El llanto de la serpiente
Eran un grupo extraño: Draco Malfoy, el espía que no sabía diferenciar entre el bien y el mal; Astoria, la niña sonrojada sin nombre propio y también un hombre que quisó parir, una cantante cuya edad eran todos los años maduros, un lobo que se crió entre hombres y un mayordomo que se creía basilisco…
Capítulo 1: El vestido azul
Apareció delante de él como un espectro, era una aparición terrorífica. Iba descalza y con el camisón demasiado largo, arrastrándose por los pasillos de la mansión. No era ella la que le había despertado, sino un sonido que parecía agonizante, agudo, doliente, como el llanto desesperado de un bebé. Se había levantado con la boca abierta, la saliva mojando su almohada y su lengua completamente seca. Había recorrido los largos pasillos y había bajado las escaleras de incontables peldaños para coger un vaso de agua con el que saciar su boca seca. Sólo por las noches se daba cuenta de la inmensidad de su hogar. Ahora resultaba más terrorífico que nunca.
Ella, como si fuera un fantasma de una época lejana, seguía caminando por los pasillos, buscando quizás a otro fantasma. Draco Malfoy se detuvo en la boca de una galería, observando cómo ella caminaba sin un destino fijo. Le estaba dando la espalda, y su cabello rubio con algunos mechones negros caía sobre su espalda. Era la primera vez que se fijaba en la extravangia de su cabello.
- Mamá- la llamó Draco, sujetando con fuerza un vaso de cristal con agua. Ella no se dio la vuelta inmediatamente, sus pasos eran lentos como si su delgado cuerpo le pesara.
- Estoy buscando a tu padre Draco, no se encuentra en la cama. Debe haberse levantado- su voz era un suspiro.
- Papá no está aquí- contestó Draco, sin moverse de su posición- Está en Azkaban.
Para alivio de Draco, su madre asintió con la cabeza, lamentándose de su despiste. Por un momento había temido que ella lo acusara de mentir o le preguntara cómo podía estar diciendo eso. Si su madre perdía la cordura, sabía que él también lo haría en cuestión de segundos. Su madre era su fortaleza, lo único que le quedaba.
- Volveré a la cama, entonces- dijo Narcisa, sonriendo débilmente a su hijo antes de volver a su habitación.
Ni siquiera su casa le era familar. Se había transformado en un laberinto de pasillos anchos y techos largos, muros grisáceos y lámparas de tenue iluminación. Había perdido todo el brillo y la exuberancia por la que una vez había sido conocida. La mayoría de los retratos y las esculturas que habían decorado las paredes habían sido requisados y ya sólo quedaban trastos inútiles abandonados por los pasillos. Una mitad de la casa estaba abandonada, completamente vacía, y la otra estaba abarrotada con extraños objetos, la mayoría inservibles, que se acumulaban por los pasillos dificultando el paso. Sólo habitaban la mansión Draco, Narcisa y dos elfos domésticos que no tenían ningún lugar al que huir. Lucius los había tratado como esclavos y Narcisa, agradecida a aquellos dos que se habían quedado, los trataba ahora con una veneración exagerada, como si fueran miembros de la familia. Draco creyó que el mayor motivo era que se sentía sola y que incluso la compañía de los elfos le satisfacía.
También quedaban recuerdos en aquella vieja mansión, atascados en las esquinas como si fueran boogarts que buscan la oscuridad en la que alojarse. Justo después de que Lucius Malfoy hubiera sido apresado por los trabajadores del ministerio para ser llevado a Azkaban, la casa se había quedado en un sepulcral silencio, aunque en la cabeza de Draco aún se repetían los gritos ansiosos de su padre.
- ¡Ahí otra vez no!- exclamaba, clavando sus largas uñas en los brazos de sus apresores- ¡Fue una maldición Imperius! ¡No hice nada bajo mi voluntad!
Draco escuchó sus mentiras en silencio y se quedó quieto en la entrada de la mansión, viendo cómo arrastraban a su padre fuera de su hogar. Draco no mostraba ninguna expresión, se guardaba para él el gran vacío que se estaba comenzando a gestar en su estómago. Escuchaba detrás suya el llanto apagado de su madre. No se acercó a ella, el sufrimiento y el desasosiego siempre se padecían en soledad. Esa sensación de abismo que había sentido había sido completamente egoísta, no se alegraba de que su padre fuera a pasar el resto de sus días en Azkaban pero tampoco era lo que no le permitía dormir por las noches. Era la supervivencia, la pérdida de ideales y de propósitos de vida. Voldemort había caído y Draco, sin comprender por qué, sentía una sensación de alivio que debería estar prohibida para cualquier mortífago. Había tenido miedo de la falta de compasión que mostraba Voldemort y quizás su cobardía había sido la que le había hecho humano.
Se lamentó al darse cuenta de que los recuerdos que se aferraban a las paredes, (como aquel hueco en la pared que había creado al robarle la varita a su padre cuando tenía cuatro años) no eran tan numerosos como los recuerdos de Hogwarts. Ese castillo que ahora estaba siendo reconstruído había sido su hogar durante los años más importantes de su vida. Ahora tenía 18 años, sólo había pasado un año desde la Gran Batalla, aunque parecía que habían pasado milenios desde que el cuerpo del más poderoso mago tenebroso se había convertido en polvo.
DRACO MALFOY. UBICACIÓN
Los recuerdos de los niños son frágiles, incluso poco fiables. El mundo en el que viven es tan cambiante que se abrazan a ideas fijas, las cuales no siempre corresponden con la realidad. En los primeros años de vida de Draco Malfoy, había decidido que los dragones y sus bocas furiosas y abrasantes de fuego no podían (aunque compartieran nombre) ser más fuertes o admirables que él. Era el tipo de niño que creía que, con su mente imaginativa y su voluntad inquebrantable, podía moldear el mundo a su antojo.
Las criaturas mágicas perdían fiereza según su decisión y las personas que lo rodeaban ganaban y perdían títulos como antiguos hombres feudales de la edad media. Dentro de la clasificación aristócrata que el pequeño Draco había creado en su mente, las dos figuras más importantes combatían por dicho puesto honorífico, con distintas armas y aún más distintas estrategias. En el andén más elevado se encontraba Licius Malfoy, de pelo largo como Sansón y espaldas anchas. Draco lo veía de forma menos constante que a su madre, pero cuando estaba presente hablaba con más prestancia y más seguridad, como si estuviera en aquellas instantes relatando leyes que él mismo había ordenado. Narcisa, sin embargo, era una figura callada, poco valiente, que se encargaba de cubrir sus caprichos y necesidades, de abrazarlo cuando lo exigía y de regalarle escobas o juguetes cuando su habitación comenzaba a parecerle demasiado vacía y aburrida.
Lucius Malfoy tenía voz de líder y figura de guerrero y Draco le miraba con la admiración que merecen los padres. El callejón Knockturn le pareció la primera vez que lo pisó como un lugar similar a aquellos rincones oscuros en los que los dragones guardan las torres en las que estaban encerradas las princesas. Draco estuvo tentado de aferrarse de la mano de Lucius pero recordó que no quería defraudar a su padre con señales de cobardía. Respiró con fuerza y de su boca salió un humo gélido (menos atemorizante, sin duda, que el aliento de los dragones). No encontró por aquellos angostos pasillos a aquellas bestias con las que compartía nombre y aliviado ante la cantidad de magos que cruzaban sin preocupaciones el lugar, alzó la cabeza orgulloso e imitó los andares de su padre.
Su padre se topó con un mago bajito, de piernas temblorosas y mirada nerviosa. Se acercó a Lucius para susurrarle al oído, sus palabras eran murmullos pero Draco pudo reconocer dos nombres: Lord Voldemort y Harry Potter. En aquella edad de infante, es fácil confundir a los Dioses con las celebridades y Draco, habiendo presenciado en varias ocasiones cómo su padre rezaba al cielo implorando a Voldemort que comprendiera su necesidad de rechazarlo para sobrevivir, supuso que puesto que Voldemort era Dios, Harry Potter debería ser el diablo.
Debe comprenderse entonces el orgullo que sintió recorrer todo su cuerpo cuando su madre le confesó que Harry Potter no era más que un niño de su edad con una cicatriz en la cabeza. Durante bastantes años, Draco soñó que era un héroe con armadura y varita que señalaba a su enemigo (Un Harry Potter gigante con ojos de gatos) y conseguía reducirlo hasta convertirlo en un patético monigote diminuto al que podía pisar con sus botas de piel de dragón.
Mientras Lucius Malfoy se convertía ante sus ojos en un ejemplo a seguir, en un mago que podía competir con el gran Salazar Slytherin o incluso con Merlin, su madre seguía recluída a la vida domestica, como una criada o una niñera que lo esclavizaba en la seguridad de las paredes de la mansión. Sería erróneo pensar que Draco consideraba a su madre como un mobiliario más de su enriquecido ambiente, la apreciaba y la necesitaba como el aire, pero era una necesidad que no llegaba a comprender (justamente igual que el aire) y en ocasiones, le irritaba con la facilidad con la que Narcisa se hacía invisible cuando Lucius Malfoy entraba en la sala. La invisibilidad no le parecía un don sino una condena y aquella idea se desarrolló pasada la infancia, en la adolescencia con la voz ya fortalecida por la pubertad, Draco era capaz de hacerse visible ante sus compañeros de colegio, como un ente siempre presente en la vida de los demás incluso ante aquel diablo llamado Harry Potter al que él aún no había podido derribar.
Los cuentos de los magos de sangre limpia y de aquellos de sangre mezclada no difieren los uno de los otros. Los ingredientes son fáciles: Héroes, princesas, malvados (ya sean muggles o brujos), aventuras, dragones, algún que otro hipogrifo y en los más actuales, lechuzas como acompañantes de viajes. El cuento preferido de Draco Malfoy era La Bruja de La Manzana. En el que una bruja ya envejecida fue amenazada por su hijastra llamada Blancanieves, joven hermosa pero sin habilidades mágicas, que deseaba quemar a su madrastra en la hoguera cuando se enteró de su condición de bruja. La destrezas de la vieja protagonista consiguieron que Blancanieves consumiera una manzana que la bruja había introducido en una poción. Al atragantarse la muggle había perecido y la poción, deslizandose por la garganta obstruída de la joven, le robó la juventud entregándosela a aquella que había elaborado la poción. La bruja recuperó sus años de juventud y el príncipe que gobernaba aquellos reinos se enamoró al verla mientras paseaba y se casó con ella.
Los valores eran bastante claros en este cuento: Cualquier bruja, incluso aquellas sin nombres, poseía el don de la magia el cual siempre sería envidiado por los muggles, que con el odio y la envidia oculto en su corazón no dudarían en utilizar sus callosas manos para intentar terminar con la vida de la bruja y con la magia en general. Pocos niños se paran a pensar en los motivos que empujaron a Blancanieves a desear la muerte de su madrastra, la mala del cuento suele serlo de nacimiento, con una maldad intrínseca jamás dudada. El mundo de los niños es corriente, no tiene dudas morales o sentimientos que salgan de la victoria o el fracaso. Draco Malfoy era un niño bastante normal, no es un protagonista con cualidades destacadas, más que el orgullo y el afán de superación y por tanto hubiera sido injusto pedirle cuando sólo tenía 6 años que se apiadara de Blancanieves, a la que evidentemente el cuento le exigía que odiara desde las primeras líneas. Los niños confían a ciegas en las palabras escritas en los cuentos y con esa misma fe de corazón creen cada palabra que sus progenitores les confiesan. Son sus semidioses, seres inteligentes que siempre llevan la razón y que se ven enclavados en la tierra para guiarle a través de una vida de desafíos.
Ese guía indiscutible era Lucius Malfoy, apoyado con la silenciosa presencia de Narcisa. ¿Pero qué ocurriría si estos dos guías comenzaban a discrepar en sus opiniones? Draco no necesitó formularse este interrogatorio durante muchos años porque Narcisa, ateniéndose a su papel de alimentadora, se había esclavizado ella misma a las paredes de la mansión Malfoy. Mientras crecía, las ideas preconcevidas fueron tomando fuerza y los muggles (aquellos que deseaban quemarlos en hogueras), se revelaron como estúpidos ignorantes, desaliñados sin poco estilo y tan inferiores que tenían que hacer sus tareas domésticas a mano. Pero lo peor de todo es que aquellos magos de su misma sangre y raza se encariñaban de ellos, permitían que les arrebatara los puestos en el colegio, las túnicas y las victorias en Qudditch y les revelaban los secretos más profundos de la magia sin comprender que los cuentos (la vida) no habían sido escritos así. Que Blancanieves era inferior a la bruja, que había maltratado a los enanos, que se había aprovechado de su belleza como si fuera una sirena que atrae a los brujos. Había algo extraño en los muggles que atraía la curiosidad de los magos, que los obligaba a acercarse a ellos y hacerse amigos. Pero Draco Malfoy había nacido para ser un héroe, para montar en su corcel (dragón hubiera sido su elección) y derrotar al demonio cuyo nombre su padre escupía como si tuviera un sabor agrio.
- Ese Harry Potter tiene los días contados- bramó Lucius- Será el propio Lord Voldemort el que lo fulmine cuando resurja. Al menos rezaremos para que ocurra así.
Por ello cuando Draco Malfoy fue golpeado por la batalla y la madurez, no pudo hacer más que mirarse confuso al espejo y preguntarse porqué se le había negado el papel de héroe. En su muñeca la marca tenebrosa ardía y él no podía dejar de pensar en la hermosa y sonriente figura de Blancanieves en el libro. ¿Cuándo se había convertido Blancanieves en la heroína?
Se quedó detenido en el río que dividía el bien y el mal, en aquel abismo que los cuentos jamás intentaban explicar. Decidió que le bastaría con sobrevivir. La figura de aquella madre alimentadora se agachó a las rodillas del enemigo para darle un aliento de vida, para salvarle la vida y Draco no pudo evitar pensar que su silencio lo había marcado con ese nuevo sentimiento de confusión. Quizás nunca le habían contado los cuentos adecuados.
ASTORIA GREENGRASS. 9 AÑOS. ANDEN 9 Y 3/4.
Astoria era la bruja y la princesa en el mismo cuerpo. Sus mejillas rosadas estaban presentes en su rostro con más constancia de la que ella hubiera deseado. No había sido una elección suya. Sus mejillas se encendían como candiles rojizos cada ver que él estaba cerca. La primera vez que lo había visto, ella estaba abrazada a su madre, como una hija menor atemorizada hacía cada vez que se encontraba en un terreno desconocido (Y cualquier habitación, exceptuando gran parte de su hogar, lo era). Él estaba tirando de su pesado baúl con fuerza, tenía la frente brillante de sudor y los ojos le lucían con la misma emoción que Astoria había encontrado en los de su hermana Daphne. Sin duda, eran las inexplicables antorchas que se encendían en las pupilas de los alumnos de primer curso.
King Cross, Anden 9 y ¾ estaba repleto de alumnos de todas las edades y estaturas. Iban de un lado a otro, entrando a trompicones en el tren mientras intentaban sujetar a la vez baúles, escobas y jaulas con ruidosas lechuzas. Astoria aún no comprende por qué se fijó en él. Quizás fue su resplandeciente cabello rubio platino o la forma que arrugó la nariz, asqueado ante el esfuerzo inhumano que estaba haciendo para cargar sus pertenencias dentro del tren. Otra opción era, y en ésta era en la que Astoria creía, que el amor fraternal hacia su hermana había despertado una rabia similar a la admiración cuando el chico del pelo platino le había lanzado una mirada de odio a Daphne que (Seguramente sin querer) le había empujado con el hombro.
Astoria pegó el mentón a la pierna de su madre (Con diez años su estatura era bastante pequeña aún) y le miró con una nueva valentía, borrando los rastros del miedo que había sentido ante el campo hostil de alumnos mayores de Hogwarts.
- ¿Cuándo iré yo a Hogwarts, mamá?
- Dentro de dos años, cariño. Eso es dentro de nada.
Astoria sonrió con la aventura que se expandía ante sus jóvenes ojos. Miró hacia el chico del pelo platino y tuvo una imperiosa necesidad de empujarle con el hombro. No para que él le mirara con esos ojos grises, sino para hacer patente su presencia y su identidad, y ante todo su decisión de defender a su hermana ante los peligros que la esperaban en Hogwarts, especialmente de ese niño grosero de 11 años.
DRACO MALFOY. 18 AÑOS. HOGWARTS.
Había vuelto empujado por su natural orgullo. Y en cuanto pisó las estropeadas escaleras principales del castillo sintió una punzada de culpabilidad, como si hubiera sido él el que había enviado las tropas de Voldemort contra las murallas de su colegio. El ambiente estaba recargado por llantos y depresiones, aquellas sensaciones tan íntimas estaban flotando en el aire, haciéndose casi visibles entre los cansados estudiantes. Éstos estaban reconstruyendo el castillo, enviando chispas verdes a las zonas más dañadas y transformándolas de nuevo en las lisas murallas por las que él había paseado en tantas ocasiones. Algunos estudiantes estaban cogiendo las duras piedras con sus propias manos, haciéndose heridas profundas y tiñéndolas del color rojo de su sangre. Draco pudo empatizar enseguida con aquella intención, pudo sentir la necesidad de estos estudiantes por sufrir, ya fuera su comportamiento debido a la pérdida de un ser querido o por la necesidad de auto-castigarse ante decisiones erróneas.
No tardaron mucho en notar su presencia y un centenar de miradas se dirigieron a él. El aire, además de depresión y lágrimas, se llenó de murmullos y algunos ni siquieran se contuvieron al señalarle con exageración. No eran miradas de odio pero tampoco admiración, sus compañeros como él mismo aún no sabían en qué bando se encontraba Draco Malfoy. Seguramente habían escuchado rumores " Es un mortífago", "Su madre salvó a Harry", "Dicen que él mismo no quiso revelar a Harry cuando lo atraparon" "Pero permitió que torturaran a Hermione" "Se mantuvo junto a Voldemort hasta que estuvo seguro de que él no vencería"
Draco tomó aire y permitió que continuaran cuchicheando, seguramente ellos necesitaban dar respuesta a esas preguntas tanto como él. Malfoy miró a su alrededor, buscando alguna cara familiar, pero como había pensando en un principio allí había pocos alumnos de Slytherin. Había algunos, no muy cercanos a él, y eso ya resultaba sorprendente. Reconoció a Astoria Greengrass sentada en una de las escaleras. A sus dieciseis años (¿Los había cumplido ya?) todavía tenía su eterno cuerpo de niña y sus mejillas se habían vuelto rojizas nada más encontrarse con sus ojos grises. Draco la miró con gesto de desagrado, la odiaba por mostrarse con la misma turbación de siempre, como si fuera un día más de Hogwarts, y ella no hubiera cambiado (Quizás había tenido la suerte de ser de las pocas a las que la batalla no le había afectado). Lo miraba como si él no hubiera cambiado, como si ante sus ojos fuera el mismo estudiante detrás del que ella había ido corriendo pidiéndole con ojos suplicantes que le ayudara con su redacción de pociones.
Estaba pendiente de los ojos castaños de Astoria más de lo que debería haber hecho, el tiempo parecía ir más lento (Como si se hubiera dilatado a causa de la guerra) y como consecuencia, Astoria se sonrojó aún más, adoptando un color tan rojo que podría competir con Ron Weasley. Draco meneó la cabeza, intentando mirarla con odio, intentando que ella se sintiera intimidada y quitara la mirada, pero ella la mantuvo fija en sus ojos como si estuviera intentando transmitirle su opinión, ya fuera apoyo o desagrado. Quizás en vez de una mirada propia de una adolescente encaprichada era ahora una mirada de una adolescente que le juzgaba con la mirada, desafiándole a caer sobre sus rodillas y comenzar a llorar. Pero Draco Malfoy nunca había mostrado debilidad ante nadie (Mentira, su padre y Voldermort eran grandes ejemplos), no ante nadie que él superara en edad y en descaro, así que sus piernas se mantuvieron firmes y Draco rompió el contacto visual para acercarse a una esquina derruida de la que nadie se estaba encargando. Alzó su varita y se dio cuenta de que no sabía qué hechizo estaban utilizando los demás, se mantuvo en esa postura durante largos segundos, luchando contra la necesidad de preguntarle a alguien.
- Es Reparum Stonia- dijo una reconocida voz a su espalda. Era Hermione Granger.
Draco se dio la vuelta, mirando al trío dorado con repulsión. Los había mirado tantas veces con aquella expresión que aún no se había librado de ese hábito. Harry era el que estaba más adelantado, seguramente el que se había empeñado en acercarse, Hermione estaba junto a él apoyando su decisión mientras que Ron Weasley estaba algo más retirado, con los brazos cruzados y mirando con desconfianza a su enemigo de la infancia.
Draco asintió con la cabeza, aunque sabía que Hermione Granger y sus amigos no se habían acercado sólo para hacerle ver que era una enciclopedia andante de hechizos y sus utilidades.
- ¡Reparum Stonia!- inmeditamente la piedra a la que había estado señalando con la varita se volvió a construir en la parte inferior del muro. Draco sonrió, por unos segundos había temido que nada ocurriría y que sería un hazmerreír delante de sus enemigos. (¿Seguían siendo enemigos?)
- Queríamos agradecerte tu participación en la batalla y hacerte saber que, por nuestra parte, nuestra rivalidad está terminada. Podemos enterrar el hacha- dijo Harry.
Por supuesto, el Gran Potter además de sustentar la medalla del valor y el héroe nacional por haber vencido a Lord Voldemort, quería ganar un Nobel mágico de la paz.
- ¿Mi participación en la batalla?- preguntó Malfoy. Quería respuesta a aquella pregunta, porque él aún no entendía qué había hecho y de qué bando había estado.
- Tu madre…- comenzó Harry.
- Yo no soy mi madre- lo interrumpió Malfoy, de forma hostil.
Ron gruñó, Harry asintió- No me entregaste cuando estábamos en tu casa y sé que sabías que era yo.
Draco pudo notar como Hermione apartaba la mirada, perturbada por los recuerdos de la tortura. Él aún creía poder escuchar los gritos de Hermione en su casa, cuando se encontraba solo y la noche inundaba la mansión de un impenetrable silencio. Algunos curiosos se habían acercado a escuchar la conversación del trío dorado y Malfoy. Otros se limitaban a mirar desde su posición, el sonido de los hechizos reparadores había cesado.
- No te entregué porque no estaba seguro de que fueras tú, Potter. He visto lo que le hizo Voldemort a aquellos que le prometieron que tenían una pista sobre tu paradero y luego resultó ser errónea. Dije "No lo sé", no fue una negación directa. Podrían haberte matado de todas formas, para asegurarse. Sólo opté por la opción que me daba más posibilidades de sobrevivir…
- Todos queríamos sobrevivir- dijo Hermione. Draco odió que especialmente ella estuviera intentando humanizarle, aceptando su excusa o lo que aquello fuera.
- Gracias, de todas formas- dijo Harry. Ron gruñó a sus espaldas.
El trío se dio la vuelta para alejarse de él pero Draco los detuvo:
- Espera, Potter. Supongo que también esperas que te agradezca que nos liberes de la tiranía de Voldemort…- Draco se detuvo y Harry lo miró expectante, estuvo a punto de negar con la cabeza y declarar que no esperaba agradecimientos pero Draco no estaba dispuesto a permitirle esa modestia y lo interrumpió- Bien, Muchas gracias, entonces. Y hacha enterrada, al menos hasta que me aburra…- Incluso entonces, no estaba seguro de si hablaba con ironía o sinceridad.
Gracias a Dios ninguno sonrió, ni se mostraron alegres (Aquello le hubiera hecho retractarse). Sólo asintieron de forma casi imperceptible y se alejaron de él para volver a utilizar los hechizos reparadores, todas las miradas se apartaron y nuevamente se escuchó una mezcla de ¡Reparum Stonia! Draco buscó la mirada de Astoria pero ella estaba de espaldas, también ocupada en la tarea de devolver el castillo a su estado original. Era la única cara familiar que había visto en el lugar, y se quedó sin aquella conexión que podría haberle templado los nervios. Meneó la cabeza y escuchó a su propia voz exclamar: ¡Reparum Stonia!
ASTORIA GREENGRASS. 8 AÑOS. MANSIÓN GREENGRASS
La relación fraternal es una de las conexiones más complicadas de explicar. Se mezcla el amor, la envidia, los complejos y la protectividad hasta el punto de convertirse en una masa amarillenta en la que que no se puede reconocer ni uno ni otro sentimiento. Astoria nació dos años después que su hermana y horas después, cuando sus ojos se abrían completamente ante la sala blanca de San Mungo pudo escuchar por primera vez la voz melosa de su hermana Daphne. Por supuesto, no recordaba aquel momento, aunque suponía que había ocurrido y tuvo la certeza de que fue entonces cuando comenzó entre ellas la competición por ser la más perfecta, la más querida, la más graciosa y entrañable. La batalla había sido larga y ardua y la absoluta perderdora había sido ella, Astoria Greengrass.
Era difícil vencer a la incontenible energía de Daphne Greengrass. Al ser la primera, había sido durante dos años lo más importante para sus padres y de forma inconsciente, no estaba dispuesta a compartir esa admiración con su nueva hermana. Los Greengrass nunca fueron unos padres injustos y dieron a sus hijas todo por igual pero siempre había en Daphne algo que hipnotizaba a los visitantes, como la belleza de una veela. No era especialmente guapa, aunque tenía un cuerpo en el que ya desde pequeña se sugerían sus curvas. Por el contrario Astoria era bajita, canija y sin pecho. Ante todo, Astoria era tímida con la excepción de algún que otro comentario mordaz que el público adulto no llegaba a comprender o consideraba demasiado afilado para un niña de su edad. Daphne, sin embargo, tenía voz melodiosa, sabía bailar y era graciosa sin tener que servirse de comentarios agudos. Sería siempre la primera elección de todos.
El hermano mayor de su padre había llegado aquella tarde de visita. Era un hombre ancho, con una prominente calva y una boca grande. Se reía constantemente y conservaba gran parte de su carácter infantil, una cualidad que le era de utilidad para encandilar a sus sobrinas. Por supuesto, su preferida era Daphne. Había traído como regalos unos vestidos azules con volantes en el cuello y cuando Daphne y Astoria bajaron vestidas en ellos, la sala donde estaban conversando los adultos quedó sumida en silencio.
No la miraban a ella, sino a su hermana, a la cual el vestido le quedaba ajustado y alegre. Daphne comenzó a dar vueltas sobre sí misma, sin poder contener su sonrisa. Astoria la miró, algunos pasos más atrás, sujetandose los volantes que se caían por uno de sus hombros.
- Es un vestido realmente bonito, Victor- le decía la Señora Greengrass sonriente.
Victor asentía, observando aún como su sobrina daba vueltas sobre sí misma ilusionada. Desvió su mirada hacia Astoria y ella sonrió, levantando su vestido hacia los tobillos y haciendo lo que ella consideró una graciosa reverencia.
- A ella, sin embargo, le faltan algunos años para poder llenar el vestido- dijo el tío Victor.
- Lo guardaré en el armario para cuando le quede bien- dijo la señora Greengrass.
Astoria borró su sonrisa de inmediato. En aquel momento dejó de intentar complacer, un vestido azul la había convertido en la chica mordaz, en ocasiones sonrojada, que conocieron sus compañeras de colegio. El vestido azul permaneció guardado en el armario hasta ser olvidado, principalemente porque el cuerpo delgado de Astoria no se desarrolló hasta muy entrada su adolescencia.
Desde entonces y muchos años después, Victor Greengrass dejó jugar a sus sobrinas con su casa de muñecas particular. La muñeca que le permitía usar a Astoria era siempre la más pequeña y abandonada. Astoria la consideró como una igual, una representación exacta de su puesto secundario. La llamó Mary Bennet, en honor a aquella hermana a la que descuidaban e ignoraban en la novela cumbre de la escritora muggle Jane Austen, Orgullo y Prejuicio. La literatura muggle se había convertido en alguno de los pocos mundos que le pertenecían únicamente a ella puesto que Daphne nunca había mostrado interés en nada que no hubiera sido encantado.
ASTORIA 14 AÑOS. DRACO 16 AÑOS. ENFERMERÍA
Un resfriado la había mantenido entre las sábanas de una de las camas de la enfermería de Hogwarts. La enfermera Pomfrey le había dado un jarabe PepperUp, y ahora de sus orejas estaban saliendo un vapor espeso que no favorecía a nadie. El humo por fin abandonó sus orejas y Astoria pudo darse la vuelta, colocando su oreja izquierda sobre la almohada para intentar dormir. Hacía unos minutos se había acercado su hermana para relatarle mil historias poco interesantes sobre insultos que había lanzado el profesor Snape contra algún Gryffindor como si ésas fueran novedades o en todo caso, entretenidas.
Estaba deseando volver a su sala común, en las mazmorras de Hogwarts, para poder jugar a un snap explosivo con su mejor amiga y poder disfrutar después de los manjares del Gran Comedor. Por alguna razón inexplicable, aunque la comida estaba preparada por los mismos elfos, el sabor en la enfermería era más insípido. Suspiró con evidente aburrimiento, aprovechando que era la única paciente. Pero su soledad fue breve porque la Señora Pomfrey abrió la puerta de la enfermería con brusquedad, llevando a un alumno rubio al cual Astoria no podía ver aún la cara.
- En este colegio cada vez veo cosas más extrañas… ¡Dios mío, algún día de estos acabaréis matandoos! Estoy segura de que las heridas en San Mungo son menos inusuales que aquí con vuestras imaginativas travesuras- se quejaba Pomfrey, diciendo imaginativas con un rintintín irónico. El chico al que portaba no hablaba, producía un gemido chirriante que si fuera más sonoro haría daño a los oídos.
Astoria pudo ver como Pomfrey le ayudaba a acomodarse en la cama, fue entonces cuando se dio cuenta de que se trataba de Draco Malfoy, completamente manchado de sangre, como si se hubiera desangrado vivo y con miles de diminutas cicatrices por todo el cuerpo, una más cerradas que otras, algunas aún expulsando sangre.
Pomfrey se dio cuenta de que Astoria miraba, antenta y sorprendida, y descorrió la cortina blanca para cederle a Draco algo de intimidad. A través de la cortina, Astoria aún podía ver en sombras la figura de Draco, retorciéndose de dolor. La sombra que debería pertenecer a Pomfrey se inclinó sobre él para hacerle beber de una cuchara.
- Son muchas y profundas, pero no son más que arañazos- dijo Pomfrey- Nada que yo no pueda curar. Dentro de unos minutos dejará de doler y en media hora estarán todas cicatrizadas. Las cicatrices desaparecerán, por supuesto.
Astoria escuchaba atentamente y aún miraba las sombras negras que correspondían a Draco y a la enfermera. Pomfrey se fue al rato y los gemidos de Draco cesaron, seguramente se había quedado dormido. Una vez más envuelta en el silencio, Astoria volvió a suspirar, sintiéndose nuevamente mortamente aburrida. Después de un cuarto de hora de suspiros y aspavientos, Astoria se levantó de su cama y asegurandose de que la enfermera no se encontraba allí, se acercó a la cama de Draco, destapando las cortinas. Él ya no estaba dormido, tenía los ojos abiertos, concentrado en las cicatrices de sus manos. Desde su posición, Astoria pudo ver la marca tenebrosa claramente dibujada en su muñeca. Ninguna cicatriz la había alcanzado.
Draco levantó la cabeza repentinamente, mirándole con las cejas fruncidas, desagradado de que hubieran interrumpido su soledad.
- ¿Pequeña Greengrass?- preguntó en su natural tono déspota. Astoria odiaba su mote, imaginaba que Draco era incapaz de memorizar su nombre de pila y ¿Para qué iba a intentarlo de todas formas?
- ¿Qué te ha pasado?- preguntó Astoria mirando con timidez sus cicatrices.
Pensó que él no iba a contestar, tardó algunos segundos, haciendo una mueca que afeó sus facciones- Potter me atacó.
Astoria se encogió un poco, sorprendida por aquella contestación. No conocía personalmente a Harry Potter pero por lo que había podido ver en las confrontaciones del pasillo, no era una persona que pareciera especialmente violenta. Los problemas le seguían, sin duda, y tenía una tremenda facilidad para llamar la atención pero jamás había oído que atacara a alguien sin justificación…
- Potter no hace esas cosas- dijo de forma casi inconsciente. Se arrepintió al instante, la cara de Draco se contrajo, como si acabara de tragar un limón especialmente ácido.
- ¿Y qué sabes tú qué cosas son propias de Potter o no?- tenía tanto odio en la voz, que Astoria se sintió inmediatamente intimidada. Suspiró y se acercó al borde de su cama, esperando que aquel acercamiento fuera recibido como una disculpa.
Estaba muy cerca de él. Esa era una de las pocas ocasiones en las que podía observarle de cerca, sin ser interrumpida y sin estar distraída ante ningún insulto que Draco estuviera lanzando en su dirección. Sólo había silencio y Draco Malfoy, una bienvenida unión. Draco también le miraba directamente a los ojos, parecía intentar estudiarla o comprenderla. Jamás le había mirado de esa forma y le provocaba un leve temblor.
- ¿Estudiando mis hermosas facciones, Greengrass?- preguntó Malfoy con malicia- Sé que estás enamorada de mí, pero podrías no ser tan obvia.
Las facciones de Malfoy no eran hermosas, eran duras y aguileñas y componían un extraño conjunto. Pero aún así Astoria no podía dejar de sentirse atraída, sentirse nerviosa y especialmente mordaz cuando estaba cerca de él era un sentimiento tan antiguo que si de repente desapareciera se sentiría vacía, como si se diera cuenta repentinamente de que ya no sentía vergüenza, rabia o compasión.
- No estoy enamorada de ti, pero eres un sujeto lo suficientemente patético como para ser digno de observación. Similar a aquellos pequeños primates que salen en los documentales de las televisiones muggles.
Astoria estaba segura de que Draco no sabía qué eran unas televisiones y seguramente, la palabra documental sólo le era levemente familiar. También sabía que Draco no reconocería su ignorancia sin acompañarla con algún comentario doliente.
- ¿Documentales muggles? No me confundí al suponer que eres la chica menos interesante que hay en todo Hogwarts.
Astoria sólo se encogió de hombros, sin sentirse dolida. Draco Malfoy la había insultado de formas peores, disfrutaba al conocer la admiración que provocaba en Astoria y de la forma en la que ella se sentía incapaz de cambiar esa sensación por mucho que él la ofendiera. Daphne se lo había revelado a Draco en una ocasión y Astoria se había llevado varias semanas sin dirigirle la palabra a su hermana. Astoria bajó la mirada hacia las cicatrices del brazo de Malfoy. Eran más pequeñas de cómo las recordaba y Astoria tenía la impresión de que éstas se iban reduciendo paulatinamente, aunque tampoco lo hubiera jurado. Ella acarició una de las cicatrices y miró a Draco para asegurarse de que no sufría ante ese contacto. Draco la miraba en silencio sin dar muestras de dolor.
Astoria Greengrass había sido una entretenida añadidura a su rutina diaria. Era una cría, dos años menor que él, que le persiguía constantemente con pretextos estúpidos. Su evidente admiración le subía la moral. En su rosotro tenía facciones armoniosas, que en un futuro serían hermosas. Pero nunca llevaba maquillaje, se sonroajaba con facilidad, tenía un boca biperina y a pesar de su obsesión hacia Draco nunca se mostraba servicial hacia él. Todo lo contrario, parecía disfrutar insultándolo tanto como persiguiéndole. Su cuerpo era demasiado delgado, sin curvas ni pecho. Una niña pequeña con un rostro bonito, nada más. Quizás cuando pasaran unos años Draco podría considerarla como una pareja adecuada, pero ahora era demasiado poca cosa para lo que Malfoy necesitaba. Draco quería una mujer que lo persiguiera, que mostrara una obsesión exagerada hacia él, como si no pudiera vivir si no se encontraba cerca, que lo obedeciera en todo momento. En aquellos años era necesario mostrarse con una mujer para ser alguien y Pansy Parkinson, aunque menos agraciada que Astoria, encajaba perfectamente en aquella vacante al lado de Draco.
Astoria seguía acariciando las cicatrices de Draco, intentando darle consuelo. Hacía tiempo que no dolían pero el cosquilleo de los dedos de Astoria contra su piel resultaban agradables.
- ¿Duele?- preguntó Astoria en un susurro, como si creyera que al alzar la voz fuera a provocarle algún daño.
Draco meneó la cabeza, negando. Mientras ella seguía con la mirada y las palmas de sus dedos las cicatrices, Draco miraba su rostro, como si hubiera descubierto por primera vez la belleza de aquellos ojos castaños.
- ¡Draco!- exclamó Goyle mirando con sus pequeños ojos bien abiertos la íntima posición en la que estaban unidos Astoria y Draco- ¡Es ella! ¡La pequeña Greengrass!
Astoria frunció las cejas ante el apodo, aunque no apartó sus dedos del brazo de Draco. Malfoy, sin embargo, comprendió el aviso. Él siempre se había quejado de la pequeña Greengrass que lo perseguía continuamente, lo pesada que era, lo insolente que era, lo poco que la soportaba. ¿Cómo puede estar alguien tan patética como ella en Slytherin? Sin duda Goyle había creído que Draco se encontraba en un profundo estado de confunsión al estar permitiendo que ella le acariciara el brazo. Draco apartó bruscamente el brazo y tosió con exageración, como si se hubiera apartado sólo por aquella repentina tos. Goyle lo miró con alivio, sintiendo que su amigo y casi amo había despertado. Era nuevamente él.
Astoria lo miró con desagrado, estaba furiosa por el evidente rechazo de Draco Malfoy. Se separó de su cama manteniendo visible su expresión para que Draco pudiera verla con claridad.
DRACO MALFOY. 23 AÑOS. CAFETERÍA MAGNOLIA
No podía imaginarse en una situación más humillante que aquella. Y sin embargo, estaba acostumbrándose a ella. El olor de café que en un principio le había resultado tan repulsivo le era ahora agradable, y comenzaba a comprender las conversaciones sobre política muggle y los usos de la cafetera, los frigoríficos y las tarjetas de crédito. No eran cuestiones que hubiera reconocido, por supuesto y verse obligado a estar empleado en una cafetería muggle, compartiendo labores con aquellas personas no mágicas con el menor salario, era para la familia Malfoy la mayor vergüenza que podrían haber imaginado.
Pero la marca tenebrosa, oscura y profunda en su muñeca, continuaba siendo el catalizador de todos los problemas de Draco. Nadie había querido emplearlo en ningún oficio incluso cuando sus notas eran bastante altas. La desconfianza en la sociedad mágica era más férrea que nunca y nadie metía en su empresa o en su casa a ningún mago que no hubieran conocido previamente, especialmente si poseía aquella marca en la muñeca. El hambre y la constitución cada vez más débil de su madre le había obligado a aceptar aquel trabajo vergonzoso, aunque fuera de forma provisional. El ministerio había llevado a cabo redadas muy duras y pocas familias de sangre limpia que en un pasado se habían relacionado con Voldemort habían salido ilesas. Draco Malfoy y su madre eran de los pocos que habían conservado su casa (aunque estuviera vacía) y su libertad. El juicio, sorprendentemente para Draco, había fallado a su favor pero la sociedad mágica no se había mostrado tan compasiva como el consejo de justicia.
La cafetería Magnolia era una conocida cafetería de un animado barrio de Londrés. Poseía una larga barra, una zona para pequeñas interpretaciones musicales y una terraza al aire libre con sillas y mesas de mimbre blanco. Draco se dio cuenta pronto de que él no era el único mago que se había visto obligado a mezclarse con los muggles de Magnolia para poder permitirse una vida acomodada. Nada más vio a Camila Velbet, con su ropa muggle mal conjuntada, sus tacones demasiado altos, su cabello castaño rojizo y su ignorancia hacia todo aquello que los muggles consideraban clásico, Draco se convenció de que pertenecían a la misma sociedad.
Era una cantante de voz melodiosa y sugerente, que cantaba los viernes y los jueves por las noches cuando la cafetería se convertía en un Pub. Uno de aquellos viernes, Draco tuvo ocasión de confirmar sus sospechas. No fue complicado:
- ¿Grageas de todos los sabores?- preguntó Draco, con una sonrisa amable.
Camila lo miró sin sorpresa, juntó sus morros como si estuviera meditando. Finalmente asintió:
- Una vez me tocó una de hígado- dijo Camila, arrugando la nariz asqueada.
Draco sonrió. Prueba superada, cualquier muggle hubiera confesado que jamás había conocido aquella marca de caramelos y habría preguntado si las grageas verdes eran de menta o de manzana. Camila, con sus largas uñas pintadas de rojo, metió la mano en la bolsa y cogió una grajea amarilla pálido.
- Patatas fritas- dijo Camila, aliviada- Y bien, Malfoy ¿Cuáles son tus planes para esta noche? ¿Hay alguna afortunada bruja esperándote en casa?
Su madre, quizás. Pero estaba seguro de que Camila no se refería a ella. Malfoy arrugó la nariz ante la mención de su nombre, jamás se habían presentado que él recordara. Camila pareció leerle el pensamiento porque sonriendo pícaramente, meneó la cabeza:
- Quién no conoce a Draco Malfoy, eres casi tan famoso como Harry Potter- dijo con voz melosa.
Draco no se sintió halagado al descrubrir en aquella frase una evidente exageración. Bien podría haber dicho "Casi tan famoso como Merlín" y el significado hubiera sido el mismo. Harry Potter se había convertido en un héroe, incluso salía en los cromos de las ranas de chocolate, mientras que para Draco siempre sería su insoportable adversario y compañero de clase. El juicio de Draco había aparecido en El Profeta, aunque nadie había podido asegurar si este fallo había sido justo. ¿Realmente Draco Malfoy había ayudado a Harry Potter en la Batalla Final? ¿En qué bando había estado durante la Batalla de Hogwart? Incluso el propio Draco no podía dar respuestas a aquellas preguntas, se había defendido en la batalla de cualquiera que le había señalado con su varita, había usado hechizos básicos como expelliarmus o petrificus totalus, que le habían librado de duelos directos. Había seguido a Potter a la sala de los menesteres para incordiar, como si de esa forma el castillo regresara a su estado natural cuando había clases y los puntos de la copa de las casas era lo único que estaba en juego.
Camila le miraba molesta ante el silencio de Draco, que ensimismado en sus recuerdos, no le prestaba atención- ¿Y bien? ¿No sería encantador ir a tomar algunas bebidas de verdad como un whiskey de fuego a la luz de la luna? Salgamos de este tugurio antes de la hora- Camila miró a su alrededor, aún estaba bastante lleno, especialmente de hombres maduros. Algunos comenzaban a quejarse a Camila y a exigirle que cantara de nuevo - Está muerto, de todas formas.
Camila sonrió, sabiendo que sus palabras no eran ciertas. Parecía no impartarle el dinero que perdería si se iba antes de tiempo. Miraba a Draco con una mirada lasciva, intentado animarle a que se marcharan de allí.
- Tu público te espera- dijo Draco sin necesidad de echar un ojo a los miles de hombres que comenzaban a vociferar, empujados por el alcohol y el enfado.
Camila se puso nuevamente de morros, esta vez imitando el desconteto de una niña chica. Miró a su público con enfado y se cruzó de brazos.
- No voy a quedarme mucho tiempo, de todas formas- dijo aún con los brazos cruzados- Trabajar tanto mata y es un viernes, los viernes son para divertirse. Tú lo has querido, Draco Malfoy, nunca olvides que intenté salvarte de morir de aburrimiento.
Camila echó una última mirada a la pila de hombres que estaban sentados en las mesas. Alguno de ellos se había levantado y hacían aspavientos de queja. Camila, dando por finalizada la conversación, levantó sus brazos como si se rindiera y sonrió a su público de forma encantadora:
- De acuerdo, de acuerdo. Una última canción… Esta chica tiene que irse hoy pronto a casa, señores-
Camila recibió sonriente el aplauso de todos aquellos hombres y se sentó en el taburete que había frente al micrófono, con las piernas cruzadas. Tocó con delicadeza la barra que sujetaba al micro y acercó sus jugosos labios a éste. Comenzó a cantar una canción lenta y algo provocativa que Draco jamás había escuchado. Seguramente era alguna canción muggle popular que Camila se había visto obligada a aprenderse junto a otras para encandilar a su audiencia. Su voz era suave como el terciopelo y al cantar cerraba los ojos y abría la boca levemente, parecía estar teniendo un orgasmo en silencio. Malfoy la miró con la boca algo desencajada, arrepintiéndose al momento de haber rechazado la invitación de aquella mujer que derrochaba sexualidad. Era mucho mayor que él, había alcanzado los 32 años, aunque aún vestía como una veinteañera. Aún así, Draco no hubiera echo ascos a ninguna proposición indecente que proviniera de ella.
El dueño del local, un hombre muy delgado que siempre vestía con pajarita, de pelo ceniza y grandes cejas, hizo señas a Draco para que se acercara.
- La mesa tres quiere otro cubata
Draco asintió y se dispuso a preparar la bebida. Hace unos años hubiera preguntado desconcertado qué era un cubata, ahora conocía más de los muggles de lo que él jamás habría querido. Era cierto que había hablado con algunas clientes muggles que superaban en lógica e inteligencia a muchos ministros de magia pero aquella vida sin encantamientos, tan pesada y laboriosa continuaba desagradándole. No era el mundo al que pertenecía. A veces, cuando le tocaba limpiar los baños, creía comprender las razones por las cuales Voldemort había jurado la eliminación de la raza muggle. Eran ideas breves y fugaces, que se iban pronto de su cabeza, pero por las cuales seguramente habría sido encerrado en Azkaban.
Camila, como había prometido, se marchó al menos una hora y media antes de lo previsto. Draco tuvo suerte y se pudo ir una hora antes puesto que el dueño prefería quedarse solo para contar los beneficios y cerrar la caja. Era un hombre desconfiado y no era una tarea que le hubiera fiado a nadie. Se puso su chaqueta para abrigarse del frío del exterior y se aseguró de que su pelo platino estaba en su sitio y no se había despeinado. Metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta para comprobar que su varita seguía ahí guardada. Nunca salía de casa sin ella y en ocasiones, cuando no había ningún compañero delante se ayudaba de ella para hacer algunas tareas de la cafetería. El dueño lo adoraba por su eficacia.
Draco suspiró ante un duro día de trabajo y salió entre las mesas de mimbre de la terraza. Mientras pasaba entre ellas, volvió a su mente los labios rojos y sugerentes de Camila Velbet. Estaba tan sumido en sus pensmientos (que estaban comenzando a humedecerle la entrepierna), que cuando ocurrió la explosión y una onda de aire caliente lo golpeó contra el asfalto, aún tenía en su mente el rostro pícaro de la cantante.
Parpadeó confuso, su cuerpo le dolía y olía a ceniza y humo por todas partes. Intentó incorporarse y su cuerpo magullado se quejó por el esfuerzo. Pudo ver un agujero negro repleto de astillas quemadas, bocanadas de fuego, mesas y sillas tiradas sobre el suelo, algunas estaban incompletas (le faltaba el respaldo o una de las patas) y otras echaban humo y estaban ardiendo. Parecía un cúmulo de cenizas y astillas, una mezcla del color rojo, negro, gris y algo de blanco. A Draco le pareció como el nido inmenso y abrasante de un dragón. La vista comenzó a nublarsele, pero no pudo apartar su mirada de aquella masa de destrucción que minutos antes había sido la cafetería. Con su visión borrosa y desenfocada creyó apreciar sobre el nido de escombros un humo denso y grisáceo que formaba la marca tenebrosa. Estaba ahí, alta y atemorizante, orgulloso residuo del caos al que coronaba.
Le dolía todo el cuerpo y su visión se había convertido en una mancha negra, sus oídos pitaban y su boca sabía a sangre. No pudo dejar pensar que estaba muriendo, en un barrio muggle, solo sobre el asfalto, con la boca llena de sangre y en la mente la fotografía perpetua de una desvergonzada cantante. Hubiera preferido el rayo verdoso de la varita de Voldemort, pero los héroes nunca pueden elegir su trágico final y a aquellos olvidados siempre se les reserva la muerte más humillante. Vergüenza, él siempre supo que aquel rincón muggle sólo le proveería de dinero irreconocible y de vergüenza.
