Cinco meses, eso era todo lo que ella había dejado pasar desde que todo se dio por finalizado, desde aquel fatídico día, o noche, quizá más de uno, quien sabe. Las nubes y la oscuridad no le había dejado distinguirlo. Sí, la guerra había pasado y ahora tocaba recuperarse de lo sufrido, algo que el mundo mágico no veía muy claro.
Hermione Granger estaba en casa, pero esa ya no era su casa, aquel sofá en el que estaba sentada no tenía la calidez que solía tener cuando su madre paseaba nerviosamente una y otra vez ofreciéndole lo que fuese, o su padre le contaba como había ido el día en la clínica de odontología. Ya nada de eso estaba en pie, la guerra se lo había llevado todo, o casi todo lo que ella amaba, sus padres habían sido asesinados por los mortífagos en Australia, a pesar de haberlos llevado para su protección.
Miro el libro que tenía en la mano, pero no era capaz de prestar atención a sus líneas, su cabeza no podía pensar, no tenía fuerzas para ello. Se levantó del sofá, y caminó hacia aquella caja en la que su madre le había dejado una nota, y un obsequio, por si todo salía mal. La abrió de nuevo, el olor a madera vieja inundó sus fosas nasales, el olor a recuerdos. Desplegó el ya mugriento papel.
Querida Hermione,
Hija mía, no tengo mucho que decirte en esta carta, ni tiempo para escribir todo lo que me gustaría, no más de lo que tu padre y yo te hemos querido transmitir durante todos estos años. ¿Recuerdas que te dije que tenía algo especial para tu dieciocho cumpleaños? Aquí está, y este yo contigo o no creo que es una forma de seguir estando ahí, aunque no en persona si en tu corazón, por que como te contaba cuando eras muy pequeña, ya no lo recordarás; Aquellos a los que queremos no se van jamás, pues el amor siempre será superior a la muerte, no la derrotará, pues no se puede traer de nuevo a los muertos, pero siempre será superior a ello, no dejando que se vallan del todo. Nunca. Este anillo es una pequeña pieza familiar, la abuela me lo dejó a mi, y de la misma forma yo te lo doy a ti, mi amor, cuídate, y recuerda que papa y mama te quieren, estemos o no. Siempre, eternamente, contigo.
Mama.
Las lagrimas recorrían las mejilla de la joven hechicera, ya había pasado dos meses desde que tenía dieciocho años, pero no se había puesto ese anillo de plata con un pequeño rubí. No podía aceptarlo, sentirse tan sola ahora que Harry y Ron estaban haciendo prácticas para ser aurores. Caminó hasta uno de los primeros cajones con el anillo en la mano, sacó la carta que Mcgonagall le había enviado unos días atrás, podría recuperar el séptimo año, pero tampoco sabía si quería volver al castillo, temía sentirse perdida, más de lo que estaba. Agitó la varita y su baúl se materializó dejante suyo, completamente lleno, no perdería nada, no podría sentirse más perdida de lo que estaba.
En el castillo las cosas eran algo diferentes, el hecho de que todo hubiese terminado y la vuelta del director desde aquel limbo habían hecho las cosas mucho más llevaderas para los pocos alumnos que ya se encontraban allí, pues ese curso no iba a ser como todos los cursos en Hogwarts, menos alumnos y menos vida era lo que tenía el castillo entonces, a pesar de la leve alegría. No para todos, pues había una persona que si que había querido perderse en aquella guerra. Severus Snape no podía más, nada había cambiado después de haber saldado su deuda, no sentía la necesidad de pagarle aquello a Lily Potter, aquello había quedado atrás, pero él era un hombre sin vida, odiado por la mayoría, se sentía como un monstruo y esa sensación no había remitido como imaginó. Las clases no había comenzado y a pesar de que Albus le había dejado recuperar su puesto en pociones, no salía de las mazmorras para grandes cosas, el anciano ya comenzaba a preocuparse, algunos días subía a cenar, otros no, y el sabor que mejor recordaba era el del whisky de fuego que lo acompañaba a cualquier hora compartiendo alcoba con los libros. Así era, Severus Snape no le encontraba sentido a nada, su imagen era realmente penosa a su vista, aquella maldita butaca en la que estaba sentado, aquella maldita botella y el maldito vaso que no dejaba de volcar en su boca, maldito todo. Miró por la venta, el frío comenzaba a llegar, recordó que aquello le gustaba, pero no saldría a darse cuenta una vez más de que nada, nada. Había cambiado.
