Disclaimer: Final Fantasy no me pertenece, ni ninguno de sus personajes.
EDITO_26/09/14_ Hola, no sé qué decir. Solo tal vez que lo siento. Dejé esta historia temporalmente porque al tratarse de una pareja muy empolvada, no creí que tuviera lectores, así que puse todo mi empeño en otro fandom (Thorki, más específicamente). Al ver que me había equivocado quise retomar la historia, pero, ¡hala! ¿Qué creen? Se me había ido la inspiración. Todavía recuerdo muy bien de qué iba todo esto de los Okamis, la academia, blah, blah, blah... el martirio era no saber cómo transferir todos esos pensamientos a palabras. Vuelvo porque nunca estuvo dentro de mis planes abandonar. Solo deseo advertir que, si decides leer, voy a tardar en actualizar. Y no sé si para ti valga la pena. Esto es slash. Clack. Yaoi. No sé. Me disculpo especialmente con alysshearts y Taq. Si alguna vez regresan aquí, que sepan que les dedico el fic.
El titulo del capítulo proviene de la canción "Savior" de la película FFVII: Advent children.
Capítulo 1: Salvador.
Mamá no habría querido que yo hiciera estas cosas. La abuela se encargaba de recordármelo cada tanto, en lo que asomaba su cabeza canosa por el marco de la cocina, sin dejar de remover la mezcla para las galletas. "¿Por qué no optar por una carrera decente?" Preguntaba. A lo que yo simplemente replicaba con un ligero encogimiento de hombros. "¿Y qué diría tu padre?" Seguía. "Escúchame Cloud, no puedo ir por la vida sabiendo que mi único nieto va en camino a convertirse en un asesino."
Eso por sí solo solía ser suficiente para crisparme, y después de mucho cavilar y ser incapaz de responder con algo, me largaba a las colinas hasta el atardecer. Desde ahí lanzaba piedras que rodaban por la escarpada pendiente. Pensaba: "Ser parte de ese pueblo no puede ser tan malo", pero entonces veía a los soldados de pie en la frontera y como un ferrocarril que da vueltas sobre el mismo trozo de pista, volvía a pensar en ello y la absurda fantasía volvía a materializarse.
…
Un sábado cualquiera.
Vi la noche caer sobre Nibelheim y tuve que bajar de la colina. Resolví tomar la ruta del pueblo para evadir la oscuridad del bosque y además, buscar unos víveres que mi abuela me había encargado.
Jamás había estado en la plaza a tales horas, por lo que la visión carnavalesca del sitio me dejó fascinado con todas esas luces y colores. Había danzantes alrededor de la fuente, recolectando monedas, y un sinfín de parejas compartiendo besos o sonrisas en los alrededores. Vendedores de flores de todas las especies, formas y colores aparecieron, y un trovador que impregnó el aire con sus versos. De alguna forma, me recordó a la descripción maravillosa de las aldeas en un cuento fantástico.
Vagué un rato, recorriendo los mercados, completamente divertido y atendido. La gente me regaló cachivaches, relojes, pinturas. La gente me tiraba del cabello, ofreciendo comida o cualquier otro producto que pudiera llegar a interesarle a un muchacho como yo. Así pasé varias horas, comprando los víveres en nueve tiendas distintas y hasta llevé bolsas extra porque me obsequiaban libras de más para que volviera a preferirlos. Me había detenido a ver una película en la vidriera de una tienda de objetos electrónicos; y cuando quise darme cuenta, el tiempo pasó volando, era casi media noche.
Noté el súbito cambio que tuvo el lugar en sólo minutos. La gente corría a cerrar sus locales, desesperada por alcanzar la seguridad de sus hogares, y muy pronto las callejas empedradas del pueblo quedaron desoladas de no ser por mí que seguía de pie en medio con el encargo de la abuela entre las manos. Me quedé solo y en silencio, bajo el canto de algunos grillos y el aullido de algunos perros. La única farola de la plaza que mantenía encendida titiló, dándome a entender que debía apresurarme.
Sin saber muy bien la razón, eché a correr apurado casi estropeando el queso, sintiendo que me abordaba la exaltación de saber que hacía algo malo e iban a encontrarme. Atravesé calles y calles, alcanzaba ya el último tramo del camino eterno hacia casa… pero el destino no tuvo misericordia.
Había pasado de largo un callejón, cuando de pronto un grito desgarrador a mis espaldas me obligó a detenerme en seco. Fue como si el alma siguiera, y el cuerpo se manejara solo. Arrastré los pies de nuevo hasta allí, donde encontré a una mujer aferrándose a su bolso en lo que dos hombres tiraban de ella. Uno de ellos perdió la calma y la abofeteó tan fuerte que la tiró. Me puse en alerta. En cuanto el segundo hombre intentó escapar con sus pertenencias, me encontró atravesado en el camino.
—Quítate de en medio, niño —exclamó.
—De ninguna forma —logré responder, haciéndome el héroe—. Devuelva lo que se ha robado.
La mujer detrás de mí dejó ver una expresión muda de horror. Yo permanecí inmóvil, horrorizado, pero dispuesto a hacer lo que fuera por salvar lo que restaba de madrugada… o al menos eso quise creer porque ni mis agallas, ni mis ganas, ni mis intenciones fueron suficientes y los dos tipos sonrieron antes de apalearme y dejarme malherido. Dos puñetazos que me tumbaron sobre mis costillas y un millar de patadas en el abdomen y la cara. La comida se me resbaló de las manos y cayó al igual que yo, destrozándose. Quedé tendido en el suelo, con la frente escurriéndome sangre y el ojo morado.
—¡Perra! —vociferó uno, riendo.
—¿Te apetece escucharla? —preguntó el otro en mi oído. Algo palpitaba en mi cabeza. No entendí a lo que se refería hasta que lo vi: a la mujer la habían despojado de sus ropas y ésta trataba de defenderse inútilmente pataleando y chillando. Enmudecí. Me pareció que mis pulmones colapsaban. Cerré los ojos y aun así seguí viendo las imágenes—. Mírala —me ordenó el verdugo—. ¡Mírala! —su voz en aumento—. ¡Mírala, mírala!—En un impulso de rabia me pisó el cráneo—. ¡Miraa! ¡Te aplastaré, la mataré! ¡Mira!
Lloré cuando se posicionó entre sus piernas. El cuerpo del hombre fue adoptando la forma de una bestia… un lobo. Un lobo que destruía todo cuanto tocaba.
—¡Nooo! ¡Por favor, nooo!
Sombra sobre sombra. Me estaba desangrando...
Desde la esquina se oyeron disparos, pasos apresurados y el gorjeo de unas voces acercándose. Ruidos aquí y allá, apenas apreciables. Mi garganta se convulsionó y entonces sentí la presión ejercida contra mi cabeza alivianarse. Los dos licántropos miraban en todas direcciones con los ojos desencajados, les temblaba el labio inferior y sus cuerpos se habían encogido hasta convertirse en los de un ente asustadizo. De pronto pareció que el sonido se hizo más fuerte. El tipo tuvo un súbito arranque de ira, me levantó por el cuello de la camisa, mirándome con los ojos abiertos.
—¿¡Qué has hecho!? —profirió arrojándome contra la pared— ¿¡Qué es lo que has hecho!? —me lanzó un manotazo limpio a la cara y después me apuntó a la cabeza con un revolver.
—¡Nooo! —la mujer dejó salir un gemido.
—Ya déjalo, Caín —escuché que decía el otro lobo antes de que se le quebrara del todo la voz. Retrocedió. Todos levantamos la mirada hacia la cima del edificio. Allí, a contra luz, se alzaba imperiosa una silueta larga. El matón trastabilló ante su presencia un rato pero después reafirmó su agarre en el arma. Cerré los ojos.
—¡Nooo! ¡Nooo! —volvió a chillar ella.
Perdí la noción del tiempo contemplando el cañón que me apuntaba. Sirenas, aullidos…
—¡Nooo!
El sonido ensordecedor de la descarga resonó por todo el callejón como una nebulosa conmoción… pero el dolor nunca llegó.
—Por favor, por favor —me encontré a mí mismo repitiendo. Levanté la mirada temblando sin tener la más remota idea de lo sucedido. Ahora, para mi sorpresa, quien se hallaba frente a mí era la persona que había estado observando desde lo alto del edificio. Miré su postura. En efecto el disparo se había producido, pero él lo había desviado, agarrando por los brazos al matón para hacerlo retroceder.
—¿Estás bien? —preguntó por encima de su hombro. No pude verle el rostro pues toda su cabeza se hallaba cubierta por un pañuelo negro. Terrorista.
Del fondo brotó un gruñido. El hombre que antes acosaba a la mujer, dejaba entrever su verdadera forma transformándose en fiera. El tipo misterioso que me había salvado del inminente disparo reaccionó empujando a quien retenía para encargarse. Técnica, poder. Escaló las paredes perseguido por las bestias que una a una iba acabando. Su audacia era tal que parecía flotar en el aire. Una patada.
La mujer y yo presenciábamos absortos el encuentro cuando un lazo se desprendió del cielo, saliendo de la nada.
—Esto… —lo recogí en el aire.
A nuestro lado, otro ser con el mismo porte y la cabeza cubierta, apareció rodando con gracia por la carretera. Desvió una llamarada con su espada, ocasionando un pequeño incendio.
—Huid —ordenó antes de volver desaparecer tan fugaz como había llegado.
No obedecimos. Pasaron varios minutos. Observé las sombras proyectadas en la luz creada por las llamas. Lobos contra lobos. Sus movimientos recordaban dos figuras hechas de humo; efímeras, certeras. En ese instante la señora se me acercó. Se había acomodado ya el vestido.
—¿Está bien? —me preguntó. Mi rostro debía tener un aspecto desolador—. Tenemos que llevarlo a un hospital —la miré, obviamente mis heridas eran lo que menos me preocupaba. Ella entendió—. No me han hecho nada —dijo y yo respiré aliviado—, se han ido antes de que pudieran… —se cubrió la boca para no gritar— ¿Quiénes eran?
Me fijé en la cinta que acababa de responder, ondeando libre entre mis dedos.
—Ōkamis—respondí con seguridad.
Una barraca estalló por el calor.
—¡Debemos irnos!
Estuve de acuerdo, pero antes volqué una última mirada hacia atrás. Fue como si la escena se hubiera congelado. Sentí una maraña de sentimientos revolverse dentro de mis entrañas. Me deprimió sumamente la visión de los huevos, la leche y las verduras esparcidas por los adoquines de piedra, cuyas manchas se distorsionaban debido a la falta de luz. Ellos seguían luchando, podía acabarse el mundo y ellos seguirían luchando. Apreté los puños.
—¡Vamos! —insistió la mujer, tirándome del brazo—. ¡Dese prisa!
…
Después del incidente me volví un adepto del calendario. Todos los días sin falta me despertaba ansioso por ir a tachar los cuadritos, creando un caminito de X hacia una gran fecha señalada en rojo. No importó cuánto me rogó la abuela, cuántos problemas se me presentaron, ni cuán eterno se me hizo; sólo un día después de terminar la escuela me dirigí a la estación de tren, temprano. La abuela había salido corriendo detrás de mí, intentando detenerme con el teléfono en la mano mientras vociferaba a mi tía, del otro lado de la línea, que me había vuelto loco. Me persiguió en enaguas hasta el arroyo, donde me detuve. Me sorprendió que una simple tarea como esa la hubiera dejado tan agotada. Tuvo que doblarse sobre sus rodillas para recuperar el aire y seguir con el regaño.
—Debo seguir solo —musité para disponerme a cruzar el puente.
—No te atrevas —gritó mi abuela. Sus piernas delgadas se sacudían con violencia a la par de sus ojos que me mataban con solo mirarme—. ¡Coud detente, regresa en este instante! —de repente sentí su mano tirar de la manga de mi suéter—. No puedes dejarme.
—Lo siento… —la voz me salió más trémula de lo que hubiera querido.
—Cloud, como cruces ese puente te olvidas de que tienes una familia, ¿me estás oyendo?
—Yo también te quiero abuela, por favor cuídate mucho.
Fueron mis últimas palabras. Ella siguió gritando injurias, incapaz de seguirme más allá del puente, como si al cruzarlo se arriesgara a perder el alma.
Un campesino que cortaba el maizal de su cosecha se acercó para recoger a la abuela que lloraba tendida en el suelo. Yo tuve que apurar el paso para no hacer más larga la agonía, sintiendo que merecía ir al infierno por haberla hecho llorar.
Tuve algunos problemas para embarcar mi pesado equipaje, como si fuera poco. Nadie había apoyado mi sueño, de manera que esa mañana no hubo un alma al mirar hacia atrás; ni una palmadita en la espalda, ni una palabra de aliento. Solo, al reflejarme en los charcos. Solo, solo, solo. La gente corría de un lado a otro, comprando tiquetes de última hora o despidiéndose de sus familiares por lo que también resultó un caos alcanzar el andén que me correspondía. El encargado muy amablemente se llevó mi equipaje hacia la bodega del tren, verificó mi pasaje, me indicó el itinerario a seguir durante el viaje y finalmente se despidió deseándome buena suerte.
¿Cuáles habían sido las últimas palabras de mi abuela?
Al recordarlas pensé en mis padres y tuve que morderme el labio.
—¡Cloud! —se oyó a lo lejos. Me di vuelta en el mismo instante en que una persona me tacleaba y se abrazaba a mi pecho—. No puedo creerlo, no puedo creerlo —decía. Una voz desaforada y suave.
—Tifa…
—¿Cómo has podido…? Irte sin siquiera avisar.
Conocía a Tifa hacía años y aun así su expresión me resultó poco familiar.
—Perdóname —susurré cordial—. Sabes de sobra que no soy bueno con las despedidas.
—Tu abuela me lo ha contado todo.
—¿…En serio?
Ella asintió feliz muy a pesar de las lágrimas en sus ojos. —Solo quería que tuvieras presente cuánto lo admiro.
—Eh… pues vale… gracias.
—Vendrás a visitarme, ¿verdad?
—Sí.
Silencio incómodo. El capitán anunció gritando por el megáfono que partiríamos en dos minutos.
—Este… ya debo irme —me excusé, palpando los tiquetes bajo mi ropa.
—Por favor, cuídate.
No dije nada más. Subí al tranvía arrastrando los pies. Mis botas ahora pesaban el doble. Todo me pesaba el doble. Me picaban las manos, me dolía el estómago… iba a vomitar de la emoción. Cuando empezamos a movilizarnos, volví la vista hacia la estación que ya dejábamos atrás y comprobé que Tifa permanecía allí de pie, mirándome partir.
Tal vez si nos poníamos poéticos podríamos decir que aquel adiós significaba mucho más que una despedida. Sí.
…La vida acababa de empezar.
