No se lo podía creer. Él. El gran Sherlock. Estaba muerto.

O eso creía la gente.

Sherlock había doblado la esquina de la bulliciosa estación para encontrarse con un puesto de periódicos y verse en portada. El líquido rojo salía de su cabeza como sangre, y su cara sí que parecía la de un muerto. Sonriendo para sus adentros, se levantó los cuellos del abrigo para taparse algo más la cara.

Simplemente, por fin, un poco de libertad.

Nunca se pensó que algún día pudiera pensar eso. Había estado resolviendo casos durante tanto tiempo que, al final, iba a necesitar un respiro. Y Moriarty se lo había proporcionado.

Pensando en Moriarty… ¿estaría de verdad muerto? Este hombre, tan inteligente, no podía haberse suicidado solo por hacerle daño a Holmes… ¿o sí?

Mientras pensaba todo esto, el tren llegó y Sherlock se subió a él, dirección Londres. Después de este tiempo que llevaba "muerto", creía que estaría bien darle una sorpresa a John.