Disclaimer: Los personajes y las situaciones que les recuerden a Twilight no me pertenece, esta inspirado bajo la obra de Stephenie Meyer. Y la historia es de India Grey.

Argumento: El despiadado magnate estaba dispuesto a seducir a la rica heredera para vengarse.

Peligrosamente guapo, Edward Cullen lo tenía todo: poder, dinero y mujeres dispuestas a caldear su cama. Pero había algo que anhelaba más que todo eso: ¡vengarse de la familia Swan!

¿Y qué mejor venganza que seducir a la inocente Bella Swan para luego repudiarla? Ojo por ojo; corazón por corazón.

Pero cuando la fría y calculada venganza se transformó en tórrida pasión, decidió retenerla junto a él.

Capítulo 1

Las olas besando la orilla de una playa de arena plateada… Una brisa cálida meciendo las palmeras… Un cielo azul… No. No era una buena idea. Bella Swan abrió los ojos y los fijó en la araña francesa que el subastador estaba a punto de adjudicar. No tenía sentido intentar calmar su agitado corazón mientras notara aquellos ojos clavados en ella.

Aunque no le había visto entrar, estaba segura de que aquel hombre no se encontraba en la sala de subastas cuando ella ocupó su asiento. A partir de cierto momento, había empezado a sentir un cosquilleo en la piel y un hormigueo en la boca del estómago. Al volverse lo había descubierto. Mirándola.

Le lanzó una mirada furtiva. Seguía apoyado contra la pared y ni siquiera fingía estar interesado en seguir la subasta. Bella clavó la mirada en la lámpara para no mirarlo abiertamente y comprobar si su boca era tan perfecta como le había parecido.

Por un instante pensó que tal vez lo conocía, pero de ser así, estaba convencida de que no lo habría olvidado.

Apretó entre las manos el programa e intentó seguir recordando las instrucciones de la carísima terapeuta que su hermano Seth le había recomendado. Volvió a la imagen de la playa.

El hombre no dejaba de mirarla.

Bella dejó que el cabello le cayera sobre la cara para que la ocultara de aquella escrutadora inspección. Se removió en el asiento al tiempo que abría el programa. Quedaban dos lotes. La araña fue adjudicada con un último golpe de martillo y un jarrón de porcelana ocupó su lugar. Si se inclinaba hacia delante. Bella podía entrever en un lateral a un hombre que portaba un cuadro, el cuadro que en pocos minutos le pertenecería y tras cuya adquisición podría dejar aquella sala, y al inquietante desconocido.

Fijó la mirada en la casa grisácea sobre un fondo verdoso que ocupaba el centro de la imagen. Se trataba, sin lugar a dudas, del regalo perfecto para su grandmére, y de no ser porque Bella estaba decidida a dejar de creer en el destino, habría pensado que éste había intervenido en su favor.

Pero su terapeuta insistía en que debía asumir la responsabilidad de sus propios actos en lugar de culpar a vagas fuerzas fuera de su control, como el azar o el destino. Suspiró. Lo cierto era que no le resultaba sencillo.

El martillo anunció la adjudicación del jarrón y Bella se irguió. Había llegado el momento. Con una renovada determinación, intentó olvidarse de la mirada del hombre y centró su atención en el subastador.

—Lote cuatro, seis, cinco —anunció en tono monocorde, inconsciente de que iba a vender una pieza de la historia familiar de Bella—. Un encantador cuadro amateur de una casa en la campiña francesa. Precio de partida: veinte libras.

Tras un pequeño movimiento en la primera fila, continuó:

—Veinte por aquí. Treinta para el señor…

Le siguió una rápida sucesión de pujas que subió el precio a noventa libras. Desde que había acabado sus estudios de arte y había empezado a trabajar en la galería de Celia, Bella se había convertido en una experta en subastas, y sabía esperar al momento adecuado. Éste llegó cuando el subastador anunció cien libras y la mujer de la primera fila sacudió la cabeza.

—¿Cien libras a la una?

Bella alzó la mano.

—¿Ciento veinte?

Bella asintió y estuvo a punto de dar un grito de alegría al ver que los demás pujadores se retiraban.

—Ciento veinte a la una…

Bella metió las manos en los bolsillos de su chaqueta de lino negra y cruzó los dedos. No podía pagar un precio más alto.

—A las dos… —tras una pausa, el subastador continuó—. Por tercera y última… —calló con gesto asombrado—. ¿Señor? Justo a tiempo. ¿Ciento treinta?

Bella no necesitó mirar para saber quién había hecho la oferta. Lanzando una mirada incendiaría al suelo, descruzó los dedos y apretó los puños. Debía recurrir a una combinación de osadía y determinación. Alzó la barbilla y adoptó una actitud de extrema seguridad mezclada con un toque de aburrimiento e irritación. No era la primera vez que le sucedía algo así. Debía dar la imagen de alguien dispuesto a comprar a cualquier precio, como si fuera una mujer acostumbrada a conseguir lo que se proponía.

—Ciento cuarenta.

Excelente. Había sonado muy convincente. Pero la euforia le duró poco.

—Doscientas.

Aquella vez no pudo contener el impulso de mirar hacia atrás. El hombre la miraba fijamente y Bella sintió un escalofrío.

—¿Señorita? ¿Ofrece doscientas diez?

Por un segundo, Bella había perdido contacto con la realidad. Los ojos de aquel hombre eran verdes e hipnóticos. Mientras lo miraba, él alzó una ceja y Bella no supo si su expresión era interrogativa o retadora.

—Sí.

—Doscientas diez para…

—Trescientas.

Bella cerró los ojos al oír la voz del hombre interrumpir al subastador. Percibió en su tono cierta impaciencia, como si se supiera seguro ganador y quisiera concluir lo antes posible.

—Trescientas diez —las palabras escaparon de su boca.

La indiferencia con la que había mirado el cuadro acabó por enfurecer a Bella cuando tuvo la sospecha de que sólo lo estaba haciendo para molestarla. Si quería jugar, jugarían.

—Quinientas.

—¿Señor? —al subastador le tomó por sorpresa aquel salto en la puja. —Quinientas libras.

Bella confirmó que sus labios eran espectaculares, llenos y voluptuosos. Estaba mirándolos cuando se curvaron en una leve sonrisa. Definitivamente, aquel hombre parecía estar gastándole una broma.

Bella se sentía como hipnotizada. Una parte de su mente se mantenía racional y consciente, mientras que la otra quería enfrentarse a ciegas a aquel reto.

Un murmullo de curiosidad recorrió la sala. Bella podía sentir la mirada de los presentes fija en ella. Sólo el desconocido permanecía imperturbable. Arrancó los ojos de él y los volvió al cuadro. La adrenalina le quemaba la sangre. Aquel cuadro representaba el paisaje de infancia de su abuela. Formaba parte de su herencia y debía ser suyo.

—Quinientas cincuenta.

A cámara lenta se volvió hacia el hombre, quien, alzando los hombros levemente, dijo:

—Seiscientas.

—Seiscientas cincuenta.

—Setecientas.

Su voz era acariciadora. Bella se estremeció. Aquello no tenía nada que ver ni con el lienzo, ni con el dinero. Era algo personal.

—Setecientas cincuenta.

Las cifras habían perdido significado. El mundo a su alrededor desapareció; sólo era consciente de la existencia de aquel hombre que la quemaba con la mirada. Sintió que las mejillas le ardían, tenía los labios secos, el calor le resultó insoportable y, quitándose la chaqueta, la dejó en el asiento contiguo. No sabía qué hora era. Los acelerados latidos de su corazón marcaban los segundos. El cabello del extraño era cobrizo, una despeinada maraña de mechones que le hicieron pensar en un cruzado medieval, o en un pirata. Sus labios tenían una brutal sensualidad y todo ello contrastaba con su inmaculado y caro traje. Nunca antes había tenido más sentido la frase: un lobo con piel de un cordero.

El hombre apoyó la cabeza en la pared y, sin apartar la mirada de Bella ni apenas mover los labios, habló con leve acento francés:

—Mil libras.

Bella se quedó sin aliento.

—¿Señorita? ¿Mil diez? ¿Quiere subir la apuesta?

Bella se sintió invadida por una temeridad que desconocía y que supuso era lo que se sentía antes de saltar de un avión. Aunque era evidente que no conseguiría el cuadro, quiso llevar a aquel hombre al extremo, romper aquella insoportable e inquietante calma. Quería enfadarlo, hacer que mostrase alguna emoción.

Lo miró con expresión desafiante y dijo:

—Sí. Mil cinco libras.

Sonriendo para sí, esperó a que el hombre subiera la puja. En la sala se hizo un silencio sepulcral.

—¿Señor? ¿Mil diez?

El desconocido le sostuvo la mirada y con una irritante parsimonia deslizó la mirada por su cuerpo. Bella sintió un nudo en la garganta y la visión se le nubló; se quedó sin aire en los pulmones y en medio del pánico, lo único que pudo registrar fue la mirada entre sarcástica y triunfal que él le dedicó.

—¿Mil cinco libras? —el subastador alzó la maza—. Mil cinco libras a la una…

El hombre se separó de la pared. Seguía mirando a Bella, pero la sonrisa había abandonado sus labios.

—Mil cinco libras a las dos…

Por un instante. Bella temió desmayarse. Iba a ponerse en pie cuando vio que el hombre hacía una señal al subastador.

—¿Señor? ¿Mil diez?

El hombre asintió y apartó la mirada de Bella. Ésta tomó aire. El ruido de la maza la devolvió a la realidad. Agachó la cabeza y se abrió paso entre los curiosos, demasiado alterada por lo que acababa de suceder como para sentirse aliviada.

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Entornando los ojos con expresión especuladora, Edward Cullen la observó partir.

«Interesante», pensó. «Muy interesante».

Cínico y con tendencia a aburrirse pronto, no era un hombre que sintiera interés con facilidad. Pero tras ofrecer por un cuadro más de diez veces lo que valía, aquella mujer lo había conseguido.

Y también sus ojos centelleantes. Había llegado a perder el control por unos segundos, y Edward había notado que eso la inquietaba. La cuestión era, ¿por qué?

Había salido tan precipitadamente que se había dejado la chaqueta, y él la tomó de camino a la puerta. Era suave y el olor a jazmín que desprendía aventó la brasa del deseo que había sentido en cuanto la vio.

En el mostrador de la entrada entregó su ficha y un montón de billetes. Mientras esperaba a que le dieran un recibo, se fijó en la etiqueta de la chaqueta y sonrió. Pertenecía a una tienda exclusiva, pero terriblemente clásica. Hubiera preferido que aquella mujer tuviera gustos más personales.

Apretó la prenda con la mano y salió a la lluviosa tarde de Londres. No había cesado de llover en todo el verano y, una vez más, el cielo estaba cubierto de amenazadoras nubes. Se detuvo en lo alto de la escalinata con la vaga sensación de que algo extraordinario estaba a punto de suceder.

Quizá se trataba de la pintura, de haber conseguido lo que llevaba años buscando.

O tal vez se debía a la mujer.

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Bella se paró en seco en la acera al tiempo que dejaba escapar una maldición al darse cuenta de que se había dejado la chaqueta en la sala de subastas.

Estuvo a punto de dar media vuelta, pero vaciló. ¿Qué más daba que se tratara de una chaqueta de Valentino y que perteneciera a su abuela? ¿Qué más daba que el cielo fuera a desplomarse sobre ella y no llevara más que un vestidito negro? Debía haber vuelto a casa hacía horas. Seth siempre llamaba para asegurarse de que había regresado y si no era así, se preocupaba. Así que lo mejor…

Permaneció inmóvil, irritada consigo misma porque en el fondo sabía que su resistencia a volver a la sala se debía a que le faltaba valor. Así que alzó la barbilla y deshizo los pasos con la garganta atenazada por la frustración. Afortunadamente, ya no lloraba. Era otra de las cosas que había dejado de hacer.

Sin embargo, no podía negar que sus emociones la habían superado aquella tarde, y todo a causa de la mirada de un hombre. Sólo recordarla le ponía la piel de gallina. Aquella mirada le había hecho sentir más viva que los mortecinos cinco meses anteriores juntos. La vida le había resultado de nuevo un lugar lleno de posibilidades.

Cerró los ojos para pensar en la playa tropical, pero sus párpados proyectaron la imagen de unos profundos ojos verdes y de una sensual boca. Dejando escapar una exclamación de impaciencia, abrió los ojos, pero la imagen, en lugar de borrarse, se volvió real.

—¿Intentas recordar dónde has dejado esto? —el hombre de la subasta estaba a unos pasos de ella; sonreía con sorna al tiempo que le tendía la chaqueta.

Bella sintió que las mejillas le ardían, pero ocultó su turbación tras una gélida sonrisa.

—Así que además de quitarme mi cuadro quieres quitarme la ropa —dijo en tono sarcástico.

El hombre rió.

—Depende, ¿ibas a quitarte algo más?

Bella sintió el deseo recorrerla de arriba abajo y perdió el aplomo. Abrió la boca, pero no logró articular palabra. Tenía que concentrarse, recordar que no debía dar una respuesta impulsiva, pensar en playas de arena blanca…

Tragó saliva y con ella arrastró las espantosas palabras que acudieron a su boca. Sonrió con frialdad:

—Claro que no. Gracias por recoger la chaqueta. Si no te importa, tengo prisa y…

Dio media vuelta para marcharse, pero él la sujetó por el brazo. En cuanto sus dedos se cerraron sobre su piel. Bella sintió una sacudida eléctrica que reverberó por todo su cuerpo.

—Espera —dijo él con voz queda—. ¿Qué has querido decir al referirte al cuadro como tu cuadro?

Bella miró al suelo en tensión.

—Ha sido una tontería. Lo siento, es tuyo.

—Pero estás enfadada.

Bella no respondió. Aun en medio de una calle de tráfico ensordecedor, su voz resultaba perturbadoramente íntima. El hombre se colocó de frente a ella. Su pecho formaba una pared sólida, ancha, real. Su mano seguía sujetándola, y Bella no sentía el menor deseo de soltarse.

—Tenías mucho empeño en conseguirlo —dijo él.

—Sí —susurró ella.

—¿Por qué?

—Es… bonito —dijo Bella con fingida indiferencia.

—¿Bonito? —Edward le soltó el brazo y dio un paso atrás—. ¡No tiene nada de bonito!

—¿Disculpa?

Edward la miró con curiosidad. De cerca tenía el tipo de belleza perfecta que le dejaba indiferente. En la sala de subastas había creído percibir algo salvaje y apasionado en ella que había despertado su curiosidad y su deseo, pero en aquel momento supo que se había equivocado. No era más que la belleza convencional de alguien con dinero.

—No hace falta ser un especialista en arte para saber que es basura —dijo con crudeza—. No vale ni un cuarto de lo que he pagado.

Aquello acabó por enfurecer a Bella.

—¿Y por qué lo has hecho? ¿Por qué no me has dejado comprarlo? Para mí no tiene valor material, sino sentimental.

—¿Qué quieres decir?

Bella alzó la barbilla.

—Mí abuela pasó la infancia en esa casa. Esa es la razón de que lo quisiera.

Se había levantado una suave brisa y empezaban a caer las primeras gotas de lluvia sobre el pavimento. El mundo parecía haberse detenido bruscamente. Edward sintió el impulso de buscar un punto de apoyo al sentir que su férreo dominio de sí mismo lo abandona por un instante. Suspiró profundamente y esbozó una blanda sonrisa, como una grieta abriéndose en un lago helado.

—¿De verdad? ¿Y cómo te llamas?

—Bella Swan.

Swan. Oír el nombre fue como recibir una dosis de adrenalina, a un tiempo doloroso y excitante. Estudió el rostro de Bella.

—¡Qué coincidencia que hayas encontrado ese cuadro! Debías estar como loca.

Si notó el sarcasmo en su tono. Bella lo disimuló.

—Así es —dijo con dulzura—, especialmente porque mañana es su cumpleaños y era el regalo perfecto —le dedicó una acida sonrisa—. No contaba con que un millonario especulador estuviera dispuesto a pagar una suma absurda por él.

¿Un millonario especulador? Lo estaba subestimando y, dado que era una Swan, la ofensa resultaba aún mayor.

Bella hizo ademán de marcharse, pero Edward no tenía la menor intención de dejarla marchar.

—¿Qué le hace pensar que soy un millonario especulador?

Ella se volvió y lo miró de arriba abajo.

—El traje, los zapatos, la arrogancia. ¿Me equivoco?

—No del todo —sin apartar los ojos de ella, Edward señaló un Bertley verde oscuro que se aproximaba—. ¿Puedo llevarle a algún sitio?

Bella alzó las cejas.

—Así que eres mitad millonario mitad mago. ¿Qué más sabes hacer?

Él le dedicó una sonrisa letal.

—Mis virtudes, mademoiselle, son demasiado numerosas como para ser enumeradas cuando corremos el riesgo de empaparnos, pero si entras en el coche, estaré encantado de informarte.

Abrió la puerta del coche y se echó atrás para dejarle entrar. La lluvia arreciaba, pero Bella no se movió.

—No, gracias —dijo educadamente—. No creo que sea una buena idea.

—Está bien —Edward tamborileó los dedos con impaciencia sobre el techo del coche—. Escucha, has dicho que tenías prisa. ¿Por qué no tomas mi coche prestado? Mi oficina está a la vuelta de la esquina y puedo ir andando. Basta con que le digas a Louís dónde debe llevarte.

Dio un par de pasos atrás sin dejar de mirarla y confiando en que aceptaría la oferta. Iba a resultarle muy sencillo averiguar dónde vivía. Bella se quedó parada junto a la puerta abierta. El agua había empapado ya su corta melena. Frunció el ceño con desconfianza.

—¿Por qué?

—Para compensarte por el cuadro. Por favor.

Bella alzó la mirada hacia el tormentoso cielo y vaciló. A continuación, con una mezcla de rencor e indignación, entró en el coche y se inclinó para cerrar la puerta. Ni siquiera miró a Edward.

—Ha sido un placer —masculló él con sarcasmo al ver perderse el coche entre el tráfico.

Quizá «placer» no era la palabra apropiada. Metió las manos en los bolsillos y echó a andar. No. La palabra era «satisfacción».


N.A: Nueva historia, ¿Qué les parace?