Luz de luna como farol, alumbra la habitación del que le teme a la ceguera nocturna.
Afuera el viento canta y arrasa con las nubes, llevándoselas a tierras más lejanas, aquí nadie las echará de menos.
Son otros tiempos, tiempos de oscuridad y brujería. A esta hora era de suponerse que todos estaban resguardándose de las tinieblas en sus camas.
En lo más profundo de las paredes impenetrables, en el corazón del castillo, donde solo los fantasmas podían deambular, ignorantes del paso del tiempo... En la última habitación, se acunaba la princesa en su cama.
Entonces entró allí solemne y en total silencio, era un santuario y él sentía que era demasiado sucio para pisarlo.
Allí había una mujer, de eso estaba seguro, podía oler las flores del bosque perfumando la habitación.
Acercó las manos al velo que recubrían el nido de la doncella, dejando al descubierto su silueta descansando de la tragedia del mundo exterior.
Por más que intentase engañarse a sí mismo, ella tenía los ojos abiertos; estaba despierta y lo miraba.
Esos eran los ojos más negros que había visto en toda su vida. Parecía que en cualquier momento esa oscuridad del terror saldría de ellos y lo consumiría todo.
La princesa, silente, no se molestaba en parpadear.
Sabía que era su hora.
Estaba viendo a la misma muerte frente a ella, pero su cuerpo se encontraba demasiado débil como para temblar y su corazón demasiado cansado como para temer.
La luna era el foco que iluminaba el mórbido escenario donde las manos del caballero exprimían con firmeza el cuello de la princesa, quien no daba lucha alguna.
No porque no quisiera, no podría. De su boca ni siquiera salían lamentos por el dolor y el desespero inexplicable al no poder recibir aire.
Estaba todo tan silencioso que bien podía escucharse el cuero de sus guantes rechinando al apretarle la garganta y el carnal sonido de la tráquea siendo lastimada.
La adrenalina de matar a otra persona brillaba por su ausencia en esta ocasión. Extraña cosa.
Todo silencioso, de ensueño, en inercia y frío, como una película en cyan pasando frente a sus ojos. Entre su arrebato creyó sentir el roce de unos dedos tocando su muñeca, fue una sensación tan frágil y fugaz que no estaba seguro si había sido real siquiera.
En los últimos segundos pudo presenciar como unas gotas de agua brotaban de la oscuridad que tanta congoja le daba ¿Eran lágrimas de tristeza o rabia? No le servía de nada sacar sus propias conclusiones y tampoco podía preguntarle a un cadáver.
La princesa rompió el silencio con un último suspiro.
Había entrado al sueño del que no podría volver a despertar.
Esos ojos se quedaron mirándole hasta el final, acusándolo de lo que había hecho. Probablemente le perseguirían para siempre, pero él estaba acostumbrado a lidiar con la sensación de que todo a su alrededor se quemaba y destruía interminablemente.
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Él recorría los mismos pasillos todos los días, y podía sentir la inusual brisa pasar a su lado, susurrando, erizándole los pelos.
El olor de las flores del bosque seguía allí.
