"El simple hecho de que la Tierra de Ooo pudiese estar en peligro hacia que mereciese la pena el viaje, aunque eso supusiese tener que atravesar medio reino de madrugada."
El reloj que había sobre la mesilla de noche a la izquierda de la gran cama real, marcaba las tres y trece de la madrugada de un sábado como otro cualquiera. Solo la luz que proporcionaba una pequeña lámpara de mesa alumbraba tenuemente los grandes aposentos reales.
En la zona iluminada, se encontraba nuestra joven princesa de piel rosada. Se hallaba sentada en su escritorio, leyendo un antiguo libro mientras tenía la cabeza apoyada sobre su mano izquierda. La lectura que estaba llevando a cabo era de lo más adictiva y a pesar de estar agotada por el ajetreo que hubo en la corte horas antes no podía dejar de leer, la curiosidad se lo impedía.
Al pasar de página, miró el reloj que había en una de las estanterías situadas sobre el escritorio. Habían pasado unas cuantas horas desde que empezó a leer.
El tiempo siempre pasa rápido cuando te diviertes, pensó mientras contemplaba la hora.
Volvió la vista al antiguo libro y suspiró, la narración era demasiado interesante como para dejarla para otro día, pero la incomodidad de la silla en la que estaba sentada estaba empezando a pasar factura, lo que demostraba que el lujo y la comodidad no siempre iban de la mano.
Movió la silla hacia atrás y antes de levantarse estiró los brazos hacia arriba para desperezarse, haciendo que se le escapase un leve bostezo que acalló sutilmente con la mano derecha. Incluso estando a solas no podía deshacerse de los modales propios de la realeza.
Al incorporarse, notó la fría brisa nocturna que entraba por el gran ventanal que daba al balcón exterior de la habitación, el cual había estado entreabierto durante todo el día, como siempre.
A pesar de estar en la estación de lluvias, que normalmente solía ser fría, llevaba puesto como pijama una camiseta negra de manga corta adornada con un dibujo un tanto siniestro, junto a unos shorts estampados a cuadros rosados.
Un leve escalofrío recorrió todo su cuerpo conforme se acercaba al gran ventanal. Al cerrarlo, se frotó ambos brazos para entrar en calor mientras miraba a través del cristal. Estaba nublado y apenas se veían las estrellas.
Volvió al escritorio sin pasar las cortinas, ya que le gustaba despertarse con la luz natural que entraba de forma abundante a través de las ventanas cuando amanecía.
Cogió el libro y dejando la lámpara de mesa encendida se dirigió hacia la gran cama real, la cual con solo mirarla ya la hacía sentir más cómoda. El tamaño de esta era enorme, para una sola persona claro.
Estaba situada en el centro de un semicírculo elevado, que ocupaba gran parte del lado izquierdo de los aposentos reales. El escalón que la separaba del suelo, creaba una falsa sensación de estar levitando mientras se estaba dentro de ella.
El cabecero era de madera de árbol de algodón de azúcar, lo que le confería un toque rosado; a lo largo del borde tenía un rosal trepador tallado en relieve con las espinas redondeadas, para no lastimar a la monarca en su tiempo de descanso.
Sus sábanas eran de la más fina seda, las interiores blancas y la colcha exterior era de color rosa oscuro adornada con un dibujo de una flor blanca siendo deshojada por el viento.
Dejó con cuidado el libro sobre la mesita de noche y encendió la lámpara que había sobre ésta. Empezó a apartar algunas de las muchas almohadas de la gran cama, nunca entendería el porqué de tal cantidad. Por muchas veces que metiese en el armario las sobrantes, estas volvían a estar ahí cuando el servicio ordenaba sus aposentos.
Al final tendré que crear una ley que prohíba más de tres almohadas en mi cama, o… mejor les prohíbo la entrada directamente, dijo para sus adentros mientras las apartaba a los pies de la cama, el mero hecho de pensar en crear una ley que le otorgase algo de privacidad hizo que se dibujase una fugaz sonrisa en su rostro.
Cuando acabó de apartar las almohadas sobrantes, se frotó la zona lumbar con las manos, estaba dolorida a causa de la mala posición que había tenido durante horas en la incómoda silla del escritorio. El gesto hizo que se percatara de que aún no se había recogido el pelo.
Su melena de color rosa le llegaba muy por debajo de la cintura, era lisa, aunque a veces se le formaban tirabuzones naturales en algunos mechones los cuales siempre intentaba alisar en cuanto los veía, incluso si estaban en el flequillo, por algún motivo los consideraba imperfecciones.
Se dirigió hacia el tocador blanco que había junto al armario ropero, en busca de algo con lo que recogerse el pelo. Abrió varios cajones de dicho mueble hasta dar con lo que buscaba, pues por algún motivo desconocido las gomas de pelo nunca estaban donde debían estar y aun teniendo un cajón solo para ellas el número estas menguaba con el tiempo. Era como si se perdiesen en una dimensión desconocida.
Se sentó en la banqueta acolchada que había frente al tocador. Era de madera blanca igual que este, y su aterciopelado cojín era de color rosado, a juego con el resto de decoración de los aposentos.
Con cuidado se quitó la tiara real que siempre llevaba puesta y la posó sobre un cojín de color rojo intenso con bordes dorados.
La corona, había sido forjada con el más exquisito metal dorado y engarzada con un zafiro esférico. La gema en cuestión, había sido encantada de manera que proporcionaba protección contra cualquier tipo de presencia maligna; no era la única con este tipo de defensa, el resto de princesas la poseían también.
Mientras cepillaba su larga cabellera frente al espejo, se quedó mirando su propio reflejo absorta en sus pensamientos, sin parpadear. La imagen que se reflejaba era la de una hermosa joven de rasgos delicados, con ojos de color violeta claro, los cuales realzaban aún más la belleza de su rostro. A pesar de tener solo diecinueve años y por mucho que a ella le pesase, ya se había ganado el título de princesa más bella de la Tierra de Ooo.
No dejaba de pensar en la mujer que había escrito ese libro antiguo, por una parte se sentía mal por estar leyendo su diario, pero por otra no podía dejar de hacerlo. Las vivencias de la autora se remontaban mil años atrás, cuando la Guerra del Gran Champiñón aún azotaba estas tierras.
Pocos eran los registros sobre aquella época, la mayoría de la información fue destruida o estaba en paradero desconocido. Quizás en ese antiguo libro encontrase referencias para encontrar más datos al respecto.
Pero había algo más, algo que la intrigaba en la narración, algo desconocido para ella.
Hasta donde había podido leer, la mujer que escribió el diario mantenía un tórrido romance con un demonio, lo que era algo impensable.
Lo que más le extrañaba de eso, es que dicha mujer a pesar de estar manteniendo una relación amorosa antinatural y a pesar de las dificultades de la guerra, era feliz.
Feliz…
Dejó el cepillo encima del tocador, junto a su corona y tras soltar un pequeño suspiro se recogió el pelo.
Se hizo una coleta baja sujeta por una goma morada, la única que había encontrado.
Al terminar, se levantó y fue a apagar la lámpara que anteriormente había dejado encendida en el escritorio.
Antes de volver a la cama, miró de nuevo el reloj de la estantería, ya eran casi las cuatro de la mañana. Por suerte para ella, no tenía ningún compromiso real al día siguiente, por lo que podía permitirse trasnochar de esa manera.
Como empezaba a tener frío, se apresuró en meterse entre las sábanas del lecho real. Mientras buscaba una postura que le resultase cómoda para dormir, sus ojos fueron a posarse en el libro que descansaba sobre la mesita de noche. Lo miró durante unos instantes dudando entre si seguir leyendo o no.
Solo unas páginas más… se dijo para sus adentros. Seguidamente se medio incorporó y alargó el brazo para coger el libro. Puso una de las tres almohadas que había decidido conservar en la cama contra el cabecero a modo de respaldo, para poder estar sentada cómodamente.
El diario debía tener unas setecientas páginas, es por eso por lo que a primera vista lo confundió con un libro. Aun habiendo estado en la parte medio en ruinas de la antigua biblioteca regentada por la Princesa Tortuga, estaba extraordinariamente bien conservado. El paso del tiempo solo había logrado envejecer levemente sus hojas haciendo que cobrasen un color amarillento. No obstante lo que había escrito en ellas se leía perfectamente.
Ya llevaba unas doscientas páginas leídas y aún no había ningún nombre que identificase a la autora del diario o al demonio mencionado en él. Tan solo había logrado identificar uno de los lugares descritos. Una gran mansión abandonada en lo alto de un acantilado, la cual conocía debido a una fiesta de misterio y asesinatos a la que asistió hace tiempo junto con algunos amigos.
Por lo que recordaba de aquel lugar, estaba abandonado, aunque por algún motivo se conservaba en muy buenas condiciones, al igual que el diario. Eso le hizo pensar que quizás aquella mujer poseía algún tipo de conocimiento sobre magia o ciencia. Eran las dos únicas explicaciones que se le ocurrían. Pues ningún tipo de objeto podía conservarse tan bien a lo largo de tantos años sin ninguna ayuda de ese tipo.
Un rato más tarde, cuando ya llevaba leída aproximadamente la mitad del libro, se percató de que el intervalo de tiempo entre entradas había aumentado significativamente. La autora pasó de escribir cada dos o tres días a apenas escribir en un mes. Al parecer, la mujer estaba siendo perseguida por culpa de la relación que mantenía con su amado, de ahí que no escribiese a menudo.
Conforme avanzaba en su lectura, las entradas se volvían cada vez más perturbadoras. Una de ellas le llamo la atención en especial. La mujer esperaba un hijo/a de su demoniaco amante.
Algo en esa misma página provoco que la princesa se horrorizase terriblemente. El relato, continuaba narrando como los que la perseguían la habían logrado raptar en una ocasión, torturándola de formas inimaginables sin importarles que estuviese embarazada. Por suerte el final de ese suceso fue feliz, de alguna manera, su amado logró rescatarla y matar a los asaltantes.
Al pasar de página, la princesa se dio cuenta de que la siguiente estaba en blanco. A simple vista la hoja estaba vacía, lo raro es que al pasar la mano por encima, se podía notar que había una especie de relieve casi imperceptible grabado en el papel. Por suerte, para alguien tan inteligente como ella eso había sido fácil de descubrir.
Me pregunto qué habría escrito, quizás se equivocó, o quizás… había algo escrito que no quería que esa gente encontrase, reflexionaba la monarca mientras pasaba las yemas de sus finos dedos por la hoja que fingía estar vacía.
No quedaba mucho más que leer puesto que la mujer había dejado en blanco una gran cantidad de páginas. En las pocas que había escritas, describía a quienes la perseguían. ¿Humanos?
La lectora se quedó boquiabierta al descubrir que quienes iban tras aquella dulce mujer eran humanos. En esa entrada, también mencionaba que ahora iban tras su hija. Posiblemente las páginas que faltaban daban detalles de ésta y por ello habían sido borradas.
Tras el descubrimiento, se tomó un breve descanso, dejó el libro abierto sobre sus piernas y se recostó, su mirada estaba clavada en el techo de la habitación, lo último que había leído daba mucho en lo que pensar.
A lo largo de su lectura, había tomado cariño a la autora. Era dulce, amable, incluso divertida. Seguía sin entender como había podido enamorarse de un demonio, el cual tenía la culpa de que la estuviesen persiguiendo y de que la hubiesen torturado de forma cruel. A pesar de lo que estaba sufriendo, ella seguía con él.
La monarca frunció el ceño, por más vueltas que le daba al asunto seguía sin comprenderlo. Por otra parte, el tema de la crueldad de los humanos aun la perturbaba.
Me alegro que se hayan extinguido, ese pensamiento cruzo fugazmente por su mente. Estaba sorprendida de haber pensado eso, aunque hubiese sido solo por un instante. La falta de sueño estaba haciéndole mella.
Avergonzada, se retractó de su inapropiado pensamiento.
El comportamiento de los humanos descritos en el diario era cruel por motivos que desconozco, quizás hay algo más de la historia que no sé, por lo tanto no debería juzgar a toda una especie por las acciones de unos pocos.
Después de la pequeña pausa, continuó con la lectura del diario. En las pocas páginas que quedaban escritas, solo había más descripciones de lugares, seguidos de más páginas en blanco. Uno de ellos, un hospital.
El relato que envolvía ese lugar era terrible. Parecía que la mala suerte perseguía a la autora, pues a su lista de enemigos se sumó alguien a quien parecía conocer con intenciones de arrebatarle a su hija, que según la fecha que figuraba en la página debía tener unos cinco años en ese entonces.
No mencionaba mucho más sobre ese individuo, tan solo que no era del bando de los humanos y que apareció de forma oportuna cuando su hija resultó gravemente herida a causa de la persecución llevada a cabo en el lugar. Una vez más, el demonio las salvó, matando de nuevo a los humanos que la acorralaron en ese hospital abandonado y ahuyentando a ese extraño individuo.
Hubo un dato en concreto que le llamo la atención, los humanos, habían usado una especie de bestia mutante para intentar atraparla. Al parecer habían logrado amaestrar animales mutados con radiación. Parecía irreal.
Describía a la bestia como un gigantesco monstruo sanguinario, el cual una vez fue liberado devoró vivos a sus maestros. Era insaciable, pues una vez hubo engullido a la mayoría de ellos fue a por ella y su hija.
Supuestamente había perecido también a manos del demonio.
¿Supuestamente? Oh Blios… espero que ese demonio fuese tan buen luchador como amante. Pensó mientras fruncía el ceño. Su imaginación no podía concebir la imagen de semejante bestia mutante, cosa que la alegraba, era tarde y no quería tener pesadillas con eso.
Sin embargo, no pudo evitar imaginarse a la malherida niñita, creando un malestar visible en su rostro.
Al pasar de página, vio como un gran número de éstas había sido arrancado y no de forma sutil precisamente. Mucha prisa debía tener quien destripó el diario de esa manera, pues un trozo de la última página había sobrevivido. El pedazo de hoja tenía una forma irregular, parecida a la de una "L". También estaba algo manchada de sangre y lo que había escrito estaba algo borroso.
Pasando sus dedos por el fragmento de papel, notó que a diferencia del resto de páginas, estaba áspero y arrugado. Inconscientemente trató de alisar el papel, de la misma manera en que lo hacía con los tirabuzones de su pelo.
Desistió cuando al intentarlo tres veces el papel seguía igual.
"…ce días que Hunson fue en su busca.
He visto a esos bastardos merodeando.
No descansaran hasta llevarse a mi hija.
Pero esto se acabó, ya me he cansado de huir. He llevado a Marcy a la casa que hay cerca de la Ruta 101 para que esté a salvo mientras yo sigo a esos malditos humanos hasta su guarida. Lamentaran el día en el que se cruzaron en el camino de Hera Abadeer…"
"Oh Blios mío… no puedo creerlo… todo este tiempo he… ¡Blios mío!", exclamó boquiabierta la princesa que aún no podía salir de su asombro.
Cerró el diario lentamente y lo dejó sobre su falda. Observándolo se llevó las manos a la cabeza, las cuales fueron deslizándose lentamente por su rostro.
"Me va a matar, lo sé…", dijo en alto mientras sus manos hacían presión contra sus mejillas, convirtiendo su dulce rostro en una caricatura graciosa.
Tras unos minutos con sus ojos clavados en el antiguo diario seguía inmóvil y sin saber exactamente qué hacer. Todo ese tiempo, había estado leyéndolo sin darse cuenta de que conocía al demonio, era Hunson Abadeer, Señor de la Nochesfera.
En cuanto a la hija de la autora, era amiga suya, aunque a causa de los últimos acontecimientos su amistad con ella se había vuelto algo tirante, por lo que trataba de evitarla en la medida de lo posible.
Sabía del cierto que si alguno de ellos se enteraba de que había leído algo suyo tan privado no se lo tomarían nada bien, sobre todo ella.
Pero estaba mal guardárselo, no tenía relación alguna con el Sr. Abadeer, no obstante sabía dónde encontrar a su hija, Marceline, la Reina de los Vampiros.
Lo leído en el diario era importante, quizás esos humanos aun la buscaban, podría estar en peligro y por ello debía avisarla. A pesar de tener mala relación, no podía evitar preocuparse por ella. Además, esos individuos eran peligrosos, ¿Y si aún existían? Eran claramente una grave amenaza para todos. El simple hecho de que la Tierra de Ooo pudiese estar en peligro hacia que mereciese la pena el viaje, aunque eso supusiese tener que atravesar medio reino de madrugada.
Miró el reloj de la mesilla de noche, faltaban veintitrés minutos para las seis de la mañana. No estaba nada segura de si Marceline estaría despierta, ni siquiera sabía si estaría en su guarida habitual, ya que la última vez que la vio fue hace unos dos meses, por lo tanto no sabía que era de ella actualmente.
Sus ojos fueron de un lado a otro de la habitación hasta acabar posándose en el teléfono, podría contarle lo sucedido sin correr peligro alguno.
Por suerte no puede matarme a distancia… aunque si se enfada seguramente acabe viniendo a por mí, pensó la joven. Tragó saliva y frunció el ceño, el imaginar a la enfurecida vampiresa yendo a por ella la puso aún más nerviosa.
Con cuidado apartó el viejo diario a un lado de la cama. Al destaparse, un escalofrío recorrió todo su cuerpo, pues el ambiente se había enfriado significativamente a lo largo de las horas.
Al tocar el helado suelo con sus pies desnudos, dejo escapar un leve quejido de incomodidad. Para hacer más llevadera esa tortura, se apresuró en cruzar de puntillas la habitación en dirección a su escritorio, que era donde estaba el teléfono.
Una vez allí se refugió en la silla procurando no tocar el frío suelo. No veía su agenda telefónica por ninguna parte, tras buscarla por los cajones del mueble sin éxito alguno, acabó encontrándola bajo un montón de papeles que yacían desordenados sobre éste.
Recordaba perfectamente el número de Marceline, no obstante quería tener la agenda a mano para asegurarse.
Acercó el teléfono al borde del escritorio y se quedó mirándolo fijamente, sin soltarlo. El aparato en cuestión, era un modelo candelabro* de color blanco con rayas rojas que se asemejaba a un bastón de caramelo.
Lo que estaba a punto de hacer era un gesto de pura cobardía, no era algo de esperar de alguien como ella. Pero por desgracia, siendo un asunto tan delicado y sabiendo de primera mano lo temperamental que era la vampiresa, toda precaución era poca, puesto que ya había tenido que lidiar varias veces con sus ataques de ira anteriormente.
Finalmente, puso el teléfono sobre su falda, inspiró una gran cantidad de aire y lo soltó lentamente para intentar ahuyentar a los nervios que se habían apoderado de su estómago.
Marcó el número y esperó, tras nueve tonos saltó el contestador; antes de que acabase el mensaje colgó para volver a intentarlo.
Tampoco tuvo éxito la segunda vez, le resultaba extraño, pues estaba llamando a su móvil.
Como tenía frío, dejó el teléfono encima el escritorio, abrazó sus rodillas y apoyó su cabeza sobre éstas. Mientras un mar de pensamientos inundaba su mente, su mirada permanecía perdida en la nada.
¿Está bien esconderme al otro lado de la línea? Si la situación fuese al revés, preferiría que me lo dijesen en persona, sin duda, pero ella no piensa como… No, debo decírselo en persona, ¿Qué clase de líder soy para mi gente si actúo como una cobarde?
Si voy ahora y está en casa, conociéndola… hay una posibilidad de que… ¡Sí! estoy totalmente segura.
La conclusión a la que llegó mientras reflexionaba hizo que prácticamente saltara de la silla. Caminó de nuevo de puntillas esta vez hacia la cómoda, lo primero, era conseguir una barrera protectora que la aislara del frío suelo, unos calcetines.
Ninguno de sus atuendos reales era óptimo para el viaje y tampoco tenía tiempo para buscar uno que lo fuese, así que se decidió por algo cómodo.
Eligió unos viejos vaqueros desgastados de color azul oscuro, una sudadera morada, una bufanda granate, que le serviría para resguardarse de las corrientes de aire helado que habría durante el viaje y por último, unas cómodas deportivas, éstas, por si se le tocase salir corriendo, pues con ella nunca se sabía.
Al acabar de vestirse, fue rápidamente al tocador para colocarse la tiara real. La coleta baja que se había hecho horas antes aún seguía en su sitio, más o menos. No quería dar la impresión de que se había arreglado para el viaje, pero tampoco quería ir desaliñada.
Tras unos instantes mirándose en el espejo, finalmente se puso la tiara. Siempre podía echar la culpa al viento de su aspecto descuidado.
Se apresuró en meter el objeto de la discordia en una bandolera marrón. Procuró que este estuviese lo más asegurado posible dentro de la bolsa, aun estando extraordinariamente bien conservado, no quería arriesgarse a que sufriese algún desperfecto durante el trayecto, ya que era el motivo principal de su viaje.
Una vez tuvo todo lo que creía necesario, se dirigió rápidamente al gran balcón que había en los aposentos reales y desde allí llamo a su leal halcón gigante, el transporte más rápido del que disponía.
Mañana, que era como el gran ave se llamaba, debía medir unos tres metros de alto. Su plumaje abarcaba varias tonalidades de marrón y sus ojos de rapaz eran negros como el azabache.
A diferencia del resto de transportes reales, él llevaba una tiara dorada que era parecida a la de la princesa.
Normalmente, la llamada que utilizaba para que el halcón apareciese, no pasaba nunca desapercibida. Un grito con una tonalidad en concreto, bastaba para que el ave apareciese de la nada y recogiese a la princesa, sin embargo esta vez, debía ser silenciosa, por lo que utilizo un silbato especialmente diseñado para que solo él pudiese oírlo.
Tras la llamada, Mañana apareció en cuestión de segundos, posándose de forma grácil sobre la gruesa barandilla de piedra blanca, sacudió su cabeza y emitió un graznido corto a modo de saludo.
Después de observar unos segundos a la joven, dio un salto y bajó de la baranda, colocándose más cerca de ella. El ave consideró que era mejor que su pasajera trepase a su espalda desde un lugar seguro.
"Siento haberte despertado, pero esto es urgente…", le dijo la princesa en voz baja mientras le acariciaba el ala izquierda. Mañana giró su cabeza hacia un lado al escucharla, dando a entender que no sentía molestia alguna, pues era su deber como transporte real servirla y lo haría a cualquier hora.
La princesa sonrió en agradecimiento, seguidamente se encaramó sobre el lomo del gran halcón y trepó hasta situarse detrás de su cabeza.
"¿Recuerdas la guarida de Marceline? Necesito que me lleves allí. ¿Sabrás guiarte bien de noche?" Inquirió la princesa mientras se colocaba bien la bufanda alrededor de su cuello.
Mañana, miró hacia atrás y entrecerró sus grandes ojos negros, la última pregunta le había ofendido. No obstante, respondió de forma afirmativa con un largo y agudo graznido.
Una vez la monarca estuvo bien asegurada sobre su lomo, brincó colocándose de nuevo en la gruesa barandilla, se dejó caer y segundos antes de llegar a rozar los edificios de la ciudad abrió sus grandes y majestuosas alas elevándose rápidamente a gran altura.
"Ugh… ¡Mañana, Eso no ha sido nada seguro!" Exclamó la sobresaltada princesa. "Lo has hecho por preguntarte si sabrías guiarte de noche, ¿verdad?". El halcón la miró de reojo y emitió cuatro graznidos cortos a modo de carcajada.
Ascendieron hasta encontrar una corriente de aire caliente que les sustentara, pero aun siendo la temperatura ligeramente más cálida, la velocidad provocaba ésta pareciese igual de fría que la que había metros más abajo.
Por suerte había hecho bien en llevarse la bufanda, la cual se había colocado de manera que ocultase la mitad de su rostro.
La vista desde esa altura era espectacular, estaban volando por encima de la capa de nubes más baja, las mismas que impedían que la tenue luz de la luna menguante llegase a iluminar el paisaje nocturno.
El viaje iba según lo esperado, llegarían a su destino en cuestión de minutos. Al parecer, el halcón había elegido la ruta del norte, que era la más corta pero también la más inestable, ya que las corrientes heladas que soplaban por el este, provenían del Reino de Hielo y eran siempre impredecibles.
Poco antes de llegar a su destino, una de esas las corrientes de aire frío hizo que descendiesen unos metros de forma brusca. Instintivamente la princesa se agarró fuertemente al cuello de la gran ave para no caerse. Cuando el peligro hubo pasado se incorporó y comprobó si todo seguía en su sitio. Al igual que la bandolera la tiara seguía bien sujeta, lo que había corrido peor suerte fue la goma que sujetaba su pelo, la cual salió volando a causa de las turbulencias, dejando que el viento fresco hiciese ondear su larga melena al compás del aleteo de su fiel halcón.
"Más rápido Mañana." Instó la monarca, provocando que el ave aumentase ligeramente su velocidad.
Después de unos cuantos minutos más de viaje finalmente llegaron a su destino.
