Primer acto.

"Durante el verano nos quedamos dormidos a la sombra de las acacias.

No escuchamos al viento desnudando los árboles. Ni oímos el clamor de la tierra al fundirse con la lluvia.

Cuando despertamos, encontramos el rostro de un invierno eterno."

Aprisa, me recogí el pelo en una sencilla trenza. Estaba impaciente por recorrer las calles de aquella ciudad donde, por la mañana, había anclado el circo ambulante de mis progenitores. Salí de mi tienda, sintiendo una fría brisa sobre mi piel: pese a que se aproximaba el estío, en las noches todavía refrescaba.

Me topé con mi padre junto a su carromato. Hablaba con otro hombre sobre el espectáculo de apertura del día siguiente: parecía estar ajetreado con la planificación de este. Me dirigí a él:

-Padre. Saldré esta noche -anuncié. El hombre me miró de refilón.

-De acuerdo -espetó con un deje de indiferencia-. No tardes: mañana hemos de iniciar temprano.

Me alejé apresuradamente, dirigiéndome hacia el núcleo urbano. Una vez estuve en medio del gentío, las miradas hostiles de algunos me recordaron mi condición: era una gitana, así lo denotaba el color de mi tez. En esta época mi raza era símbolo de sangre sucia, de raterío; mas ya estaba acostumbrada al desprecio. Proseguí mi sendero, perdiéndome entre las calles.

Una estrecho camino empedrado me llevó hasta las puertas de un bar. El murmullo de la gente, efusiva, me animó a entrar en este. Dentro, unos músicos callejeros tocaban una canción simple y llana: decepcionante; mas parecía agradar a la muchedumbre.

Me senté en un taburete, a pie de barra, y pedí una cerveza. El espumoso líquido bajó por mi garganta, provocando en mí un leve estremecimiento. Durante el tiempo que pasé en el antro, algunos jóvenes, ya ebrios, intentaron entablar conversación conmigo: los rechazé sabiendo bien su propósito.

Empezaba a aburrirme soberanamente cuando me pareció adivinar una figura extraña tras la puerta. Una máscara observaba tras los visillos, inquietante. Motivada por la curiosidad y, en parte, por el par de cervezas que me había tomado, decidí salir en su encuentro: algo en mí clamaba porque lo hiciese.

Una vez fuera, pude notar un intenso aroma dulzón que no había percibido antes: las flores de la noche comenzaban a abrirse.

Escrutiné el lugar con la mirada, mas no encontré rastro de la silueta que hacía breves instantes moraba tras la puerta.

Bueno, a fin de cuentas ya estaba fuera, por lo que decidí fumarme un pitillo en la quietud de la noche. En la calle no se escuchaba ni un alma, lo cual me inspiraba paz, quietud.

Fue en la tercera calada cuando reparé en una densa sombra al final del callejón. Serpenteaba. La visión de aquel espectro me heló la sangre. Apresuradamente, opté por dirigirme de nuevo al interior del bar, buscando amparo. Mas al tratar de abrir la puerta un escalofrío me recorrió la espina dorsal: allí dentro no había nadie. Lo que, en un principio, creí que se trataba de una burda jugarreta de mi mente ahora tomaba un propósito aterrador. Escuché una voz tras mí, la cual hizo que me girase al instante, topándome cara a cara con una fantasmagórica figura blanca: era aquel ser enmascarado.

Totalmente paralizada, el nerviosismo me tomó presa.

-Mira a dónde nos ha conducido la cacería en esta pálida luna, querido lobo. -Con un tono meloso, aquel ente habló.

-Estoy impaciente. -Una segunda figura, vapórea, etérea, ondeaba sobre la otra.

Había escuchado de ellos en mi niñez, como cualquier otro infante. Precisamente por eso, el absoluto terror me asfixiaba: era la muerte quien había acudido a por mí. "Debes escoger: la flecha blanca de la cordera o la dentellada carmesí del lobo", rezaba la historia. ¿Debía responder yo a tal inclemente cuestión?

-No temas, mi niña. -dijo la cordera.

Mas, movida por el pavor, comenzé a correr, tratando de alejarme de aquella fatalidad. Con todo el ímpetu que me permitían mis piernas, recorrí las callejuelas, desiertas, en busca de refugio. Me detuve un breve instante, tomando aire, no recordaba aquellas calles tan laberínticas.

-No puedes huir -bramó la dulce voz a mis espaldas.

-Y no puedes confrontarnos -rió el oscuro.

-¿Habéis venido a llevarme? -pregunté, tratando de no titubear.

Como respuesta la cordera tensó el arco que portaba en sus manos. Apuntó hacia mí. Aterrorizada, cerré los ojos y deseé que una fuerza divina me salvase de aquello; mas sabía bien que no existía piedad ninguna ante la muerte.

-Patético. -La sepulcral voz del lobo rió.

-Cálmate joven. No pretendemos llevarte -sentenció la blanca.

-No todavía -alzó la voz el otro.

-¿Qué queréis entonces? -advertí una lágrima que serpenteaba por mi mejilla, perdiéndose en la comisura de mis labios.

-Esta noche hemos acudido hacia tí para regalarte una advertencia. -Corearon los Kindred.

-El destino, inalterable, te guía hacia un desdichado cauce -rezó la cordera-. En manos de otro dejo tu sentencia. Será entonces cuando la flecha te conduzca al purgatorio.

-¿Debes de ser tú quien lo haga, cordera? -interrumpió el negro- Tengo sed.

-Lo sé, querido lobo. Mas esta vez debe de ser dulce y no amargo -sentenció la otra y prosiguió-. Sobrevivirás tres veces, nunca una cuarta. Será de ese modo.

-No te resistas -amenazó Wholyo- seguiremos tus pasos.

El mutismo se apoderó de mí. Me temblaban las piernas. Antes de que articulase respuesta alguna, las dos figuras desaparecieron, fundiéndose con la negrura.

Emprendí el camino a casa alterada. No podía poner en orden mis pensamientos. Aquella escena dantesca, vivida minutos atrás, se me antojaba incoherente: fruto del más nítido sueño.

Una vez llegué a mi carpa me despojé de todos mis atuendos. Desnuda ante el espejo, adiviné algo en lo que no había reparado antes: una oscura mancha violácea se extendía a lo largo de mi clavícula. Maldito día en el que me desperté. Aquel estigma era, podía ser, síntoma de la mortal enfermedad que azoraba el continente: el platirium.

Había observado antes aquel vestigio, en la señora Marlin, funambulista. Poco después había muerto, no sin antes padecer terribles dolores. Luego se había cobrado la vida de Hantz: el anciano mecánico que revisaba las atracciones. Las misma marca estuvo también presente. Y luego cayó otro, seguido de otro más: la enfermedad se había sesgado ya la vida de un tercio de la plantilla circense.

Comenzé a llorar. Conocía también las reglas del circo al respecto: como precaución, todo aquel que mostrase síntomas quedaría automáticamente desterrado, puesto que la enfermedad era sumamente contagiosa.

Mas yo no pecaba de imbécil ni quería arriesgar la vida de otros: debía notificarle a mi padre mi condición, si es que esta seguía empeorando. Si realmente estaba condenada, la afección se extendería por mi cuerpo en cuestión de días.

Aquella noche no pude pegar ojo. Tampoco la siguiente. Me desvelaba en el lecho presa del temor y la duda. Al amanecer del segundo día, cuando el alba comenzaba a despuntar y el rocío se posaba sobre el alféizar de mi ventana, volví a examinar mi cuerpo buscando rastro de aquella infamia. Aquello no era novedad puesto que repetía el ritual cada pocas horas, lo que sí me turbó fue el hallazgo de una nueva mancha, mayor todavía que la anterior, en uno de mis muslos. Definitivamente ya no había esperanza para mí.

Entre llantos, hablé con mi padre aquella mañana. Al principio se mostró reaccio a creerme, pero tras examinarme confirmó la sentencia. Siendo yo su hija, se hizo evidente su profundo pesar; mas nada podía hacerse para remediarlo. Cabizbajo, el hombre dejó caer las lágrimas. Ya había perdido a dos de mis hermanos, ambos varones: ese hecho le había proporcionado fortaleza y una coraza inquebrantable.

Mi padre, como último gesto, me tendió una tarjeta. En doradas letras se leía el nombre de una compañía teatral.

"Busca trabajo aquí. Tengo entendido que acojen a desvalidos y enfermos; mas dios sabe que tareas les darán. Sé prudente: si notas algo turbio, lárgate en cuanto antes". Con cierto recelo acepté el consejo: aun sabiendo que era la actitud más prudente, ¿qué padre deja partir a su hija agonizante?

No hubo reproche alguno por mi parte, no merecía la pena. Al fin y cabo mi etnia siempre había actuado de este modo: éramos criaturas errantes que, acostumbradas al modo de vida más hostil, no teníamos reparo alguno en dejar atrás a nuestros seres preciados.

Enfundada en una ligera capa y con lo justo en un fardo, partí en busca de un lugar donde quemar los últimos días de mi corta vida. No temía tanto a la muerte como a la negra agonía. En mi mente, evoqué las palabras de la cordera: "Sobrevivirás tres veces" había anunciado esta. Crucé los dedos para que así fuese, aunque ninguna esperanza albergarse ya mi corazón.

Llegué a las puertas de un antiguo teatro. La estructura, lejos de alzarse regia e imponente, daba una deprimente impresión: la fachada desgastada y medio en ruinas no invitaba precisamente a aventurarse en su interior. El edificio se erigía enmedio de una plazoleta, al final de una estrecha callejuela.

Titubeante, llamé a la puerta. Una vez, dos... a la tercera una voz profunda se escuchó al otro lado.

-¿Quién llama? -Un ojo se asomó tras la mirilla, viéndome.

Mi padre me había dicho que fuese de su parte, puesto que aquella compañía estaba asociada con el circo, asi lo hice:

-Vengo de parte del señor Azavel -carraspee-: el dueño del circo que...

Sin más dilación se abrió la puerta. La figura del hombre que me había permitido el paso era alta y encorvada. Su tosco y afeado rostro me provocó aversión.

-He escuchado de ti. Tú padre me notificó tu llegada esta mañana por correo urgente -dijo- Permíteme presentarme, soy el señor Heich, dueño de este teatro. Tu nombre era...

Tras decírselo, el hombre, con un gesto, me invitó a que pasase al interior. Si por fuera el lugar ya denotaba descuido, abandono, por dentro era todavía más deprorable. La luz entraba por una claraboya, alumbrando tenuamente el hall. Los muebles, antiguos y ornamentados, lucían terriblemente empolvados. El ambiente era lúgubre y triste.

-Por tu cara, puedo adivinar tu primera impresión -sentenció el hombre-. Pero alguien al borde de la muerte no puede pedir mucho tampoco. Confórmate.

-Lo haré -dije entre dientes. Me incomodaba la impertinencia de ese tipo.

-Aquí lo principal es el espectáculo -anunció-: Ofrecemos morbo a la gente que acude a evadir sus pensamientos sobre la desdicha... tan presente en nuestros tiempos -tras una breve pausa prosiguió-. De echo ahora estamos ofreciendo un acto. ¿Quieres verlo? Hablaremos después de tu función aquí.

-Pero... -dudé- estoy enferma. No creo que sea lo correcto involucrarme entre el gentío.

-Limítate a obedecer sin rechistar -me dijo.

Caminamos hacia el salón. Yo tras él. Una vez en este, observé las dos figuras que danzaban en el escenario.

Un hombre esbelto, de cabello negro y largo, lacio, interpretaba al lobo justo con la misma máscara que, noches atrás, había visto. Se movía por el escenario como pez en el agua, grácil. Con gestos marcados, teatrales, perseguía a una mujer que fingía temor de manera bastante forzada. El contraste entre aquellas dos personas me provocó una sonrisa.

Una vez terminó la función, el actor se quitó la máscara, dejando ver un rostro armonioso, de facciones bellas.

Me estremecí cuando sus ojos vivaces se clavaron en mí: parecía estar mirándome entre toda aquella gente.

Una vez concluida la función, Heich me indicó que lo siguiera. Cruzamos un pasillo hasta dar con el sórdido cuarto que, intuí, sería el mio los consecuentes días. El olor a moho y naftalina me provocó una mueca de repudio. Leyendo mi rostro, aquel hombre sonrió: no entendí el gozo que le provocaba la incomodidad de otros. Devastada y sin más remedio, acepté la habitación; puesto que no me quedaba amparo alguno, ni disponía ya del suficiente tiempo como para buscar cobijo en otro lugar.

-Trabajarás preparando el atrezzo -me anunció el hombre-: no he encontrado otro oficio propicio para ti. Tómalo como una bendición, le debo un favor a tu padre y esta es mi manera de pagárselo.

Me limité a asentir.

-Si fueras otra sabes bien que te pediría -continuó-. ¿Agradeces ahora tu condición enferma?

Ante tales palabras viles, fruto de la perversión carnal que se ceñía en las entrañas de los hombres, no pude evitar rechistar: ningún humano tan bajo me enderezaría con el yugo de su desprecio; mas el reproche fue fútil, tampoco esperaba que repercutiese de otra forma.

Antes de irse, Heich me explicó que tareas hacer, asi como las horas a las que debía acudir a desempeñar mi función, que no era de vital importancia, si no solamente una distracción.

Debería asistir cada tarde a organizar el decorado para el espectáculo: estos solían darse por la noche. La tarea se desarrollaría en un cuartucho del cual me entregó la llave. Quedé resignada entonces, conformándome, a consumir mis últimas horas en una compañía de teatro vulgar.

Me pregunté que haría aquel hombre cuando me sobreviniese la agonía, respondiéndome a mí misma: nada.

Las manchas violáceas habían continuado cursando sobre mi piel. No obstante, no me sentía enferma, nisiquiera febril. ¿Por qué lo inminente se postergaba en mí, dotando a mis horas de amarga impaciencia?

Aquella noche, cuando me disponía a dormir, alguien irrumpió en mi cuarto, importunándome.

Al principio escuché los pasos acercándose, a la vez que dos voces masculinas interactuando entre si:

-Estas no son formas. -decía la primera, de tono grave.

-No me importa: es solo una moribunda y debo, en este mismo instante, aclararle las cosas. -habló una segunda voz, melódica.

Llamaron a la puerta y, sin que me diese tiempo a articular respuesta, abrieron.

Un hombre robusto, de pelo corto, acompañaba al segundo; el cual reconocí al ser este el actor que había visto horas atrás. Él habló:

-Tengo entendido que te han asignado servirme -dijo.

-¿Servirte? -alcé una ceja.

-Discúlpalo -habló el otro-: Ha bebido demasiado y esta exaltado. Y discúlpame a mí también por acudir a ti de este modo.

-Ya no importa -traté de ser amable- ¿Qué es lo que queréis?

El actor se cubría la boca con un pañuelo: no era difícil ver que me trataba como una apestada. Probablemente ya se había extendido la noticia sobre mi enfermedad. Pude observar como me escrutinaba, minuciosamente, con su mirada: sus ojos, almendrados, poseían ciertos tonos rojizos que los enrarecían.

-Solo quería informarte que no es necesario que acudas al taller -dijo el actor-. Te insisto: no vengas.

No había en él ni un deje de educación, por lo que decidí espetar:

-Si no acudo me quedaré en la calle. Me estoy muriendo -reclaqué-, y moriré en ella.

-Y si acudes, querida, podría sufrir la desdicha de contagiarme: entonces moriría yo. -me replicó.

-Discúlpame pero yo no sabía que me dispondrían junto con otra persona -alcé la voz-; mas no está en mis manos el poder remediarlo. ¿No podrías tú, que tienes más influencia, consultarlo con tus mayores?

-Que impertinencia. -murmuró.

-Ya lo ha hecho -habló el otro, quien hasta el momento se había limitado a permanecer espectante, apoyado en el marco de la puerta-; pero el jefe se ha negado en seco a la petición de Jhin.

De modo que ese era el nombre de aquel cretino. Opté por dirigirme a él de esa forma:

-Escúchame Jhin, te pido por favor que tengas en consideración mi estado -dije-, de todos modos mi estancia aquí no se alargará muchos días y podemos tomar precauciones para...

-No -se cerró en seco-, además, primero me tuteas y luego me llamas por mi nombre... ¿Acaso tienes educación?

-Ya basta Jhin -dijo el otro, tirando de su brazo-. Vámonos.

-No quiero verte aparecer mañana. -dijo Jhin antes de abandonar el cuarto.

Entendía en parte a aquel joven, que por osado que fuese me había dejado las cosas claras. De todos modos, mañana me presentaría al taller: si era cierto que le habían negado a Jhin su propuesta, este, por más que quisiera, no podía tomar represalias contra mí.

Por otra parte, me sorprendía el contraste del moreno: en el escenario, ágil como una gacela, fino y delicado, parecía un ser afable; mas en la realidad había resultado ser alguien impertinente y tosco. No tenía ganas de escuchar las increpancias que saldrían de su boca mañana, al verme.

Al día siguiente bajé las escaleras que conducían al sótano con hastío: no tenía ninguna gana de volver a mediar palabra con aquel hombre. Se presentaba un día desalentador.

Abrí la puerta del taller, encontrándome al pelinegro enfrascado en la tarea de engrasar unos engranajes.

-Maldición -suspiró al verme.

-Lo siento. -dije yo, por incercia. Renegué de mi estupidez: no debía retractarme ante él.

-Bueno -dijo sin quitar la vista de encima a la maquinaria-, es inevitable; pero debes saber que trabajo en solitario. Tú limítate a permanecer quieta y muda en aquella esquina -señaló al punto más alejado del cuarto- como una estatua.

Desde pequeña aprendí a no mostrar sumisión ante aquellos que, incentivados por sus razones personales, desprestigian la humanidad de otros. Las palabras de ese hombre herían mi orgullo: aún enferma era yo totalmente válida para desarrollar la tarea asignada. En otro caso, tal vez me hubiese limitado a obedecer; mas afloró en mí la rabia, incentivada por sus palabras, que me condujo a replicarle:

-No haré eso. -dije.

-Bien. Entonces vete -ordenó el moreno.

-No. -me negué.

-¿Entonces qué quieres? -preguntó Jhin- ¿Has venido aquí a ofuscar mi existencia?

-Que exageración -sus palabras, dramáticas, exageradas, provocaron en mí una leve sonrisa. -Dame una tarea.

-¿No es suficiente la de sentarte y observar? -el actor me miró con enojo.

-No tengo ganas de procastinar.

-Jamás vas a trabajar aquí, de modo que no existe procastinación alguna. -sentenció.

Se me hacía difícil tratar con ese hombre tan enrevesado. Parecía no haber forma de que cediese, de modo que decidí sacarle de quicio. Me dirigí a la esquina que él me había indicado, no sin antes tomar un taburete que situé allí. Sentada en este, comencé lo que sería un improvisado monólogo: seguro que este le molestaba hasta tal punto que cambiaría de opinión. Debía arriesgarme.

-Jhin -aclaré mi voz y comencé-: veo que además de actor eres tramoyista. Que virtuoso hombre! -bromeé. Lo observé morderse el labio inferior- Durante años, y pese a mi corta vida, yo también me he dedicado al espectáculo, en el circo. Mi familia...

-Oh, dios santo. Detente -me interrumpió-. Me desconcentras. Además de dedicarte al circo: infame manera de mancillar el arte.

-De modo que me estás escuchando -sonreí-. El circo es un arte tan válido como el tuyo. Ayer vi tu obra: nunca hubiese imaginado que aquel hombre que danzaba en el escenario fuese un hipocondríaco. Por que lo eres, ¿No es así? -dije, acusándolo por su rechazo la noche anterior.

No llegó a mi respuesta alguna. El silencio invadía la sala.

-¿Jhin? -pregunté.

Tras unos instantes, espetó:

-No voy a caer en tu juego. -Altivo, recogió sus herramientas y abandonó la sala. No sin antes decir: -Si la obra de hoy sale mal, sepas, querida, que será por tu culpa.

Aquella noche, evidentemente, no acudí a visualizar el espectáculo. No obstante reconozco que me hubiese reído si, en el momento de mayor efusividad, parte del escenario se hubiese derrumbado. Me imaginé a Jhin, con el rostro desencajado, maldiciéndome entonces.

Me encontraba en el balcón, tomando aire fresco, cuando desde este pude adivinar la figura de la cordera sobre un antiguo pilar, reconocí también al lobo. Parecían espectantes, acechando a alguna presa. Inquieta, me dispuse a salir a su encuentro. Ya no había motivo alguno por el cual renegase de ellos: caería en sus brazos dentro de poco. Mas el motivo que me condujo a abalanzarme en su encuentro fue una pregunta que rondaba por mi cabeza últimamente: ¿Qué había querido decir la sentencia, en prosa, de la cordera? aquella frase sobre mi muerte que anunciaba que no sería hasta la cuarta vez mi hora de fenecer.

Salí a la calle, pudiendo dar con los Kindred, quienes todsvía moraban sobre el cimiento.

La cordera reparó en mí:

-Síguenos. Te lo mostraremos. -me dijo. Se puso en pie y emprendió su rumbo dando pequeños saltos. Fui tras ella.

Dejamos atrás la plaza. La luna, alta en el cielo, bañaba de luz las angostas calles. La noche era cálida: pronto llegaría el verano.

El negro aulló y la mansa comenzó a acrecentar el paso. Nunca había presumido de ser rápida, me costaba llevarles el ritmo.

Llegamos hasta un coqueto parque.

-Refugiate aquí. Observa. -Corearon los Kindred.

Me escondí tras un roble, obedeciéndolos. Sentía los brotes de hierba húmedos entre la abertura de mis sandalias.

Los Kindred treparon, aprisa, hasta alcanzar la cúspide de un árbol cercano.

Rápidamente alcancé a ver, a los lejos, la silueta que alumbraban las farolas: parecía ser un hombre alto y delgado. Una máscara, que se me antojó aterradora, le cubría el rostro. Con un revólver, apuntaba a su víctima, una mujer joven que, con el rostro desencajado de horror, suplicaba entre llantos, cubriéndose la cara.

Aquella figura apretó el gatillo. Al salir la bala emitió un sonido musical, similar a una nota. La sangre empezó a brotar, incesante, del hombro de la mujer, creando una alfombra carmesí en el empedrado.

-Es la hora, lobo -escuché decir a la cordera.

-Todavía no -bramó este-: ahora viene la mejor parte.

El arma disparó otra bala, que impactó en el estómago de la mujer. Escuché al hombre susurrar una antigua melodía. Yo también la conocía, se titulaba: "Prefacio al tránsito"

Una tercera bala salió, dándole de lleno en el pecho, seguido de una cuarta que provocó que el cráneo de la mujer estallase. Sus sesos quedaron desparramados por el suelo. Noté mi pulso acelerarse por el pavor.

Vi cruzar una flecha que, dejando una estela blanca y vapórea, se clavó en el cuerpo ya sin vida de aquella mujer.

Alcé la vista en busca de los Kindred, sin hallarlos.

Agazapada, me deslicé, serpenteando, hacia unos arbustos cercanos. Rezaba para que aquel demonio no me viese. Escuché sus pasos. Contuve la respiración tanto como me fue posible. Una vez lo sentí alejándose suspiré. Sentí un líquido húmedo escurrirse tras mis piernas; mas no era orina si no que se trataba de mi propia excitación. Una oleada de asco y repudio hacia mí misma me invadió: los instintos que, arraigados en mis entrañas, combatía en silencio, ahora se manifestaban ante el más cruel y visceral espectáculo.

Deslicé mi mano por mi entrepierna, aliviando a mis más oscuras sombras.