[A/N: Como es evidente, no tengo el copyright de Lizzie McGuire, de ninguno de los personajes asociados, de "The Lizzie McGuire Movie", del Vaticano ni de la Fontana di Trevi. Me he basado en la película y la serie, y cuando no sabía cómo enfocar los personajes, en el trabajo de keeponwritin. Esto pretende ser un homenaje a todos ellos.

Y ahora, vamos a la historia.]

Cuando a Matt McGuire le asaltaba una de sus brillantes ideas, que era de dos a cuatro veces a la semana, comenzaba a acariciarse la barbilla mientras sus ojos negros y chispeantes se encendían más y más, como los faros de un tren que se acerca por un túnel, y seguían reluciendo con esa luz tan peligrosa para el resto de la Humanidad hasta que la idea había naufragado catastróficamente o se había visto coronada por el éxito, no había otra salida. Aquel día tenían ese fulgor.
Había estado trabajando duro, y ahora el coche teledirigido obedecía con precisión milimétrica las órdenes del mando a distancia, las pilas estaban a tope y en su estuche, la invisible minicámara que le había costado todos sus ahorros desde el principio de los tiempos bien fija con celo negro al costado del vehículo, el disco (en letras de rotulador, "Proyecto Chantaje") dando vueltas en el ordenador, girando y grabándose, sus padres ocupados en la cocina y el Sol alto y radiante en el cielo de verano: todo exactamente donde debía estar. Matt, once años, el pelo castaño y siempre erizado, el rostro delgado y astuto, hizo avanzar y retroceder su fantástica creación con los ojos fijos en la pantalla. Finalmente, se estiró en su silla mientras su sonrisa crecía como una media luna.
–Algunos dicen "niño" –le anunció, pomposo, al techo–. ¡Yo digo "genio"!
En un parpadeo, había abierto la puerta de su habitación sin hacer ningún ruido y su cabeza oteaba a un lado y al otro como un periscopio. No había moros en la costa. Con silenciosa destreza ninja, soltó su creación, y las ruedas se deslizaron a toda velocidad por el segundo piso de la casa de los McGuire y eludieron la puerta de sus padres para embestir de frente contra la que decía, en letras de colores, "Bienvenido al cuarto de Lizzie".
–¡Déjame en paz, Matt! –la voz perforante de su hermana le llegó a través de las dos puertas cerradas. Matt se metió un dedo en el oído. Atrás, adelante, atrás, adelante, el parachoques contra la madera una y otra vez. –¡Matt, me estoy arreglando para la graduación! ¡Matt!
Los gritos cesaron y la puerta se abrió de golpe, pero él ya había echado el cerrojo y volvía a concentrarse en la pantalla. Lizzie McGuire estaba a punto de cumplir quince años, y no era ni una empollona, ni una rebelde, ni una diva, ni una deportista, sino más bien una opción d, "ninguna de las anteriores". Le hubiera gustado ser más alta, pero no había mucho que pudiera hacer al respecto: al menos su pelo era rubio y liso, dorado, y le caía sobre los hombros, y sus ojos claros, castaños, apacibles, brillaban cuando sonreía, y sonreía a menudo. En conjunto, uno podía decir de ella que tenía un rostro agradable, al menos sin esa expresión de leona gruñéndole a una hiena que reservaba para Matt. El coche teledirigido pasó por entre sus piernas y se metió como un relámpago bajo su cama, donde chocó con la pared.
–¡Di adiós a tu estúpido juguete! –soltó ella, satisfecha, y dio un portazo que resonó en toda la casa y arrancó protestas de sus padres protestaron en el piso de abajo.
–Y tú di hola a Matt con su hermanita mayor en un puño por los siglos de los siglos –susurró este en su habitación, acercando la cara a la pantalla–. La guerra de Troya ha terminado.

Sin saber que los ojos relucientes de Matt la observaban desde debajo de la cama, Lizzie recobró su sonrisa, puso en marcha su minicadena y se dirigió con paso decidido hacia el armario. Abrió de lado a lado las grandes puertas blancas y disfrutó de la vista: ¡graduación! El gran día, el que había deseado y temido desde que comenzó el último curso de la Escuela Media. "Voy a ir al Instituto", se dijo, "¡el mundo entero va a cambiar!"
La tarde anterior aquellas palabras le habían sonado terriblemente distintas. Con los ojos húmedos, había pasado revista al anuario escolar, a sus fotos con Gordo y Miranda, los mejores amigos que se podían tener en el mundo, a su habitación, a los juguetes de su infancia, había salido al balcón para mirar el cielo del atardecer en una pregunta muda y desamparada, y había pensado que nada sería lo mismo, que nunca sería lo mismo. Mientras acababa la cuenta atrás, se había dedicado a no morderse las uñas (esta vez lo había dejado de verdad), a procurar disimular para que sus padres no se preocuparan y no trataran de ayudarla (aquel día no tenía fuerzas para soportarlos en misión de rescate) y a chatear nostálgicamente con Miranda, que estaba en Méjico (y, por cierto, no era nada nostálgica). Por la noche había horneado un pastel de manzana, como siempre que sentía que la vida la arrastraba, y se había dormido abrazada a la almohada.
Y de la noche a la mañana, no podía creer que hubiera sido tan niña. ¡No recordaba haber sentido tanta ilusión jamás! Se apartó el pelo de la cara con la mano llena de pulseras y, la música en los pies y en los labios, fue sacando sus vestidos uno tras otro y colocándolos sobre la cama. ¡Graduación! Un horizonte sin fin desde el que saludaban sus esperanzas y sus sueños, crecer por fin, alzar el vuelo. "Primero Roma", pensó mientras acariciaba la tela, y se imaginó que ya estaba de viaje de fin de curso y contemplaba la ciudad rodeada de nubes y llena de guapos romanos (por algo les harían estatuas, ¿no?) con sus togas y sus laureles sobre los rizos. ¡Roma! "Y después…" bailó ante el espejo, girando y sosteniendo los vestidos contra su cuerpo (aunque estaba completamente segura de cuál iba a llevar, uno de color azul que había llevado en el baile de primavera) "¡el mundo entero!" Mil puertas que se abrían a otras puertas, y estas a otras, y un baile, y una fiesta, y un escenario, y un príncipe... "sí, estoy soñando", desafió, sonriente, al espejo. "¡Demándame!"
Con el cepillo del pelo por micrófono, Lizzie McGuire, experimentada superestrella (¿o mejor un nombre artístico, Elise, Lizz, L MacG, Liz Guire?) interpretó su gran éxito, The tide is high, frente a una muchedumbre sin final que vibraba con el ritmo y que, por cierto, la a-do-ra-ba. La luz la envolvía, luz de focos como estrellas y como soles, y ella brillaba, y la gente reía, y las cámaras seguían cada uno de sus movimientos. Guiñó un ojo al espejo y arrancó un chillido de entusiasmo entre el público, se soltó el cabello y lo hizo ondear, dio un salto, giró sobre sí misma en el aire, volvió a saltar y acabó en el cuarto de baño, sus zapatos de plataforma justo encima de la alfombrilla de la ducha. Entusiasmada, se lanzó a otro giro, y de pronto la alfombrilla resbaló bajo los pies y la superestrella se precipitó con un chillido en la bañera vacía, arrancando de un tirón desesperado la cortina de la ducha, y todas las arandelas repiquetearon por el suelo del cuarto del baño. El concierto se desvaneció.
Tras un rato de lucha contra la cortina, la cara de Lizzie volvió a aparecer, roja como una cereza. La estúpida música seguía sonando, y el estúpido coche de Matt también seguía allí. "Este ha sido de los tropezones más ridículos y lamentables de tu historia, Lizzie McGuire", pensó, furiosa, mientras se frotaba la cabeza. "Peor que pegarte contra la taquilla por estar mirando a Ethan Craft, peor que caerte a la piscina, peor que el de la cafetería con todos los platos volando por el aire. Tienes muchísima suerte de que no lo haya visto nadie".

Matt se estuvo riendo a carcajada limpia hasta que casi se cayó de la silla. Aplaudió con las dos manos: aquello era aún mejor de lo que había esperado.
–¡Voy a ganar el Óscar de la Academia! –se dijo, los ojos chispeando y destellando, y poniéndose en pie, alzó las manos y le hizo una reverencia a la pared. Y si uno hubiera podido darse palmaditas en la espalda a sí mismo, lo hubiera hecho.

–Pero mírate… ayer mismo llevabas pañales, ¡y hoy te estás graduando en la Escuela Media! –Jo McGuire, la madre de Lizzie y Matt, caminaba con ella por el polideportivo del colegio, por entre la decoración de fiesta, la muchedumbre de familias y las togas y los birretes azul vivo. "Matt está demasiado callado y sonriente, esto no puede ser bueno", pensó Lizzie, "y tiene esa mirada". Pero ahora no tenía tiempo para eso. Sus Sistemas de Alarma Social estaban al rojo, su madre se estaba descontrolando, y cualquiera podía pasar y oírlas-. Cómo estás creciendo, ¡dos semanas en Roma tú sola! Sin mí. Sin mí allí contigo. Sin mí y sola…
–Mamá, creo que esas son todas las maneras de las que se puede juntar esas palabras –farfulló ella, mirando a los lados. Lizzie adoraba a su madre, pero a veces tenía ganas de encerrarla en un armario hasta que el resto del mundo se hubiera marchado. Sobre todo en días como hoy. La señora McGuire usaba gafas cuadradas y siempre llevaba el pelo –rubio, como el suyo– recogido en un moño. Estaba al borde de las lágrimas (aquellas cosas la afectaban mucho), y en ese plan era más peligrosa que un misil termonuclear. Que una flotilla de misiles termonucleares. Su padre, alto y con gafas, el pelo castaño como el de Matt, el peinado siempre diez años pasado de moda, carraspeó y salvó la situación. Por un momento. Lizzie también adoraba a su padre, pero en su estilo podía ser peor todavía. Las señales de peligro estaban allí: serio y enfático, asentía con la cabeza y miraba al techo.
–Lizzie, cariño, hoy es un gran día para ti.
"Ahora es cuando cita a un tipo muerto", pensó ella mirando alrededor y con ganas de esconderse dentro del birrete.
–William Shakespeare dijo: "No tengas miedo de la grandeza, porque hay quien nace grande, hay quien logra la grandeza, y a algunos la grandeza se les echa encima".
–Gracias, Papá, pero ahora sólo quiero sobrevivir a la graduación, la grandeza puede esperar hasta que la pesadilla haya terminado, ¿de acuerdo? –"al menos no ha sido Benjamín Franklin, ¡nunca hubiera conseguido pararlo!". Apretó el paso, tratando de distanciarse de su embarazosa familia, y de pronto distinguió una cara amiga entre la gente-. ¡Eh, Gordo!
Escurriéndose de entre los suyos, se acercó. Pálido, delgado, de aspecto despierto y pelo castaño, los ojos verdes y profundos, David Zephyr "Gordo" Gordon se giró hacia ella y sonrió a su manera cálida e irónica a partes iguales. En un segundo, ella se plantó a su lado.
–Estoy deshaciéndome de mis padres –murmuró.
–Al menos han venido. Los míos han dicho que hasta que me gradúe en la Universidad, todo es de importancia relativa, y luego se han ido a una convención sobre los Significados de la Sensorialidad en los Sueños, así que aquí estoy, por mi cuenta, como siempre.
–¿Qué, me ves guapa? –cambió de tema ella, girando sobre sí misma.
–Soy tu amigo –respondió él, poniendo los ojos en blanco. –Pregúntale a Miranda.
–Está en Méjico hasta la semana que viene, y lo sabes.
–Vives en la era de Internet.
–¡Gordo!
–¡Está bien! Tu toga azul y tu birrete azul son más chulos que los de todas las otras juntas. ¿Contenta?
Aquel era el Gordo que ella conocía, el chico que tenía todas las respuestas, y Lizzie asintió, radiante. Pero en aquel momento una sombra se proyectó sobre ellos, y las palabras que había estado temiendo desde que entró la alcanzaron.
–Oh-Dios-mío.
¿Dónde estaba el fallo? ¿El pelo? ¿Los zapatos? ¿La toga? ¿Habría oído a sus padres? Sólo había una persona en el Hillride High que empleaba aquel tono de condena a muerte, y sólo lo empleaba cuando había encontrado un punto vulnerable. Rubia y altiva como una reina, Kate Saunders se paró delante de ella y, como prescribía el ritual, la miró de arriba abajo negando con la cabeza entre el coro de risitas de sus amigas antes de hablar. Su pelo estaba arreglado en un elaborado moño que se levantaba medio metro sobre su cabeza, y su perfume hizo toser a Lizzie, que había vuelto a ponerse de color cereza.
–Sólo tú podrías pensar que puedes esconder ese desastre de vestido de tipo-campesina-que, podría-ser-un-saco-de-patatas azul cián con mangas que llevaste en el baile de Primavera. ¡Lizzie McGuire, eres una repetidora de vestidos!
–Pe-pero yo…
Tarde. Kate ya se alejaba con su gente, la barbilla más alta que nunca. "¡Q-q-quizá yo repita los vestidos, pero tú te los apuntas, que es igual de patético!", pensó Lizzie, los ojos clavados en aquella nuca que se alejaba. Qué rabia haber sido demasiado lenta para decírselo a ella (en realidad, ¡qué rabia seguir sin atreverse, después de todo lo que habían pasado aquel año!). Irritada, se dirigió hacia Gordo, que había permanecido al margen. Gordo no pensaba que la ropa (ni Kate) tuvieran la más mínima importancia. Para algunas cosas, vivía en las nubes.
–¿No tiene nada mejor que hacer que arruinar mi vida? ¡Quiero decir, ella era mi amiga!
Él volvió a encogerse de hombros y paseó la mirada por el escenario.
–Y se hizo popular. ¿Cuántas veces hemos pasado por esto?
Muchas. Pero todavía no conseguía entenderlo.
–¡Señorita McGuire!
Sólo aquella voz podía derretir de un golpe todo el mal humor de Lizzie y devolverle la sonrisa. ¡Digby! No podía faltar aquel día. Saludó con la mano al señor Dig, su profesor favorito, que se acercaba por entre la multitud. Bajito, delgado, de piel negra, con gafas y cara de póker (a ratos, a ratos una sonrisa de oreja a oreja), Digby era una caja de sorpresas, siempre igual de ingenioso y chocante, la palabra justa, el consejo que uno nunca olvidaba, la explicación que hacía reír hasta las lágrimas y se quedaba en la memoria para siempre, las costumbres más raras del mundo, estaba segura de que no había un profesor de Escuela Media como él en todo el país. Sin cambiar la cara, él le guiñó un ojo. Lizzie lo conocía bastante, entre otras cosas porque tenía una gran amistad con su padre (lo de "Digby", qué incómodo al principio) y ahora venía del brazo de su novia, la señorita Chapman, que enseñaba en el colegio de Matt. La dejó un momento en su asiento para acercarse a ellos.
–¡Señor Dig, qué bueno verle!
–¡Hoy es el día, señorita McGuire! ¡Señor Gordon!
–Señor Dig.
–Hay momentos de nuestra historia que nos marcan, señorita McGuire, y que seguimos recordando aunque pasen los años. Yo, por ejemplo, recordaré hasta que me muera tres cosas: el día en que gané el segundo puesto en la final del Concurso Nacional de Lanzamiento de Bolos, el día en que conseguí mi primer trabajo de maestro y el día en que perdí mi primer trabajo de maestro. Aunque como los dos últimos fueron el mismo día, tampoco es un logro tan grande. En fin, ¿qué tal está?
La miró a los ojos, y ella lo miró a él a través de las gafas. De pronto sintió que iba a echarlo mucho de menos en el Instituto. La nostalgia, ya volvía.
–Algo agobiada –confesó-. La gente…
–¡Aún no tiene motivos! Disfrute del día y prescinda de la gente. ¡No tienen ni idea! Confíe en la gente de confianza, ellos le dirán la verdad cuando no quiera oírla, y eso es lo importante. Búsquela, métasela en la cabeza y actúe de acuerdo con ella, señorita McGuire, porque ninguna otra cosa podrá hacerla feliz, ni aquí, ni el próximo jueves, ni en el instituto, ¡ni en el gran mundo que hoy tiene por delante! Jamás pierda el rumbo. ¡Camine con la cabeza alta! Y usted, señor Gordon, ¡la espalda recta!
Pillado por sorpresa, Gordo se cuadró. Lizzie soltó una risita.
–Lo intentaré. Gracias, señor Dig. Usted ha sido el profesor que más me ha…
–No me las dé aún, ¿cree que me he acercado sólo para decirle esto? –Continuó el señor Dig sin cambiar de cara-. Verá: Margaret Chan tiene el cólera o un fuerte catarro, y el director quiere que dé usted el discurso del Delegado.
Todas las pesadillas que Lizzie había tenido sobre aquel día se le quedaron pequeñas de pronto.
–¿P-pero y el subdelegado? –preguntó.
–Ah, eso. Me temo que el señor Tudgeman se quedó atrapado en el sótano de su casa ayer noche mientras investigaba los efectos del helio sobre el croar de las ranas, y hoy se ha despertado completamente ronco.
–¡Eso es horrible!
–Según se mire. Él le saca partido imitando a Darth Vader. Y la secretaria tesorera es la siguiente en la línea de sucesión.
–Yo… –Lizzie sonrió, suplicante –yo sólo recogí un poco en las colectas…
–No creo que el Director acepte sobornos… –el señor Dig se acarició el mentón–. Calculo que falta minuto y medio para que la llamen. ¡Valor, señorita McGuire! Puede hacerlo. Recuerde, la gente no tiene importancia, ¡y Gordon!
–¿Sí?
–¡La espalda recta!
–¡Señor Dig! –rogó Lizzie, al borde del pánico. Él se encogió de hombros y sonrió. Y en aquel momento, la banda de música comenzó a tocar.

"¡Señores y señoras, Lizzie McGuire!"
Con las rodillas temblando bajo la toga, la encargada del discurso subió al escenario y se acercó al atril, envuelta en la luz deslumbrante de los focos y pensando "Oh, no, oh no, ¡oh, no!" Para empeorar las cosas, a su lado había una gran fotografía de Margaret Chan, para que todo el mundo pudiera darse cuenta de que no era Margaret Chan ni sacaba Excelentes ni participaba en concursos de debate ni en ferias de Ciencias ni tenía aquellos talentos extraespeciales, y pensaran que allí pasaba algo raro, y se preguntara qué hacía ella allí exactamente, y pensara que el discurso no sería muy bueno, incluso que estaba hecho sobre la marcha, ¡y se volvieran todavía más fríos y hostiles! Desde la fila, con los demás graduandos, Gordo llamó su atención, cortando aquel hilo de pensamientos que iba hacia el pánico como el Coyote hacia un barranco, y le hizo un gesto de ánimo con el puño cerrado. "Vamos, Lizzie, puedes hacerlo", pensó ella, tragando saliva. "Vamos…"
Cuando se hubo asegurado de que ella le había visto (y de que se centraba en lo que iba a decir), Gordo pasó a evaluar al público. Los profesores y el director estaban en primera fila mirando a Lizzie, pero el señor Dig no, el señor Dig lo miraba él. Se fijó. A toda velocidad, el señor Digby miró a Lizzie, volvió a mirarlo y le guiñó un ojo.
Gordo se echó atrás y parpadeó, ¿había visto visiones? El señor Dig volvió a mirarlo, luego a ella, luego arqueó las cejas dos veces y después volvió a guiñarle inconfundiblemente el ojo. Glup. Ruborizándose intensamente, se apresuró a volverse hacia adelante y procuró calmarse, parecer impasible, no sobrerreaccionar. ¿Qué sabía? ¿Cuánto? ¿Cómo? ¿En qué se basaba, quién era su fuente, cómo era posible, qué pruebas tenía, les había visto alguien más? Debía procurar mirar hacia adelante, no ponerse rojo, "no puede demostrar nada, Quinta Enmienda, tú concéntrate". El discurso de Lizzie. Su amiga –su amiga- estaba carraspeando, a punto de hablar. Y necesitaba apoyo. Y punto.

–Eh… E-eh, Margaret Chan no ha podido venir esta noche, así que voy a ocupar su puesto. No es que ninguno de nosotros crea que verdaderamente pueda hacer eso, porque Margaret es… es brillante, pero bueno, como sea, aquí estoy.
Aunque su sentido común le decía a gritos que no lo hiciera, Lizzie arriesgó una mirada hacia la clase, y sus peores temores se confirmaron: Kate ya estaba poniendo los ojos en blanco, y Kate siempre marcaba el tono. De casi todos. Ethan (qué guapo era) se dedicaba a soplar a la borla de su birrete, pero él nunca escuchaba los discursos. Con su respiración cavernosa, Larry Tudgeman, el subdelegado, fingía estrangular a miembros del público con la Fuerza por debajo de la manga de la toga. Y Gordo (como de costumbre, Gordo contra el mundo) volvió a sonreír al notar su mirada y levantó los pulgares. Luego hizo un gesto fluido, "pausa y sigue". Con la luz de los focos no podía ver a su familia, lo que agradeció. Los señores McGuire tenían las manos fuertemente unidas debajo del asiento, y un Matt alegre y jubiloso hacía zoom a su cara con la Cámara McGuire de las Ocasiones Especiales.
–Querida –susurró Sam McGuire–, no siento los dedos.
–Creo que todos estamos de acuerdo en que la Escuela Media ha estado llena de cosas especiales. De cosas que no olvidaremos nunca, tampoco ahora que empezamos el instituto. Tenemos que dar gracias a todos, quiero decir, a todos los que lo han hecho posible. A nuestros amigos, y a los compañeros que no son nuestros amigos, pero que han estado con nosotros. Y a los que no han estado con nosotros, eh… que no están con nosotros ahora, como Margaret Chan. También ha habido cosas que nos han hecho crecer –"hasta aquí bien, ¿qué más? ¡Vamos, puedes hacerlo!"–, aunque también ha habido momentos embarazosos, raros y a veces directamente humillantes, ¿no? –Kate y sus amigas murmuraban, un sonido como de enjambre de abejas. Todo el mundo la miraba sin reírse, las caras largas. Perfectamente visible con la cámara de Matt, una gota de sudor rodó por la frente de Lizzie.
–Eh… ¡oh! A veces es como ver esos documentales. Ya sabéis, esos de animales que cazan otros animales acorralados en el Discovery Channel… –y nadie se rió. Lizzie, perdiendo los papeles, miró a Gordo, que hizo el gesto de coger un vaso, y luego señaló hacia el cartel de Margaret.
–C-creo que Margaret Chan querría un vaso de agua ahora mismo –dijo ella con un hilo de voz, y salió del atril para caminar hacia la mesita del agua mientras los murmullos se hacían más fuertes y sus rodillas temblaban más y más. Y entonces, la pesadilla. Como a cámara lenta, su zapato se enganchó en el borde de la alfombra roja, y Lizzie tropezó. Con un chillido, cayó cuan larga era en mitad del escenario, bajo los focos, llevándose la mesita, la jarra y los vasos por delante. Oyó el ruido de cristal roto, la risita de Kate, el rumor de la muchedumbre. Los McGuire se pusieron de pie, Matt levantó la cámara por encima de su cabeza y su madre soltó un "¡Cariño!" de gallina a su pollito que hizo eco en todo el Polideportivo. Mientras las motas de polvo volvían a posarse en el suelo, mientras Larry y Gordo se apresuraban a adelantarse para ayudarla y los otros para recoger el estropicio, mientras el profesor de Arte ponía a la banda de música a tocar otra vez, Lizzie, la cara contra la alfombra y a juego con esta, rogó: "tierra, por favor, por favor, trágame. Por favor". Pero la Tierra, naturalmente, no se la tragó.