Querida Bella:

Te amo. Sé buena. Vas a estar bien. Te lo prometo.

Con amor, mamá.

La nota descansa entre las páginas de mi diario. Son las últimas palabras de mi madre hacia mí; me aterroriza la idea de que se pierda o se rompa o se ensucie siquiera. La he leído un centenar de veces desde que la encontré pegada al refrigerador hace una semana, cuando regresé de la escuela.

En ese momento mi instinto me rogó que fuera a buscar ayuda, aun si no era nada al final. Sabía que lo más prudente habría sido ir a casa de un vecino y contarle sobre la nota, pero las piernas no me respondían. Tampoco pensaba de la misma manera que lo hacía un minuto antes de llegar a casa, ni veía a mi entorno como parte de la realidad. Estaba atrapada en una horrible pesadilla de la que no tardaría en despertar. Mi madre aparecería en la cocina en cualquier segundo y me preguntaría por el examen de matemáticas de esa mañana. O tal vez el examen ni siquiera había sucedido todavía. Debía de estar en la cama y mamá entraría a mi dormitorio sin llamar, para recordarme que tenía que irme al instituto.

Los segundos pasaban y yo seguía atrapada en ese mal sueño. Mi instinto sabía qué había pasado, pero mis sentimientos se negaban a creerlo. Porque era absolutamente imposible. No existía razón en la tierra ni en ninguna parte del universo para que mi madre tomara una decisión semejante. Ella amaba la vida. Ella era feliz. Ella nunca dejaría a su única hija sola, a la deriva, culpándose por no darse cuenta de todas las señales que pudieron pasar frente a mis ojos, incluso esa misma mañana. Así que una vez que mi cuerpo se creyó su propia mentira y fui capaz de dar un paso al frente, me encaminé con paso vacilante hacia el dormitorio de mi madre. Ella debía de estar durmiendo.

—Señorita, debe abrocharse el cinturón de seguridad.

La amable azafata me saca de mis pensamientos. Sus grandes y brillantes ojos azules me miran con la misma curiosidad con que lo hacía mi madre. Se me hace un nudo en la garganta que no me deja responder si no es con un torpe movimiento de la cabeza. La mujer sonríe amablemente y se va para repetir indicaciones a otros pasajeros. Hago lo que pidió, tratando de evitar rememorar esta semana. Las ganas de llorar van desapareciendo conforme el avión aterriza en Port Angeles, bajo su típico clima gris y triste.

Honestamente, lo último que quería era ir a vivir con mi padre. No existe un vínculo entre nosotros, no puedo sentirme en casa cuando estoy con él. Es lo mismo que caminar junto a un extraño en una habitación vacía. Por eso le ofrecí quedarme con mi padrastro Phil estos meses que me separan de mi cumpleaños dieciocho, pero eso derivó en una fuerte discusión que, obviamente, ganó él. Dio un discurso sobre como mi apellido es Swan y no Dwyer; por lo tanto tendría que vivir con mi familia hasta alcanzar la mayoría de edad. Horas más tarde papá volvió a llamar para disculparse, y decir con más calma lo que de verdad quería: estar conmigo y asegurarse de esté contenida. Además de que prometió que haría de mi estancia en Forks, un pueblecito con 3120 habitantes. No sé qué es lo debo interpretar con esa frase.

Es fácil identificarlo dentro del aeropuerto. Lo delata el uniforme de jefe de policía, y su incipiente calva. Los cabellos que todavía le quedan son del mismo tono castaño que el mío. No fue al funeral en Arizona por motivos laborales según sé, y aunque al principio no le creí, las ojeras bajo sus ojos oscuros y la expresión cansada delatan horas y horas de esfuerzo a algo que no está yendo a ningún lado. En otras circunstancias haría cientos de preguntas sobre el caso. Ahora me limito a dejar que me abrace y me dé un beso en la coronilla, en tanto desvío mis pensamientos a cualquier otra cosa que no sea la razón por la que he terminado en Forks de forma más o menos permanente.

—¿Cómo estás? —pregunta una vez nos separamos. Me mira con una mezcla de tristeza y alegría que denota culpabilidad. Su felicidad proviene de una tragedia que no quería. Espero nunca sentir algo así.

—Estoy bien —balbuceo apartando la vista hacia un punto distante. Sabe que estoy mintiendo, pero no me obliga a decir lo que realmente me pasa por la cabeza. Bien hecho, Charlie, pienso mientras recogemos mi escaso equipaje y lo transportamos hasta el coche patrulla.

Por lejos, debe ser el único ser humano, incluyendo a mis amigos más cercanos, que no ha insistido en que "saque todo lo que tengo dentro". Ellos no entienden que deshacerse de este dolor no llevará unos pocos días de puro llanto y lamento. Tal vez papá esté en lo cierto: vivir en Forks me ayudará a no perder la cabeza en lo que dure el duelo.

Buena parte del viaje de una hora al pueblo transcurrió en silencio. Sin ánimos de perderme en el paisaje boscoso a ambos lados de la carretera, me concentré en añadir los últimos detalles a uno de los dibujos en mi diario. Aunque tengo cuadernos más útiles para ese trabajo tengo la costumbre de dibujar donde puedo, desde una servilleta hasta en muebles. Me han castigado por rayar mesas en la escuela y mamá me amenazó con dejarme las labores hogareñas por un mes si dibujaba fuera de mi habitación.

—Te he comprado un coche —dijo Charlie de repente. Por un instante se me ocurrió que hablaba consigo mismo, pero entonces noté que me veía de refilón.

—¿Qué? ¿Un coche? —Por mucho que lo repitiera sonaba difícil de creer. Había sacado la licencia dos semanas después de cumplir dieciséis; sin embargo, el presupuesto familiar era bastante apretado para gastar en un nuevo conductor —¿De dónde lo sacaste?

—¡Lo dices como si lo hubiera robado! —Charlie fuerza una risa que suena como una tos —. Me lo vendió un viejo amigo, Billy Black. No creo que lo recuerdes. Es un Chevy de los sesenta; un poco viejo, pero te aseguro que el trasto funciona de las mil maravillas.

Trasto, repito hundiéndome en el asiento y jugueteando con mi collar. Bueno, mi mejor amigo Lucas diría que peor es nada. Peor sería ir caminando bajo la lluvia hasta la escuela. O ser llevada en la patrulla del jefe como si fuera una peligrosa criminal.

—Gracias, papá —Le dedico mi mejor sonrisa —. Prometo ser responsable.

—Sé que lo serás —dice él y el silencio vuelve a inundar el coche.

Un cuarto de hora más tarde nos detenemos frente a una construcción pintoresca de dos pisos. Las paredes blancas, el techo de tejas rojas, el jardín bien cuidado… parece salida de algún programa infantil o el anuncio de un seguro barrio residencial. Hasta hace unos años, en la rama más gruesa del árbol que crece frente a la casa, había un columpio. Charlie lo quitó cuando entendió que yo ya no iría a visitarlo en vacaciones.

Mi atención pasa de aquel recuerdo al vehículo estacionado en la calle. La camioneta, pintada de un tono rojo que roza el bordó y con guardabarros grandes y redondos, tiene aspecto de resistir las más terribles adversidades. Es estupendo.

—Gracias, papá —repito con una sonrisa un poco más amplia —. Es perfecto.

—Bienvenida a Forks, Bella —dice con aire avergonzado y bajamos del coche.

Lo sigo con parsimonia hasta la cara oeste de la casa, en el piso superior, donde está mi dormitorio. Deja los bolsos en la cama, encima de un bonito edredón azul y blanco que combina con el color de las paredes. Charlie no se entretiene explicándome lo que ya sé y balbucea algo como que tiene que preparar la cena y llamar a la estación. En cuestión de segundos estoy sola en una habitación que ha cambiado muchísimo desde que estuve aquí por última vez.

Ésta es tu casa ahora, me digo echando un vistazo a las descubiertas paredes y los muebles intactos. Del techo a dos aguas no cuelgan estrellas ni lámparas de papel. El escritorio anticuado está limpio y despejado de cualquier rastro adolescente. Los estantes que antes contenían muñecas y libros de cuentos infantiles están vacíos. Lo único que sigue igual es la alfombra gris con la estrella blanca en el centro. Es increíble que permanezca tan intacta como si recién saliera de la fábrica.

Desempaco sin prisa, empujando hasta lo más recóndito de mi cerebro todo pensamiento que no esté relacionado con la ropa. Como, por ejemplo, que mañana tengo que ir al instituto. Charlie, Phil y la psicóloga de la policía sugirieron que me tomara tantos días como creyera necesario, pero no soy buena perdiendo días de clases. Además, es mejor no retrasar la adaptación a mi nueva vida.