre de sus propias ropas en seguida, arrojándolas a un costado y volviendo a pegar sus caderas con las del contrario para continuar la fricción con la que habían comenzado antes, ahora miembro contra miembro, la calidez de uno contra la del otro, en movimientos fluidos por la presencia de líquido preseminal. Kagami jadeaba, arqueándose por debajo de él, y Aomine casi podía oírse a sí mismo ronronear por el placer, sintiendo cómo intensas oleadas de éxtasis atravesaban su cuerpo de punta a punta.
Aomine besó su piel, tratando de abarcarla toda, como si intentase memorizar su sabor, su aroma, las formas que trazaban los músculos por debajo de aquella capa de color claro. Abandonando el movimiento de sus caderas, empezó a descender; infinitamente despacio, enloqueciendo a un Kagami que sentía que su piel se prendía fuego allí por donde el moreno pasaba. Lo besó, lo lamió, sin dejar nunca de deslizarse hacia abajo, primero por la línea entre sus pectorales, luego abajo por sus abdominales, alcanzando la parte superior de su entrepierna… Horus sintió que iba a enloquecer cuando, en vez de continuar con sus labios hacia abajo, se desvió hacia un costado y trazó su camino por encima de uno de sus muslos, besándolo sin cesar, dibujando formas con su lengua mientras bajaba. Se revolvió incómodo por debajo de él, ansioso por que dejara de dar vueltas y de provocarlo de esa manera y rodease su miembro con su lengua.
— A–Aomine. —Gimoteó, incapaz de contener su libido, demasiado ansioso por su tacto encima de su entrepierna, por la cálida sensación de su lengua encima de su miembro; su boca dejando un rastro húmedo al cernirse en torno a éste.— P–por favor. —Él no era de los que suplicaba, pero en ese momento estaba demasiado poseído por el deseo como para que le importase en lo más mínimo.
— ¿…Qué? —Preguntó el otro; una sonrisa torcida dibujándose sobre su rostro al escucharlo hablar, ya que llevaba todo el rato sin decir nada en absoluto. Kagami jadeó, sin que tuviera pinta de que iba a responder, por lo que presionó un beso más sobre la parte interior de sus muslos —causando que el contrario se estremeciera— e insistió:— ¿Qué?
— H–Hazlo… —Pidió de inmediato, como si estuviera tan ansioso que incluso le costaba hablar. Aomine soltó una risita baja, tan profunda que apenas pudo escucharse en el absoluto silencio nocturno.
— ¿…Que haga qué? —Preguntó con suavidad, arrastrando unas palabras pintadas con el matiz de la burla; un tono de mofa que era, ciertamente, provocador; un tono soberbio y pagado de sí mismo al que era difícil decirle que no.
Pero entonces, sus labios comenzaron a subir a través de la cara interna de uno de sus muslos; rozando la piel siempre con la punta de la nariz, en ocasiones acariciándola con los labios. Con cada pequeño toque, la espalda de Kagami se sacudía; con cada ínfimo roce, podía percibir su respiración irregular, los jadeos que soltaba, casi podía verlo cerrando los ojos y apretando los párpados con fuerza.
Se detuvo justo antes de llegar a su miembro. Permaneció allí unos instantes, como aguardando, y luego de soltar una leve risita evadió aquella erección para pasar a su otro muslo, con un descaro tal que Kagami se revolvió por debajo de él de manera evidente.
— H–Hazlo… —Suplicó, su voz a los saltos, oscilando entre el susurro y el gemido estridente.— Chúpalo… —Pidió. Con aquellos ruegos se iba su orgullo, pero la excitación tenía en él un efecto que no podía medirse ni ponerse en palabras, eliminaba sus inhibiciones y suprimía su vergüenza por completo.
Aomine volvió a reír. Colocó las manos por debajo de sus muslos, justo antes de decir:
—… Haré algo aun mejor. —Kagami quiso protestar, pero justo en ese entonces percibió cómo era levantado en el aire por los fuertes brazos del moreno; y antes de que pudiera siquiera pensar en preguntarle qué demonios estaba haciendo, sintió cómo sus nalgas eran separadas y cómo la lengua cálida del contrario trazaba la línea entre ellas, en un movimiento suave, lento, tan infinitamente delicioso que el pelirrojo creyó que iba a perder la cordura.
— ¡…A–ahh…! —No pudo contener el fuerte gemido que surgió de su garganta, como si aquel sonido tuviera voluntad propia y se manejara por su cuenta. Anubis se sonrió satisfecho al escucharlo, satisfecho con la reacción que acababa de obtener. Lo recargó con firmeza sobre sus brazos, sosteniéndolo con fuerza y manteniendo sus nalgas abiertas y sus piernas levantadas para poder obrar con mayor libertad en aquella zona tan sensible; continuó deslizando su lengua por aquella línea, poniendo mayor énfasis cada vez que llegaba al pequeño orificio, introduciendo su lengua y arrancando unos gemidos de la garganta de Kagami que eran como música para sus oídos.
Era difícil mantenerlo en aquella posición; sobre todo porque el pelirrojo, con cada trazo de la lengua del moreno, se sacudía con vehemencia. Los fuertes músculos de Aomine trazaban marcas por debajo de su piel oscura, las venas de sus brazos haciéndose notar y desapareciendo debajo del fulgor dorado de sus brazaletes. Las piernas del pelirrojo se sacudían, pasando por encima de los hombros del peliazulado; los dedos de los pies curvándose por momentos, apretándose unos contra otros cada vez que su cavidad anal era abarcada por su lengua, las tobilleras doradas exactamente iguales que las que ambos llevaban en los brazos. Kagami mantenía las manos aferradas a la arena por debajo de él, apretándolas con fuerza.
— H–Hahh… A–Aomine… ¡…! V–voy a… —Sonriéndose con satisfacción, Anubis no le permitió hablar. Introdujo su lengua en el pequeño anillo de músculos con vehemencia, en un movimiento repentino y más firme que los anteriores. Kagami soltó un potente jadeo, y Aomine levantó la cabeza justo a tiempo para ver cómo se corría, derramando su esperma por encima de su torso; un líquido blanco que pronto comenzó a derramarse por los bordes para caer sobre las telas por debajo de él.
El moreno volvió a colocarlo sobre el suelo con cuidado. Kagami jadeaba, intentando apaciguar su respiración; Aomine, por su parte, sentía que su erección palpitaba con tanta violencia que empezaba a dolerle; por ese motivo, tironeó de uno de los brazos del pelirrojo, que ahora yacían inertes sobre el suelo, y rodeó su longitud con aquella mano. Como obedeciendo a un reflejo, Horus en seguida empezó a moverla arriba y abajo en una fricción discontinua, irregular en ocasiones. Pero era suficiente para el moreno, que de inmediato llevó sus dedos a la entrada del pelirrojo e introdujo dos de ellos de un golpe, utilizando los restos de líquido preseminal y esperma para volver la intromisión más ligera.
Kagami se arqueó de vuelta, y los movimientos de su mano en torno al pene del moreno se detuvieron por completo, como si dudara. Un gruñido bajo de Aomine lo instó a seguir; haciendo que retomara su accionar en trazos que resultaban placenteros por su torpeza, por lo impredecibles que los volvía su propia irregularidad. Emitiendo un gemido bajo de aprobación, el moreno comenzó a mover sus dedos en el interior del pelirrojo, separándolos para volverlo menos estrecho, para tratar de separar unas paredes que se cernían en torno a él con una firmeza casi asfixiante.
— R–relájate, Kagami… —Pidió en un jadeo entrecortado.— J–joder… es como si me succionaras para adentro… —Comentó; y no era mentira. Las paredes internas del pelirrojo casi absorbían sus dedos, como si quisieran llevarlo más adentro, sentirlo más en el fondo en su interior. Kagami gimió con impaciencia.
— Y–ya déjalo, Aomine… me–mételo ya… —Pidió, incapaz de contenerse. Otra vez tenía una erección, y la sensación de los dedos del contrario en su interior no le bastaba. Quería más. Su espalda se arqueaba, con una mano rodeaba el miembro del contrario pero la otra yacía en el suelo, aferrando las telas y la arena por debajo de él.
Anubis no se hizo esperar. Su propio miembro palpitaba con impaciencia, y los interiores de Kagami se veían demasiado cálidos y tentadores como para decirle que no. De modo que retiró los dedos y, en su lugar, volvió a levantar sus caderas, posicionando su longitud justo en la entrada. Dirigió sus ojos azules hacia los orbes dispares del contrario, que lo contemplaban entrecerrados, rebosantes de deseo.
Casi como si le gritaran "hazlo". Como si se lo pidiesen mediante silenciosas súplicas.
Entró despacio en él, procurando no acelerarse ni forzar demasiado sus interiores de manera que no sintiera dolor. Contempló el rostro del pelirrojo en todo momento, buscando cualquier pequeño atisbo o señal del más mínimo dolor; pero éste se limitaba a mantener los párpados cerrados y los labios apretados con fuerza. En cuanto terminó de entrar, Aomine se inclinó por encima de él y le besó la frente, para luego preguntar:
— ¿…Estás bien? —Su tono de voz fue suave, casi como un susurro. Kagami asintió para expresar que así era. El moreno repitió el beso y advirtió:— Voy a moverme.
Las primeras embestidas fueron dolorosas; Horus podía sentir sus interiores arder, el roce del miembro del moreno en su interior demasiado áspero, forzando sus paredes a ceder. Sin embargo, a cada embestida el dolor se iba reduciendo, para abrir paso a otra sensación diferente, más fluida y reconfortante… en seguida el pelirrojo se encontró sintiendo un inmenso placer, que a cada movimiento del peliazulado no hacía más que aumentar.
— A–Aomine —gimoteó, justo cuando el contrario rozaba con el extremo de su miembro una zona especialmente sensible en su interior—; nngh… ah… —El moreno quería escucharlo gemir, pero más ansiaba sentir sus labios de vuelta sobre los suyos; por lo que se inclinó hacia adelante hasta volver a juntarlos, en un beso mucho más insistente y desenfrenado que los anteriores; más salvaje e irregular debido al incontenible placer que los invadía en ese momento. Sintió cómo los brazos del más bajo subían a través de su espalda y se fijaban por debajo de sus hombros, clavándole las uñas con fiereza cada vez que el moreno lo embestía.
Volvió sus embestidas más rápidas e insistentes. El resultado fue que las uñas del pelirrojo lo arañaran en la espalda hasta el punto de producirle sangre, al tiempo que cortaba el beso para tratar de recuperar el aire entre unos jadeos y unos gimoteos que salían a borbotones de su garganta, incontenibles. Anubis entonces abrió los ojos para divisar el rostro del contrario, y descubrió que se hallaba de un intenso color rojo; pero no sólo por su evidente rubor, sino que también porque sus alas se habían abierto por detrás de su espalda, descansando sobre la arena, y otorgaban con su fulgor un tono rojizo a todo lo que allí había. Aomine alzó un poco la cabeza y mantuvo los ojos abiertos mientras continuaba embistiéndolo, deseoso de verlo, de captar hasta el más mínimo gesto que hiciera por el placer que él le estaba causando. El collar dorado y rojo en torno a su cuello; moviéndose al compás de su pecho, que subía y bajaba tratando de ganar oxígeno. La manera en que echaba la cabeza hacia atrás y se deshacía en gemidos. Incluso la sensación de sus uñas en su espalda, rasguñándolo y produciéndole un caluroso ardor, constituía materia de gozo para él, que no podía dejar de pensar que Kagami actuaba así por su culpa. Su torso, manchado con restos de semen y líquido preseminal. La manera en que su erección se sacudía con cada embestida. La fuerza con que sus paredes internas se cernían en torno a su miembro.
El cielo comenzaba a aclararse; apenas un atisbo de un azul un poco más claro se divisaba en el horizonte, señal de que dentro de poco iba a amanecer. Pronto las estrellas se ocultarían bajo el celeste del firmamento, y la Luna desaparecería para regresar hasta bien entrada la tarde; sin embargo, en ese momento su brillo se reflejaba en los brazaletes dorados de ambos dioses, replicando el azul marino de los ojos de uno, acompañado por el fulgor cálido de las plumas en las alas extendidas del otro.
— A–ah… A–Aomine… —Kagami no cesaba de repetir el nombre del contrario; su voz agitándose cada vez que éste lo embestía de nuevo; un hilillo de saliva derramándose por una de las comisuras de su boca.— Mmm, nghh… —Clavó las uñas con mayor fuerza en su espalda; temblaba desde las puntas de los cabellos hasta los pies, incluso sus alas se sacudían en ligeros y repetidos temblores.
— Kagami…. —Murmuró el otro en un gruñido bajo.— H–hah… —Volvió a bajar la cabeza para lamer su cuello, presionando besos aquí y allá, dejando un rastro húmedo sobre su piel.
— A–Aomine, voy a… m–me vengo… —Advirtió el otro de pronto; y, apenas un instante después, su torso se salpicó por segunda vez con aquella sustancia blanquecina, al tiempo que el pelirrojo echaba la cabeza hacia atrás y emitía un potente gemido que acompañó su orgasmo. Aomine sonrió, sin demorar mucho más en alcanzar su propio éxtasis; tan sólo un par de embestidas más bastaron para que derramara su semilla en el interior del pelirrojo, llenándolo de una sensación cálida que invadió sus interiores por completo.
El cielo se iba aclarando lentamente. En la distancia, un resplandor de un tinte dorado anunciaba la inminente salida del Sol. Permanecieron allí inmóviles, la figura de piel oscura sobre la otra, tratando de calmar sus respiraciones desbocadas, luchando por apaciguar los latidos de sus corazones, que palpitaban con desenfreno a causa del éxtasis. Sus vestimentas repartidas sobre la arena, el cetro de Anubis clavado en un costado de las orillas del Nilo; todas esas cosas, olvidadas. En ese momento, para los ojos del moreno sólo existía el pelirrojo, sonrojado por debajo de él, con aquellas bellas alas extendidas por detrás de su espalda; limpiándose el rastro de saliva de su rostro con el dorso de la mano. Y para Horus sólo estaba el otro, que yacía por encima de él con una sonrisa torcida, contemplándolo en un gesto que sólo esa noche descubría por primera vez en él.
Por fin, Aomine se apartó; saliendo del interior del contrario y derrumbándose a su lado. No les importó estar desnudos, ni que el Sol estuviera saliendo; nada era relevante, porque la pasión de aquella noche todavía embotaba sus sentidos, la sensación post–orgasmo los había dejado aturdidos; en un mar de infinito gozo y reconfortante calidez, en el que ambos flotaban a la deriva y del que ninguno tenía ganas de salir.
Ninguno de los dos dijo nada. Las palabras no habrían bastado para describir todo lo que sentían en ese momento; había demasiado para decir, demasiado que explicar, demasiadas preguntas que hacer. Y ambos tenían los mismos interrogantes en sus mentes: ¿por qué habían tardado tanto en descubrir esa faceta del otro, por qué se habían llevado mal durante tanto tiempo? Porque sí, Horus era fastidioso como un demonio y Anubis llevaba su soberbia a un nivel extremo, pero aquellos eran sólo pequeños detalles de algo mucho más grande, de un lienzo mucho más amplio que poseía otros matices y otros tintes, y un sinfín de colores que sólo ahora podían ver.
Ninguno de los dos dijo nada, porque cuando son el furor del momento y las emociones más intensas las que toman el control, un silencio cómplice vale más que un sinfín de absurdas palabras.
Observaba el cielo. La puesta del Sol nunca dejaba de asombrarlo; era un fenómeno tan extraño, tan lleno de colores que pintaban el cielo como si se tratara de un lienzo, oscilando en tonos cálidos que iban del rojo al amarillo, llegando en algunos puntos al rosado… y que luego cedían paso a tintes más fríos, tales como el violeta, el índigo, el azul oscuro…
Le gustaba cuando se hacía de noche. Hasta hacía un tiempo, aquel momento del día no le había parecido particularmente especial; de hecho, siempre había sido más afín a los mediodías, a los momentos en los que el Sol se hallaba en el centro exacto de la bóveda celeste, que a las oscilaciones causadas por la aparición y el hundimiento en el horizonte del astro rey.
Claro, eso había cambiado desde… entonces.
Aquel tono azul marino le recordaba a ciertos orbes; unos ojos rasgados, llenos de soberbia pero capaces también de demostrar una pasión y un deseo desbordantes, que lo habían cautivado hasta atraparlo por completo en sus redes, sin salida.
Claro que él había arrastrado al dueño de esos ojos consigo, asegurándose de que estuviese tan embelesado por su persona como él lo estaba por él. Tantas cosas habían cambiado; su relación se había vuelto tan distinta de cómo era antes, tanto más…
— ¿Kagami?
Frunció el ceño. Aquello era extraño. No era que le molestase en particular, pero ¿por qué demonios lo estaría llamando Kiyoshi?
— ¿Qué ocurre? —Preguntó, temiendo que hubiera ocurrido algo grave.
— Bueno… —La duda en su voz lo hizo sospechar; intuir que no había pasado nada de gravedad, sino que…— Verás, necesitamos tu ayuda aquí… Anubis… no vino…
— ¡¿Qué?! —Espetó. Sintiendo cómo la rabia le escalaba por la espalda a toda velocidad, se puso de pie y desapareció en un fogonazo, cubriéndose con aquellas alas rojizas que parecían llamear como el fuego. Soltó un gruñido bajo, frunciendo el ceño antes de pensar:
Bueno, algunas cosas nunca cambian.
Gracias por leer!
