I

—¡Mamá!¡Mamá! —La tigresa blanca no despertaba— ¡Mamá! —, el pobre tigre, que apenas rondaba los tres años de edad, agitaba desconsoladamente a su madre para que despertará. Los cadáveres inundaban los caminos de la aldea.

El aire se enfriaba, la lluvia comenzó, el viento aullaba desesperado, la Luna brillaba en todo su esplendor. Se acurrucó en el seno de su madre mientras observaba con sus grandes ojos azules el rostro sin expresión de ella, un rostro hermoso, pero sin ningún cariño que otorgarle. Se mantuvo acurrucado mientras que al mismo tiempo observaba los demás cuerpos de la aldea.

A unos metros pudo ver lo que era el rostro de su padre con las pupilas dilatadas. Pero faltaba su hermana, aquella que había nacido un año después que él, aquella risueña felina que se reía de las monerías que hacía su hermano.

Se levantó mientras la lluvia golpeaba violentamente el barro. En su mente pasó la idea de la probabilidad de que su hermana estuviera viva, por lo que caminó a través de los cuerpos sin vida, sufría por dentro, llorar era lo único que podía hacer.

Entre tantos cuerpos cubiertos por el barro, pudo ver un hermoso collar, aquel que le regaló a su hermana, y resplandecía como el primer día. Se acercó con cautela para sacarlo, estaba atascado, hizo fuerza, pero era inútil, pero había algo extraño que lo mantenía atascado, era negro y olía a piel y pelo quemado. Su rostro se horrorizó, trataba de gritar, pero no podía.

Escuchó algo, eran… ¿risas? caminó con lentitud y sigilo al lugar de origen. Se escondió detrás de un arbusto y lo que vio lo dejó confuso, eran dos gorilas que conversaban sobre cosas sin sentido o más bien estúpidas.

Pero uno de ellos cambió el tema repentinamente— ¿Crees que haya habido sobrevivientes?

El otro gorila que era un poco más peludo lo miro serio y le respondió— No creo, acabamos con todos ellos. Te lo puedo asegurar— El pequeño tras oír esto se asustó aún más, pero quería seguir escuchándolos, la curiosidad le ganaba, por lo que trató de concentrarse para mantenerse atento.

—Pero..., ¿y si por alguna razón alguno haya sobrevivido? —preguntó el primer gorila.

—Tú sabes lo que pasaría, lo mataría al instante, además yo mismo lo destriparía mientras estuviera vivo y luego le aplastaría el cráneo con una roca—Ambos se empezaron a reír. El tigre blanco se empezó a asustar más de lo que ya estaba, trató de irse, pero pisó una rama y el gorila peludo se percató de su presencia tomándolo de la cola.

—No, suéltenme, por favor —les suplicaba con lágrimas en los ojos.

El gorila peludo habló—Que casualidad más grande, justo cuando empezamos a hablar de sobrevivientes..., aparece uno.

El primer gorila hablo con un tono de preocupación bastante notorio—Esto no le agradará al jefe —luego preguntó entusiasmado—¿Vas a cumplir tu promesa de destriparlo y aplastar su cabeza con una roca?

El gorila peludo con una risa perturbada sacó un cuchillo mientras sostenía al pequeño de la cola—Promesas son promesas.

El cuchillo se acercaba muy lento a la panza. No cesaba de llorar—¡NO!, ¡BASTA! —El cielo brillo y cayó un rayo sobre ambos gorilas, cayeron como sacos de patatas sobre el barro. La enorme y peluda mano estaba tiesa como una piedra, el pequeño trataba de correr, pero su cola estaba atascada entre esos regordetes dedos. Con todas sus fuerzas extendió dedo por dedo hasta que al fin pudo zafarse.

Corrió en la dirección opuesta. El barro lo hacía resbalarse constantemente. Su ropa estaba completamente sucia, y mientras más se esforzaba su pelaje también se embarraba. A unos pasos más adelante se hallaba una escalera fabricada con madera. Frenó tarde y se deslizó por la superficie cayendo por la pendiente. Una vez abajo, sobre él los copos de nieve bajaban en una fina capa. Gemía del dolor, pero continuó moviendo sus cuatro piernas para alejarse lo más que pudiera.

La nieve le empezaba a quemar su piel. Se alejaba cada vez más de la aldea, pensaba que a lo mejor alguien logró escapar del lugar a tiempo.

Desde que el pequeño tenía memoria, nunca había salido más allá del pequeño estanque de flores de loto, ahora lo hizo, pero sus esperanzas de que alguien pudiera haber sobrevivido se esfumaron. El camino desapareció, frente a se apreciaba un profundo risco y al fondo un río que se extendía más allá del horizonte.

Se sentó al borde del risco—¿Por qué? —. Se pregunto mientras se sacaba el barro y se frotaba los ojos llorosos. No recordaba porque no estaba en la aldea al momento en que todo sucedió, solo que estaba jugando con una vara y después…

Se escuchaban ruidos, pisadas rápidas que golpeaban la nieve. Era oscuro, como una sombra. Ese alguien sacó un cuchillo. El pequeño no alcanzó a reaccionar, tenía esa cosa en el hombro. Cayó al suelo rugiendo de dolor. Aquel individuo solo lo observaba mientras se retorcía al borde del risco. En menos de lo que cualquiera se demora en pestañear el atacante azotó su pie izquierdo contra su inocente rostro…

Los primeros rayos de sol del día hacían presencia paulatinamente. Despertó en la orilla del río. La lluvia se acabó y la nieve se acumuló formando una gran capa.

Se levantó, pero el hombro le dolía demasiado, el cuchillo seguía incrustado. Hizo el intento de moverlo, pero fue mucho peor. El dolor se empezaba a volver aún más desesperante. Trataba y trataba de sacárselo, la desesperación aumentaba.

—Por favor, sale —dijo débilmente mirando al cielo.

Agarró el cuchillo con fuerza, pero no pudo, tenía las manos empapadas. El cuchillo era de doble filo y sin mango. Hizo un esfuerzo más al intentar pararse y caminar, pero el suelo se movía y se curvaba. El paisaje se oscurecía, se había desmayado.