John Watson comprobó su aspecto en el retrovisor de su coche antes de salir de él: nada entre los dientes, cuello de la camisa bien puesto, ninguna mancha de espuma de afeitar ni de pasta de dientes a la vista. Bien. Respiró profundamente, cogió su carpeta y procedió a entrar en el edificio para su primer día de trabajo.
Se trataba de un puesto de profesor de química en la Escuela Secundaria Greenwood, y enseñaría a los alumnos de último curso. Aunque era un puesto temporal, iba a trabajar desde el principio del año escolar hasta julio, con la oportunidad de volver el curso siguiente. Había oído comentarios bastante malos sobre el centro, pero tenía muchas esperanzas puestas en lo que Greenwood podía hacer por su carrera. Era una buena oportunidad de volver a la enseñanza después de sus años en el ejército, donde, a pesar de que había sido bastante feliz, no esperaba volver. Tras su vuelta a Inglaterra había ido de trabajo en trabajo, normalmente en clínicas privadas, que le dejaban aburrido e insatisfecho. Estaba seguro de que enseñar química iba a ser más gratificante que ocuparse de resfriados y gastroenteritis. ¡Oh, Señor, que fuera mejor que eso! De verdad que no tenía ni idea de qué iba a hacer en caso contrario.
El edificio de la escuela era bastante nuevo, amplio y con mucho terreno, pintado en un amarillo pastel. Sin embargo, delante de la ancha puerta principal había un tramo de escaleras. John estuvo medio tentado de utilizar la rampa para minusválidos, pero se recordó a sí mismo que había dejado su bastón en casa por una buena razón. Se humedeció los labios a conciencia y subió las escaleras. No eran más de diez escalones, pero eran altos, y para cuando John llegó al fin ante la puerta, con la cara pálida, el dolor de su muslo era una agonía. Cruzó la puerta tan rápido como pudo, consciente de no frenar el paso de los estudiantes que entraban y le avanzaban, pero sí se detuvo una vez dentro, tratando de no cojear mientras se apoyaba contra la pared, justo al lado de la puerta. Para disimular su dolor abrió su carpeta y consultó el plano del edificio que había imprimido de la página web del centro el día anterior. La oficina del Director estaba a la izquierda de la Secretaría, y eso a su vez estaba justo enfrente de él, al otro lado del vestíbulo. Solo tenía que relajar el muslo un momento, y estaría preparado para presentarse al Director y empezar con su primera clase. Observó a los chicos unos instantes, notando con diversión cómo los tejanos anchos y caídos, el pelo por los hombros y las chaquetas de punto de sus propios tiempos grunge en la escuela secundaria habían sido reemplazados por un océano de camisas a cuadros, camisetas coloridas y Converse. Los estudiantes más jóvenes, todavía obligados a llevar su uniforme gris y azul marino, miraban a los mayores con envidia, sin advertir que lo que sus compañeros llevaban era igual que un uniforme, pensó con una risita. Todos los chicos excepto uno parecían vestir exactamente igual.
La nota discordante llamó su atención, un vago borrón de movimiento en el rabillo del ojo. El chico llevaba tejanos negros, botas puntiagudas y… ¿eso era una camisa de seda? Se podía imaginar perfectamente bien el tipo de agradables epítetos que sus compañeros le habrían dedicado en sus días, y las cosas no podían haber cambiado tanto… Bien visto, John, pensó, cuando vio que tres chicos se acercaban al primero y lo acorralaban tras el hueco de la escalera. John contó hasta tres. El chico seguramente saldría de un momento a otro, quizá corriendo. 4. 5. John avanzó, olvidando momentáneamente su dolor. Dos pasos más, y pudo ver los libros que el chico llevaba, tirados en el suelo. Mierda.
La escena bajo las escaleras no era desconocida para John, por desgracia. Daba gracias a que nunca había sido un participante, ni en sus tiempos de estudiante ni en el ejército, pero no era la primera vez que intervenía para detener una. Dos de los chicos (¿diecisiete años? ¿dieciséis?) tenían sujeto al chico de la camisa de seda por los brazos, retorciéndoselos bajo la espalda, y el otro (¿quizá de dieciocho? Ciertamente parecía más mayor, o quizás solo más corpulento y envilecido) le estaba dando puñetazos en el estómago.
—¿Cuál es el problema aquí?— bramó en pleno modo militar.
Los gamberros se detuvieron en seco, y el chico acosado cayó al suelo. El más mayor se giró a mirar a John, y dejó que su mirada le recorriera, sopesándole. Qué cara más dura, pensó John.
—Vuestros nombres, chicos— ordenó, sacando una libreta y un bolígrafo.
El matón principal escupió al suelo, justo al lado de su propio pie calzado con unas Converse.
—Adrian. Smith.
Los otros dos chicos mascullaron sus nombres después de él. John los anotó, y entonces se dirigió al muchacho del suelo.
—¿Son sus verdaderos nombres?
"Adrian" le dio una patada al chico en las costillas. El pobre muchacho jadeó e intentó de nuevo ponerse de rodillas, como mínimo.
—¡Hey, para de una vez! — gritó John—. No tienes que decir nada; estoy seguro de que todos los profesores los conocen. Ahora id a vuestra clase, tendréis noticias del castigo antes de acabar el día.
Los dos que sujetaban al chico salieron corriendo, pero el más grande se acercó a John y se plantó ante él, alto y amenazador.
—¿Y quién eres tú, por cierto?
—John Watson. Capitán John Watson, ¡y ahora esfúmate!
El chico le dirigió una sonrisa mordaz y se fue a reunirse con sus amigos. Oh, sí, es un instituto fantástico, sin duda, pensó John. Volvió su atención al muchacho que todavía estaba arrodillado en el suelo. Alargó la mano para ayudarle a ponerse en pie, pero el adolescente le apartó y se incorporó por sí mismo. Ahora que podía observarle bien, John notó que el chico era, en realidad, más alto que él. Era tirando a delgado, pero sus hombros eran anchos y sus manos, grandes, por lo que John decidió que el muchacho definitivamente sobreviviría el instituto y la universidad, a pesar de los matones.
—¿Estás bien?
El chico solo levantó la cara y miró a John con disgusto.
—De acuerdo, no lo estás, no me mires así. ¿Quieres que te acompañe a la enfermería?
—Eso no será necesario— contestó, con una voz mucho más profunda de la que John esperaba en un adolescente—. Voy a llegar tarde a la primera clase.
Y con esas palabras empezó a andar, dirigiéndose a las aulas. John consideró por un momento la idea de insistir de nuevo, pero en verdad un poco tarde, y él todavía tenía que presentarse al Director antes de las clases.
Cinco minutos más tarde, entró en la primera aula de su horario. El Director estaba ocupado, pero la Subdirectora había sido muy amable. Le había dado su horario para el primer trimestre, había escuchado su historia sobre los gamberros y le había prometido que se ocuparía de enviarles a la sala de castigo durante el recreo (tal y como él suponía, la descripción de los chicos fue suficiente para identificarlos al momento). Así que se sentía bastante seguro de sí mismo cuando entró en la clase y sintió treinta pares de ojos fijos en él. Era el primer día del curso escolar, y todo el mundo estaba atento a las nuevas caras, al fin y al cabo. Colocó la carpeta sobre su mesa, encendió el portátil y sacó un pendrive del bolsillo de sus pantalones. Había preparado un powerpoint con la programación del curso, pero antes, mientras el ordenador arrancaba, empezó a rebuscar entre los listados de alumnos para tratar de encontrar el correcto. Dos chicas de la primera fila se rieron y le señalaron una de las hojas de papel… una que él ya había descartado, pensando que pertenecía a otro grupo. Estaba casi seguro de que no se había puesto rojo, pero no podía estar cien por cien seguro (¡Maldita piel pálida!). Les dio las gracias a las chicas y empezó a pasar lista. Tardó más de un minuto, centrado como estaba en tratar de recordar caras unidas a nombres, darse cuenta de que había una cara conocida en la segunda fila, sentado cerca de las perchas y de la puerta, en el lado opuesto de las ventanas. El chico de la camisa de seda.
Se estaba pasando la mano por los rizos cortos y oscuros, y parecía aburrido y completamente indiferente a su presencia. Al menos no tenía moratones en la cara, así que podía fingir que nada había pasado. John llamó su nombre: Sherlock Holmes. Dios, ni siquiera necesitaba esa camisa y ese aspecto tan elegante para llamar la atención de los matones… Con ese nombre estaba sentenciado desde la cuna. El chico levantó la mano, frunciendo el ceño, y John trató de no prestarle más atención que al resto de estudiantes durante el resto de la lección. De todas formas, estaba completamente callado, sin perder en ningún momento ese aire de aburrimiento condescendiente. Al acabar la clase, sin embargo, cuando casi todos los alumnos salieron al pasillo, él se quedó, sacó su teléfono móvil y empezó a escribir en él a toda velocidad. John se acercó a él. Sherlock Holmes ignoró su presencia. El profesor tosió ligeramente. Un par de ojos grises se encontraron al fin con los suyos.
—Sí, ¿qué? —preguntó el muchacho.
—Solo quería preguntarte si te sientes mejor— dijo John, en voz baja. No parecía que nadie les estuviera escuchando, de todas formas. Holmes asintió y se volvió a dirigir su atención a su teléfono. John añadió: —El Director me ha asegurado que hoy estarán castigados.
—Bien.
—Eso espero, que esté bien. Mira, si hay algo más en lo que pueda ayudarte…
—He dicho 'bien', y estoy bien. Vuelve a tu trabajo, Doc.
John se quedó con la boca abierta. Holmes se levantó con un giro rápido y elegante y salió del aula. John le siguió de forma considerablemente más lenta y torpe, envidiando de repente toda esa energía juvenil. El ejército se había quedado con la suya, por lo visto. El pasillo estaba atestado de alumnos y no pudo ver a Holmes por ningún lado, así que se guardó para sí mismo la pregunta que tenía en la punta de la lengua. Qué crío más curioso.
El resto del día pasó sin más complicaciones: los estudiantes eran bastante majos, aunque su grupo favorito era, de hecho, el de la primera hora de la mañana. Tenía el típico grupito de chavales ruidosos en las filas de atrás, pero también alumnos muy agradables en la primera fila: inteligentes, ingeniosos y divertidos. No muchos, claro, solo dos chicas y un chico, pero hacían que mereciera la pena. Y todavía se estaba preguntando cómo sabía Holmes que él era médico cuando las clases del día al fin terminaron y se pudo dirigir al aparcamiento de profesores. Se lo preguntaría al día siguiente. Se sentó dentro del coche, arrojó su ahora gruesa carpeta al otro asiento y suspiró. El dolor de su pierna se había suavizado durante la primera clase, y no había vuelto del todo. Estaba bastante contento con el resultado del día: nuevos conocidos, la seguridad de un trabajo bien pagado durante un curso entero, ese cálido sentimiento dentro del pecho que siempre tenía cuando se sentía útil… Entonces su mirada se detuvo sobre un dibujo al lado de la puerta central, en la pared amarillenta, y habría jurado que no estaba ahí aquella mañana. Salió del coche para mirarlo mejor, y entonces hizo una mueca.
El dibujo mostraba a un hombre en estilo caricaturesco, con un enorme falo, casi más grande que el personaje, y encima de él unas letras decían: "JOHN WATSON ES UN CIPOTE".
El martes y el miércoles les pasó a sus grupos un test escrito, para comprobar si el nivel de sus conocimientos era mejor que el de su comportamiento. Tenía a cada grupo dos veces por semana, y además una hora de laboratorio con cada medio grupo a la semana. Su intención era colocar a los alumnos por parejas para el laboratorio teniendo en cuenta los resultados del test. Los resultados del martes fueron bastante decepcionantes; se quejó de ello en la cafetería a la hora de comer. Mike Stamford se encogió de hombros y soltó una de esas risotadas suyas que sonaban sospechosamente como ladridos. John no pudo evitar sonreírle. Había sido una grata sorpresa encontrarse con que Mike también enseñaba en Greenwood: resultaba que se habían conocido en Barts, durante sus dos primeros años en la Universidad, pero después los dos escogieron diferentes asignaturas y perdieron el contacto. Mike se sorprendió muchísimo cuando oyó que John se había unido al ejército un año después de acabar en Barts.
—Así que ahí es donde te habías escondido… Pensé que tu intención desde el principio era enseñar, ¿qué pasó?
—Bueno, lo intenté unos meses…— dijo John, asintiendo con la cabeza.
Y cambió de tema con rapidez. Mike tuvo el tacto suficiente para dejar el tema y no insistir. John no recordaba mucho de su relación con él en Barts, pero sí recordaba con cariño esas conversaciones fáciles en la cantina de estudiantes y esa risa cálida y contagiosa.
Los miércoles volvía a tener a su grupo favorito, a segunda hora. Estaba impaciente por ver los resultados de este test; estaba bastante seguro de que al menos la mitad de la clase obtendría mejores notas que sus dos grupos de los martes.
—Esto no es un examen, así que os podéis relajar, chicos… Solo es una herramienta para que yo sepa con qué nivel empezamos el curso. Eso no quiere decir que no podáis tratar de impresionarme, desde luego.
Las dos chicas de la primera fila soltaron una risita, como siempre. Marcie y Nell, recordó John con facilidad. Y Rick a su lado. Rick no se rió, pero una amplia sonrisa de satisfacción se extendió por su rostro, claramente ávido por impresionar al profesor. Bien, pensó John mientras les guiñaba el ojo y les devolvía la sonrisa. Se paseó por entre las filas los primeros minutos, comprobando que todo el mundo entendía las preguntas, y después se sentó a su mesa y encendió el portátil. Tenía por delante al menos treinta minutos antes de que los primeros estudiantes empezaran a terminar el test. Para su sorpresa, antes de que pudiese siquiera entrar en su cuenta de correo electrónico, una última mirada por la clase le mostró que Sherlock Holmes ya había terminado. Se levantó y se acercó al chico (que ese día llevaba otra camisa; no una de seda pero sí una negra de aspecto muy elegante. Alguien debería decirle que no hay un premio para "el alumno mejor vestido"; esto es el instituto, chico: esto es "viste exactamente lo mismo que lleven los demás o estás jodido", señor Sherlock Holmes). John sonrió y echó un vistazo rápido al test de Holmes: estaba completo. El muchacho parecía de nuevo aburrido, y sus ojos estaban clavados en algún punto de la pared con expresión ausente.
—¿Has terminado, Sherlock? ¿Quieres revisarlo una última vez?
El chico negó con la cabeza. No parecía estar evitando mirar a John a los ojos, solo estaba falto de interés. El profesor tomó el test y le dijo a Sherlock que podía leer un libro o trabajar en otra materia mientras sus compañeros completaban la tarea. El chico sacó su teléfono y un libro, y John se sentó de nuevo a corregir el test. Lo corrigió dos veces, de hecho. Miró de nuevo al chaval: Sherlock estaba concentrado en su libro. El resto de alumnos todavía trabajaban en su test, algunos de ellos con dificultades y dejando un buen montón de preguntas en blanco. John se concentró de nuevo en el test que tenía enfrente. Era imposible. Todas las preguntas estaban bien. Era un test perfecto. Algunas de las preguntas eran un poco demasiado difíciles a propósito, para que le señalaran a algún estudiante que pudiera estar interesado en estudiar química a nivel universitario (no había habido ninguno en los grupos del martes). Sherlock Holmes, ese crío extraño que vestía como un jodido dependiente de tienda de moda, había contestado bien incluso esas, y lo había hecho en un tiempo récord. Ni siquiera sus tres estudiantes favoritos habían terminado todavía, y eso que estaban impacientes por impresionarle. Y no había manera de que hubiera hecho trampas. John se frotó los ojos, parpadeó y se lamió los labios. Su estancia en Greenwood se había vuelto más interesante de repente.
Comentó su descubrimiento a la hora de comer. Mike Stamford sonrió al escuchar el nombre.
—Ah, sí, Sherlock Holmes. Lo tuve hace dos años. Brillante, ese chaval. Pero irregular, también: tuve verdaderos problemas para hacer que aprobara la asignatura, te lo advierto.
—¿Y eso? —preguntó John con el ceño fruncido.
—A menudo no entregaba las tareas, o dejaba las prácticas de laboratorios a medias… Y seguramente te habrás dado cuenta de que no se lleva muy bien con el resto del grupo… Vale, eso es quedarse corto. Bueno, pues te puedes imaginar cómo iba el trabajo por parejas en el laboratorio: a veces no venía, o se negaba a trabajar con su compañero. Así que al final siempre acababa teniendo un examen brillante, pero también un montón de notas negativas.
—Pero al final le aprobaste, ¿no?
—Sí, claro que lo hice. Sé que algunos compañeros no estarían de acuerdo conmigo, ¡pero que les den! Soy un veterano, así que me puedo permitir hacer la vista gorda en alguna ocasión. Aunque no lo habría hecho si hubiera sabido cómo irían las cosas el año siguiente… ¡De verdad que no lo vi venir!
La mujer joven que estaba sentada al lado de Mike le dio un codazo. El hombre regordete simplemente se rió, y John se tuvo que conformar con mirar confuso de uno al otro. La mujer suspiró.
—Podías haberme dejado fuera de esto, Mike.
—¡Pero John es nuevo y se merece saberlo!
—Eh, todavía estoy aquí, ¿sabéis? —bromeó John, copiando el tono ligero de Mike. La mujer suspiró, ligeramente molesta, pero John estaba seguro de que Mike se la ganaría sin ningún esfuerzo. Su risa era así de contagiosa—. ¿Qué pasa con ese chico? ¿Es un futuro químico o qué?
—Yo apostaría por "o qué" —contestó Mike.
—¡Oye, tampoco es eso, Mike, no seas injusto! —exclamó la joven.
—Así que todavía le defiendes, ¿eh? Interesante. Sabía que le habías cogido cariño, Molly, pero ¿todavía?
La mujer –Molly- se sonrojó furiosamente. John alzó la mano, a punto de pedirle a Mike que la dejara en paz, por amor de dios, pero ella cedió y empezó a explicarse.
—Yo reaccioné exactamente igual que John: Sherlock Holmes es brillante, y punto. El único problema fue que, en cuanto se dio cuenta de mi reacción, empezó a intentar convencerme para conseguir libre acceso al laboratorio, a la hora de comer y en las horas libres.
John frunció el ceño.
—¿Para qué?
—No robó nada, si eso es lo que estás pensando—se apresuró a decir Molly—. Solo quería hacer sus propias prácticas de laboratorio. Lo que hacíamos en clase era demasiado básico y aburrido para él.
—Bueno, quizás no robó, pero sí que usaba muchos componentes—añadió Mike—, y se las arregló para causar un par de explosiones.
—Un incendio y una explosión— corrigió Molly—. Y no fue a propósito.
—¡Solo faltaría que lo hubiera sido! El equipamiento se estropeó de todas formas, y estaba solo en el laboratorio fuera del horario de clases, así que te puedes imaginar a quién culpó el Director.
Molly evitó mirarles a los ojos, obviamente avergonzada.
—Y eso no es lo peor— añadió Mike—. Para mí, lo peor era la forma en la que manipulaba a Molly para obtener lo que él quería, deberías haberlo visto. Parecía otra persona: tú le ves ahí tan tímido y fuera de lugar, siempre con ese aire triste, pero le pones delante de alguien a quien pueda manipular y se convierte en un verdadero cabrón.
—¡Mike! —siseó Molly, todavía con las mejillas rojas.
—No, lo siento, Molly, pero esa es la palabra. Yo casi le tenía pena en clase, pero cuando le vi coqueteando contigo sin cortarse un pelo, solo para obtener el laboratorio… No sé, no me lo esperaba de él, fue decepcionante.
John trató de añadir toda esa información a su imagen mental de Sherlock Holmes (listo, aburrido, acosado, solitario). Era un poco demasiado. Tras un momento, mientras Molly reñía a Mike y este le contestaba con una broma y las cosas parecieron calmarse, John trató de resumir el problema:
—Entonces. Lo que funciona con Sherlock Holmes es tratar de evitar que se aburra, pero atarle corto si intenta pasarse de la raya, ¿es eso?
Mike sonrió; Molly se encogió de hombros.
—¡Buen resumen, sí!
Jueves, última hora: laboratorio con el medio grupo de Sherlock Holmes. John dispuso a los alumnos por parejas, se mantuvo firme frente a las quejas y no permitió ningún cambio en la disposición que había planeado. Gracias a dios el grupo era impar; así nadie se iba a poder quejar cuando todo el mundo estuviera sentado con un compañero, con la excepción de Sherlock. El muchacho alto se había pasado todo el rato dedicado a la asignación de parejas apoyado en la pared con su usual aspecto de aburrido, pero ahora tenía una expresión de ligera confusión en el rostro. John señaló una mesa en un rincón, y Sherlock agarró su mochila y se sentó allí. Las hojas de ejercicios que John había preparado fueron distribuidas entre los alumnos; dio todas las explicaciones posibles e hizo un ejercicio en la pizarra, a modo de ejemplo. Cuando los adolescentes se dispusieron al fin a trabajar, se acercó a Sherlock y le alargó otra hoja de ejercicios.
—Olvídate de esa, esta es la tuya.
Los ojos felinos del chico estudiaron a John (curiosamente, sus ojos parecían azul profundo esa mañana; John habría jurado que el otro día eran grises). Divertido, el profesor le explicó las tareas. Sherlock le echó una ojeada rápida al papel y volvió a mirar a su profesor a la cara.
—¿A qué debo este trato de favor? —preguntó Sherlock en voz baja. Los otros estudiantes les miraron un momento con suspicacia, pero pronto todos estaban concentrados en sus experimentos.
—El resultado de tu test es brillante, Sherlock—. John decidió que era mejor evitar cualquier referencia a lo que los otros profesores le habían dicho sobre él—. ¿Vas a estudiar Química en la universidad?
Sherlock bajó la mirada.
—Todavía no lo sé. Quizás.
—Bien. De todas formas, los experimentos que había preparado para la clase eran demasiado fáciles para ti, así que espero que estos te resulten más interesantes.
John se dio cuenta de que las pálidas mejillas del muchacho estaban arreboladas, y cuando respondió con un simple asentimiento de cabeza, en vez de decir "gracias", John se dio por contento y fue a comprobar cómo le iba al resto del grupo. Se detuvo en cada pareja de alumnos, respondiendo preguntas o solo mirando. Sherlock no le llamó para preguntarle nada en toda la hora. Sin embargo, no parecía aburrido. Cuando al final de la clase le entregó su hoja de ejercicios, a John no le sorprendió en absoluto comprobar que todos los ejercicios estaban correctos.
Septiembre y octubre pasaron con la nueva dinámica en el horario de John: daba clase a sus cuatro grupos por la mañana, comía casi cada día con Mike y Molly en la cafetería del instituto, volvía a casa y corregía las hojas de ejercicios de sus alumnos, preparaba sus clases, imprimía otra hoja de ejercicios para el día siguiente de la página web de una editorial de libros de texto, y entonces sacaba sus viejos libros de química de la universidad y preparaba la hoja para Sherlock. Era extrañamente divertido: cada vez que escogía un ejercicio, se imaginaba en su mente la sonrisa satisfecha del chico cuando lo completara en clase. Además, la actitud de Sherlock durante el resto de sus clases había cambiado. Ya no parecía apático o aburrido; prestaba atención a las explicaciones y levantaba la mano para hacer preguntas. Eso estaba empezando a ser otro problema, de hecho. Sus preguntas eran normalmente demasiado avanzadas para su nivel, e incluso sus compañeros de la primera fila chasqueaban la lengua cada vez que Sherlock levantaba la mano. Marcie y Nell le proporcionaron una nueva colección de cotilleos sobre Sherlock y sus últimos años en Greenwood, y aunque John se rió un poco y les pidió que por favor dejaran de hablar de la gente a sus espaldas, le estaba costando trabajo acomodar todas esas historias en la detallada imagen mental que tenía sobre un cierto Sherlock Holmes. Se negaba a creer nada de lo que le dijeran y decidió olvidarlas lo antes posible (bueno, excepto la historia de la explosión en el laboratorio del año anterior; esa era demasiado divertida para olvidarla. Tenía que intentar que el propio Sherlock se la explicara; de esa manera ya no sería un cotilleo). De hecho, el chico se había vuelto más hablador, y a menudo se acercaba a su mesa al final de la clase para compartir su opinión sobre algo que John había dicho, o sobre el resultado de un ejercicio. Si hubiera sido cualquier otro alumno, John se habría sentido un poco molesto, pero Sherlock era tan entusiasta y enérgico cuando hablaba que no podía evitar sonreír. ¡Cómo había cambiado! John se sentía orgulloso, de Sherlock por su mejora y de sí mismo, desde luego. A sus compañeros no les gustaba Sherlock más que antes, pero al menos el muchacho parecía contento y motivado en lugar de aburrido y ausente.
Sherlock pronto empezó a quedarse un poco más tras sus horas de laboratorio, mientras John ordenaba la clase y guardaba todo en su sitio; era la última clase antes de la hora de comer, después de todo, así que cinco minutos más no se notaban. Pero tenía muy presente la advertencia de Mike y Molly. Sherlock todavía no había tratado de pedirle tiempo extra en el laboratorio, y John siempre comprobaba dos veces que la llave volviera a su sitio y no se "perdiera". Si algo como lo que le había pasado a Molly le pasara a él, le despedirían al momento, así que genio y solitario o no, John iba a asegurarse de que Sherlock se mantuviera donde le correspondía.
Hacia principios de noviembre, sin embargo, los cinco minutos extra se habían convertido en veinte. John se sintió mortificado al darse cuenta. Sherlock normalmente trabajaba cinco minutos más en un ejercicio adicional, después ayudaba a John a recoger y se quedaban hablando un rato. El entusiasmo de Sherlock era contagioso, admitió John. Pero Mike ya le había preguntado dos veces qué era lo que le retrasaba a la hora de comer, y John había contestado solo con un suspiro. Debía decirle a Sherlock que acabara a su hora y que dejara la charla para la clase. Se lo diría ese jueves.
Pero cuando John miró a Sherlock esa mañana, cuando sus cinco minutos extra hacía rato que habían pasado, el adolescente, consciente de la mirada de John fija en él, levantó los ojos para mirarle y enrojeció. Sus ojos se veían verdes ese día, brillantes en sus rasgos pálidos y extraños. John había necesitado un par de semanas para acostumbrarse a ese rostro angular e inusual, y todavía no tenía ni idea de si una mujer lo catalogaría como "atractivo" o como "feo". Pero esos ojos eran verdaderamente extraordinarios. ¿Y por qué se sonrojaba? El chico a veces se ponía rojo cuando notaba que John le estaba mirando, y siempre cuando John le decía lo brillante y listo que era. Una reacción un tanto extraña, pensó John, puesto que Sherlock era muy consciente de su inteligencia y no era en absoluto tímido.
—Sherlock— le dijo tras aclararse la garganta. Los ojos del chico estaban clavados en él, haciéndole sentir incómodo, pero no desvió la mirada—. Creo que tenemos que hablar.
El adolescente bajó la mirada, y sus mejillas se volvieron de un rojo más profundo.
—Nada bueno ha salido nunca de una conversación que empezara por esas palabras— susurró Sherlock.
John se rió, sintiéndose un poco tonto.
—Sí, tienes razón: mala elección de palabras. De todas formas, la charla es inevitable.
—Lo siento, no quería ser tan obvio.
Sherlock se levantó, con la mirada todavía baja, y se apresuró a guardar sus cosas. John frunció el ceño.
—¿Qué? Lo siento, no sé a qué te refieres. Solo es que creo que pasas demasiado tiempo extra en el laboratorio. Cinco minutos más está bien, pero últimamente acabamos demasiado tarde. Necesitas ese tiempo para comer, y además deberías pasar el tiempo con gente de tu edad…
El hilo de pensamiento de John se deshizo ante la expresión de disgusto del rostro de Sherlock. John reconoció esa cara: era la misma de aquel primer día, cuando los gamberros le pegaron y John le preguntó, bastante tontamente, si estaba bien.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó John, nervioso—. ¡Eh, no me mires así!
—No me creo que seas tan poco consciente de las cosas— dijo el chico, casi escupiendo las palabras.
—Todavía no tengo ni idea de de qué estás hablando. ¿Te importa ser un poco más específico?
Sherlock ahora parecía enfadado de verdad. Dejó caer de nuevo su mochila y se enfrentó a John, súbitamente alto e intimidante frente a su profesor.
—Muy bien, Doc. ¿Por qué crees que me quedo más rato? ¿Te importa decírmelo?
—Ah… Te gusta pasar el rato en el laboratorio.
—Correcto. Pero normalmente disfruto más de mi tiempo de laboratorio cuando estoy solo en él, como seguramente Molly Hooper te habrá contado. Ahora eres tú el que hace caras, John.
—…Así que sabías que había oído historias sobre ti. ¿Tiene algo que ver con que te hayas enfadado así de pronto?
Sherlock dio un paso adelante. John tragó saliva; Sherlock estaba a menos de un palmo de él, mirándole desde arriba.
—Tal vez— susurró el chico con suavidad—. ¿Qué más has oído?
John levantó la barbilla y mantuvo sus ojos clavados en los de Sherlock. Se negaba a sentirse intimidado.
—He olvidado todo lo demás. Menos la historia de la explosión, lo siento, esa era demasiado divertida para olvidarla. ¿De verdad te trajiste un gato al laboratorio?
Una media sonrisa involuntaria estiró las comisuras de los labios de Sherlock. Se volvió a poner serio enseguida, pero se echó hacia atrás, devolviéndole a John su espacio personal. Suspiró y se fue a recoger su mochila.
—No era solo pasar tiempo en el laboratorio, John; era pasarlo contigo.
Las palabras fueron un murmullo tan débil que John, al principio, pensó que se las había imaginado. Pero no. Habían sido dichas, y ahora John casi podía verlas, como una presencia sólida, flotando entre ellos. Sherlock se ajustó la mochila en la espalda, evitando los ojos de John, callado, y John supo que estaba esperando algún tipo de respuesta por su parte, pero tras el momento de shock le vino a la cabeza de nuevo la advertencia de Mike y de Molly: Sherlock había flirteado con Molly el año anterior, solo para manipularla. Otros fragmentos de información olvidada volvieron a su mente, historias que hacían que tuviera sentido que Sherlock estuviera ahora flirteando con él, con un hombre. Para su sorpresa, John se sintió más confundido que furioso.
—Sherlock— dijo tan tranquilamente como pudo—, yo no soy Molly Hooper.
El chico le taladró con la mirada.
—Eso está claro—siseó Sherlock—. Ella nunca confundiría un sentimiento real con uno falso. El año pasado ella siempre tuvo claro que yo no tenía ningún interés en ella, y que solo estaba tratando de ser agradable. No creo que te haya dicho lo contrario.
John asintió.
—Cierto. Pero todavía no entiendo qué quieres decir.
—¿Qué es lo que quieres, John? ¿Una carta de amor? ¡Dios, y yo que pensé que estaba siendo demasiado obvio!
Era el turno de John de sentirse incómodo y de refugiarse en las tareas simples de ordenar su mesa. Se negó a mirar al muchacho mientras guardaba sus cosas.
—Entonces lo mejor será que dejemos de pasar juntos más tiempo del estrictamente necesario. A partir de ahora, no habrá más "cinco minutos extra", pero no te preocupes: seguirás teniendo tus hojas de ejercicios especiales, y estoy seguro de que todo volverá a la normalidad en unos cuantos días.
—¿Y eso es todo?
John sintió la presencia de Sherlock otra vez a su lado, su sombra cayendo sobre la mesa. Suspiró; esa era la situación más embarazosa que se podía imaginar con un alumno.
—John… Por favor, mírame—. Lo hizo. Sherlock parecía alto y fuerte, no un chiquillo sino un hombre hecho y derecho, y todo su cuerpo exhalaba intensidad. Sus ojos verdes brillantes inmovilizaban a John, hasta el punto en que apenas se atrevía a respirar; y cuando empezó a hablar de nuevo ese murmullo grave parecía hacer eco dentro de los huesos de John—. Sé que estás tan solo como yo: no tienes una mujer en casa, y aunque eres un tipo amigable no dejas que los demás entren en tu espacio personal fácilmente. Apuesto a que puedes contar tus amigos con los dedos de una mano. Puedo ver ahí un lugar para mí. Ya estás haciendo excepciones para mí, en todos los aspectos, no solo las hojas de ejercicios o dejándome trabajar solo.
John negó con la cabeza y dio un paso atrás, usando toda su fuerza de voluntad.
—Para, por favor… Sherlock, mira, no es que no esté interesado en ti: eres brillante, y estoy orgulloso de ti, de verdad. Pero soy tu profesor, así que no podemos tener una relación de amistad de verdad. Además, no me interesan los hombres, soy doce años más mayor que tú, y no nos conocemos muy bien… ¿Quieres que siga?
Sherlock le ofreció una sonrisa satisfecha.
—Naciste en el norte, no en el campo pero tampoco en una ciudad muy grande. No estás en contacto con tus padres; quizás han muerto, o quizás no aprobaban que te unieras al ejército. Tienes una hermana pequeña, pero no estáis muy unidos, porque nunca hablas de ella. Estudiaste Medicina en , con Mike Stamford, pero en lugar de trabajar como médico o como profesor optaste por ser médico militar. Recibiste un disparo, en el hombro, pero tienes un dolor psicosomático en la pierna que te hace cojear ligeramente. El dolor se te olvida durante las clases, así que lo que lo causa es el aburrimiento y la inactividad. Apuesto a que echas de menos la guerra, el riesgo. Eres un hombre de acción, John, no estás hecho para vivir una vida ordinaria, y enseñar solo te ayudará por un tiempo, y solo moderadamente. En un par de meses, cuando haya pasado la novedad, volverás a cojear otra vez. ¿Quieres que siga?
Todo eso lo susurró sin una pausa para respirar, y si la intensidad de Sherlock era incómoda minutos antes, ahora era abrumadora. John tragó saliva.
—Sherlock. Por favor, vete. Ahora.
El chico gruñó. No dijo nada más, pero se giró a mirar a John desde la puerta, y su rostro mostraba solo sentimientos heridos. Cuando al fin cerró la puerta tras él, John se dejó caer en su silla. Escondió el rostro entre sus manos, tratando de decidir cómo se sentía. ¿Enfadado? Sí. Estaba enfadado, por supuesto. Todo iba tan bien, se iba a trabajar cada mañana sintiéndose casi feliz, por primera vez desde que volvió del ejército, y ahora todo iba otra vez mal. ¿Molesto? Sí, eso también. Su primera impresión del chico era la correcta, Sherlock era extraño. Era observador, ¿pero toda esa cantidad de datos sobre él? ¿Qué había hecho, seguirle? ¿Rebuscar en su bolsa y en sus bolsillos? ¿Qué cara iba a hacer ante él el próximo lunes? Tendría que fingir que no pasaba nada delante del resto de la clase. ¿Iba Sherlock a fingir, también, o actuaría como un niño mimado al que le negaban su juguete favorito? ¿Confundido? Sí. ¿Cómo no había notado la actitud de Sherlock hacia él? ¿Estaba jugando con él después de todo, y esto era la segunda parte de Molly Hooper? ¿O era real? ¿De verdad le gustaba a Sherlock? ¿Por qué, por qué él? ¿Un adolescente brillante, atractivo (sí, decididamente atractivo), qué demonios podía querer de un ex médico militar de veintinueve años? Un ex médico militar cojo, ordinario, aburrido, solitario, que si Sherlock no se equivocaba (¿y cuándo se equivocaba?) usaría de nuevo un bastón después de Navidad.
De repente, la puerta se abrió de nuevo, y el rostro de Sherlock apareció en el umbral. John se sintió muy, muy cansado.
—Por favor, Sherlock, podemos hablar otra vez el lunes si quieres…
La expresión del rostro de Sherlock le hizo callar. Todos sus rasgos gritaban que había una emergencia.
—No es por mí, John. ¡Sígueme, rápido!
El médico agarró su bolsa y siguió a Sherlock, casi corriendo. Bajaron un tramo de escaleras, y entonces Sherlock se detuvo y se acercó, despacio, al hueco tras las escaleras, un lugar muy parecido al que John le había visto por primera vez. Y, al igual que aquella vez, ahora el hueco no estaba vacío. John se dio cuenta de que, en la penumbra, había una chica sentada en el suelo, con la cara en las rodillas, claramente sollozando.
—Claire, he traído al profesor Watson; es médico—. La voz de Sherlock era cuidadosa y baja, y permaneció alejado de la chica.
La muchacha levantó el rostro, cubierto de lágrimas, y John la reconoció: iba a la misma clase que Sherlock.
—Claire, cálmate. Por favor, dime qué ha pasado.
La chica hipó, con los rasgos contorsionados, y en lugar de contestar abrió las piernas, separando las rodillas, que antes tenía pegadas. Su falda estaba un poco rota, y a John se le heló la sangre en las venas cuando vio el rastro de sangre bajando por sus muslos y formando un pequeño charco en el suelo.
