12 de Octubre de 1537
Aquel día del mes de Octubre parecía no tener fin.
La corte del rey Enrique VIII de Inglaterra era un hervidero de cuchicheos y especulaciones varias desde que, a primera hora del mediodía, la tercera esposa del rey, Jane Seymour, se había puesto de parto. Una vez se hubo recluido a la reina y a las damas que la iban a ayudan a traer ese deseado bebé al mundo en sus aposentos privados, nadie podía ocultar su ansiedad y sus deseos de buenas nuevas en el majestuoso palacio de Hampton Court. Sólo Dios sabía lo mucho que Inglaterra había esperado un heredero al trono desde que el rey contrajo matrimonio con su primera esposa, Catalina de Aragón, y hasta ese día, las oraciones de los ingleses, de los cortesanos e incluso del propio Enrique, habían sido ignoradas.
Lejos de aguardar pacientemente hasta que la interminable espera finalmente concluyera, muchos nobles que vivían en la Corte se agolpaban a las puertas de los aposentos en los que estaba recluida la reina con el fin de obtener alguna noticia sobre lo que estaba pasando al otro lado de la puerta. Las damas de la corte paseaban de un lado a otro de las ampias salas del castillo, intentando mantener su atención alejada del acontecimiento real, pensar en otra cosa, pero era del todo imposible, ya que todos sentían la emoción propia de encontrarse viviendo un momento histórico, y todos deseaban enterarse antes que nadie de lo que ocurría.
En cuanto al rey, si el ambiente que reinaba en la corte de los Tudor era de bulliciosa impaciencia, Enrique VIII apenas podía contener su ansiedad, sensación que se encontraba peligrosamente mezclada con el miedo. No era ni mucho menos el primer bebé que esperaba el rey, quien ya tenía dos hijas mayores de sus anteriores matrimonios, María e Isabel, pero sí el primero con su nueva esposa, Jane Seymour, en la que habia depositado todas sus mayores esperanzas. Sus anteriores matrimonios con Catalina de Aragón y Ana Bolena habían estado malditos desde el mismo momento en que se intercambiaron las alianzas, por eso Dios no le había permitido tener un hijo varón con ninguna de las dos mujeres, al menos no un niño que viviera más de un mes.
Pero esta vez era diferente, lo sentía, no sabía explicarlo muy bien, pero esta vez sentía que era la definitiva: Jane Seymour era la esposa adecuada, la que siempre había merecido, y Dios a recompensar ese acertado matrimonio con el nacimiento de su primer hijo varón. Como era natural, desconocía el sexo de su nuevo hijo, pero estaba absolutamente seguro de que Dios no le fallaría esta vez. Tal era su seguridad, que el nombre de su posible hijo ya estaba decidido: Eduardo. Eduardo Tudor. El príncipe Eduardo. Eduardo VI de Inglaterra. Había dedicado tantos pensamientos en los últimos meses a ese niño no nacido, que ahora la idea de que ese niño no existiera era simplemente inconcebible para el soberano inglés.
Acompañándole en esa desesperada espera se encontraba Charles Brandon, el duque de Suffolk y uno de los mejores amigos de su Majestad, si no el mejor de todos ellos. El hombre intentaba hacer lo posible por mantener la esperanza del rey encendida a medida que pasaba la tarde y las noticias que llegaban desde los aposentos de la reina no eran nada alentadores, pero él mismo tenía razones para estar nervioso. Apenas había pasado una hora desde que Jane Seymour se había recluido para dar a luz, cuando había llegado a la corte un mensajero desde Bradgate, donde vivía su hija Frances con su marido Henry Grey.
Las noticias que portaba dicho hombre no podían ser más inauditas: al igual que le había sucedido a la esposa del rey, su veinteañera hija se había puesto de parto esa mañana. Iba a ser abuelo por primera vez. Conocía el embarazo de Frances, por supuesto, pero nunca hubiera imaginado que su primer nieto y el tercer hijo del rey iban a disputar una carrera en su llegada al mundo el mismo día. Enrique pareció animarse al conocer la noticia: soltó una sonora carcajada y le dio unos firmes golpes en el hombro a su compañero, encomendándole sus mejores deseos para que su primer nieto fuera un varón, para que así pudiera ir a cazar con el príncipe de Gales cuando éstos fueran adultos.
Las horas pasaban, las noticias eran cada peores y nadie sabía qué desenlace esperar aquella noche: al parecer, Jane Seymour se encontraba al límite de sus fuerzas, tenía graves dificultades para traer a su hijo al mundo y su salud decaía conforme pasaban las horas y el bebé no venía al mundo, lo más probable era que el rey tuviera que elegir entre salvar la vida de la madre o la del niño. A esas alturas, Enrique de Inglaterra estaba postrado en uno de los asientos de sus aposentos privados, con la mirada perdida y el semblante serio: no entendía cómo podia estar ocurriéndole algo así, él, que se había asegurado de que su matrimonio con Jane Seymour fuera completamente válido para no volver a cometer errores pasados, que tantas misas había dedicado al Salvador para que concediera buena salud al niño que crecía en el viente de su tercera esposa. Nada de lo que estaba ocurriendo tenía sentido alguno para él.
Cuando abrió los ojos y vio sus aposentos en penumbras, supo que, en algún instante de esa condenada espera, se había quedado dormido. Miró sobresaltado a su alrededor: ¿y si había noticias respecto al alumbramiento y no las había conocido al estar dormido? No, de ninguna manera: despierto o dormido, nunca habrían dejado de comunicarle algo tan importante. Se estaba pasando las yemas de los dedos por los agotados párpados, cuando oyó los pasos apresurados que se dirigían hacia la estancia en la que se encontraba. Apenas le dio tiempo a alzar el rostro cuando la puerta de sus aposentos privados se abrieron de golpe, dando paso a Edward Seymour, uno de los hermanos de su esposa, quien apenas podía ocultar su sonrisa de alivio y satisfacción en el rostro:
- Majestad... - habló el hombre sin poder borrar la sonrisa emocionada de su rostro. - Su Majestad ha dado a luz un hijo sano...
Y, aunque había elucubrado mucho sobre su futuro hijo, Enrique VIII no pudo evitar quedarse sin palabras al conocer la buena nueva y estudió el rostro de su cuñado, con la intención de descubrir si realmente había oído lo que había dicho. Edward Seymour no pudo hacer otra cosa que asentir con la cabeza, más emocionado a cada instante que pasaba y deseoso de contemplar la reacción del rey, que durante tanto tiempo había ansiado un heredero.
- Tengo un hijo... - murmuró finalmente el soberano inglés, sin apenas poder creer que Dios hubiera acabado por escuchar sus plegarias. - Tengo un hijo...
Su cuñado asintió sonriente a las dos oraciones del rey, quien se volvió hacia una de las amplias ventanas, por la cual podía ver el estrellado cielo inglés de esa noche del mes de Octubre. Paseó la mirada ansiosa por la bóveda, casi como si esperara poder ver el divino rostro del Creador para agradecerle el nacimiento de su heredero.
- Eduardo... - dijo una vez más Enrique VIII, a la vez que su mente comenzaba a asimilar la noticia. Dejó escapar una sonrisa que mezclaba sentimientos de alegría y orgullo propio, y fijando la vista en las murallas de Hampton Court, sus múltiples puertas y ventanas, y la rosa de los Tudor ondeando en los estandartes, habló para sí mismo una última vez. - El futuro Rey de Inglaterra.
La tan esperada noticia del príncipe de Gales hizo que el pueblo de Londres saliera a la calle, a pesar de las frías brisas que traía consigo el inicio del otoño. Todo eran risas y celebraciones entre los súbditos del rey Enrique VIII: desconocidos se abrazaban entre sí, como si se conocieran de toda la vida, e invitaban a una ronda de cerveza a todos los presentes de la posada más famosa de la ciudad. Esa noche, miles de jarras se alzaron por la salud del recién nacido heredero al trono, Eduardo Tudor, y por la de sus venerados progenitores, Enrique VIII y Jane Seymour.
Aún se veían los fuegos artificiales estallando en el cielo inglés, celebrando el nacimiento del príncipe Eduardo Tudor, cuando, en la finca de los Grey, comenzaron a oírse los primeros llantos del recién nacido bebé de la señora de la casa, Frances Brandon. El heredero al trono inglés y el primer nieto de Charles Brandon habían llegado al mundo durante aquellanoche, con apenas una hora de diferencia entre uno y otro. No obstante, el recién llegado al mundo no era el niño que esperaba Henry Grey, ni el que le había deseado el rey Enrique a su amigo de tantos largos años... No, el bebé recién nacido que resposaba ahora en los brazos de Frances Brandon era una niña. La expresión reflejada en el rostro de los jóvenes padres no dejaba lugar a dudas: aún tratándose de su primer hijo, ellos también anhelaban la llegada de un varón.
Como si aún no pudiera creer que desgracia semejante le hubiera ocurrido a ella, la joven madre alzó la vista al techo y parpadeó ligeramente para evitar que las lágrimas acudieran a su rostro. Cuando se hubo tranquilizado un poco, volvió la mirada hacia la niña, y le apartó con cuidado un poco de la manta que la envolvía para poder verle mejor la carita.
- Una niña... - murmuró decepcionada Frances Brandon, casi más para sí misma que para su marido, también presente en la sala. - Quién lo hubiera imaginado, una niña...
Henry Grey guardó silencio y se reservó para él sus propios pensamientos: sabía de buena tinta que los criados, lejos de dedicarse a los asuntos que había que atender en la casa, se encontraban con la oreja pegada en la puerta cerrada, con el fin de conocer las primeras reacciones de los padres ante el cambio de planes que el destino había llevado a cabo para ellos. Tragó saliva y tamborileó uno de los reposabrazos de su asiento con los dedos con el fin de intentar recuperarse de la desagradable sorpresa: quizás ése fuera algún tipo de castigo divino por haberse divertido siempre con la situación en la que se encontraba el soberano de Inglaterra, aparentemente incapaz de engendrar un hijo varón. Y ahora era él quien celebraba el nacimiento de un hijo varón, y él el que se encontraba sin saber qué hacer con una niña en la recién ampliada familia.
Los niños llenaban la casa de alegría y esperanzas, mientras que las niñas suponían algo menos que un engorro: sus dotes debían ser lo bastante buenas como para que algún noble aceptara casarse con ellas, y así abandonar finalmente el hogar familiar. Además, siempre contaba el factor de la belleza: no importaba lo estúpido que fuera un noble o la dote que tuviera la muchacha en cuestión, una hija fea siempre sería muy difícil de casar. Aún era muy pronto para decirlo, pero no parecía que su hija fuera a ser de esas: desde dónde se encontraba podía ver perfectamente la fina capa de cabello rubio que cubría su pequeña cabeza. El bebé bostezó ampliamente, y se removió levemente en los brazos de su madre, mostrando los primeros signos de actividad desde su llegada al mundo.
- Bueno, al menos podremos decir que esta pequeñaja vino al mundo junto al príncipe Tudor... - habló Frances Brandon, alzando la mirada y encontrándose con la de su marido. - Conozco a muchas embarazadas que habrían dado lo que fuera por tal honor...
Henry Grey asintió a las palabras de su esposa, mientras una idea comenzaba a tomar forma en su mente: puede que no fuera un castigo, sino una oportunidad. Su hija y el príncipe de Gales habían llegado al mundo durante la misma noche, eso no podía tratarse de mera casualidad, seguro que existía un gran plan disfrazado de coincidencia. El corazón del hombre dio un vuelco al pensar en el bebé que dormía en los brazos de su esposa como la futura reina de Inglaterra; no era una idea tan descabellada, después de todo: su suegro y el rey de Inglaterra eran buenos amigos desde hacía más años de los que cualquiera de los dos pudiera recordar, seguro que no presentaría ningún inconveniente para que su hija se educara junto al príncipe conforme fueran creciendo, y Dios quisiera que los dos llegaran a convertirse en tan buenos confidentes como lo habían sido sus antecesores...
La emoción recorría ahora cada fibra del nuevo padre, quien se incorporó y se sentó en el larguero de la cama, junto a su esposa, para poder observar al bebé con mayor detenimiento: si la pequeña heredaba una mínima parte de la belleza de su madre, sería más que suficiente como para no pasar desapercibida en la corte de Hampton Court. Por primera vez desde que naciera su hija, Henry Grey sonrió de manera emocionada y miró a su confundida esposa:
- Esta niña será mucho más de lo que parece ahora, no lo olvides... - habló con convicción y sin poder separar los ojos del bebé durmiente. - Te lo aseguro, Dios tiene grandes planes para ella...
Frances Brandon le miró de forma inquisitiva, sin estar aún muy segura de lo que su marido quería decir con todo aquello. Finalmente, la joven se encogió de hombros e inclinó ligeramente la cabeza para seguir observando a su primera hija:
- Lo que vos digáis, amado esposo... - dijo la mujer, sin compartir el nuevo ánimo de su marido. - Pero antes que todo eso tendrá que tener un nombre...
Le costó un poco a Henry Grey salir de esa realidad fantasiosa que había ideado en su mente y volver a la realidad en que se encontraba en ese momento. No habían pensado nombres de niña, ni siquiera lo habían tenido en la más mínima cuenta: siempre que habían discutido sobre nombres para el futuro bebé habían sido nombres de varón los que se habían intercambiado su esposa y él. En esos casos, era tradición ponerle al bebé el nombre de alguna de sus abuelas, pero una nueva posibilidad iluminó súbitamente la mente del joven padre.
- Jane... - habló finalmente Henry Grey.
- ¿Jane? - se extrañó Frances Brandon. No recordaba ningún pariente cercano con ese nombre. - ¿En homenaje a quién, Henry?
Sostuvo la mirada de su esposa durante unos pocos instantes: si tan sólo ella pudiera ver todo lo que él estaba viendo en el interior de su cabeza...
- A la madre del futuro rey de Inglaterra – dijo solemnemente el reciente padre.
Entonces y sólo entonces, Frances Brandon creyó adivinar las elucubraciones de su estimado esposo. La joven madre se volvió una vez más hacia su bebé y, por primera vez, acarició con cuidado la cabeza de la recién nacida.
- Jane Grey... - habló esperanzada la hija del duque de Suffolk. - Bienvenida al mundo, pequeña.
Todo comenzó aquella madrugada del mes de Octubre. Los dos bebés durmieron esa noche bajo techos muy distintos: el niño, entre las más finas y delicadas sábanas de hilo que se pudieran encontrar en Inglaterra, reposando sobre el suave terciopelo que habían traído para él expresamente desde Francia, ignorando que esa noche cientos de miles de brazos alzaban su jarra de cerveza en su honor y coreaban su nombre; la niña, en una cuna preparada con toda clase de tonos azulados que no había sido pensada para ella, en cuyas piezas de tela había bordado un nombre de varón que nunca le pertenecería, desconociendo la decepción que había sido para sus padres con sólo el hecho de haber nacido.
Eduardo Tudor y Jane Grey. Ambos tenían mucho que decir en la vida del otro, sólo que aún no lo sabían.
NdA: A ver, este fic necesita presentación. No va a ser un multichaptered normal, sino que va a ser una recopilación de one-shots que van a recorrer la vida de Eduardo Tudor y Jane Grey. Como ambos nacieron exactamente el mismo día, la historia no podía empezar de otra manera que esa noche de Octubre de 1537. El origen de esta idea está en la película "Lady Jane", protagonizada por Helena Bonham Carter, que ví durante estas vacaciones de Navidad. En esa peli se hace alusión a la amistad que había entre el joven rey de Inglaterra y su prima Jane, y la verdad es que es una relación adorable como pocas. Aunque en los tags del fic he puesto friendship (porque es el tema principal de la mayoría de los one-shots), puede que incluya algo de romance en los capítulos finales. Pues eso es todo, espero que os haya gustado este primer one-shot, aunque no sea totalmente de la serie "Los Tudor" (en la que Eduardo sí aparece, pero no lo hace Jane Grey).
