Disclaimer: Nada mío, nada mío. ¿De acuerdo?

OOC, AU. Hecha con formato de OS, pero recortada en dos partes, así que avanza rápido.

Regalo de cumpleaños para yubima-chan, hice mi mejor esfuerzo linda. Aunque al final la inspiración tomó rumbo diferente a la idea original.


I


La nueva heredera al trono no había cumplido una semana de vida cuando la tinta del contrato que sellaba su destino se había secado.

Los respectivos Reyes de las Islas del Sur y Arendelle llevaban tiempo hablando de la posibilidad de fortalecer su alianza política de un modo contundente, que dejara claro ante los demás que sus reinos eran una fuerza unida que, si bien velaban por sus propios intereses como todos, se apoyaban la una de la otra y cometer ofensa contra cualquiera de los dos, significaba ganarse la enemistad de ambos.

El abuelo del rey Agnar de Arendelle, como el padre del entonces monarca de las Islas del Sur, habían sido compañeros de infancia y habían forjado una amistad que prevaleció a lo largo de los años, y producto de ello planeaban que sus herederos se casaran y se convirtieran en familia. Fue tal la mala suerte que sus vástagos fueron hombres, echando tierra a sus intenciones.

No obstante, las transmitieron a sus respectivos sucesores, para quienes el momento había llegado.

Ambos Reyes habían discutido la posibilidad de tener el mismo destino que sus predecesores, y tenían un plan de salvaguarda muy eficaz, el cual ya no importaba, porque sus deseos se habían visto cumplidos. La primera mujer nacida en la línea real de Arendelle les devolvió la calma para llevar a cabo el acuerdo más sencillo desde tiempos remotos: la institución del matrimonio.

Deliberaron y, entre los trece hijos del isleño, se decidieron por el menor, más cercano de edad a la próxima heredera del trono de Arendelle, Elsa, con quien el menor de dos años reinaría a futuro, acompañándola como una figura autoritaria que diera contención al pueblo, dudoso de una futura reina. Por supuesto el poder estaría expresamente en la primera monarca mujer, como establecían las antiguas leyes arendelleanas, donde no importaba el sexo del primogénito legítimo.

El matrimonio se llevaría a cabo a la mayoría de edad de su Alteza Elsa. Dieciocho años desde entonces.

Así fue que, antes de que tuviera conciencia, la pequeña rubia fue comprometida en matrimonio al príncipe Hans.

Pero ella no llegó a saberlo hasta mucho después.


Elsa conocía cada detalle del empapelado en la pared de su habitación. Podía replicarlo de memoria en el papel si se atrevía a poner a prueba sus habilidades artísticas con la acuarela, el óleo, el carboncillo, o un simple lápiz.

La pared era de una tonalidad celeste que a la vez daba la impresión de ser grisácea, y la había analizado a la perfección como para ser engañada sobre el color. No ocurría cuando la luz iluminaba la estancia, que muchas veces estaba sombría; era de modo más natural, como si la persona que creara ese diseño tuviese la intención de confundir visualmente al espectador, haciéndole preguntarse si era azul o gris.

Según, las mujeres tenían la capacidad de inventar numerosos nombres para los distintos tonos en la paleta del color, pero Elsa no se prestaba a esas frivolidades y, cabe admitir, tampoco se le ocurría cómo podía ser definido. Prefería pensar que era azul en sus días felices y gris en los días tristes.

Normalmente, o naturalmente, era gris.

En realidad no recordaba si en su perspectiva algún día entero era azul. Y pasaba casi todo el día en su habitación.

Después de ese fondo, se encontraba el jardín de Chinoiserie, estilo predominante en el dormitorio; la pared estaba llena de enredaderas de flores y formas que leyó eran de edificios de China, y en algunas de las plantas descansaban series de pajaritos —doce—, todos observando en diferentes direcciones, que en sus días sombríos parecía era a ella, con sus diminutos ojos llenos de lástima. Elsa no se atrevía a confirmar que la sentía por ella misma, pero afirmaba que los pajaritos inertes podían sentirla por ella y, como no cantaban, no hacían nada, pues no le estorbaba la opinión que tuvieran de la futura reina.

Solo ellos debían imaginar su fragilidad interior, porque ante todo el mundo, hasta el espejo, ella era la persona más digna y segura que había en el universo, como resultado de su cuidada educación, a pesar de no ser la más común a una heredera del trono.

Vivir puertas adentro la mayor parte del año no era el método más ortodoxo de criar a una futura monarca.

Pero ella no era quien, todavía, para cuestionar a su padre. Y, quizá, cuando lo fuera, alguien, él ya no estaría presente.

No imaginaba que él abdicara algún día, por lo que ella accedería al trono solo con su muerte.

Se preguntaba si ella estaría realmente preparada cuando llegara el día de convertirse en la primera reina de Arendelle.

Todo su mundo era muy reducido, pero los que formaban parte de él tenían la certeza de que se convertiría en una reina notable, ya que en su parsimonioso actuar había una inteligencia que le haría ser conciliadora o beligerante sin dejar de obrar con la justicia necesaria de una regente.

Al menos conseguía engañar a los demás, reconocía la rubia. Probablemente el encierro de su crianza le había dado la oportunidad de practicar la apariencia que deseaba transmitir sobre su persona, de modo que los otros se llevaran la impresión que ella quería que tuvieran de la primera reina existente en la historia de ese pequeño reino noruego.

—Y para que no adivinen lo que puedes hacer —pronunció la rubia en modo ronco, acariciando una de las enredaderas oscuras de la pared.

Ella carraspeó para aclararse la voz; estaba acostumbrada a permanecer callada y solo hablar lo necesario, que requería de suavizar su garganta para poder pronunciar palabras de forma normal.

Aunque, de cualquier modo, no había nadie para escucharla; solo tenía esa solitaria habitación cuya extensión y diseño conocía como la palma de su mano.

Al menos la conocía más que sus propios poderes.

A veces los odiaba, por desconocidos y porque le habían fastidiado la vida. Sabía que podría haber vivido mejor si en sus manos no hubiera invierno, un frío letal que no controlaba en su totalidad, a pesar de que los tenía desde que tenía uso de memoria.

Otras veces los aceptaba, porque la hacían única y especial, y le daban una ventaja ante los demás. O lo harían, si supieran de ellos.

Ese era el motivo por el que pasaba mucho tiempo encerrada. Cuando descubrieron sus poderes, sus padres tomaron la decisión de cesar su contacto con el mundo exterior, hasta que pudiera controlarlos a la perfección, o podría provocar una verdadera desgracia como habría hecho con Anna, si ellos no hubieran descubierto que ambas salieron a jugar una noche, en que un escudo de una armadura evitó golpeara a su hermana con un rayo de hielo.

Casi hacían diez años de ello y no conseguía manejar los poderes que le habían sido dados.

Por ende, seguía aislada.

Y, también, por el temor que había de que ella fuera utilizada como un arma poderosa.

Si confiaba lo suficiente en alguien, o alguna persona extraña conocía de su invierno personal, podrían usarlo a su beneficio, engañándola para conseguir que hiciera cosas pregonando un bien… o solo para complacer.

Ella igual se preguntaba si sería posible, pero en las novelas de amor que Anna le daba a escondidas, se daba cuenta lo que las mujeres y hombres cedían cuando se creían enamoradas. Más las mujeres.

Por eso había decidido que sería como la reina inglesa que permaneció soltera toda su vida, y fue buena para su pueblo. Su hermana, sin las restricciones que ella, podría casarse y tener a su sucesor o sucesora.

Como no creció con las nociones románticas o domésticas de las demás jóvenes de su época, a los diecisiete años, cuando una doncella común comenzaba la búsqueda de marido, Elsa no tenía interés por ser esposa o madre. Darse a otra persona o transmitir a otro ser su calvario, no se le hacía cómodo ni atrayente.

Además, estaba acostumbrada a estar sola y a la reserva.

Al menos eso era lo que quería creer.

—Papá y mamá partirán ya, Elsa. —Anna lo dijo cuando no terminaba de abrir la puerta de su habitación.

Elsa se volvió y la trenza francesa que caía en su hombro resbaló hacia su espalda. —Elianna —expresó su nombre completo para que fuera una reprimenda formal.

Su hermana menor se enderezó con ojos muy abiertos, casi haciéndola reír.

—Que te tenga permitido entrar a mi habitación no es sinónimo de hacerlo sin llamar —manifestó ella con una mirada que, para la joven cobriza, se pareció a la franca severidad de su padre.

Anna suspiró, porque quería mucho a su hermana, pero sabía que tenía demasiado sobre sus hombros. Iba a ser la reina, y sus maravillosos poderes le daban más carga.

Solo en ocasiones creía que era su culpa que pasara tanto tiempo encerrada, después de que la hizo salir en la noche en contra de su voluntad.

Asintió e inmediatamente Elsa sonrió, dándole una apariencia alegre a sus rasgos cincelados de alabastro. Con su cabello rubio, sedoso, pero cenizo y opaco por la falta de luz solar, y los orbes cerúleos que adornaban una cara perfecta de piel satinada, su hermana era hermosa, más de lo que alguna vez llegaría a ser ella.

Si los demás le hubieran observado más que unos minutos, habrían quedado embelesados por ella, y habrían pedido su mano en matrimonio en un santiamén. No les habría importado la frialdad que adornaba su mirada cuando una persona no íntima estaba cerca, ni ese horroroso silencio que se establecía en su presencia, mientras ésta observaba a su alrededor con aparente soberbia, envuelta de la calma que había en un paisaje congelado.

De no haber vivido con ella y ser receptora de sus genuinos actos de amabilidad y cariño, tendría la impresión que estaba hecha de hielo, como sus poderes o esos bloques que un rubio simpático, pero arisco, repartía en las épocas calurosas.

—¿Qué tan pronto se iban padre y madre? —cuestionó Elsa de forma tersa, haciéndola pestañear para regresar a la realidad.

Era música para los oídos la armoniosa voz de su hermana, toda una lástima que prefiriera reservarla para sí misma.

—En diez minutos saldrían del castillo —contestó y cogió sus faldas al dar media vuelta, pues pronto se irían a las Islas del Sur y no tendría suficiente tiempo de llenarlos de abrazos privados.

Elsa la siguió con actitud comedida y llegó al estudio de su padre cuando su madre reía contenta acariciando los cabellos cobrizos de su hermana, sueltos, como los tenía usualmente al estar en casa.

El rey la miró con una sonrisa y ella se acercó a abrazarlo para decirle adiós, aspirando el olor de bergamota y cedro que asociaba a su progenitor, y aprovechando ese momento en que podía estar en sus brazos sin pensar en otra cosa. Hizo lo mismo con su madre, de aroma a jazmín y naranja, quien acarició su rostro y la observó unos segundos eternos como si quisiera decir algo más que su "Te quiero".

La realidad es que no habría sabido que su madre, como su padre, deseaban ir a las Islas del Sur para hablar seriamente con los reyes y modificar el acuerdo al que habían llegado casi dieciocho años atrás, y no llegaron a hacerlo porque una repentina tormenta les hizo perecer en mar.

[EH]

Con cuatro años, Hans supo que sería rey.

No fue parte de su ilusión como hijo de uno, pues tenía doce hermanos, y entonces tres sobrinos, que estaban antes que él en la línea para el trono de las Islas del Sur, un pequeño reino entre Dinamarca y Noruega, con hombres demasiado sanos como para morir a menos que fuera por regicidio en masa.

A esa corta edad, su sueño era convertirse en capitán de su propia embarcación y recorrer el mundo, para conquistar un territorio desconocido como en las historias y descubrir a las sirenas en el mar para demostrar que la magia existía, algo que su mejor amigo y sobrino, Hilbrand, negaba. Para el primogénito del primogénito de su padre, que sería rey en su día, y ya comenzaba a aprender para serlo, eso de la magia era mentira, y Hans, que siempre quería tener la razón, deseaba más navegar y buscar en cada mar a esas criaturas, o cualquier otro ser mágico, solo para regodearse en la cara de su amigo.

Pero su padre, entonces vivo, le cortó esa esperanza al decirle que en el futuro sería rey, pues estaba destinado a casarse, dieciséis años más tarde, con la heredera al trono de un reino vecino.

Hilbrand no habría sido posible porque era el heredero directo, pero él tenía la edad para ser el esposo de ella en el futuro.

Había dicho que, a partir de entonces, comenzaría a formarse para la tarea; aunque fuese el esposo de la princesa Elsa, él tendría un papel importante en Arendelle, y debía prepararse para ello.

Naturalmente, con cuatro años, detestando a las niñas, lloronas como solo las conocía, Hans odió a la princesa, que le hacía imposible su sueño, aun si le permitió pasar más tiempo con su mejor amigo en las clases.

Cuando la vio dos veranos después, la pensó como una chiquilla callada que le siguió de la mano por todo el castillo, hasta que un día él la soltó cuando quiso irse a jugar solo con Hilbrand y no cuidar a una niñita curiosa que solo observaba a su alrededor y sonreía más bonito que él porque sí tenía todos sus dientes.

Además de que era su futura esposa, y odiaba la idea todavía.

No tenía que estar cuidando de ninguna niña pequeña en su tiempo libre de clases, que eran culpa de ella, sino quería jugar. Así que la dejó en el salón rosa de su cuñada, donde ella podría entretenerse con las pinturas de la pared y él podría jugar a los piratas con Hilbrand, y luego volver con ella para cumplir con su obligación.

A un niño de seis años y medio, estar al pendiente de una de cuatro, cuando había muchas personas en el castillo, era fastidioso, por lo que dejándole en sitio era tranquilo, apartado y seguro —y rosa, color de niña—, como decía su cuñada, era una solución muy buena.

(En el presente se estremecía porque las agujas de tejer de su cuñada estaban ahí.)

El único impedimento a sus planes fue que la princesa era decidida y no quiso ser abandonada.

Sin embargo, se alegraba de la dirección que tomó ese día.

Esa vez descubrió la magia.

Cuando deshizo el agarre con su mano fría, dándole instrucciones de permanecer en la habitación, ella hizo un mohín con los labios y golpeó el suelo con su piecito, diciéndole que quería estar con él, como habían dicho sus padres.

Él, por supuesto, se enojó y le respondió que no, que iba a ser su esposo y debía hacerle caso.

Los dos se asustaron cuando ella abrió y cerró sus manitas a sus costados y un poco de nieve apareció a sus pies.

A Hans el miedo le duró poco porque finalmente había visto algo mágico.

La princesa comenzó a llorar asustada y él, abrazándola, le dijo que guardaría su secreto; aunque ella exclamó que no sabía nada, que eso nunca había pasado.

Hans le susurró que era un sueño, mientras se dormía, llevándose la magia con ella… y cuando despertó, hasta que se fue de las Islas, Elsa no volvió a hablar ni hacer nada.

Él se mantuvo callado al respecto y constantemente preguntó por la siguiente ocasión que le vería, mientras seguía entusiasmado con sus clases, queriendo impresionarla para que le enseñara lo que podía hacer con su magia.

Aguantó las burlas de sus hermanos más cercanos en edad, que aseguraban se había enamorado de la princesita y que pronto deseaba ser controlado por una mujer, o muchos otros argumentos que desprestigiaba al reconocer la envidia. Él de pequeño sabía por qué quería verla, aunque al ir creciendo se transformó bastante su deseo.

Lamentablemente no volvió a tenerla en su presencia.

Lars le explicó que las dos hijas de los reyes de Arendelle se mantendrían apartadas del mundo y solo contadas personas tendrían acceso a ambas.

Él supuso que las dos tendrían magia y ese sería el motivo para tenerlas ocultas. Le dio igual. Amaba el invierno y quería volver a presenciar las habilidades de su prometida, por la que también le entró curiosidad cómo sería al crecer. Si él había madurado lo suficiente, con el ejercicio y el aprendizaje, para volverse un joven de buen ver, apreciado por un sinnúmero de mujeres, ella debía haberse transformado con el paso de los años en una señorita aún más agraciada que en su infancia.

Con dieciocho, envió su primera petición al rey Agnar de visitar Arendelle. Al ser rechazada, le mandó dos misivas, una para él, donde pedía comenzar correspondencia con su futura esposa.

Solo una fue respondida.

Para no causar incidente entre ambos reinos, continuó haciendo lo mismo: dos cartas. Una dirigida al rey y otra a ella. La primera escueta, preguntando por Elsa, y otra a ella, gruesa y llena de detalles de su vida, cuestionando cuándo contestaría y cuándo sería el día en que podrían verse de nuevo.

En un punto empezó a sentirse casi como Pigmalión, ilusionado con una creación suya, aunque en su caso permanecía en su mente, creada en el exterior por los rasgos que recordaba de su infancia, igualándola a la belleza de la reina Idún, y en el interior a partir de la breve información que el rey Agnar le daba a conocer sobre ella.

Ansioso de verla antes de convertirse en esposos —y la expectativa de ser rey no le atraía tanto—, pidió conocerla previamente a su dieciocho cumpleaños.

La respuesta que obtuvo fue que los reyes se presentarían en las Islas del Sur.

¿Y Elsa?

Él quería verla, no le interesaban mucho sus padres… pues tenía un presentimiento que le abrasaba la mente, relacionado a ese secretismo de los últimos años.

Para él fue un alivio que ella no viajara en la embarcación de los reyes, o la habría perdido sin siquiera tenerla.

[EH]

Semanas después del fallecimiento de sus padres, Elsa fue capaz de entrar en el estudio de su progenitor, mismo que ahora le pertenecía al ser la "reina".

Su coronación tendría lugar en dos meses, al tiempo de su dieciocho cumpleaños, a mitad de verano, la primera celebración más lúgubre que tendría lugar por el luto de su familia.

En el mes y medio que había pasado desde la muerte de sus padres, y hasta el día en que fuese coronada, el Consejo se encargaba de Arendelle, pero ella sabía que debía ponerse al día con los asuntos del reino, ya no en su habitación, sino en uno de los sitios más propios para hacerlo, esa habitación de paredes grises, detrás del escritorio de caoba al final de la habitación, rodeada de libros, mapas, leyes y acuerdos, de magnificencia y solitud, un lugar que estaba después de la sala del trono.

Era difícil para ella pensar que, muy pronto, cuando apenas se convertía en adulta, ascendería, y que lo hacía por la muerte temprana de ambos padres. El destino había sido muy cruel, arrebatándole a los dos demasiado joven, dejándole una hermana, un reino, y una vida con la que lidiar.

¿Cómo iba a cuidar de cientos de personas, la más importante de todas, una joven de catorce años, si su propia vida era complicada?

Pero tenía un deber y había hecho una promesa en la tumba simbólica de su padre; afrontaría su destino como una persona madura.

El primer paso era responder en medio del dolor.

Acababa de dejar a Anna dormida después de que ella llorara todavía abrazada a una manta con el aroma de su madre y, pese a que quería refugiarse en su dormitorio y derramar un par de lágrimas como en varias noches, era tiempo de hacer lo que le correspondía.

El olor de su padre ya se había esfumado y solo quedaba el perfume del azafrán que entraba desde el exterior, aliviándole en lo más profundo de su alma, pues se habría derrumbado con el aroma de su progenitor y la certeza de no volver a sentirlo nunca.

Apretó sus brazos en torno a su cuerpo, abrazándose a sí misma, y caminó hacia la silla detrás del escritorio, sentándose y tomándose unos minutos para poder funcionar, apartando la imagen de su padre en el mismo sitio.

Un nudo en la garganta se acentuó en su cuello cuando tocó el borde del escritorio con sus manos, y dejó fluir su dolor dejando que la madera se tornara de cristal, derramando un par de lágrimas sobre el hielo.

Bajó las manos a su regazos y segundos más tarde sus nudillos se tornaron blancos de mantenerlas en puños.

Elsa hipó y segundos después hizo que la magia desapareciera, buscando la llave del escritorio en la cadena de su pecho, debajo de su vestido de muselina gris para el día.

Tendría que sacar un duplicado de la llave del cajón principal del escritorio, que escondía un compartimiento secreto dentro. Solo su padre y ella tenían copias encima, y la de él se había perdido al llevarla en su viaje.

Ella nunca había usado la suya, porque el estudio era de su padre; cuando estaba allí en el pasado se sentaba del otro lado del escritorio y, a pesar de su innata curiosidad, no se inmiscuía en las pertenencias de su padre a menos que él se lo pidiera. Además, él tenía derecho a su privacidad, como ella amaba la suya.

Pero ahora era necesario que abriera cada uno de los cajones de allí.

El principal medía veinticinco por cuarenta, con unos quince centímetros de profundidad. Atrás, tenía una esquina que se levantaba para dejar espacio al compartimiento, de diez centímetros de ancho, como para esconder documentos doblados o alguna cosa pequeña. Si se necesitaba guardar otra cosa de mayor tamaño, un sitio debajo del escritorio, bastante grande, estaba disponible.

Lo único allí oculto era una de las reliquias de su familia que los godos consiguieron por sus visitas.

Se llevó un jadeo al abrir el cajón y ver que solo había cartas. Ningún cartapacio, solo cartas. Lacradas.

Reconoció el escudo de las Islas del Sur y se preguntó si la última tendría relación con la visita personal que harían sus padres en el comienzo de primavera.

Su padre había puntualizado en lo "personal" de la visita, por lo que no comentó cuál sería el motivo de ir al reino vecino; y como el rey y su padre eran amigos, le dio poca importancia.

El rey Henrik, al asistir al funeral, aseguró que no había alguna cosa que tuvieran que discutir, y que cuando pasara un tiempo, quería hablar con ella.

No se pondría a leer la correspondencia de su padre, así que la dejaría guardada con otras pertenencias en el ático, perfectamente bajo llave.

Las cogió para buscar dentro del compartimiento, pero al dejar las cartas sobre la mesa llamó su atención que la primera iba dirigida a ella.

Una tensión se alojó en su pecho y desató el hilo que envolvía las cartas, pasando una a una leyendo su nombre en las esquinas, contando dieciséis de ellas. Al final había una carta dirigida a su padre.

La única abierta.

—Papá, ¿qué me ocultaste? —preguntó con manos temblorosas, sintiendo aprensión a enterarse de lo que su padre no encontrara importancia que supiese.

Por primera vez, la curiosidad no pudo tanto, pensó Elsa rompiendo el sello de una carta gruesa, imaginando que sería la primera y que perderían grosor con el tiempo.

Estaba fechada del otoño pasado.

Sus ojos siguieron ávidamente cada línea de la carta, maravillada con las palabras del príncipe Hans de las Islas del Sur, quien le narraba sucesos de su vida como si fuese una amiga íntima.

—¿Podré contar con su respuesta esta vez, princesa Elsa? —leyó en voz alta, antes de llegar a la firma del príncipe, cuyo nombre le era extrañamente familiar.

¿Esa vez?

Entonces ésa era la última carta enviada.

Cerrando los ojos con fuerza, inspiró. Al abrirlos, sus manos volaron a la primera carta dirigida a ella y la abrió, enterándose de que la habían enviado dos años antes.

—Es mucha mi vergüenza no saber cómo dirigirme hacia mi prometida, Alteza. De pequeño le decía Elsa, pero he aprendido más sobre la propiedad y…

Ella perdió el color y la carta se cubrió de escarcha.

[EH]

Una indescriptible felicidad se asomó en Hans cuando su correspondencia se encontró con una carta de Arendelle. Y, a menos que el rey resucitara u otra persona tuviera interés en comunicarse, con caligrafía femenina, podía afirmar que su emisor era su prometida.

Había llegado uno de los momentos que tenía tiempo esperando y se descubría como un niño ante un presente, deseoso de saber qué le habían obsequiado.

Sinceramente no le importaba qué decía la carta; bueno, sí lo hacía; pero más le interesaba que ella había respondido por primera vez y era como si le hubieran dado el sol en tamaño bolsillo.

—Parece que has encontrado el Grial, hermano —aseveró Hilbrand del otro lado del escritorio, jugando con una moneda.

Hizo caso omiso hacia su tono burlón.

Su mejor amigo era la única persona, fuera de Henrik y su esposa, que no le trataba con el respeto que todos sentían por él, por su eminente posición en Arendelle. Conforme crecía, le trataban con distinción, aunque, a excepción de su amigo, no tenía mucha compañía; era ignorado por los otros familiares por causa de que, desde los dos años, era bien sabido que no pertenecería a las Islas del Sur, sino el reino vecino.

Tuvo el privilegio de ser escogido para un título alto, pero de forma personal le aisló mucho.

Seguro que sin la compañía de Hilbrand habría tenido una infancia horrorosa. No obstante, como respuesta se había empeñado a enmascarar sus emociones, más de lo que necesitaría ejerciendo de rey. Y se había hecho bastante bueno, según su amigo.

Por consiguiente, era obvio que este se sintiera intrigado y sorprendido de la expresión de dicha en su rostro con una simple carta.

—¿Ella ha respondido? —tentó el futuro rey de las Islas del Sur, dejando de lanzar la moneda al aire, guardándola en su bolsillo.

El castaño miró con ojos entrecerrados a su mejor amigo, concentrado en las letras frontales de la misiva en sus manos. Sus ojos verdes brillaban más de lo usual y, solo por conocerlo de toda su vida, tuvo la certeza que el otro estaba enamorado de una mujer que los dos conocieron catorce años atrás.

Era toda una suerte que se tratara de su prometida, pero le daba mala espina que en todos esos años no supieran nada de su destino.

¿Y si había muerto de joven? ¿U ocurrió un accidente que la dejó en mal estado? ¿O una enfermedad?

¿Estaría loca?

Su padre había afirmado que era una joven encantadora, al asistir al sencillo servicio fúnebre, solo para allegados, acontecido dos meses atrás. Nada de rarezas en la futura reina.

De todos modos, Hilbrand era reticente a que todo no fuera una estratagema bien hecha para esconder cualquier cosa que se considerara importante en los ojos del rey Agnar, sin ofender a su memoria.

Para su desazón, Hans parecía entusiasmado con una joven desconocida, al punto que su inteligencia había desaparecido, dejándole como cualquier otro enamorado. Y temía que, si él se oponía o decía algo inadecuado, perdería a su mejor amigo por siempre.

Le daba la impresión que debía guardarse sus opiniones en lo que la futura reina competía.

¿Y si su problema era que no quería alejarse de su mejor amigo?

Ambos habían compartido la vida del otro desde su infancia, al tener dos meses de diferencia en nacimiento, y pronto tendría que acontecer el matrimonio que a ambos les pondría mar de distancia. No sería lo mismo.

Le habría gustado hacerlo uno de sus consejeros principales cuando heredara, pero Hans tenía una obligación que cumplir. Aunque, más bien, parecía que estaba ansioso y no un hombre de veinte años que se vería orillado a entrar al matrimonio antes de haber probado mundo.

¿Por qué nunca pudo convencerlo de adquirir experiencia prenupcial?

Era asquerosamente inaudito que un joven de veinte años estuviera próximo a unirse de por vida con una mujer, sin haber estado con alguna otra antes. Como imaginaba que no le quiso ser infiel sin estar casados, tampoco lo haría después.

No sabía si era peor que llegase virgen al matrimonio, o que en su vida solo yaciera con una mujer —si esta no moría antes que él.

Al final, las dos eran casi lo mismo.

Incluso pensando así, porque lo respetaba y le quería como un hermano, se alegraba por él, ya que sería feliz y si lo garantizaba una mujer extraña, ¿quién era él para oponerse?

Solo de subir al trono antes de que pudiera hacerse efecto el contrato podría revocarlo, pero se granjearía el odio del único pelirrojo que soportaba en su familia.

Arrugó el ceño al darse cuenta que en sus reflexiones dicho hombre había estado leyendo y su cara había cambiado a una de confusión y molestia.

—Usted me ha abierto su vida, Hans, y yo, correspondiendo su franqueza, debo confesar que no era conocedora de la situación que nos une hasta hace dos días, cuando descubrí sus cartas. —Preparado para muchas cosas, también se quedó anonadado ante la nueva información.

—¿Cómo has dicho?

—Elsa me dice que acaba de tener conocimiento de nuestro compromiso; que leyó mis cartas y el contrato estaba oculto entre las pertenencias de su padre. Ninguno de sus padres lo mencionó en su vida —explicó Hans con evidente desagrado. —Si pudiera insultar a los muertos.

—Espera a que sus restos estén más fríos —musitó irónico.

—Deben estarlo desde antes de morir, Hil; murieron en… No, ya lo capto —espetó él masajeándose las sienes. —Me siento un idiota; ese hombre estuvo jugando conmigo.

—Tú tienes mucha cabeza fría, Hans —dijo con tacto; se le ocurría que ella podría aprovechar la oportunidad para librarse de un acuerdo antiguo—. Piénsalo, ¿qué ha dicho ella?

Hans arrugó el ceño y alejó la sensación pulsátil en su pecho.

—En este momento no puede reunirse conmigo en persona, por lo menos hasta su coronación, pero desea mantener correspondencia —informó el pelirrojo preguntándose el porqué del secretismo del rey Agnar, quien inicialmente, según su padre y hermano, se mostró complacido con el compromiso.

Esa respuesta le dio alivio al castaño.

Por su parte, Hans trató de reflexionar el asunto con la cabeza fría, sin conseguirlo realmente.

¿Habría cambiado de opinión al ver crecer a su hija? ¿Querría darle la oportunidad de escoger?

¿Tendría qué ver con su magia?

Odiaba los misterios; le gustaba ir un pie enfrente de los hechos y allí se hallaba en la ignorancia.

Lo que más le dolía era que Elsa no tuviera una idea de él y en esos dos años sus cartas permanecieran selladas esperando porque su receptora pudiera tenerla en sus manos.

¿El rey habría decidido mostrárselas algún día, para no haberse deshecho de ellas?

No se atrevía a pensar que la joven educada—de la que acababa de llevarse una impresión—las hubiera leído, y solo hasta la muerte de su padre se dignara a responderlas.

La niña fiel y dulce de su infancia tampoco habría hecho semejante grosería.

Se inclinaba a pensar que era obra del rey.

Y eso le dejaba en la inquietud de nunca saber el motivo, ahora hundido en las profundidades del mar del Norte.

—Hans, sigo hablándote —dijo su amigo trayéndolo a la tierra.

—Sí, pero, ¿será correcto casarme con ella? —preguntó con reticencia, pues odiaba esa idea. No quería ponerla en una situación que detestara.

Hilbrand resopló. —¿Hablas en serio?

Asintió.

—Es perfecto para ti, ¿no lo ves? Ahora que su padre no está y ella desea cartearse contigo, ya está hecho. No ha roto su compromiso y la mujer de la que estás enamorado será tu esposa, y tú quieres echarte atrás en un estúpido acto de caballerosidad.

Saltó de indignación. —Yo no estoy…

—Si crees que puedes engañarme a mí que compartí mi leche contigo… —advirtió Hilbrand con prepotencia.

—¡Qué asco! —Hans frunció la boca y los dos rieron.

—Siendo serio, tío Hans —dijo su amigo formalmente—. No hablamos de sentimientos nunca, y no quiero repetirlo. Estoy muy seguro que le tienes en gran estima, no has tenido ninguna aspiración romántica en deferencia a ella. Y tratando con ella te faltará muy poco para terminar el cometido para enamorarte. También quieres que lo mismo ocurra con la princesa Elsa, de pequeña ya te seguía como un bicho, así que… ¿por qué no? Puede enamorarse de ti porque no eres mal partido, aunque te guardas mucho a ti mismo. No la dejes ir sin intentarlo. Envíales cartas y cortéjala de lejos; conócela y aprovecha su coronación para encontrarte con ella. ¿Qué tienes que perder? A final de cuentas… —Hilbrand se interrumpió bruscamente—. ¡Demonios! ¡Solo cásate con ella! Si no lo haces tú, me obligarán a mí.

—¿Qué! —exclamó asombrado. —¡No!

La sola mención le repugnaba. Su hermano no lo haría, ¿o sí?

—Tengo las características para cumplir el papel —repuso el otro.

El ojiverde lanzó un largo suspiro.

—Tu abuelo Jozef, mi padre, dijo que tú no podías por ser el heredero —articuló serenamente doblando la carta de Elsa con bastante cuidado, en perspectiva de Hil. —No querían unificar los reinos, solo hacer una alianza y cumplir los deseos de mi abuelo Filip y el rey Ananias de Arendelle.

—Eso no quita que haya otros, si lo piensas. ¿Cuántos Westergård varones, solteros, hay?

—Si se opusiera a casarse conmigo, dudo que quisiera un compromiso con otro —replicó Hans con seguridad.

—Entonces asegúrate que sea contigo. No le veo sentido a esta conversación, ¿desde cuándo eres noble y abnegado?

—Nunca.

El príncipe pelirrojo observó la carta en sus manos con mucha seriedad y entonces sonrió.

[EH]

Si le dieran permiso a sentirse celosa, Anna lo habría estado.

Desde que su hermana le había dicho con inquietud que estaba prometida desde nacimiento con un príncipe, y que éste deseaba mantenerse en contacto con ella, aun tiempo atrás, Elsa había encontrado una distracción muy conveniente para paliar el dolor de la pérdida de sus padres.

Ser la próxima reina y tener un prometido ocupaban las horas de su hermana, mientras que ella, en su lugar, que pasaba largo tiempo en compañía de su madre, y otro poco con su padre, se sentía como si le hubiesen arrebatado la alegría de sus días y ya nada pudiera llenarlos. Deseaba estar tan ocupada como Elsa para no recaer en la pena de perder a sus padres.

Pero luego de sus pensamientos egoístas, gracias a Gerda, se daba cuenta que había salido mucho mejor parada que su hermana mayor, aunque no lo quisiera.

Elsa tenía que cuidar de ella y del pueblo de Arendelle, encargarse del Consejo y responder a nombre de su casa y la familia, casarse en poco tiempo con un hombre desconocido, mantener en control sus poderes… y seguir en duelo por el fallecimiento de sus padres, solo que en silencio, porque debía corresponder a la imagen de la reina en que se convertiría. Todo en tan poco tiempo. En la piel de Elsa, se sentiría agotada.

En opinión de su ama de llaves, era Anna quien podía llorar y seguir comportándose como correspondía a su edad. Elsa solo dejaba las almohadas con olor a sal y una habitación con rastros de agua en las alfombras por las mañanas, como si la noche las dedicara al luto y el día a las responsabilidades.

Anna lo entendía e iba asimilándolo poco a poco, aunque de todos modos se sentía añorante de una persona que le enviara cartas y le hiciera alzar la comisura de los labios, o le enviara chocolates deliciosos, libros u otros pequeños detalles que buscaban encantarla.

Era Elsa quien no gustaba de las novelas de amor, y era quien terminaba recibiendo cosas de un enamorado.

Pero no tenía más opción.

Su madre se avergonzaría de ella si tuviera idea cómo pensaba.

O probablemente lo sabía, pues en el cielo no creía que existieran limitaciones.

Necesitaba distraerse; salir de ahí.

—Elsa, ¿puedo ir al pueblo? —Se atrevió a preguntar después de darle vueltas las últimas semanas.

La aludida le miró por encima del borde del cartapacio, lanzándole una de esas cejas arqueadas que volvían loca a los sirvientes del castillo, porque nunca sabían qué significaban si ella no hablaba.

Y Elsa era muy callada.

Ella, sin embargo, conocía su significado.

—Me aburro aquí… y, ahora que será tu coronación, ya no tiene sentido permanecer encerradas siempre. Quiero… distraerme.

Elsa desvió la mirada hacia la ventana, que contempló un par de segundos y asintió, haciendo que Anna sonriera por primera vez en mucho tiempo. La rubia lo extrañaba y deseaba con ansias que la alegría de la casa, en forma de Anna, regresara.

Actuar con normalidad después de la muerte de un ser querido era un proceso que llevaba su tiempo, pero su madre, que había quedado huérfana también, un poco más joven que Anna, le aseguró siempre que era posible, con el apoyo de las personas amadas.

Debía confiar en sus palabras, pues su madre quedó al cuidado de su madrina, dejando su natal Islandia para vivir en el continente… había perdido más que unos padres; todo su mundo cambió y resultó ser una mujer extraordinaria.

Cuando Anna se fue, apartó su atención de los documentos con el parlamento noruego y la dedicó a la pulsera en su muñeca derecha, acudiendo a ella el pensamiento del príncipe Hans, que comenzaba a ocupar su mente mucho tiempo.

En sus primeras dieciséis cartas que había leído de él, se había sentido muy simpática con el isleño, que la recordaba de su infancia pese a que ella no lo hacía. Y en el mes que iba, con seis cartas más a la lista, aun si pensaba que no había de qué hablar, se encontraba más alegre y ansiosa a las noticias del supuesto pelirrojo.

Seguía peleada con la idea de desposarse, puesto que implicaba una intimidad que ella no favorecía y se oponía a todo con lo que había planeado, pero tras pensarlo últimamente no era tan malo. Asumir su papel en ese asunto de honor no suponía mucho sacrificio; si él era como se lo imaginaba, tal vez vivir casada sin problemas sería posible.

Y quizá, solo si los años le permitían, podría confiar en él su mayor secreto.

[EH]

A un costado de Hans, Hilbrand sabía que su mejor amigo seguía estupefacto con la visión de su futura esposa, mientras ésta era coronada ceremoniosamente.

Hasta él debía admitir que la ahora reina de Arendelle era una incomparable, un poco alejada de los cánones habituales que pedían cabellos dorados y ojos más oscuros, pero sin duda espléndida.

No cumplía con los requisitos que a él atraían, como eran las morenas, pero Hans tenía suerte de que la mujer por la que iba detrás tuviera muy buenos atributos. Y la había visto buscar de reojo a alguien, probablemente una cabellera pelirroja entre los contados asistentes.

La ceremonia tendría lugar y después acontecería una pequeña cena, sin un baile posterior, correspondiendo al luto de menos de seis meses que se debía a los anteriores monarcas, dando respeto también a la nueva posición de la joven Elsa; así pues, los invitados fueron pocos, inteligentemente escogidos. Muchos de ellos curiosos, como él, de qué maravilla escondería para que nadie le conociera.

Viéndola, su belleza podría ser un buen aliciente, sobre todo si ya estaba comprometida su mano.

La hermanita tenía lo suyo, pero ya en su corta edad se adivinaba que al crecer no igualaría la belleza de la mayor.

Le daba a pensar si ocultarlas era una costumbre arandelleana, conociendo por Hans que en ese reino era la primera vez que había mujeres por nacimiento. O si se trataba una consecuencia del secuestro de la prima de las princesas, la heredera de Corona.

Sobre su capacidad como monarca, el tiempo diría, pero si era similar a la reina de Inglaterra, no habría qué cuestionar. Elsa poseía un aura fría y regia, con una mirada inteligente, que su reino tal vez no peligraría.

En todo caso, temía por Hans. Le daba inquietud que el aspecto demasiado sereno e imperturbable de la reina tuviera consecuencias en su mejor amigo, quien miraba con embeleso a la rubia impávida.

Lo que no podía saber era que su tío, menor que él solo por dos meses, contaba con una intimidad suficiente hacia la reina para no dejarse influenciar por la pantalla que ella estaba mostrando de cara al público. En su lugar solo veía a la joven que disfrutaba de la arquitectura y el diseño, y era partidaria del chocolate en las pastas y en la bebida, en lugar de la fruta y el té que bebía casi todo el mundo.

Imaginaba que su apariencia severa se debía al secretismo que había leído entre líneas por saber de antemano de su magia, la que podía darle el título de bruja a los ojos de los fanáticos, aunque su apariencia era la misma que los ángeles.

Adivinaba de su crianza solitaria, casi como la de él, y las imposiciones que tenía ligadas a su nombre; la libertad que quería abrazar para apartar el mundo en que vivía y la sometía a deberes que despreciaba y por los que debía fingir.

¿Podía conocer a alguien en treinta cartas?

Ella decía que sí iba haciéndolo. Él, con las catorce suyas, más las dieciséis del rey, podía dar certeza a que la idea de pasar su vida con Elsa era plácida.

Mucho más que eso.

Al término de la ceremonia, Hans vio con envidia que su hermano Henrik le escoltaba de regreso al castillo, con los asistentes siguiéndoles, y él se conformó a ofrecerle su brazo a su futura cuñada, a quien su hermano le había presentado antes de la ceremonia.

Hilbrand, por su parte, se vio obligado a caminar con una duquesa francesa de edad madura, que hablaba maravillas de su hija Daphné, a quien se le había hecho imposible asistir por un retraso en la escuela, perdiéndose la coronación de su adorada prima Elsa.

—Perdone la imprudencia, Alteza, pero… ¿también es callado? Porque si es así será un matrimonio muy silencioso.

A unos pasos delante de ellos, le pareció ver la mirada subrepticia de Elsa hacia su hermana menor, inmutable al hecho.

Él sonrió de lado al contemplar la elevación momentánea de la boca de su futura esposa.

—¿Qué necesidad de llenar con palabras cuando los actos hablan más que ellas? —inquirió inmerso en el movimiento elegante de la reina, ataviada en un conjunto oscuro, semejante a la mora azul, cortado a la cintura y la tela de raso de la falda cayendo lisa, hasta el borde que tenía pequeños azafranes amarillos como la bandera.

Elsa seguía el luto a su manera. No tenía adornos, más que la pulsera de zafiros que él le dio y la ropa no resplandecía ni contaba con arreglos estrafalarios o llamativos. Sin embargo, ella lucía extremadamente bien sin detalles en el vestido.

Su hermana, con menores atributos, parecía todavía una niña sin algún toque en su vestido completamente negro.

Dicha cobriza, recompuesta desde sus palabras, resolló. —Pero a veces hay que hablar —comentó entre dientes, como con impaciencia.

—No lo discuto, Alteza. Y en esas ocasiones se pertinente hacerlo. En mi posición, pues es mi caso cual discutimos, preciso de la observación para recoger información… es más estimulante y rica en su contenido.

—Otro listillo —murmuró ella enfurruñada.

Él omitió su respuesta con diversión.

Aparentemente, la llamada de la madurez no había ocurrido todavía con la pequeña princesa. No era del todo malo porque la defunción de sus padres no le había manchado la inocencia.

Había hecho lo contrario con la rubia, aunque imaginaba que ella desde mucho antes había dejado atrás la actitud pueril de la infancia para hacer frente a la exigencia de una heredera al trono. Hilbrand, más que él, se había visto sujeto a esas demandas, olvidadas a veces en privado.

¿Sería lo mismo con ella?

Eso era algo que ansiaba conocer en el futuro.

Entretanto, la semana que lo separaba de su inminente matrimonio, y el tiempo posterior para acostumbrarse el uno al otro, se mantendría atento a esa bella dama que compartiría su vida con él y de quien estaba enamorado en silencio.

—¿La tratará bien, verdad? —Le preguntó la princesa Elianna en un pequeño susurro, que casi le hizo inclinarse para oírla perfectamente.

Posando sus ojos unos instantes en Elsa, asintió, esperando que su rostro mostrara el fervor que sentía corriendo por sus venas.

—Nada me haría más dichoso, Alteza.

—Entonces tiene mi aprobación, príncipe Hans. Solo espero no volverme loca con tantas personas silenciosas cerca.

Enarcó una ceja por el insulto, pero sus mejillas no parecían sonrosadas de vergüenza.

Preso de la misma clase de miradas ilusionadas al verse en el espejo, Hans intuyó que había alguien, presuntamente silencioso, que hacía de las suyas en la vida de la jovencita. Y, como deber de cuñado, debía tener en cuenta quién osaba tomar provecho de una chiquilla claramente enamoradiza.

—Recuerde también, Alteza, que el silencio dice mucho.

Ella hizo un mohín, que le recordó mucho a su hermana cuando niña, y notó su intención de cruzarse de brazos antes de guardar la compostura.

Nuevamente, captó el disimulado interés de Elsa y sintió su corazón latir con más fuerza.

[EH]

El momento más esperado del día, en la perspectiva de Elsa, casi había llegado.

Los invitados se habían retirado a sus aposentos o tomado rumbo a sus respectivos barcos, y ella había quedado en la compañía de su hermana, los reyes de las Islas del Sur, el príncipe Hilbrand y Hans.

Sabía que en unos minutos los otros darían retirada para darle privacidad con su prometido, y, contrario a lo que habría esperado, lo deseaba.

Él era más apuesto de lo que había imaginado; de apariencia gallarda y sonrisa ladeada, más varonil de lo que habría deseado. Era muy guapo y sería su esposo.

Pero, lo que más llamaba su atención, era que algo en él correspondía al sujeto que había intuido en sus cartas, como si hubiese dejado de lado cualquier noción de insensatez para mostrarse como verdaderamente era. Por ser cartas especiales, las suyas no tenían más que una posibilidad mínima de extraviarse, y él echó a un lado ese porcentaje para presentarse como era.

Lo temía, porque ella se había guardado un poco para sí, aunque su escrutinio le dijera que se encontraba con la primera persona que podía ver a través de ella.

¿Con qué clase de adivino o maestro observador se encontraba?

—Dígame, Majestad —tomó la palabra el príncipe Hilbrand—; ¿cómo es madame Daphné Girardon?

Habiendo asumido que cuestionaría sobre ella, se encontró extrañada, pero buscó no reflejarlo.

Su prima, que era familia política suya por ser sobrina del rey Frederick de Corona, esposo de la prima de su madre, tampoco presentes ese día, era el último tema que se le habría ocurrido tocar.

—Físicamente, morena y de ojos verdes; y su personalidad es como la princesa Elianna.

La aludida carraspeó.

Con una pequeña risa, asintió. —Su personalidad y encanto son similares a mi hermana Anna.

—¿Por qué el interés? —preguntó su hermana con imprudencia y no la reprendió en público por el único motivo que no parecía triste, sino entretenida.

Tendría que hablar con la institutriz, aunque sabía que era caso perdido.

El príncipe Hilbrand se removió incómodo en su lugar, a la vez que el príncipe Hans tosió. Si nadie más que ella se dio cuenta de que algo peculiar pasaba antes de que lo dijeran, no les pasó por el rostro.

—Su madre, la Duquesa de Roseville, habló un poco de ella.

Con expresión divertida, el príncipe Hans se cruzó de piernas, mirando a su pariente con arrogancia.

—Si me permiten la confidencia porque estamos en circunstancias familiares; Hilbrand se ha encontrado aceptando el compromiso de conocerla y, posiblemente, hacerse de una cónyuge.

Sin atisbo de sonrojo, el heredero a las Islas del Sur sonrió maquiavélicamente a Hans, que solo puso los ojos en blanco.

Los padres del príncipe rieron suavemente.

—Corríjame si me equivoco, pero, ¿es un año menor que usted y sobrina del rey de Corona? —cuestionó la reina Sophie con interés en los mismos ojos azules que tenía su hijo.

Anna afirmó al mismo tiempo que ella.

—Será interesante considerarla; por el momento, no hay jovencitas en edad casadera con la preparación necesaria para ser reinas —dijo el rey con aire pensativo.

Elsa, calculándole un poco más de cuarenta años, asumió que él contrajo nupcias a edad temprana, y quizá esperaba lo mismo para su hijo, a quien no sentó muy bien el comentario de su padre. Hans, por otro lado, miraba con sorna a su sobrino.

Quien le pareció que objetaría era Anna, a quien advirtió con la mirada. Sabía que por su visión romántica de la vida el hablar de matrimonios arreglados era desagradable.

Desgraciadamente para ellos, Daphné tenía los mismos pensamientos, como buena francesa.

—Mi prima nos visitará el próximo sábado —anunció, sin necesidad de aclarar que era el día de la ceremonia privada de matrimonio.

—Se asombrará de ver lo mucho que he crecido desde la última vez. Estoy segura que ahora medimos lo mismo —parloteó Anna, comenzando a hablar de las virtudes de una de las pocas personas que consiguieron acceder al castillo en esos años.

Ella dio la impresión de estar escuchando a su hermana, aunque veía a Hans de reojo, comenzando a asociar sus rasgos con un sueño y una memoria entrelazados, de un niño presumiendo un poni con nombre de limón mientras comía sándwiches de salmón y de pepino.

Era lo más lejos que podía llegar en sus recuerdos, pero era una imagen muy tierna; en especial, porque en un recoveco de su mente recordaba lo bien que la trató.

Le habría gustado poder coincidir al crecer, mas los acontecimientos lo hicieron imposible.

La conversación se dirigió a los franceses y su comida, dejando como participantes a los otros en la sala, con excepción de Hans que, como ella, escuchaba y observaba.

—Si me disculpan —se excusó minutos después el príncipe Hilbrand dando una reverencia general.

Sus padres le siguieron unos segundos más tarde, intercambiando miradas sospechosas y desafortunadas para el castaño.

En cuanto a Anna, no fue tan discreta para darles privacidad:

—Sé cuando estorbo —manifestó con mucha dignidad antes de acercarse a besarla en la mejilla y dar una inclinación de cabeza al pelirrojo que permanecía en pie.

Hablaría al día siguiente con la institutriz, pensó al verla salir con un movimiento exagerado de faldas.

La puerta se cerró con un ruido seco.

De pronto, Elsa fue consciente de su propia imagen y un mariposeo le recorrió el estómago.

Era el mismo hombre por el que sintió agrado en cartas, el más atractivo que había visto desde los diez años, y el que se convertiría en su esposo dentro de una semana.

Los nervios hicieron que sus manos se enfriaran más de lo normal y deseó tener unos guantes para poder contener cualquier accidente. Tiempo atrás se había dado cuenta que sus poderes estaban ligados a sus emociones, y en ese momento de expectación se las arreglaban para perturbarla.

—¿Mi presencia no es grata? —preguntó el pelirrojo sin poder evitarlo, sonando como un joven inseguro y distinto al que era.

Elsa rió nerviosamente, tratando de no empuñar sus manos otra vez.

—Disculpa, sé que tampoco se ha encontrado en estas circunstancias —dijo ella con sencillez.

Hans sonrió y negó. —Con veinte años de vida no puedo afirmarlo. ¿Le importaría que nos tuteáramos?

Curvando la comisura de su boca, ella claudicó. —Sería lo más adecuado, Hans.

—Veo que no has cambiado desde pequeña, Elsa. Permanece la naturaleza curiosa de la niña que quería conocer los temas que hablaban los mayores.

—Tienes más ventaja que yo; con cuatro años creo que solo quedé impresionada con un caballo…

—Sitron —dijeron en unísono y rieron disimuladamente.

Hans se aclaró la garganta. —Él se encuentra en las caballerizas, aunque hoy día Hil sigue molestándome con el nombre. Como nombró al suyo Thunder, es menor la vergüenza con la elección. De llamar a un caballo limón, a trueno.

—La montura de mi… madre —ella se humedeció los labios—, se llama Freckles. Anna y yo creímos que unas manchas de tierra eran pecas y la yegua terminó con ese nombre.

Elsa odió verse sometida a una serie de emociones con la presencia de él. No pudo evitar bajar los párpados un momento.

Consciente de su dificultad, él desvió la mirada por pequeños instantes.

—Es normal que les extrañes; no dejas de hacerlo. No conocí a mi madre, como sabes, falleció por complicaciones después de mi nacimiento, pues era mayor para tener hijos; por ella siento tristeza de no conocerle. Pero mi padre falleció cuando tenía ocho y hasta el día de hoy me encuentro añorando al hombre que me dio parte de mi infancia, porque hay muchas cosas que me recuerdan a él y tantas que me hubiera gustado hacer en su compañía… o que él viera.

Aunque se comportaron mucho como padres, Sophie especialmente, en ocasiones sentía el vacío de los progenitores que le dieron la vida y que debieron quererle tanto como sus hermanos se habían sentido queridos.

Vio los ojos humedecidos de ella y se cambió de asiento sin hacer ruido. Le ofreció un pañuelo con el que ella se secó el par de lágrimas que bajaron por sus pómulos.

—Ahora mismo me siento ridícula.

Y él, culpable, porque en cierta medida el rey Agnar iba a las Islas del Sur por incitación suya.

—No tienes motivo. Es un día especial para ti e implica muchas cosas.

Elsa asintió, apretando el pañuelo en su regazo.

—Con Anna, tengo que ser fuerte, pero, a esta hora del día mis buenas intenciones se me escapan de las manos.

—La princesa lo entendería.

—Estoy segura que sí. Soy yo quien no acepta esta actitud; si me dejo llevar demasiado arruinaré lo que mucho me ha costado lograr.

—¿Crees que puedas confiar en que yo no te cuestionaré ni te descubriré, Elsa? Conmigo, tus secretos y quien no quieras ser de cara al público, estará guardado.

Ella se tardó unos instantes en contestar.

—Gracias y… espero lo mismo.

—Tu palabra es mía.