Respira
Dicen que la alambrada de nuestro distrito está menos electrificada que la de otros, que hay menos agentes de paz, más manga ancha. Son cosas que dicen. También dicen que la carne que comemos a veces viene del bosque, aunque tampoco es que comamos mucha carne últimamente, más bien poca. Más bien nada. Dicen que allí dentro hay alimañas y bichos, cosas salvajes que te arrancarían el brazo de cuajo, que es fácil morir. Podría ser. También he oído que se pueden encontrar todo tipo de cosas comestibles, frutos, raíces e incluso plantas que sirven para curar. Se comenta… Se comenta que a veces mi padre iba allí, que se saltaba las normas, que usaba armas y traía comida. Ese tipo de cosas he podido escuchar.
En la ciudad la gente me mira raro, me mira como diciendo Oh sí, es él, pobre muchacho. Susurran entre ellos cosas del tipo: pobre familia. Pobres chiquillos. Es una pena. Su madre no va a poder, morirán. Morirán. Morirán. Morirán. Lo odio. Los odio a todos. Escucharlos me hace sentir como el polvo de ceniza que se te mete en los huesos y a veces te impide respirar.
Respira, me digo. Tú respira y ya está.
Atravieso el Quemador y me miran menos, pero murmuran igual. ¿Es ese? Ese es. Ha pedido teselas para toda su familia, ¿cuántas lleva ya?, ¿quince, veinte? A saber, pobre chiquillo, si no se muere de hambre ya sabes dónde va a acabar.
Respira y punto.
Debería de comprar harina, comprar aceite, pero con dos monedas no va a llegar. Por eso compro una cuerda. Un solo trozo de cuerda, que me ha enrollado el hombre en la flaca muñeca como con mil quinientas vueltas. Todavía me queda una moneda y tal vez la cuerda se pueda cocinar. Es una buena compra, me digo. Claro que lo es.
En la Veta ya no me mira nadie, la gente no está mucho mejor alimentada que yo, y mientras avanzo hacia La Pradera la gente, sencillamente, ya no está. Quedamos el prado verde, la alambrada y yo. De fondo hay un espacio por investigar, denso, espeso, peligroso, tal vez mortal.
Respira, que no es tan difícil, chaval.
Pero yo creo que vivir no es respirar, sino hacer. Así que lo hago, busco huellas de animales, pequeños senderos, lo que sea que vaya de lado a lado. Cuando los encuentro lanzo piedras al alambre de espino y ahí está, no saltan chispas, mi llave hacia la supervivencia está justo aquí. O hacía la muerte, ¿quién sabe? Podría acabar devorado por alguno de esos bichos y aún así sería mejor seguir muriéndonos de hambre, más rápido al menos.
Respira un poco más.
Me arrastro, avanzo lentamente, sin hacer ruido. Lo importante es que nadie me oiga, que nada me escuche, ser como aire, que no se pueda tocar. Cuando quiero darme cuenta estoy dentro, tengo tierra hasta en la orejas y el alambre me ha abierto un boquete en el pantalón. Me incorporo lentamente sin dejar de avanzar, primero a cuatro patas, luego de rodillas y mucho más tarde de pie. Sigo avanzando despacio, yo y mi cuerda, solo nosotros dos y el murmullo de mil cosas más.
Y de repente, lo siento. Soy como aire limpio que llena pulmones y regala vida, no como cenizas ni polvo de carbón. Las extremidades responden al movimiento con movimiento, la cabeza piensa mil veces mejor, me siento ligero, libre, viento. De repente, puedo respirar.
