Personajes: Cartago/Roma
Advertencias: Semi-histórico
Disclaimer: Hetalia Axis Power no me pertenece.


El cielo anaranjado arrastraba el azul cobalto, despidiéndolo hasta un nuevo día, dando la bienvenida al negro infinito. Era un cielo salpicado por miles de estrellas ya extintas, que aún así siguen brillando casi perpetuas, como testigos de tiempos remotos y deseos futuros. Cuentan que no existe el miedo a perder, sino el temor a ganar. Él y yo lo sabemos bien.

Hace frío en la oscuridad de la noche. Pero yo no lo noto.


Cartago no solía dormir durante noches así, no podía. A veces le asaltaban inquietudes que ni él mismo comprendía pero que le obligaban a mantenerse en vela, noche tras otra hasta que algo conseguía trastocar su estado.

Esa vez no fue diferente.

El tiempo pasaba despacio, lento, como una exhalación tenue. Hacía fresco en el piso superior, los balcones abiertos dejaban entrar la brisa marina. Cartago, tumbado cuan largo era sobre un triclinio junto al ventanal, leía pequeñas obras de escritores alejandrinos y helenos. Cuando no podía dormir, lo único que se le antojaba hacer era leer versos.

Se alumbraba con una única vela, danzarina y juguetona. Una pequeña luz naranja que dibujaba formas sombrías sobre los papiros, sobre las líneas y las palabras. Cartago entornó los ojos y suspiró, dejando los rollos a un lado y levantándose con algo de reticencia.

Se asomó al mirador. La luna casi llena adornaba el cielo oscuro y a lo lejos podía ver las brillantes luces de antorchas en el puerto, en los navíos. Apoyándose en la balaustrada, notó el frescor, acariciándole la piel caliente yoscura.

Miró hacia el horizonte.

Poco después nota que no está solo.

—¿Cartago?

Roma estaba detrás, frotándose un ojo, revolviéndose el pelo y bostezando largamente. Era una de esas épocas en las que alegaba que el mar se embravecía mucho para navegar y que prefería quedarse anclado allí que en Sicilia, dónde los siciliotas le miraban con malos ojos.

Cartago se terminó girando, con la luz plateada recortando su figura. Difuso, aun con sueño, Roma tuvo la impresión de que estaba envuelto en misterio. Uno de los pendientes del púnico lanzó un destello anaranjado.

— ¿Roma?… — vaciló, no le gustaba que le pillasen despierto, pensando en sus cosas. No quería explicar nada— ¿Ocurre algo?

Este sólo se encogió de hombros y se acercó despacio hasta quedarse a su lado, mirando también al infinito negro.

—No, me desperté y vi luz en el pasillo — volvió a bostezar — ¿No podías dormir?

La franqueza del romano a la hora de preocuparse era ciertamente inquietante. A veces sus intenciones las solapaba con otras cosas o cuestiones, pero no cuando se trataba de él.

—El pueblo está inquieto…— la verdadera razón. No era el frío, ni ninguna inquietud personal, si no la de su propia sangre, su mente de nación. —… aunque no lo parezca.

Roma sabía que Cartago siempre andaba de uñas con Siracusa y Sicilia y que eso le quitaba el sueño. Le angustiaba no saber que hacer para solucionarlo, y solidarizarse con él era lo único que se le ocurría. Por eso, sacrificando las restantes horas que tenía para dormir, había bajado a ver cómo estaba.

Los dos permanecieron en silencio, mirando la línea entre negra, azul marino y plateada del océano, allá en la bahía. Los barcos se mecían ligeramente sobre la mar rizada. Roma parecía ausente, más bien adormilado. Cartago no.

Pero querría estarlo.

—Roma, te estás quedando dormido.

La voz de Cartago nunca había sonado tan dulce, o eso le pareció Roma, medio apoyado en la barandilla de marfil, casi con la sien posada en ella. Roma gruñó y se levantó rápido, como si quisiera dejar ver que podía aguantar despierto. Cartago sacudió la cabeza, condescendiente y le tomó del brazo.

—Vamos, no quisiera que te cayeras por el balcón, las manchas de sangre quedan muy feas en el patio.

Roma refunfuñó de camino, mientras intentaba soltarse diciendo que era perfectamente capaz de mantenerse de pie, aunque lo decía con tal voz de sueño que era poco posible creerle. Cartago lo consiguió arrastrar hasta el triclinio dónde momentos antes él había estado leyendo. La vela proyectaba aun esas sombras suaves y danzarinas pero ya se estaba consumiendo.

Cuando Cartago la cogió, resbalaba cera hasta la base de cerámica. La llamita naranja se acercó hasta la mesa junto a la cómoda cama improvisada de Roma. Cartago no pudo menos que reprimir una sonrisa ladina.

El romano ya estaba dormido, relajado.

Cartago se sentó en el suelo, apoyando la cabeza en el estómago de Roma, el cual se removió despacio. Intermitentemente cerraba y abría los ojos y cada vez la vela era más pequeña. Cuando esta se consumió, Cartago se quedó a oscuras, escuchando la respiración pausada de Roma.

Oía grillos y tan sólo la luz de la luna le acompañaba ahora.


Roma se despertó tarde, como siempre sucedía. Abrió los ojos primero, despacio, pensando que Cartago se iba a enfadar con él por quedarse hasta casi la hora de comer en la cama. Sin embargo, al poco se dio cuenta de que no estaba en la cama y que Cartago no podría enfadarse con él por eso.

Lo tenía apoyado en el torso, sentado en el suelo. Profundamente dormido.

Roma se sonrió mientras se frotaba los ojos y bostezaba, como hiciera durante la noche. Pero no se movió, prefería quedarse así hasta que su amigo se despertara porque sabía que verlo en ese estado, de esa forma, era algo que probablemente no iba a poder repetir.

Junto a ellos, tan sólo queda un leve rastro de cera y un platillo de barro, contenedor del recuerdo de la llama naranja.